Te conocí un día de invierno, una tarde del catorce de diciembre. Jamás me imagine que alguien cómo tu existiera en este mundo, pero era real, existes tú.
Llegar a ese bar, con lágrimas en los ojos y una opresión en el pecho debido al corazón roto que me había provocado una persona que era importante para mi que me lastimó, sin importarle cómo me sentía. Habías aparecido cómo un rayo de sol que ilumino aquel oscuro lugar.
Con tus cabellos negros cómo la noche, piel pálida y ojos gatunos, hechizaste mi corazón.
Siempre había sido rechazado por la mayoría de personas que conocía ser gay y ese día no fue la excepción. Fui también rechazado por lo mismo.
Confese mis sentimientos al que era en ese entonces mi mejor, quien no le importó herirme, sólo por mi apariencia y por ser hombre.
¿Acaso estaba mal que me gustará la ropa unas tallas más grandes que mi cuerpo? ¿Que mi cabello fuese algo desaliñado y de color rosa-naranja? ¿Que fuese un hombre era un problema?
Esa tarde lloré cómo nunca por sentirme tan triste, y bebí cómo un loco, cosa que jamás lo había hecho, era mi primera vez bebiendo y gaste toda mi mesada en alcohol, cosa que me arrepentí luego.
Había pasado casi todo el día llorando. Recuerdo que tú atendias el lugar y te acercaste a mi cuando ya estaban a punto de cerrar.
Tocaste mi rostro con una de tus manos, y al abrir mis ojos, te vi mirándome algo preocupado e incómodo, fue lo único que recuerdo porque me dormí.
No recuerdo que paso esa noche después, pero cuando desperté, estaba en tu cama, y tú me mirabas con los brazos cruzados.
Me habías dicho que me habías llevado a tu casa, y que había dormido en tu cama. Dormiste en el sofa, según me comentaste, y yo estaba tan avergonzado ese día.