Yo Nunca_

By SIRIUSABC

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Kelly detesta hablar con extraños. Dylan piensa que cada persona es un libro abierto. Kelly se angustia cua... More

Nota del Autor
*
Prólogo
PRIMERA PARTE
#1_ Peor que engañar, engañarse a uno mismo
#2_ No te victimices. Tú puedes tomar las riendas de tu vida, las víctimas no.
#3_ Si te rehúsas a escuchar, es porque la verdad es difícil de aceptar.
#4_ La única persona capaz de cambiar tu vida, eres tú.
#5_ Es simple: Lo que no te guste de tu vida, lo cambias.
#6_ Cuando decides cambiar tu vida, el mundo a tu alrededor también cambia.
SEGUNDA PARTE
1# Yo Nunca_ he dicho lo que en verdad pensaba.
2# Yo Nunca_ he usado maquillaje.
3# Yo Nunca_ me he cortado el cabello.
5# Yo Nunca_ he visitado el Central Park.
6# Yo Nunca_ he ido a un restaurante sin compañía.
7# Yo Nunca_ he hecho nuevos amigos.
8# Yo Nunca_ he valorado lo que tengo.
9# Yo Nunca_ he tenido un empleo de verdad.
10# Yo Nunca_ he sido honesta conmigo misma.
11# Yo Nunca_ he bendecido mis maldiciones.
TERCERA PARTE
1# Algunas veces_ la curiosidad mata.
2# Algunas veces_ la vida te lanza golpes.
3# Algunas veces_ los límites se desdibujan.
4# Algunas veces_ el qué pudo haber sido duele mucho más que el lo que fue.
5# Algunas veces_ debes correr el riesgo.
6# Algunas veces_ las palabras no salen.
7# Algunas veces_ debemos tomar decisiones.
8# Algunas veces_ el error en nuestro, de nadie más.
9# Algunas veces_ los muros caen.
10# Algunas veces_ necesitamos un golpe para despertarnos.
11# Algunas veces_ la esperanza no alcanza.
12# Algunas veces_ los puentes que nos unen se rompen.
13# Algunas veces_ se pierde.
CUARTA PARTE
1 -Buen viaje-
2 -Perderse para encontrarse-
3 -Encontrarse para empezar a buscar-
4 -Buscar para perderse-
5 -La tormenta siempre pasa-
6 -El sol siempre llega-
Epílogo

4# Yo Nunca_ he tenido una cita.

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By SIRIUSABC


Pain is more trouble than love is worth,

- Heart attack, Demi Lovato.

Alzo la vista cuando una brisa fría se cuela entre los árboles de hojas anaranjadas. Central Park teñido de dorado, una postal digna de ser admirada. En persona. Porque las postales no te muestran el frío que contrasta contra la piel, el aroma húmedo de otoño producto de infinitas hojas sobre el suelo junto con el césped y la tierra, ni el sonido del crujir del viento que se mezcla con el bullicio de la ciudad de fondo.

     Me detengo por un momento para observar a mi alrededor. El Mall está prácticamente desierto ahora que el sol ha salido, a no ser por las pocas personas que corren o caminan usando su indumentaria deportiva, adultos mayores que se acercan a los bancos ubicados a los costados del sendero para leer el periódico o personas como yo, que se encuentran también en uno de los bancos, pero están leyendo... esto.

     Mis ojos regresan al cuaderno que sostengo.

     Sé que lo que estoy haciendo no puede ser justificado de ninguna manera, pero la intriga ha podido conmigo, y me alegro de que así haya sido. Jamás me hubiera imaginado que encontraría nubarrones tan grises en estas líneas, de esos que anuncian una tormenta. Me he prometido leer sólo tres páginas porque no quiero sentirme como un metiche, aunque estoy leyendo esta última reflexión con mi entrecejo fruncido, preguntándome a mí mismo cómo debería sentirme al respecto. Es obvio que cosas malas o desafortunadas nos suceden a lo largo de la vida, pero ¿por qué retenerlas? ¿Por qué no dejar que se vayan?

     Bajo mi mirada y leo:

Algunas veces siento que mi vida transcurre por inercia.

¿Has sentido que tu vida es mediocre? Yo lo siento a diario. Veo a mi alrededor personas cumpliendo sus metas, alcanzando sus sueños, trazando nuevos objetivos, con el coraje para avanzar y no estancarse (más la felicidad que eso trae), y siento que todos tienen algo mejor que hacer, una vida mucho más entretenida que la mía. Incluso los vagabundos junto a su botella de vino parecen ser más felices que yo.

     Elevo mis cejas, preguntándome cómo rayos es posible que un pensamiento como ese haya pasado por su mente. Probablemente ni siquiera le haya preguntado a un vago cómo se siente.

Se supone que nada va mal en mi vida. Pero, aun así, siento que mi única función es la de transformar oxígeno en dióxido de carbono. ¿Me estaré volviendo depresiva?

     Elevo las comisuras de mis labios. «No», pienso. No creo que sea depresión. «Creo que es frustración en niveles tan altos que la impotencia arrasa con todo».

¿Por qué siento rabia, o celos, cada vez que veo a alguien feliz? ¿Por qué me siento mal con su felicidad cuando sé que eso me convierte en una envidiosa? ¿Es porque estoy muy lejos de esa sintonía? ¿Porque pienso que no puedo conseguir lo mismo y por ende ataco sin motivos? (Al menos eso dice Nicola cada vez que vemos a alguien insultando a otro).

Levantarse, preparar un café maltrecho, tratar de arreglar cosas imposibles como mi rostro y mi cabello para después salir a enfrentar la decepción que resultó ser la vida. Sí, definitivamente, cualquiera que me escuche pensará que estoy loca.

Dicen que nacer es como ganar la lotería porque solo hay una posibilidad en cuarenta trillones de que lleguemos sanos y salvos. Pues, esperaba algo más de la lotería genética. ¿Gané un cupo dentro de cuarenta trillones para esto? Vaya mierda.

     Suelto una ligera risa. Interesante punto de vista.

Quizá la opción del psicólogo sea la solución. Dejaría de quejarme por todo, y, si no lo lograse, pues me darían de esas píldoras que hacen que veas arcoíris y unicornios. Lo grandioso es que ellos son especialistas en el arte de culpar a otros por las cosas que te suceden, tenemos eso en común, no me llevaría tan mal con uno.

Me dirían que todos estos sentimientos fatalistas son producto de una infancia con padres sobreprotectores que no me dejaban dar siquiera un paso sin ellos —no fuera cosa que una grieta se formase y cayera al centro de la Tierra—. Al menos ese es el argumento de Stacy para explicar por qué no tomo riesgos. Y sí, es psicóloga.

La vida en teoría es muy simple. Es en la práctica donde todo se complica. Probablemente porque somos conscientes de que las amenazas son reales una vez dejan de ser hipotéticas.

     Ahí termina la reflexión.

     Cierro el cuaderno antes de que me encuentre a mí mismo infligiendo con el límite de las tres páginas. Entonces reclino mi espalda contra el banco de madera oscura, reflexionando acerca de lo que acabo de atestiguar.

     «Esto explica mucho».

     Ya se me había pasado por la mente que Kelly era una persona demasiado cerrada, pero... no había llegado a pensar que, por dentro, se estuvieran desatando tantas batallas. Es demasiado buena a la hora de ocultarlo. Si me guío por lo dicho en la primera hoja, debió de haber aprendido a no demostrar emociones en la secundaria. Me recuerda un poco a lo que le sucede a Jeremy.

     ¿Desde cuándo la secundaria pasó a ser un lugar tan destructivo? ¿De quién es la culpa? ¿Padres, niños, autoridades...? ¿Hay siquiera un culpable?

     Me quedo absorto, contemplando las hojas anaranjadas a lo largo del sendero.

     «Luigi había mencionado estar en Dumbo», recuerdo. Ayer ha sido nuestro último día trabajando juntos. Él volvería a trabajar en su pizzería en Brooklyn a partir de hoy. «Podrías dejarlo allí», pienso respecto al cuaderno. Cuando ayer lo vi tirado en el suelo, pensé que era una nimiedad. No creí que contuviera líneas tan personales.

     Volteo el objeto de un lado a otro. Ni siquiera luce como un diario.

     «¿Será que esto es lo que escribe como reportera?», me pregunto con el ceño fruncido. Su tío mencionó que estudiaba comunicación porque le gustaba el mundo de la prensa escrita, pero... ¿Esto no califica como otra cosa?

     Sacudo mi cabeza, deshaciéndome del manojo de pensamientos inútiles. Simplemente devolveré el cuaderno y regresaré a la ciudad antes del anochecer.

No lo encuentro. Es oficial, no lo encuentro. He buscado en mi habitación —dejando un caos de primera—, en la sala, la cocina, mi baño, todos los bolsos y morrales dentro de mi armario, el mismísimo armario... ¡Dios mío, no lo encuentro!

     Esto no puede estar ocurriendo.

     —Tal vez lo hayas dejado entre otros cuadernos y no lo hayas visto por estar actuando como una lunática —sugiere Stacy, del otro lado del mostrador.

     Ambas estamos en la pizzería —¡por fin en casa y no en la ciudad!—. Se ha venido hasta Brooklyn no quería pasar otro día sin ver cómo había quedado mi nuevo corte de pelo. Honestamente, en momentos así, ¡me importa un bledo el maldito cabello!

     Me apoyo sobre la superficie de madera del mostrador, llorando imaginariamente. Alguien llega a verlo, alguien que sepa quién soy... «Sería el fin», pienso. No podría volver a salir de mi casa. Me sentiría el hazmerreír del vecindario.

     —¿Dónde lo viste por última vez? —cuestiona Stacy—. Es un buen ejercicio. Trata de imaginar dónde estabas cuando todavía contabas con el cuaderno.

     —No tiene caso, ya lo he intentado. —Deslizo mis manos por mi rostro, haciendo memoria. Lo había visto el sábado, ayer por la mañana, por la tarde... Luego lo había llevado conmigo al trabajo en Mulberry Street, donde dejé el morral por detrás del mostrador como siempre y...

     Sacudo mi cabeza. No, no es posible.

     —La última vez que recuerdo haberlo visto..., estoy segura de que se encontraba en el morral que llevé ayer al festival —explico—. Pero ya le pregunté al tío Luigi si él o Daniel encontraron algo al desmontar el puesto callejero y dijo que no.

     Stacy afila sus ojos.

     —Apuesto a que fue Daniel. Ese gusano siempre se encuentra haciendo de las suyas.

    —Eso sucede contigo, no conmigo.

     Los ojos de Stacy se abren como platos y lleva una de sus manos al pecho.

     —Hijo de perra.

     —Si no hubieras hecho lo de Samantha...

     —¡Pero a él le gusta Sam! —protesta.

     Sí... Esa es la otra parte de la historia: Stacy está convencida de que mi primo en verdad está enamorado de Samantha y que le hizo el favor de su vida al publicar la falsa declaratoria de amor, ya que ahora son amigos.

     Dejo mis ojos en blanco.

     —Es cierto —asegura Stace—. Su comportamiento no verbal lo delata, te lo juro.

     —Pues, le guste o no le guste, en ambos casos querría matarte porque, si no es cierto, lo humillaste delante de toda la secundaria y, en el remoto caso de que fuera cierto, lo dejaste anclado en la zona de amistad. Felicidades, Stace.

     Ella está a punto de contradecir mis palabras cuando Michael sale de la cocina, borrando cualquier pensamiento coherente de su mente. Por lo general, la única que se lo queda mirando es mi amiga de la infancia, pero, en esta ocasión, su salida hace que junte mis cejas.

     No está usando el mandil de la pizzería. Ni su ropa de trabajo.

     —¿Te vas? —pregunto.

     Sus ojos verdes —los cuales odio porque son como los de la tía Elisa y Rebecca— nos divisan a Stacy y a mí, ella sentada en un taburete y yo por detrás del mostrador. No ha habido gran movimiento hoy, supongo que por ser lunes.

     —Ajá —contesta, cruzando el local al mismo tiempo que se coloca su chaqueta.

     Stace y yo observamos en silencio.

     Michael cruza el umbral sin nada más que añadir, y contemplamos a través del ventanal cómo prepara su motocicleta (la cual tío Riccardo le dijo un millón de veces que venda porque es un atentado a la seguridad) para luego subirse a ella y desaparecer por Montague Street.

     Por un momento, ninguna de las dos dice nada.

     Yo me encuentro confundida. Michael no me avisó que se marcharía antes. Es más, apenas hizo un comentario sobre mi cabello corto cuando «mio padre» casi llora al ver que mi melena ya no estaba. Mamá y Nicola reaccionaron de mejor manera.

     Stacy voltea rápidamente para quedar nuevamente enfrentadas.

     —¿A dónde se fue? —pregunta—. Podría oler esa colonia de Ralph Lauren en un radio de cincuenta kilómetros, así que no me digas que simplemente se sentía mal y regresó a casa.

     Su expresión roza lo amenazante.

     —¿De... acuerdo? —Mis cejas se juntan—. No hemos hablado mucho el día de hoy, por lo que...

     —¿Por qué?

     —¡Yo qué sé! Simplemente no me comentó nada. A veces no hablamos por horas, así como nosotras nos quedamos haciendo nada de vez en cuando.

     Mi respuesta parece no convencerla porque, apenas divisa a mi padre, Stacy se estira para verle mejor.

     —Hey, Tony —le llama—. ¿Por qué Michael salió antes?

     Mi padre voltea, pero tarda un poco en asimilar la pregunta. Por sus cejas enarcadas podría decirse que se pregunta por qué es de importancia que su sobrino se haya ido, aunque casi todos sabemos que Stace siente algo por Michael.

     —Uh... —Mi padre frota su nuca—. Pues... No lo sé —dice de repente, encogiendo sus hombros antes de voltearse.

     —¿Qué? —El rostro boquiabierto de Stacy me da a entender que no soy la única pensando que mi padre es el peor mentiroso del mundo—. Ah, no.

     Miro intrigada cuando se apea del taburete para rodear el mostrador.

     —Ni te creas que me voy a creer que no lo sabes, Tony...

     —Cosa? —Papá eleva sus cejas—. ¿Come voy a saber io lo que mio sobrino hace o no hace?

     —Pues porque —enfatiza al señalarle— conoces a tu sobrino como la palma de tu mano. Así que, ¿por qué se ha ido antes?

     Papá tuerce los dedos de sus manos. «Quizá prometió no decir nada», pienso, notando que el sudor empieza a perlar su frente. O quizás Stacy actúa tan psicótica que lo está asustando.

     —Él... —Papá comprime sus labios, y entonces suelta un gran suspiro—. Escucha. Si no lo digo, è perche tiene poca importancia, bene? No quiero que te desanimes, es todo.

     La sonrisa que mi padre le dedica a Stacy antes de retirarse a la cocina es triste, casi que compasiva. Y sé, por lo mucho que ella sabe, que también comprende el significado del gesto.

     Mi padre siempre nos ha tratado como si fuéramos mellizas. Es obvio que si Michael tiene una cito o está saliendo con alguien no lo va a decir, así como trató de mantenernos la fantasía de que Santa existía, pese a que todos en la primaria sabían la verdad —todavía tiene la cicatriz en su brazo de la última vez que se hizo pasar por el anciano de barba blanca: resbaló en el tejado por culpa de la nieve. Nueve puntos—.

     Miro a Stacy, paralizada en su lugar, y me siento terrible.

     —Oye...

     —Está bien —se adelanta a decir, dejando la mano en alto.

     Evita mirarme. Es lo que hace cada vez que sus ojos se tornan vidriosos porque no quiere que nadie la vea así, conteniendo lágrimas.

     Al contemplar la escena, quiero ir a por Michael y traerlo del cogote para mostrarle lo que ha hecho, pero... el sentimiento es mixto; sé que él sufrió mucho por ella también.

     Me siento acorralada.

     Sin embargo, mi atención se enfoca en Stace cuando oigo que sorbe su nariz y voltea.

     —Iré a casa, ¿de acuerdo?

     —Stace...

     —No. Quiero estar sola, en serio —expresa—. Lo único que quiero es llegar a casa, usar pijamas, comer helado y mirar Friends tirada en la cama. Luego te llamo para contarte cómo me va con el artículo de la semana.

     —¿Sobre qué será? —pregunto con tal de cambiar el tema.

     Stacy sonríe con desgano.

     —Ja. Pensaba escribir sobre tipos de besos, pero creo que experimentaré conmigo misma y buscaré la manera más efectiva de olvidar a alguien.

     —Stace...

     —Luego me dices si encuentras tu cuaderno —indica.

     Asiento con mi cabeza, evitando abrir la boca. No obstante, cuando veo a sus espaldas que la puerta se abre e ingresa alguien, mi boca se abre de todas maneras, quedando estupefacta.

     «¿Qué diablos hace aquí?».

     Stacy no se percata hasta que voltea para irse de la pizzería. Cuando le ve, gira a toda velocidad y me mira con ojos bien abiertos, tan atónita como yo.

     Trato de disimularlo, pero ¡¿qué rayos hace Dylan en la pizzería de mi padre?!

     Se acerca al mostrador en medio del silencio que Stacy y yo dejamos al sentir que no comprendemos nada. Bueno, eso hasta que Dylan deja a la vista algo que traía enrollado en una de sus manos:

     —Creo que olvidaste...

     —¡Mi cuaderno! —estallo ni bien lo reconozco.

     —... esto —concluye un Dylan de cejas enarcadas.

     «Apuesto que cuestiona tu estado mental», dice mi cerebro.

     —Yo... Creo que mi maratón de Friends me espera —canturrea Stacy, comenzando a retroceder rumbo a la salida al tiempo que, una vez a espaldas de Dylan, me hace gestos sobre lo increíble de las coincidencias del universo, lo atractivo que es, que me desea mucha suerte y... Y mis ojos se entrecierran cuando dejo de entender lo que está queriendo decir con mímica.

     Me siento menos apenada una vez ella desaparece. Sin embargo, no me siento menos nerviosa al tener frente a mí a quien no creía que volvería a ver nunca más en la vida. ¿Me pasé escuchando canciones tristes toda la mañana en vano?

     Bajo la mirada para contemplar el cuaderno que ahora yace en mis manos.

     —¿De dónde lo has sacado? —pregunto.

     —Estaba tirado cerca del mostrador del puesto de Luigi —explica al tomar asiento en un taburete frente a mí.

     El pulso se me acelera.

     Se me olvidaba todo el revoltijo de emociones que su presencia provoca en mí. ¿Por qué existen personas capaces de enloquecernos solo con su presencia? No sucede con la gran mayoría.

     —Por cierto —dice—, son pensamientos muy profundos los que escribes.

     —¡¿Lo has leído?! —Bien. Oficialmente, acabo de fallecer.

     «¿Hora de la muerte? 09:22 pm. ¿Causa? Una dosis de vergüenza letal».

     Dylan no parece notar que he infartado. Continúa como si nada:

     —Es distinto a lo esperaba, para ser honesto. Luigi mencionó algo sobre ser escritora...

     —No esa clase de escritora —me defiendo, muy consciente de los pensamientos que he escrito dentro del cuaderno. «¡Mierda, tenía que leerlo él!»—. Esto es distinto. Como profesional escribo sobre asuntos relevantes, como el despilfarre de recursos, lo podrida que está la sociedad o la sobreproducción de armas. No sobre estúpidos sentimientos o idioteces emocionales ficticias.

     «Ayer escribiste sobre fantasmas, no sobre el mundo», me recuerda mi cabezota, pero yo insisto en no demostrar debilidad frente a él y parecer una arpía sin emociones.

     Dylan eleva sus cejas.

     —Me parece que alguien nunca oyó hablar sobre las películas de un tal Disney en su infancia.

     —¿Disculpa? —Mi entrecejo se frunce. Supongo que me siento ofendida y ni siquiera sé por qué. «Porque sugirió que eres una infeliz», me informa mi cerebro. Oh, sí, debe ser eso—. Por supuesto que sé quién es. Es más, tengo todas sus películas.

     —De acuerdo, acepto.

     «¿Qué?».

     Sí, eso mismo:

     —¿Qué?

     Dylan encoje sus hombros.

     —Yo también amo las películas de Disney. ¿Qué tal si vemos una?

     Quedo petrificada.

     «Tiene que estar bromeando. De seguro que nos está tomando el pelo». Mi mente se encuentra tan perpleja como yo. «Debe de ser como esos idiotas que se creen irresistibles para luego dejarte en ridículo». ¿Igual que James? «¡Sí, exacto!»

     Sacudo mi cabeza.

     —No, yo...

     La risita que suelta me interrumpe, dejándome totalmente fuera de juego.

     —Tan solo bromeaba, descuida. —Comienza a juguetear con un servilletero.

     Mi silencio y yo nos debatimos qué hacer. «¿Lo echamos?». No creo que sea lo más cortés, pero estar frente a él sin decir nada es de lo más incómodo.

     —¿Son buenos? —pregunta Dylan.

     «Genial», mi cerebro quiere ahorcarse. «Hace una miserable pregunta y no le entendemos».

     Miro la superficie del mostrador, preguntándome si se refiere a un platillo dentro del menú, pero allí no hay nada. Entonces tengo que forzarme a verle a los ojos.

     —¿Cómo dices?

     —Los artículos que escribes sobre lo «desastroso que es el mundo» y todo eso —gesticula con sus manos—. ¿Son buenos?

     Comprimo mis labios porque siento que acaba de insinuar que soy una pesimista total a quien se le zafó un tornillo. Así ha sonado para mí. «Hablar sin filtros», me recuerdo.

     —Pues no lo sé —encojo mis hombros—. Supongo que es algo relativo.

     —Error.

     Mi entrecejo se frunce. Quiero arrojarle algo.

     —¿Disculpa? —Lo único que me faltaba: que Míster Perfección sea crítico literario.

     Dylan traza una sonrisa entre dientes.

     —Me refiero a que, si tú no confías en lo que haces, ¿quién lo hará? Yo no compraría un vuelo en una aerolínea que, al preguntar por la seguridad de sus aviones, me diga «no lo sé, es algo relativo». Si tú dudas, dejas que otros duden.

     —Pero... —Frunzo mis labios—. No a todo el mundo le gusta lo mismo.

     —Exacto. Esa es la gracia, Kelly. Todos tienen una opinión distinta. Es imposible hacer que todos piensen lo mismo. La única opinión que vale cuando se trata de tu trabajo es la tuya; hay tantas verdades como personas, y lo que creas de ti misma es lo que rige toda tu vida.

     Mis cejas se juntan, repasando lo que acabo de oír. ¿Será por eso que mi vida es así? ¿Porque mi opinión sobre mí misma es tan desastrosa como el exterior? ¿O el exterior es tan desastroso como mi opinión de mi misma? Sacudo mi cabeza puesto que parece un trabalenguas.

     —Yo... Puede que tengas razón. —Prefiero dejar el tema así.

     —Hermes la tiene—dice Dylan—. Una vez escuché a un budista hablando sobre lo que el sujeto proponía: como es arriba es abajo, como es por dentro se es por fuera.

     Una sonrisa sardónica se me escapa al oír semejante estupidez.

     —Me temo que nunca has oído que las apariencias engañan —murmuro.

     Un silencio de lo más incómodo vuelve a caer entre nosotros.

     Lo detesto. No a Dylan, al silencio; confirma que soy de lo más aburrida, así como Megan solía afirmar. Aunque, también detesto que Dylan se haya quedado viéndome. Si bien yo estoy mirando la superficie del mostrador, puedo percibirlo, y me encantaría decirle que deje de hacerlo.

      «¿Por qué no lo haces?», pregunta mi cerebro. Para ser sincera, no lo sé. «Oh, vamos. No lo haces porque temes quedar como una persona grosera frente a él y que no quiera volver a verte por ser tan malhumorada».

     Suspiro cuando me saca de quicio el hecho de que ninguno diga nada.

     —Tú... ¿Cómo diste con el lugar? —Realmente me lo pregunto.

     —Luigi —contesta—. Pasé por allí con la idea de dejar el cuaderno, pero me dijo que viniera personalmente. No tenía idea de cuándo podría traértelo por su cuenta y temía que fuera algo de importancia.

     Asiento con mi cabeza. Es cierto: la familia se reúne fines de semana, y algunas veces no podemos asistir todos porque hay trabajo por hacer.

     —No te mintió. Su pizzería casi siempre está llena desde que mi primo se encarga de que haya clientes nuevos.

     Las cejas de Dylan se enarcan.

     —El cannoli andante —aclaro.

     —¡Oh, sí! Cómo olvidarlo... —Suelta una risita, como si estuviera regresando en el tiempo para recordar a mi primo aferrándose con todas sus fuerzas a la puerta de Riccardo's.

     —Ahora ha vuelto a ser un triángulo de pizza —comento—. En la pizzería de Dumbo utiliza ese disfraz.

     Dylan vuelva a sonreír, y yo quiero felicitarme a mí misma con una ovación de pie. Sí, así de feliz estoy por no arruinarlo todo.

     —Vaya. —Menea su cabeza—. ¿A ti también te han hecho vestir esas cosas?

     Niego con mi cabeza.

     —No. Pero ni loca usaría eso en medio de la calle. Daniel lo hace porque así paga su adicción a los videojuegos, de lo contrario tampoco lo haría.

     —Algo mencionó tu tío al respecto...

     —No lo dudo.

     Y... volvemos al silencio.

     «Oh, por Dios». Si mi cerebro tuviera cara, rodaría sus ojos. «Esto es de lo más aburrido».

     Me pongo ansiosa. No sé cómo continuar la conversación. No sé de qué hablar, si Dylan siquiera quiere que le hable o si piensa quedarse sentado sin hacer nada. Me doy cuenta de que apesto a la hora de tratar con desconocidos. «¡Pues arréglalo!».

     —Uh...

     Ambos nos callamos cuando hablamos al mismo tiempo. Dylan sonríe, pero yo siento que me sonrojo porque no quiero momentos incómodos. Mucho menos momentos con errores. Detesto los errores.

     —Sé que corro el riesgo de ser vetado por decir esto, pero... Leí tres páginas —confiesa, indicando con su barbilla mi cuaderno.

     Mis ojos quedan como dos platos.

     —No he leído más que eso, lo juro —afirma.

     —Sí, claro...

     —En serio —expresa.

     Miro de reojo mis anotaciones, consciente de todo lo que he escrito allí durante los últimos años. «Santo cielo, debe de estar pensando que soy una demente».

     —Yo... No sé qué decir —murmuro. Quiero desaparecer, y que sea ahora. Dylan acaba de leer mi mente al leer este cuaderno, lo cual es tan vergonzoso como que un extraño te vea al desnudo; imposible no sentirme más vulnerable.

     —No tienes por qué explicarte, Kelly, está bien.

     Enarco mis cejas al verle.

     «No. Sí que tengo que explicarme porque necesito que pienses que soy de los más normal y que no hay nada malo conmigo pese a que sí lo hay». Detesto darles rienda suelta a mis pensamientos, pero corren despavoridos sin que consiga evitarlo.

     —Lo que has leído —musito, evitando cualquier clase de contacto visual—... son pensamientos que escribo en momentos límites. No es como si pensara así todo el tiempo.

    —¿En serio?

     Lo dice en un tono tan lacónico que se me hace imposible no alzar la mirada.

     Sí, Dylan me observa con semblante inexpresivo. Entonces se inclina sobre el mostrador.

     —Fueron tres páginas —dice—. En esas tres páginas lo único que alcancé a ver es que, si no te culpas, culpas a otros, pero siempre estás buscando excusas para no ser feliz.

     Mi rostro se desdibuja en ese instante. Aprieto todos mis dientes, hasta que la mandíbula duele. «Hijo de puta», pienso, deseando que tuviera los cojones para decírselo en la cara. ¡¿Quién se cree que es para opinar sobre mi vida, maldita sea?!

     —Yo que tú, me enfocaría en mi propia vida en lugar de estar metiendo las narices en la vida de los demás —sugiero entre dientes.

     Dylan me contempla con cautela. Ladea su cabeza y siento que una ola de vergüenza se alza en mi contra cuando me barre de arriba a abajo con la mirada.

      —Eres buena —suelta con una sonrisa pícara—. Reconozco que sabes cómo engañar a las personas. Sin embargo, ¿sabes qué? Al engañarles, no haces otra cosa que gastar toda tu energía en ser alguien que no eres.

     —No necesito lecciones sobre cómo vivir mi vida.

     —Nadie las necesita —me interrumpe—. Pero te aviso que poco cambiarán esas líneas en tu cuaderno si nunca te decides por una de las dos.

     —¿Qué?

     —Que esta versión sólo te sirve para sentirte más miserable, Kelly. De eso te quejabas en tus escritos, ¿no es cierto?

     —Lárgate. —La palabra se me escapa, cual perro que muerde por instinto.

     Pero Dylan sonríe y cabecea, divertido con mi fastidio.

     —No tengo problema en irme. —Encoje sus hombros—. Ya te he devuelto el cuaderno, era lo único que quería hacer.

     —¿Entonces por qué te quedas aquí, quejándote de todo lo que...?

     —No me quejo. Eres tú la que se toma cualquier comentario a pecho. Te han herido antes, sí, ¿a quién no? No por eso te cerrarás al mundo, ¿o sí?

     —Yo... —Mis labios se aprietan—. Estoy tratando —pronuncio con rabia—. Estoy tratando de cambiar, algo que sabrías si cerraras la boca en lugar de juzgar sin conocer.

     —Ya te he dicho que no necesito conocer a alguien para saber cómo son.

     —¡Eso es una estupidez!

     Dylan reduce la distancia entre nosotros cuando apoya sus antebrazos sobre la superficie de la barra del restaurante. Yo contengo el aire en mis pulmones mientras estudia mi mirada.

     —He visto cómo evitas a la gente desde el primer segundo que te conocí —dice—. Pensé que era por desdén en un principio, pero después noté el miedo con el que mirabas de vez en cuando a los alrededores. Comprendí que no los evitabas, huías de ellos.

     —Yo no...

     —Sí, lo hacías. No necesitas fingir, no estoy juzgándote.

     Mis signos vitales se detienen por un momento. No tiene nada que ver con atracción o sentimientos. Es que Dylan acaba de decir una frase que ha encendido varias alarmas dentro de mi mente: sí, siento que necesito fingir porque, sí, pienso que todos van a juzgarme y, sí, eso me aterra. Pero no sé cómo detenerlo.

     Bajo la vista, concentrada en mis pulgares, los cuales retuerzo con rabia.

     —Supongo que acabas de probar tu punto. ¿Feliz de haber ganado la discusión?

     Como no oigo nada en respuesta, vuelvo a buscar su mirada. Esos ojos cafés me han intimidado desde el primer momento, pero ahora los contemplo con rendición. Ya sabe cuáles son mis fallas, cualquier oportunidad con él están arruinadas. Admiro que pueda mantener contacto visual sin vacilación, como lo hace ahora.

     —No —expresa—. No estoy aquí queriendo tener la razón, estoy tratando de comprender por qué te sientes como en esas notas cuando lo tienes todo.

     —¿Todo? —La ironía es demasiado grande. Incluso me da gracia oírle—. ¿Lo tengo todo?

    —La gran mayoría diría que sí.

     —¡Ugh! —Tiro mi cabeza hacia atrás, gritando por dentro. Para cuando regreso la mirada, él me ve con intriga—. Mi vida es todo menos lo que yo quería, ¿de acuerdo? No tengo el maldito trabajo en el Times, todavía vivo con mis padres, me aterra regresar a la universidad porque me quedo en blanco en ciertas ocasiones, y ni siquiera hago lo que quiero porque le temo a... Yo que sé, ¡a todo! —improviso—. ¿Te parece perfecto?

     Creo que acabo de dejarlo estupefacto. Mejor. Quizás así consiga que se largue. Antes su presencia me aceleraba el corazón, ahora me acelera los nervios.

     —Uh... —Dylan frota su nuca. Entonces me mira con su entrecejo fruncido—. ¿Quieres tomar un café?

     —¿Qué? —Ahora la estupefacta soy yo.

     A él se le escapa una sonrisa.

     —Lo siento, es que... creo que todo esto amerita un buen café. Vi un Starbucks de camino. Si quieres puedo esperar allí hasta que termine tu turno.

     Mis cejas se juntan. Eso... «¿Eso es una cita?». Mi cerebro no responde. No creo que dispongamos de suficientes archivos dentro de nuestra memoria como para contestar.

     —Uh, ¿un café? ¿De noche?

     —Si lo prefieres puede ser otro día, a otra hora. O simplemente dices que no y me largo. Pensé que hablar un poco no lastimaría a nadie.

     Todavía me encuentro en blanco.

     «¡Ya déjate de miedos!», imagino a Stacy diciéndome ya que mi mente está de vacaciones en Atonitolandia. «¡Es un maldito café, por el amor de Michael!». Ella siempre ha tenido razón respecto a mí; necesito dejar a un lado mis miedos si quiero ver esa lista completa. Entonces tomo aire, como si estuviera juntando coraje para responder.

     —Uh, u-un café no estaría mal —tartamudeo—. Pero de mañana —aclaro. Café por la noche debe de ser la peor idea del mundo.

     —De mañana —acuerda Dylan, sonriendo de tal manera que las pulsaciones vuelven a acelerarse por culpa de mi corazón atolondrado—. ¿Te espero en el Starbucks a las nueve?

     Asiento por inercia, porque apenas sí proceso ideas.

     Él se despega del mostrador para encaminarse a la salida de la pizzería, saludándome con su mano antes de desaparecer por la calle.

     Entretanto, mis ojos no han conseguido parpadear del asombro. ¿Yo... saldré con el chico sexy Dylan? Sacudo mi cabeza. Stacy me está dejando mal de la cabeza. «Sólo es un café», me dice mi cerebro, que por fin se digna a aparecer. «Sólo es un café... con el chico de ojos café».

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