Aries

By Francisco_Jaen

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Los ordenadores cuánticos del CERN reciben unos extraños mensajes, y los científicos en el Gran Colisionador... More

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By Francisco_Jaen

En el principio... fue la línea de comandos.

Neal Stephenson


Concentrado, repasaba los datos que le ofrecían los servidores cuánticos. Unos equipos capaces de almacenar, por separado, cientos de miles de qbytes. En conjunto, millones. A una velocidad de procesamiento tal, que sus CPU debían de mantenerse a una temperatura cercana al cero absoluto. Es decir, a -273'15o centígrados. Con esas capacidades, se esperaba que la inteligencia artificial fuese capaz de arrojar nueva luz, en los experimentos que allí se realizaban desde hacía décadas.

Jordi había bautizado a su computadora como «HAL 9000», en homenaje al superordenador imaginado por Arthur C. Clarke para sus odiseas en el espacio. Aunque esperaba que el suyo no se rebelase un día de estos. Al menos, a él no podría dejarle tirado en el espacio. La carrera espacial era ya un recuerdo del siglo XX. En eso, los antiguos escritores de ciencia ficción no estuvieron acertados. A nadie parecía interesarle poner un pie en Marte, ni establecer ninguna base para extraer minerales en la Luna.

Las obsesiones de los científicos a lo largo del siglo XXI habían sido otras. La velocidad de la transmisión de la información, la seguridad al realizar dichas transmisiones, el internet de las cosas, la nanotecnología, la robótica, que las máquinas puedan enviar información directamente hasta el cerebro humano, o al revés, del cerebro hasta las máquinas. Por no hablar de la manipulación de otro tipo de información, la genética. En definitiva, estábamos en la Era de la Información, y la Era Espacial había pasado ya a mejor vida. Eso sí, de vez en cuando, aparecía algún millonario excéntrico, con sueños de astronauta.

Pero lo que a Jordi le interesaba en ese momento era su experimento, era si la inteligencia artificial permitiría descubrir nuevas partículas y subpartículas atómicas. Hasta ese momento, no se había percatado de nada extraño. El comportamiento de los quarks había sido el esperado por sus compañeros del departamento de física. Hasta el punto de ser idéntico a la recreación hecha previamente por «HAL 9000». Pero uno de sus ayudantes parecía haber encontrado algo que no encajaba, como le señalaba el panel de su escritorio. Pulsó el botón, y le preguntó cuál era el problema.

—¿Quién es Frederic Teubert?

—No lo sé.

—¿Y Fabiola Gianotti?... Verá señor, estoy recibiendo varios correos electrónicos de personas que se supone que trabajan aquí, porque resulta que se envían desde aquí. Pero no los encuentro en la base de datos, y dicen cosas muy raras en sus emails. Utilizan nuestras siglas, pero con otro logotipo... Pienso que podría ser una broma, quizás algún tipo de ataque informático. Creo que debería de darle un vistazo.

El nombre de Fabiola Gianotti le sonaba de algo, pero ahora no caía. Cuando vio los correos, como su ayudante, pensó que debía de tratarse de una broma. Aunque los datos que aportaban dichos correos parecían muy profesionales. Algo anticuados, cierto, pero bien preparados y expuestos, siguiendo los protocolos de la casa. Desde luego, no podía ser fruto de ningún aficionado.

Después se dio cuenta de la fecha de los correos. Todos del año 2018. Algún bromista se había hecho con los archivos, y se diría que con los nombres de los físicos de principios de siglo. ¿Con qué propósito? Difícil saberlo. Pensó que debía de poner el asunto en conocimiento del director general. Y así lo hizo. Pero como todos los jefes, no estaba para perder el tiempo en bromas. Y al principio, al menos, no le interesó demasiado todo aquello.

—Ha hecho usted bien en informarme, pero confío en que puedan solucionarlo los chicos de su departamento ─le dijo con la más falsa de sus sonrisas.

Así que, durante algunos días, tendría que poner a alguien de su equipo perdiendo el tiempo en la ocurrencia de un condenado friqui. Por lo que los demás, y él mismo, tendrían que hacer alguna hora extra. Así y todo, en estos casos era mejor actuar con precaución. A veces los hackers podían resultar muy peligrosos, especialmente los rusos. Y ahora que habían conseguido los últimos modelos en equipamiento cuántico, echar a perder los millones de euros que estos suponían, significaría el fin de su carrera. Como informático al menos. Siempre podría probar fortuna como escritor. Un sueño de la infancia. Aunque para eso necesitaba algo más que publicar cuentos en alguna revista digital, como hasta ahora.

Los días pasaron, y el compañero encargado de resolver el problema, no sólo no era capaz de hacerlo, sino que parecía estar perdiendo el juicio. Le aseguró que, de algún modo, se había dado un entrelazamiento cuántico, que habían establecido contacto con la directora del CERN (siglas en francés de Consejo Europeo para la Investigación Nuclear) del año 2018, Fabiola Gianotti, la primera mujer en ocupar ese cargo. Que dicha mujer, en persona, le estaba enviando documentación, audios y vídeos preparados expresamente para ellos, sus colegas del futuro. Y que además, querían comprobar si era posible una comunicación en directo. Por lo que le habían sugerido que utilizase el Skype.

—¿El Skype?

—Me ha explicado que era un software para realizar videoconferencias. Vaya, para mantener una conversación.

—Sí, ya sé lo que es el Skype. O mejor dicho, lo que era. La empresa fue vendida, creo recordar que a Facebook, y cambio de nombre. Si no podemos encontrarlo, en su versión del 2018, ni se te ocurra pedírselo. Quizás sea una trampa. Porque supongo que serás consciente de que el entrelazamiento cuántico se ha comprobado con dos objetos separados en el espacio. Pero lo que propones es...

—Absurdo. Lo sé. Aun así, debería darle una ojeada a los vídeos y la documentación que nos han enviado. Si es el trabajo de unos bromistas, hay que reconocer que son muy buenos en lo que están haciendo. 


La profesora de historia contemporánea en la Universidad Miguel Hernández de Elche, Nuria Caballero, ultimaba su artículo para el portal de noticias El País, con el que intentaba describir a los lectores cómo se había desarrollado hasta entonces el siglo XXI. A modo de introducción para sus posteriores artículos, en los que abordaría sus teorías sobre lo que le aguarda a la humanidad en el futuro.

«...Tras la crisis norteamericana a finales de los años veinte, muy al contrario de lo que auguraban algunas voces, los Estados Unidos de América seguían siendo la primera potencia mundial. Sin embargo, los conflictos internos la habían debilitado enormemente. Las diferencias sociales, étnicas y religiosas, sumado a los enormes gastos en defensa, a la interminable crisis de deuda económica, y a las tensiones con China por el control del Océano Pacífico, habían llevado al país a una situación extrema. Que terminó por implosionar en un estallido social de mucha mayor gravedad y trascendencia, en comparación con los que se habían dado anteriormente. Por ejemplo, con los disturbios raciales de hace ahora un siglo, en Newark, Nueva Jersey.

La situación derivó en un golpe militar dirigido por el jefe del estado mayor, el general Andrew Miller, que se autoproclamó como presidente de los Estados Unidos. En ese momento se habló de una medida temporal, hasta que fuese posible restablecer el orden democrático. Pero lo cierto es que el nuevo orden acabó por perpetuarse veinte años después, en la figura del general Isaac Benford. Una situación que había sido ya intuida, muchos años atrás, en la novela «Siete días de mayo» de Fletcher Knebel y Charles W. Bailey. Novela que sería llevada al cine.

Una situación que, como ocurrió con el Brexit, en parte ayudó a impulsar la gradual creación de los EUE (Estados Unidos de Europa). La primera fase fue la unidad económica, a principios de siglo. Pero no tardó en hacerse evidente que se hacía necesaria una unidad militar, para suplir la paulatina retirada de las bases norteamericanas en suelo europeo. A esto se le sumó la necesidad de una policía europea, al estilo del FBI norteamericano, que pudiera ser capaz de dar una mejor respuesta al fenómeno del terrorismo global, y dirigir el intercambio de datos entre los diferentes cuerpos de inteligencia, hasta lograr unificarlos de forma gradual.

Y para poder gestionar más eficazmente estas cuestiones, evidentemente, se hizo necesario un mando militar común. O en la jerga de Bruselas, un comisario de defensa. Así como un comisario de interior, o incluso un comisario de asuntos exteriores. Cargos en los que los respectivos ministerios nacionales fueron delegando, a pesar de las reticencias iniciales, su soberanía.

Pero por supuesto, para dirigir de forma más eficaz el trabajo de estos comisarios, no parecía lo más lógico que tuviesen que rendir cuentas a los presidentes de Alemania, Francia, Italia, España, y otros tantos países, al mismo tiempo, cada uno barriendo hacia sus propios intereses nacionales. Se hacía urgente la figura de un único presidente europeo, de una única voz en nombre de todo el continente. Así, en el año 2047, acabó por surgir la Europa actual que hoy conocemos. No sin antes tener que hacer frente a nuevas situaciones complicadas, en múltiples frentes. Como Oriente Medio, el Pacífico, Norteamérica, las pandemias de los años veinte tras las oleadas de emigrantes subsaharianos, las revoluciones socialistas de los años treinta en ciudades como París, etcétera. Situaciones que exigían, hacían especialmente urgente, el que se diese por fin la unión política.

Esta nueva Europa aspiraba a convertirse, una vez más, en una potencia hegemónica a escala global. Y a mantener la antorcha de los valores democráticos, ahora que en Norteamérica esta antorcha parecía haberse apagado, quién sabe si para siempre. Al fin y al cabo, es en el viejo continente donde estos valores habían sido engendrados, durante los tiempos de la antigua Grecia. Y donde más tarde volvieron a florecer, tomando una forma más definida, mediante acontecimientos tan trascendentales como el de la Revolución Francesa.

Inevitablemente, como ya les había sucedido a todos los imperios que en la historia han sido, cuando el primer presidente de los Estados Unidos de Europa, Jean-Claude Bordeaux, a pesar de la cautela de su carácter, fue consciente de todo el potencial que prometía la nueva superpotencia que se empezaba a atisbar en el horizonte, no pudo evitar dirigir una mirada expansionista a izquierda y derecha. A lo que quedaba de las otrora grandes naciones del Reino Unido y de Rusia. Sólo así se explica su descarado interés para que volviese a celebrarse un referéndum sobre la independencia de Escocia. Independencia que finalmente se alcanzó en el año 2055. Y con la que Escocia ingresó, automáticamente, como miembro de pleno derecho de los EUE. Lo que se saltaba la normativa habitual que se seguía en estos casos, de presentación de solicitud, y toda la lenta burocracia que eso implicaba. En el caso escocés, una cosa llevó a la otra, sin más demora.

Así y todo, el Reino Unido seguía siendo una nación a tener en cuenta en el escenario internacional. Muchos creyeron que iba a convertirse en un mero satélite de los EE.UU., pero no fue exactamente así. Tras el golpe militar en Norteamérica, Londres marcó distancias con su tradicional aliado, e intentó centrarse en reforzar y potenciar la Commonwealth, el club de naciones que habían formado parte del Imperio Británico. Alianzas políticas y económicas que seguían dotando a aquel país de un lugar en la historia.

El caso ruso era menos alentador. Su ejército carecía ya de portaviones, sin los que ningún país podía considerarse realmente como una potencia militar. Por falta de inversiones, apenas contaba con los modernos soldados-robot, sus ya escasas cabezas nucleares iban desmantelándose una a una, por miedo a que acabasen por generar contaminación radiactiva, su población mermaba huyendo del frío, su economía dependía demasiado de sus recursos naturales. Unos recursos cada vez menos importantes, en un mundo que está desintoxicándose de su adicción a los combustibles fósiles. Y además, la tecnología rusa para la extracción del gas y del petróleo ha quedado muy anticuada. A cada año que pasa, resulta más costoso su mantenimiento. Es un país en el que las infraestructuras fallan, y las explotaciones son abandonadas a su suerte. Rusia se asemeja a una nave ardiendo, a la que Europa dirige su mirada con apetencia. Pero aún con cautela.

La fortaleza de Rusia radicaba ahora en sus piratas informáticos. En su capacidad de hackear los sistemas digitalizados de potencias extranjeras. De hecho, se cree, aunque no ha podido demostrarse con certeza, que la crisis bursátil del 2033 fue consecuencia de la situación en USA, pero también de la intervención artificial de los hackers rusos en los mercados financieros de Occidente. También se cree que Rusia ha influido sutilmente en los resultados electorales de múltiples países, desde hace mucho tiempo. En las averías de varias centrales nucleares, que han obligado a su cierre prematuro. O en los fallos de comunicación que han inhabilitado un buen número de satélites europeos y norteamericanos, y a los que no se ha logrado dar una explicación satisfactoria.

Como le puede suceder a otros osos moribundos, los buitres revolotean a su alrededor, poco tiempo antes de su último aliento. Aún temerosos, ante la fuerza legendaria que se desmorona ante sus ojos. Así y todo, el planeta es ahora un lugar mucho más poliédrico de lo que ha sido nunca. Las antiguas potencias siguen disponiendo de su plato y mantel en la mesa, mientras otras nuevas han dado comienzo a su pugna por hacerse con un lugar en la historia, con un pedazo de la tarta. Una de ellas, sin duda, es Israel.

El atentado contra la Cúpula de la Roca, lugar sagrado para las tres grandes religiones monoteístas del planeta, había desembocado en uno de los conflictos más sangrantes de la historia reciente. Los líderes políticos de Israel, cada vez más radicalizados, fueron imbuidos así por un espíritu mesiánico. Por la creencia en que tenían una misión que cumplir. Una misión sagrada. Y era la de extender sus fronteras, tal y como se describen en la Biblia, desde el Nilo hasta el Éufrates. Es lo que se conoce como el Gran Israel.

Esta visión milenarista, según se dice, formaba también parte de las creencias íntimas del presidente Trump, y del lobby judío del que se rodeó. De ahí, probablemente, que trasladase la embajada norteamericana de Tel Aviv a Jerusalén. Y que actuase de una forma tal, que parecía querer hacer todo lo posible para provocar una situación caótica en Palestina. La excusa que, fuese intencionada o no, se necesitaba para la guerra que permitiría la construcción del Tercer Templo de Jerusalén, y la espectacular expansión militar del moderno estado de Israel.

Sea como fuere, el hecho consumado es que la nación judía es ya un gran país a tener cuenta. Una de las tres superpotencias de Occidente, junto con los USA y los EUE. Con acceso a grandes yacimientos de combustible fósil, con un ejército moderno y preparado, con una economía saneada. Y sobre todo, con la creencia íntima de sus gentes y líderes en ser el pueblo elegido por Dios. De que un día, más pronto que tarde, Jerusalén se convertirá en la capital sobre la que girará todo el planeta.

Esa fe en el futuro, en su destino manifiesto, es la que ha perdido China. Ya sin la tradición de sus dinastías milenarias, ni la de su más reciente fe en el comunismo. ¿Cuál era ahora la meta de la nueva República China?, ¿qué puede ofrecerle al mundo?, ¿por qué debería liderarlo? A principios de siglo, en occidente, se observaba su crecimiento económico y militar con respeto, admiración e inquietud. Pero lo cierto es que sus cifras de crecimiento habían sido descaradamente infladas, de forma artificial. Por poco que se rascase, se hacía evidente la manipulación. Y lo que era aún peor, la ocultación de lo que estaba ocurriendo realmente dentro de China. Un país con diferencias sociales y religiosas, tan arraigadas y profundas, que era inevitable que acabasen por estallar, a la menor muestra de debilidad por parte del régimen.

En cierta forma se puede comparar al caso norteamericano, pero con resultados bien diferentes. En EE.UU. se paso de la democracia más poderosa del planeta a una dictadura. Y en China, de la dictadura más poderosa del planeta a una democracia. Fue un curioso intercambio de papeles, más o menos al mismo tiempo. Incluso cuando China aún afirmaba ser comunista, lo cierto es que ya creía en el libre mercado, y en su globalización, con más firmeza y contundencia que los propios occidentales. Casi se diría que con la fe del converso.

Porque eso es lo único que le queda a China, el mercado, sus intereses comerciales a escala global, defender su área de influencia en el Pacífico con uñas y dientes. Y no es poca cosa ese trozo del pastel. Los intercambios en esa zona del mundo, son los que realmente mueven la economía de todo el planeta. Así que la lucha empieza a ser feroz, a cara de perro. Aunque no se sepa con certeza por qué se lucha.

La batalla no es sólo contra los EE.UU., y sus satélites en la zona (Japón y Corea), también con La India. Un país que sigue reclamando su lugar en el mundo. Y que sigue siendo clave para Occidente. Además de por su rivalidad de liderazgo en la zona, respecto a China, también por su lucha contra el islamismo radical. Yihadismo contra el que combate con una ferocidad cada vez más encarnizada, a lo largo y ancho de sus extensas fronteras...».

El móvil de su reloj sonó de pronto, sacándola de sus pensamientos. Ahora que estaba concentrada, le fastidió la inesperada interrupción. Había olvidado silenciar su reloj, y allí estaba la llamada de Jordi Quiles, desde el CERN.

—¿Qué mosca le habrá picado? ─se dijo para sí misma, olvidando que estaba sola.

Con Jordi había tenido una aventura sentimental, en su etapa como estudiante de filología inglesa en la lluviosa Dublín, hacía siglos. Habían seguido en contacto, pero sus respectivas carreras profesionales les habían terminado por separar, sin ningún tipo de ruptura traumática de por medio. Sencillamente, su relación fue derivando en una amistad que aún conservaban.

—¿Cómo sabías que estaría despierta?

—Tú eres como Nueva York, nunca duermes. Siempre estas con tus exámenes, tus artículos, tus libros, tus conferencias, y con tus tazas de café. Aunque no creo que lo necesites. Siempre he pensado que en realidad eres uno de esos replicantes, de los que habló Philip K. Dick.

—Tú y tu ciencia ficción. Ahora que has roto el hilo de la argumentación para mi artículo, creo que haré caso de tu sutil consejo, y me iré a dormir. Tan pronto me digas a qué debo el honor de tu llamada.

—Verás, no quería molestarte. Pero en aras de mantener nuestra amistad, me he visto obligado a ello. Por mi culpa, mañana vas a recibir la visita de los hombres de negro. A esa gente le gusta actuar de forma repentina, ¿sabes? Son muy teatrales, les da igual que estés dando clase o en la ducha. Quieren que vengas aquí, al CERN. Y lo antes posible. Pero quería que la noticia no te pillase tan desprevenida. Me odiarías por eso.

—¿Y se puede saber para qué?

—Nada, no te preocupes. Es sólo para echarnos una mano en un asuntillo que no sabemos muy bien cómo manejar. Y bueno, he pensado en ti. No puedo darte más información por teléfono. Me colgarían por los huevos. De hecho, es posible que lo hagan por esta llamada. Pero es sólo hacerte algunas preguntas como historiadora. O mejor dicho, sobre tus teorías. Ya sabes, las que están tan de moda últimamente.

—¿Puede acompañarme Sofía? Nos vendrá bien un fin de semana en Suiza.

—Sí, claro, gentileza del Gobierno europeo. No creo que pongan inconveniente. Además, soy uno de sus fans. Me hace ilusión conocerla, y que me firme su último libro... No sé cómo lo haces, pero tus amantes siempre acaban por escribir algo de ciencia ficción. Es una coincidencia curiosa, ¿no? Aquí puede que encuentre un buen argumento para su próxima novela.

—Mañana nos vemos Jordi ─no estaba de ánimos para su buen humor.

Tras colgar, se quedó pensando en cuál podía ser el motivo de todo aquello. Jordi era programador, era uno de los responsables del sistema informático en el CERN. En principio, un mundo totalmente ajeno al suyo. A ella le fascinaba el pasado, a Jordi el futuro. Pero Nuria se había convertido en una persona más o menos popular. Como una de las figuras más relevantes de la nueva generación de historiadores, que pretendía elevar el conocimiento histórico a algo más que a una simple colección de fechas y de acontecimientos, uno detrás de otro. Así que pensó que todo este asunto debía de tratarse de un curioso intento de reducir sus teorías a algoritmos y fórmulas matemáticas. Algo que ella misma ya planteaba al exponer sus ideas. Pero supuso que de forma mucho más elaborada, gracias a los famosos ordenadores cuánticos del CERN. La inteligencia artificial podría llevar sus ideas lejos, muy lejos. Hasta alcanzar cimas que ni ella ni nadie jamás habrían imaginado. Le resultaba una idea sumamente atractiva, a la vez que un tanto inquietante.

De un tiempo a esta parte, había surgido una nueva corriente entre los historiadores, según la cual, se afirmaba que la historia humana podía interpretarse, de alguna forma, como un ser vivo. Un ser que respondía a ciclos, como todo lo demás. Ciclos que tendían a repetirse de forma extrañamente parecida. La idea, en realidad, no era nueva. Otros muchos, en el pasado, la habían esbozado con mejor o peor fortuna. Quizás los antiguos chinos fueron los primeros, cuando dividieron el tiempo de sesenta en sesenta años, de forma parecida a lo que hacemos nosotros, al dividirlo en siglos. Pero es curioso observar que economistas como Kondrátiev llegasen a la conclusión, mucho más tarde, que dicho ciclo sexagenario parecía tener gran importancia en la marcha de la economía.

El famoso Maquiavelo también se percató de este asunto, al escribir lo siguiente en su «Historia de Florencia»: Las provincias que acostumbran, en su variar del orden al desorden, y del desorden al orden, cuando llegan a su mayor perfección, no pudiendo subir más, es preciso que desciendan a su más bajo nivel, y luego necesariamente asciendan; y así siempre: del bien se deriva el mal, y del mal se deriva el bien.

Desde otro punto de vista, quizás un tanto más perturbador, Nietzsche abrazó la idea del eterno retorno, ya planteada por los estoicos, en la antigua Grecia. Según la cual, todo había ocurrido ya. Es decir, exactamente lo mismo, en una eterna y constante repetición sin fin. Pero fue Giambatistta Vico el primero, de la era moderna, en adentrarse con profundidad en la idea de la repetición de los ciclos en la historia. En su obra más famosa, Principios de Ciencia Nueva, esboza tres grandes conceptos. Primero, que hay periodos en la historia que se pueden comparar, y que muestran situaciones paralelas. Segundo, no sólo se dan situaciones parecidas, sino que se llega a ellas de forma parecida, respondiendo a ciclos de avance y retroceso. Y tercero, que la historia avanza en espiral. O dicho de otra forma, los acontecimientos se repiten, las etapas se suceden de forma predecible, pero nada se repite exactamente igual.

A principios del siglo XX, hubo también una corriente muy importante de autores que intuyeron, al analizar la historia humana, la importancia de los ciclos. El más destacable de todos ellos fue Oswald Spengler. Autor del que, con sus dos tomos de La Decadencia de Occidente, quizás no sea exagerado afirmar que ha influido enormemente para que se reabra este viejo debate entre los historiadores modernos, en pleno siglo XXI. Dividiéndolos en dos bandos irreconciliables. Los partidarios de la cliodinámica, con su visión científica de la historia, y sus detractores.

Todo este jaleo con Spengler en la actualidad, se debe a que fue él el que profetizó el advenimiento, en la civilización occidental, de lo que denominó como la decadente etapa del «Cesarismo». Y casualidad o no, eso es exactamente, o desde luego algo que se le parece bastante, lo que se está viviendo ahora mismo en los Estados Unidos de América.

Los británicos, sin embargo, en este campo prefieren las ideas de Arnold Toynbee. Aunque su visión de la historia era, más bien, lineal. Como una rueda que, al girar sobre sí misma, sigue con su avance en línea recta. Pero ni siquiera los británicos pueden obviar que la cliodinámica le debe su nombre a Peter Turchin. Un norteamericano de origen ruso que, a principios de siglo, pronóstico el estallido social que se desataría en los Estados Unidos, durante la década de los años veinte.

Es cierto que, tal y como lo explicó Turchin, parecía más lógico pensar en que esa violencia estallaría sobre el año 2020. Y en parte fue así, pues las políticas del presidente Trump, en pos de la América blanca y protestante, son el germen de lo que vino después. Pero no fue hasta el final de la década cuando, de alguna forma, los Estado Unidos dejaron de ser los Estados Unidos.

Así y todo, la violencia en América estalló en la década de los años veinte, como pronosticó Turchin. Y a muchos les pareció suficiente, un margen de error aceptable, para dar por buena la cliodinámica. Un concepto al que irían sumándose toda clase de investigadores, y no sólo desde el campo de la historia. Economistas, filósofos, sociólogos, intelectuales, escritores, etcétera. Todos aportaron su granito de arena, enriqueciéndolo con sus diversos puntos de vista.

Algunos pensaron que era una moda, que pasaría a mejor vida en un momento u otro. Pero las décadas se sucedían, y la idea seguía arraigando cada vez con más determinación. Ayudadas por los pronósticos que siguieron después, y que continuaron encajando de forma razonable con la realidad incuestionable de los hechos.

Con estos pensamientos, Nuria terminó de lavarse los dientes. Sofía estaba ya profundamente dormida. Le retiró su tablet, se acostó a su lado, contempló la belleza de sus facciones, envidiablemente jóvenes, le dio un beso en la frente, apagó la luz, e intentó conciliar también el sueño. Mañana sería otro día agotador. 


FIN DEL PRIMER CAPÍTULO DE

«Como si no hubiera un mañana»

http://astromundial.com/novela.php

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