Dioses de Antara (Dioses y Gu...

By jessizalex

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Antara se ha quedado ciega y solo su familia permanece a su lado. Empezar de nuevo es difícil, pero la llama... More

Prólogo
1. Un nombre muy raro
2. Un paso al frente
4. Dioses de Antara - Capítulo 1: la diosa
5. Dioses de Antara - Capítulo 2: el rey tirano

3. Efímero

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By jessizalex

El camino se le ha hecho a Antara considerablemente largo; tal vez por un irrefrenable deseo de no llegar, de eternizar aquella tarde al lado de aquel muchacho. Sin embargo, aún no piensa ponerle final a la magia que está viviendo. No puede calificarlo de otro modo.

El crujido de la cerradura precede al calorcillo que mana desde lo que ha de ser un apartamento situado en pleno centro, tal y como él mismo le ha explicado. Antara siente la mano del muchacho en su cintura y la otra, sujetando la suya propia, invitándola a entrar.

—Tienes un apartamento precioso —le dice.

Él la mira sin decir nada y ella estalla en carcajadas ante su silencio.

—Estaba bromeando, obviamente.

El muchacho la sujeta con suavidad desde su barbilla y la besa.

—Me encanta verte así.

Antara escucha como él deja las llaves sobre algún sitio y después continúa guiándola con cuidado. No sabe por dónde camina pero llega a una habitación más cálida aún y el olor a leña quemada la pone, más o menos en situación. No puede dejar de maravillarse de lo despiertos que están el resto de sentidos de su cuerpo: el oído, el olfato, el tacto...

—¿Hay una chimenea? —pregunta.

—La hay pero está apagada.

—¿Podrías encenderla?

Él la mira, mientras se quita la chaqueta.

—Claro. Aunque había pensado en que quizás te apetecería una ducha caliente. No te quitarás el frío de encima tan fácilmente.

—¿Una ducha, viajante? Vas muy rápido, ¿no?

Él sonríe.

—No me refería a juntos, para su tranquilidad, señorita.

Antara sonríe y se agacha justo en el lugar desde el que siente el calor irradiar cuando él prende algunos leños en la chimenea. Cierra los ojos y escucha el chisporroteo de la llama, un sonido que la sume siempre en una agradable sensación. Esta se multiplica cuando percibe el cuerpo de su misterioso desconocido sentándose detrás de ella y abrazándola al tiempo que la cubre con una suave manta.

—¿Estás bien? —le susurra al oído.

—Estoy en el cielo.

—¿Eso quiere decir que yo soy un ángel?

—O un dios...

Antara vuelve la cabeza ligeramente y siente los labios de él, besándola con suavidad. Después centra de nuevo su atención en el calor que irradia el fuego. Lo siente abrasándole las mejillas y acentuando una sensación de sueño que genera un debate en ella: ¿debe dejarse arrastrar y afrontar más tarde el temido despertar? Una parte de sí misma desea dormir al lado de él, sentir su respiración sobre su cara, su abrazo en la negrura de la noche transmitiéndole esa sensación de protección que tanto anhela; la otra, quiere aguantar todo lo que le sea posible y vivir cada segundo, cada minuto y cada hora con él, escuchando esas palabras que la impulsan a alzarse por encima de sus circunstancias, oyéndole susurrar y repitiéndole que la ama, que siempre la ha amado; sentir sus besos sobre sus labios.

—Te vas a quedar dormida —le dice él, besándola en la sien.

Aquellas palabras y aquel gesto le recuerdan algo y, de forma inconsciente, decide el camino que desea tomar:

—Lo estoy deseando —responde—. Hicimos un trato, ¿recuerdas?

Él modifica su expresión y permanece pensativo durante unos pocos segundos antes de volver a hablar:

—¿Cuánto deseas verme?

—Ahora mismo, más que a nada en el mundo.

—¿Seguimos en el juego de las exageraciones?

Antara sonríe.

—No. Es la verdad.

Habla con la voz ligeramente ronca, producto de un sueño que la va venciendo poco a poco. Su respiración se hace pesada y cadenciosa y en unos pocos segundos él sabe que se ha quedado dormida. La besa en la cabeza y la arrulla con cuidado. No se mueve lo más mínimo y permanece pensativo con los ojos fijos en la llama que se bambolea en la chimenea.

*****

Cuando abre los ojos, sonríe. El abrazo del muchacho ni siquiera ha dado el más mínimo lugar a la duda, a ese miedo irracional a despertar sin él. Antara se mueve un poco y lo abraza con fuerza; busca sus labios y los encuentra.

—No he soñado contigo —le susurra.

—Aún no —responde él, con una débil sonrisa.

—¿Qué horas es?

—Las diez de la noche. En tu casa estarán preocupados.

Ella cierra los ojos de nuevo. Sabe que él tiene razón pero desea tanto permanecer allí, junto a su desconocido, propiciando que aquel día mágico no termine nunca que no sabe qué decir.

—Más que a nada en el mundo es mucho, Antara.

Ella abre los ojos.

—Tu deseo por verme —le aclara él—. ¿Por qué es tan grande? Dijiste que nada cambiaría lo que has sentido hoy.

—Y no lo haría —responde, irguiéndose—. Pero... hay... hay quienes nacen siendo ciegos y no pueden hacerse una idea de cómo son las cosas o las personas que les rodean. Yo he perdido la vista a los 17 años y en mi recuerdo conservo muchos rostros: el de mi madre, mi abuela, mi padre, mi madrastra, mi 'medio—hermana', Óscar, Nicole, Shaila, Kristina... Mina... pero ahora mismo, el único que prendería una luz en medio de la oscuridad eres tú. Y tú no estás ahí, en esa inagotable sucesión de caras, algunas de las cuales no me dicen nada. Ahora mismo sólo Mina...

Antara se interrumpe y se echa a reír.

—¿Qué pasa? —pregunta él, sonriendo también.

—Si me viera aquí contigo...

—¿Es necesario hablar ahora de esa vieja chiflada?

—Ella ha sido como una madre para mí.

—Es una buena mujer —observa él— pero ha perdido el norte en muchos aspectos de su vida. Supongo que es normal.

—¿Conoces por qué es así? ¿Por qué bebe y... todas esas cosas?

—Mina era amiga de mi padre desde hace muchísimos años.

—Entiendo...

—Antara... —La sujeta del rostro y pega su frente a la de ella—, ¿existe la posibilidad, por pequeña que sea, de que llegues a sentir por mí, al menos la mitad, de lo que yo siento por ti?

Ella se aparta un poco.

—Puede parecer de locos pero ahora mismo... siento que te necesito en mi vida; que te quiero en ella.

—Entonces... ahora viene lo más difícil —murmura él—. Tengo que irme.

—¿Ahora?

—No, no ahora. Me refiero a que tengo que marcharme... un tiempo.

—¿Cuánto tiempo? —pregunta Antara, apartándose algo más.

—No lo sé.

—¿Cómo... cómo que no lo sabes?

—Es un tiempo incierto. No puedo decirte cuánto, pues no depende sólo de mí.

—¿Tienes novia? —pregunta ella, temerosa, tras un largo silencio.

—¡No! —exclama él, casi escandalizado—. Por dios, claro que no. No tiene nada que ver con eso.

—¿Entonces? ¿Qué es eso que tienes que hacer?¿No puede esperar?

—No puede esperar.

Antara se pone en pie y él no tarda en emularla. De pronto se siente mareada, confusa, descolocada.

—¿Qué es esto? ¿Un juego? ¿Apostaste con alguien a que lograbas tenerme comiendo de tu mano o algo así?

—¿Cómo puedes estar diciendo eso? Después de la tarde que hemos vivido, ¿cómo eres si quiera capaz de imaginar tal basura?

—¿Y entonces?

Él se acerca y la sujeta de la cara.

—Antara, ya te lo he dicho antes: desde que te vi por primera vez, eres la razón por la que me levanto cada mañana de mi cama y el último pensamiento que me pasa por la mente antes de irme dormir. Siempre. Todos los días de mi vida he soñado con un día como el de hoy; con mil días así.

—¿Volverás?

A esas alturas las lágrimas están surcando de nuevo sus mejillas. Ya hace tiempo que dejaron de escocerle los ojos tras largas horas de llanto; ahora lo que le duele es pecho. Un dolor agudo y casi asfixiante le impide respirar con tranquilidad.

—Eso depende de ti —responde él.

—De mí... si dependiera de mí no te marcharías. No ahora.

—Tengo que hacerlo, Antara. Sólo necesito que confíes en mí. Si tú lo deseas de verdad, volveremos a estar juntos.

—¿No puedes decirme adónde vas?

—No puedo.

Antara se zafa y busca, con las manos, la salida. Topa con una mesa pequeña y después, arrastra una silla pero nada de eso la detiene.

—Antara... —Él la sigue, sosteniéndola cuando tropieza y apartando aquello que puede molestarla en el camino—. Antara, por favor.

—Quiero irme.

Saca el teléfono móvil del bolsillo y se le cae al suelo, producto del nerviosismo. Se agacha en el pasillo y tantea el suelo pero es él quien lo recoge y la ayuda a ponerse en pie, entregándoselo.

—Antara... —insiste.

—Necesito... la dirección de este lugar.

—No te vayas así, por favor.

—¡Dame la dirección! —grita ella, bañada en lágrimas de rabia e impotencia. Lo empuja, propiciando que la espalda de él tope contra la pared del pasillo.

—Avenida del Paralelo, a la altura del 70 —responde él, sin moverse.

Antara está temblando pero logra dar con la salida y, a tientas, busca la forma de llegar al ascensor. El muchacho suspira, la sigue y oprime el botón del aparato, sujetándola a ella del brazo. A pesar de la resistencia inicial de la joven, él la coloca contra su pecho y la abraza; le besa la cabeza y ella se derrumba envuelta en llanto.

—Antara —insiste él—. Si de veras deseas que vuelva, lo haré y entonces entenderás mis motivos para hacer esto.

Ella se aparta de nuevo.

—Vete a la mierda.

El sonido del ascensor al llegar la hace introducirse en el habitáculo y allí permanece inmóvil, con la espalda pegada a la pared y la cabeza gacha. Él la mira, desgarrado pero sin añadir nada más, oprime el botón de la planta cero. Al mismo tiempo que el ascensor desciende por el hueco, él corre por la escalera sin hacer ruido. Odia sacar provecho de la situación en la que ella se encuentra pero en aquel momento ha de establecer un orden de prioridades y tiene claro que no la dejará sola en plena noche en una calle que no conoce.

Llega a la planta cero al mismo tiempo que lo hace ella, que sale del ascensor tanteando la pared hasta llegar a la puerta de cristal que da acceso al edificio. La sigue sin decir nada, sin emitir el menor sonido y con un nudo en la garganta que amenaza con no dejarlo respirar. Por un momento se pregunta si está haciendo lo correcto y aunque el estado de Antara le frena, tiene claro que es un paso que debe dar.

Ella habla con su padre a través de su teléfono móvil, le pide que vaya a buscarla a la dirección que él le indicó y trata de contener las ganas de llorar, estallando después, al colgar. Se agacha en el suelo y el muchacho la observa, recordándola en el mismo estado en el que la encontró al llegar al instituto. Es como si nada de lo vivido aquella tarde hubiera sucedido jamás.

*****

Lleva tanto rato sentada en el sillón que ha dejado de prestarle atención a la segundera que acompasaba el tiempo como si se tratase de la espera de una cruel sentencia. Está acurrucada frente al fuego, sudando prácticamente pero incapaz de moverse. En ella sólo cobran vida las lágrimas que le enrojecen la cara de forma persistente, tratando de expulsar del interior de su corazón cada mínimo sentimiento generado hacia aquel extraño del que ya no queda más que un recuerdo. Hace una semana que se marchó y no ha vuelto a saber nada de él.

Aferra el móvil con la absurda esperanza de que si allí grabó su número, también él grabase el de ella. Por momentos ha pugnado con el impulso de llamarlo, un impulso que se debate con el de borrar su teléfono, único rastro veraz que queda de su existencia. No puede evitar preguntarse si soñó con él, si realmente existió aquella tarde que la elevó a los altares de una nueva felicidad, efímera y mentirosa.

Los pasos que se acercan ni siquiera la inmutan. Sabe que es Mina.

—¿Todavía estás ahí? —le pregunta. En su voz, Antara sabe que la vieja ha vuelto a beber pero en aquel momento todo le parece tan desdichado a su alrededor que no se ve con fuerza de recriminarle con el habitual discurso de que todo puede mejorar cuando se toca fondo.

—¿Quiere alguien utilizar la sala para la lectura? —pregunta Antara, sin moverse.

—No —responde la vieja—. Hoy no ha venido nadie.

La anciana camina penosamente y toma asiento en el viejo taburete que hay junto a la ventana. Observa a Antara con atención y suspira.

—Dijo que volvería si así lo deseabas, ¿no? ¿Dónde está entonces el problema?

—El problema está en que le creí.

—¿Y por qué iba a haberte mentido?

—Porque sólo buscaba reírse de mí. Porque se lo puse en bandeja y consiguió lo que quería.

—Estás siendo terriblemente injusta con él, muchacha.

—¿Y qué sabrás tú? No tienes ni la menor idea.

—Oh, demonios, ya está bien. Arderé en los infiernos por esto pero no puedo verte así ni un día más. Acabarás muriéndote de la pena.

Antara se yergue y se enjuga las lágrimas. Oye los pasos de Mina moviéndose por la habitación hasta abandonarla pero no le dice nada. La muchacha se incorpora y camina tanteando los escasos muebles que la rodean hasta llegar a la ventana, donde pega la frente. No ve nada pero el frescor del cristal alivia su calor. Apenas unos minutos más tarde, Mina regresa.

—«25 de noviembre de 2014: Después de dar varias vueltas por el hospital, he averiguado que cada día sale a caminar por la zona habilitada para los enfermos de la cuarta planta. Allí hay un pequeño habitáculo con enormes ventanales que permiten la embestida del sol por la mañana. Es uno de los escasos sitios en los que se permite abrir la ventana y allí estaba ella. Sentada. Sola. Ausente. Es la ocasión en la que más he conseguido acercarme y constato que tiene los ojos más bonitos que he visto en mi vida. No importa si pueden ver o no, pero lo único que atisbo en ellos es una tristeza desgarradora. Contengo las ganas de acercarme para tratar de contarle un chiste malo y hacerla reír. No lo lograría, de modo que prefiero sentarme en una sala cercana, en silencio y mirarla».

—¿Qué es eso? —pregunta Antara. Pero Mina continúa, sin responder:

—«26 de noviembre de 2014: Ha tardado más en llegar y por un momento, el miedo a no verla hoy me ha atenazado. Una enfermera la acompañaba y después de mirarme con cara de resignación, ha desaparecido, dejándola allí sentada, con el rostro bañado en lágrimas. Entonces se da la vuelta, hacia la ventana abierta y cierra los ojos, deleitándose en la luz de un sol que me mata de celos. Porque ella lo busca y él la acaricia, le inunda cada rincón de su regia frente, de la grácil curva de su nariz, de su boca entreabierta, su cuello. Abre los ojos y el verde de su pupila es hipnótico. Me agarro al asiento, refrenando las ganas de besarla y... ¡Dios! Me golpearía la cabeza contra la ventana de no ser por que la asustaría. Estoy aquí con ella, a solas, pudiendo deleitarme en ella y no hago sino maldecirme por todo aquello que no puedo tener. Tengo este momento y ahora mismo, este momento es todo.

Antara sigue llorando pero siente que el origen de esas lágrimas se ha modificado. Guarda silencio, mientras Mina sigue leyendo.

—«27 de noviembre de 2014: No sé exactamente el por qué aunque puedo imaginarlo Hoy sonríe al estrujar entre sus dedos un pequeño muñeco de peluche que emula a un pollito. Es blanco. Un regalo, probablemente aunque no sé de quién. Lo único importante es que mientras la lluvia cae a cántaros en la calle, aquí dentro sigue brillando el sol porque ella está sonriendo. No es una sonrisa abierta pero basta para alejar las malas sensaciones que se respiran en un lugar donde la gente lucha contra sus circunstancias, como lo hace ella misma. Sigo sin entender que lo haga tan sola pero no voy a moverme de su lado hasta el final, aunque ella no vaya a saberlo jamás. Cada vez que llego a casa, lo hago destrozado. Es la única sensación que puede quedarte después de salir de un lugar así pero cerrar los ojos al meterme en la cama y ver su cara es lo único que necesito para recargar energía y tratar de que, de algún modo, ella pueda surtirse de mí la próxima mañana». Y así podría seguir leyéndote hasta el 24 de febrero, fecha, si no me equivoco, en la que te dan el alta. ¿Estaría ahí sentado cada día, dedicándose a mirarte alguien que te espera para reírse de ti? Mientras tú te lamentabas por la ausencia de ese cerdo imbécil al que tenías por novio, un desconocido sin nombre ni rostro te ha velado cada segundo de su vida sin una maldita excepción.

—¿Por qué tienes tú eso? —pregunta Antara.

—Porque el mejor sitio para guardar letras es una librería. No era ningún viajante, preciosa. Su padre tenía en su casa una de las bibliotecas más impresionantes que he visto en mi vida. Tras su muerte, él me trae libros de vez en cuando. Y de un tiempo a esta parte, además de libros, traía siempre la misma pregunta: "¿Cómo se llama?". Nunca le dije tu nombre, por supuesto. Nunca doy información de un cliente a otro.

Antara se echa las manos a la cara.

—Ni siquiera sé su nombre. Cinco horas con él y ni le pregunté cómo se llamaba. Supongo que creí volver a verlo o... qué sé yo.

—Pues desde luego, no seré yo quien te lo diga. Suficiente he hecho, mostrándote parte de sus más profundos sentimientos. Me mataría si lo supiera, de modo que espero que me guardes el secreto.

—¿Y qué importa, Mina? Se ha ido. Ni sabe cuándo volverá ni si lo hará.

—Vuelves con eso...

—Puede que un día estuviera profundamente enamorado de mí. No lo dudo; no podría dudarlo. Pero la gente se cansa de esperar y cuando idealizas tanto a una persona, la realidad es siempre peor. Puede que le haya ocurrido eso.

—Definiste de 'mágica' las horas que pasaste con él.

—Cinco horas. Mágicas, sí; mágicas para mí.

—La magia es capaz de cosas increíbles.

—Ya...

Mina guarda silencio y le dedica una larga mirada a la joven.

—Ven —concluye al fin—. Acompáñame.

*****

Han dejado atrás el habitual pasillo que conduce hasta las escaleras a través de las que Mina llega hasta su casa, situada en el piso superior. Pero el trayecto deja de hacérsele familiar a Antara cuando se desvían hacia la derecha en un punto determinado y la invade un olor extraño, a humedad, como si se tratase de un espacio cerrado por años. El frío también ha arreciado de forma considerable pero Antara no dice nada. Se aferra con más ímpetu a la mano de Mina, que sigue tirando de ella con fuerza y a una velocidad que a la muchacha se le antoja excesiva. Mina siempre ha sido así, nerviosa e incluso acelerada a pesar de la edad que tiene y de los múltiples achaques —cada vez más— que la azotan. Pero ahora parece olvidar que Antara no ve y que, si la muchacha no se equivoca, están en algún tipo de nueva ubicación dentro de la librería.

Mina la empuja para que tome asiento en un taburete polvoriento que, para más inri, cojea. Ella lo hace sin rechistar pero al fin habla:

—¿Dónde estamos?

Su voz resuena como si la habitación fuera una sala amplia o poco amueblada. Antara siente escalofríos. Ahoga un grito cuando un fuerte golpe suena muy cerca de allí.

—Lo siento —se disculpa Mina, mientras sacude con la mano el polvo que ha levantado al dejar caer un voluminoso libro frente a Antara, en la mesa sucia y rota que le queda delante. La vieja le toma las manos y las coloca sobre las tapas.

—¿Qué es esto?

—Es el Libro de los Vínculos.

—Sabes que no puedo leer —responde Antara, molesta. En su día a día ha abordado mil problemas y situaciones pero haber de renunciar a su sueño de ser escritora es algo a lo que todavía no osa enfrentarse, porque eso le supone replantearse su vida por completo. Puede vivir sin aquellas personas que han demostrado no estar a la altura de las circunstancias; puede vivir, incluso, buscando otra forma de estudiar que no la obligue a ir al instituto cada día; puede adaptar mil cosas a su nueva situación pero encajar la renuncia a los libros es algo que en ese momento se le antoja imposible.

—No se trata de leer nada... Las páginas de este libro están en blanco.

—¿Escribir, entonces? Sí, seguro que eso se me da mucho mejor.

Antara hace ademán de incorporarse pero Mina la sujeta de los hombros y la obliga a sentarse de nuevo.

—Mina...

—¿Por qué no escuchas primero? Como te he dicho, este es el Libro de los Vínculos; no es un libro común.

—¿Y qué tiene de particular?

—Que no se escribe con tinta, sino con sentimientos.

—Todo libro se escribe con sentimientos.

Mina niega con la cabeza.

—No me refiero a eso; se escribe con sentimientos literalmente.

—¿Qué quieres decir?

—Lo entenderás si crees en la magia.

Antara guarda silencio mientras frunce el ceño. Por momentos piensa que Mina está perdiendo la cabeza con cada día que pasa. Es vieja y no está bien; bebe y fuma sin parar y la enorme depresión que arrastra desde hace tiempo y cuyos motivos nunca ha querido revelarle la abocan a un destino aciago si no le pone remedio. Antara siempre ha procurado velar por su salud y azuzarla a visitar al médico pero la mujer siempre se ha mostrado reacia a ello, aunque finalmente, con la ausencia de Antara, parece que ha terminado por acceder. Sin embargo, ahora está allí, explicándole una locura y convencida, además, de su certeza.

—El libro posee, además, otra particularidad.

—¿Cuál? —pregunta Antara con desgana. No está segura de que seguirle el juego a Mina vaya a ser lo mejor para la anciana pero sabe que si empieza a recriminarle cosas o a insinuar que no está bien de la cabeza, la mujer estallará en ira, dará cuatro gritos y se marchará. No quiere ofenderla ni tampoco aguantar el chaparrón, por lo que decide dejarla hablar.

—No puede completarlo un único autor.

—¿Por qué no?

—Porque es el Libro de los Vínculos, muchacha. Vincula de un modo especial a quienes toman parte en su elaboración.

—¿Bromeas?

—¿Te lo parece?

Antara suspira. Se lo parece pero no lo dirá.

—La persona que inicia la historia, elige después un segundo autor, alguien que tome parte junto a él o ella. Y eso supone una gran muestra de confianza. Porque si el elegido o elegida no acepta, el primer autor quedará atrapado para siempre en su propia historia, entre las páginas del libro, en el mundo de la fantasía.

—Fascinante historia —exclama Antara, más por impulso que por consciencia. Al instante se arrepiente pero no lo hace notar—. ¿Y qué puede pasar si ese segundo autor accede? —pregunta, tratando de arreglarlo.

—Como en toda novela, la historia discurre hacia un final que propician sus autores. La cuestión es si ambos desean el mismo desenlace... o no. Remar hacia un fin común es el único modo de regresar de entre las páginas del Libro de los Vínculos.

—¿Y discrepar?¿Qué pasa si cada uno desea un final distinto?

—¿Qué ocurre en una novela cuando el conflicto no se solventa? ¿Cuando no hay un desenlace claro y la trama sigue sin resolverse? La estancia allí puede prolongarse con el peligro añadido de que el Libro no permite continuidad; nada de bilogías o trilogías... El Libro de los Vínculos es único.

—¿Y dices que en caso de que todo salga bien... se crea un vínculo entre esos dos autores?

—Así es. Un vínculo único, especial e indestructible.

Antara permanece en silencio durante unos segundos.

—¿Y por qué me cuentas esto?

Mina se encoge de hombros.

—No lo sé... El caso es que lo sabes.

La mujer se retira tranquilamente, arrastrando sus pasos y dejando a Antara allí, sumida en una maraña de pensamientos. Ni siquiera le solicita ayuda a la anciana para irse con ella. Un vínculo único, especial e indestructible. El tipo de vínculo que le agradaría tener con su desconocido. Suspira, analizándolo todo: en primer lugar, ¿cómo puede estar dándole crédito a las palabras de Mina? Son sólo historias de fantasía, como a las dos les gustaba leer y contar. Sin embargo... Sonríe y extiende el brazo para acariciar las suaves tapas de aquel libro. Recuerda las palabras que el muchacho escribió mientras ella permanecía ingresada en el hospital. Sabe transmitir con cada palabra que escribe, del mismo modo que hace con las que pronuncia y no puede evitar fantasear con la idea de que ambos pudieran forjar una de esas novelas que les uniría para siempre. Pero él no está y, siendo así las cosas, empezarla sólo la abocaría a quedar atrapada para siempre en las páginas en blanco de aquella historia, pues él no podría acceder a tomar parte junto a ella.

Recordar de nuevo la marcha del joven le devuelve la congoja a la que había logrado detener momentáneamente. Después empieza a llorar de nuevo y coloca su cabeza sobre las tapas del libro. 

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