Enough [Julian Devorak, The A...

By Ningyolita

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Te quiero como los antros de mala muerte te quieren a ti (aunque yo te quiera más), y quieren a aquellos que... More

Prólogo
I
II
IV
V
VI
VII
VIII
IX

III

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By Ningyolita

Nunca había visto una luna tan brillante.

No necesito invocar ningún hechizo cuando aseguro la puerta de la tienda y echo a andar por las calles de Vesuvia, rumbo a las puertas doradas que sirven como entrada al impresionante palacio de la condesa.

Si tuviera que hablar de arquitectura creo que necesitaría páginas y páginas para nombrar y definir todos sus elementos: las cúpulas bulbosas que me recuerdan a edificios sagrados propios de la India, las torres apuntando al firmamento como flechas que buscan clavarse entre las estrellas, característica que me acerca al arte gótico de mi mundo, por no hablar de la vidriera que corona el núcleo central del inmueble. Los materiales son ricos, veo oro, mármol, quizá alabastro, conformando un reflejo más que evidente de la ostentación y el poder que hace tiempo ostentaba el conde.

A pesar del estado marchito de la ciudad, la imagen del palacio no deja de ser imponente.

Como los guardias totalmente pertrechados que se encuentran a cada lado de la puerta.

- Contraseña.

- En teoría estoy aquí por expreso deseo de la condesa, tengo una reunión con ella.

Me mira de arriba abajo con la desaprobación por bandera.

Y eso que me he esmerado con mi indumentaria. Le he quitado uno de sus chales a Asra, cuyo color combinaba a la perfección con mis pantalones altos y la camisa que me pongo para atender a los clientes.

- Para acceder necesita la contraseña.

- Le he dicho que la condesa Satrinava quiere verme.

- Y yo le he dicho que necesito la contraseña. Mientras no me la diga, estas puertas van a permanecer cerradas para usted.

- ¿Por qué no entra y le pregunta usted mismo? Así ambos dejaríamos de perder el tiempo.

- Mire, señorita, creo que no es necesario que lo repita más...

- ¡Maaaaaaaaaay!

El grito nos silencia a los dos.

Una figura familiar viene corriendo hacia las puertas.

- ¿Eres tú, verdad? Milady te está esperando.

Los guardias no dicen nada, yo los miro con la barbilla alzada.

- ¿No me habéis oído, inútiles? ¡Abridle la puerta o tendré que reportar vuestro comportamiento a la condesa!

La chica tiene carácter.

Obedecen sin demora y consigo atravesar las puertas con mi pose de hechicera digna.

Que pierde toda altivez en el momento en el que la chica del mercado se me cuelga al brazo.

- Se lo voy a decir igual, de todas formas. – me hace un guiño y sonríe traviesa. – Me llamo Portia, por cierto, gracias por tu ayuda en el mercado. Aunque para empezar fue culpa tuya, por podrías haber huido como un criminal.

- Un placer, Portia.

Atravesamos las puertas cogidas del brazo como si fuéramos amigas de toda la vida. Mientras, Portia me habla de la condesa, de que nos está esperando, de la cara que va a poner cuando se entere de lo que ha pasado en la puerta... Habla rápido y sin darme tiempo a participar en la conversación.

No obstante, cuando cruzamos las puertas del salón, su actitud cambia, tornándose mucho más tranquila, incluso solemne.

- Milady, ha habido un problema con los guardias de las puertas, lo que no ha hecho sino retrasar a su invitada. Mis disculpas.

- Gracias, Portia, tomaré las medidas que procedan al respecto. Bienvenida, siéntate a mi lado.

Así lo hago, no sin antes echar un vistazo al espacio que nos rodea. Por supuesto, sigue derrochando lujo, pero lo que más me llama la atención es la pintura dispuesta en frente de la mesa. Un grupo de animales humanizados (en mi tiempo los llamamos furros) reunidos en torno a un banquete. Una paloma, un chacal, un toro... todos miran con admiración a la figura central, una cabra blanca de mirada escarlata que parece compartir con ellos la abundancia que proveen sus manos. Sus ojos parecen clavarse en mí con un brillo que parece vivo.

Casi Real.

La condesa se aclara la garganta para llamar mi atención.

- ¿Te gusta, May?

¿Le gusta a ella? ¿La ofenderé si digo realmente lo que pienso?

- No hay duda de que la pintura es de calidad, sólo hay que ver el tratamiento de las figuras y la viveza de los colores.

- No me refería a eso, precisamente, pero ha sido una buena respuesta. – Toma un sorbo de su copa. – Fue un encargo de mi esposo. Si te soy sincera, no es de mis favoritos, el término que me evoca es... siniestro. Esos ojos...

- La cena está deliciosa.

Quiero cambiar de tema, y no miento, la condesa se ha esmerado.

- Igual de deliciosa que tu compañía. Si me lo permites, voy a ir directa al motivo por el que estás aquí.

- Por supuesto.

- Como sabes, voy detrás del que todas las pruebas han señalado como el asesino de Lucio. Quiero capturarlo y celebrar una segunda mascarada a modo de celebración por su ejecución. La gente habla, y no puedo desaprovechar la oportunidad que supone que Julian Devorak esté de vuelta en Vesuvia.

A mis espaldas escucho un grito ahogado y el sonido de una copa que se rompe.

Portia intenta disimular el horror que tiñe su rostro.

- ¿Estás bien?

- Sí, sí. Lo siento, Milady. Me... me resulta preocupante que un criminal de tal calaña esté de vuelta en la ciudad.

- Aquí estarás segura, yo me encargaré de asignarte un escolta cuando salgas del palacio.

La pelirroja asiente en silencio, a la par que la condesa me devuelve su atención.

- Sé que estrás en plena formación, pero un hechizo de rastreo es algo que nos sería de bastante utilidad para que nuestra búsqueda tengas los mejores resultados.

- ¿Es algo seguro? Quiero decir, el hecho de que el doctor Devorak sea el culpable.

- Como supongo que sabrás, el conde murió en un incendio mientras guardaba reposo debido a la enfermedad que por aquel entonces corría por las calles de Vesuvia. En el momento de su muerte, y atendiendo a su estado, el único que tenía acceso a sus aposentos era el propio doctor.

Portia me está mirando fijamente, siento sus ojos azules clavados en mí cuando abro la boca para contestar.

- Si me lo permite, condesa. Me gustaría estar segura por mis propios medios, antes de llevar a cabo un acto del que nos podamos arrepentir después.

Frunce el ceño.

- ¿Insinúas que pretendo acabar con la vida de un inocente?

- Sólo digo que nunca está de más una segunda opinión.

He visto muchos capítulos de C.S.I y la serie completa de Sherlock, estoy preparada para esto. Aunque en este mundo nadie tenga ni la más remota idea de lo que estoy hablando.

Ella duda un momento antes de volver a hablar.

- De acuerdo... Lo dejaremos aquí por hoy. Te hemos preparado una habitación en el ala norte, mañana hablaremos de nuevo.

Se levanta, despidiéndose con un vago gesto de la mano.

Inmediatamente, Portia viene a mi lado.

- A mi señora le duele la cabeza, eso no le permite pensar con claridad. Seguro que mañana estará mucho más dispuesta a escucharte.

- No estaría nada mal.

- No... no lo estaría.

No seré yo quien le pregunte acerca de su reacción, tengo demasiadas cosas en la cabeza, así como demasiadas ideas disparatadas.

Ahora mismo lo único que quiero y que necesito es tumbarme en una cama y cerrar los ojos.

Y todo tiene pinta de acabar así, si no fuera porque, en el momento en el que Portia cierra la puerta, noto algo moverse entre los cojines.

Una figura pálida cuya piel brilla a la escasa luz que se cuela por las ventanas.

- Muéstrate.

Una cabecita de ojos rojos se asoma entre la ropa de cama.

- ¿Faust?

No voy a mentir si digo que las serpientes me aterran, me dan miedo a la par que rechazo. Esas lenguas bífidas, esa piel fría y resbaladiza... hasta que conocí a Faust.

Podríamos calificarla como el familiar de Asra, utilizando términos que me acercan a las novelas de fantasía de mi época.

Siempre están juntos y es realmente impresionante verlos comunicarse únicamente con miradas y susurros.

Dejando eso de lado, es una cosita adorable y divertida que adora que le rasquen su "barbilla".

Le tiendo la mano y trepa por mi brazo, dándome un golpecito en la nariz con su hocico.

Si ella está aquí mi maestro no debe andar muy lejos.

- ¿Dónde está el jefe, Faust? ¿Acaso me echa de menos?

Baja de mi brazo, serpenteando por el suelo hasta la puerta, el pasillo, el jardín... Es curioso verla moverse por el lugar como si fuera su casa, lo que me lleva a pensar que no es la primera vez que está aquí.

Genial.

Más misterios, lo que le faltaba a mi cabeza. 

La condesa tendrá sus jaquecas, pero esto va a acabar de la misma manera.

Me lleva hasta la fuente del jardín, y se asoma sin mesura.

La agarro antes de que se caiga al agua.

- Cuidado, pequeña.

- ¿May?

¿Quién...? Miro alrededor, no hay nadie.

Si es algún tipo de espía, llamar a tu víctima no es la mejor opción a la hora de permanecer oculto.

Devuelvo mi atención a Faust y el agua, y ahí está él.

- ¿Qué haces ahí dentro, maestro?

- Ya te he dicho que no me gusta que me llames así, May.

- ¿Qué haces ahí dentro, AS-RAA?

Alargo la última vocal y él sonríe.

Parece estar bien, como siempre. Con su piel de color miel, ojos de amatista y el pelo de plata húmedo.

Pequeñas perlas acuáticas se enganchan en sus pestañas a la par que parece acercarse aún más a la superficie.

- Puedes oírme, impresionante. ¿Dónde estás?

- ¿Dónde estás tú?

- Ese árbol me resulta familiar, ¿qué te ha traído hasta el palacio de Nadia?

- Tú y tu habilidad para cambiar de tema. – Me acomodo en el borde la fuente, con las piernas cruzada y la barbilla apoyada sobre el codo. – Tengo un encargo por parte de la condesa, guárdate las familiaridades para cuando estemos realmente solos.

Le cuento todo lo que sé.

- Parece que justo me he ido en el peor momento.

- Ni te lo imaginas.

- Al menos, me alegro de haber dejado aquí a Faust, finalmente te ha encontrado sin problemas. Es un alivio verte bien.

La serpiente albina lo mira mientas juguetea con la cola en el agua, parece sumamente satisfecha.

- Lo mismo digo.

Parece sonrojarse, o son las ondas del agua que me engañan.

- ¿Qué opinas de todo esto?

- Bueno, creo que soy la menos indicada para hablar de ello, siendo que prácticamente soy una recién llegada. Simplemente voy a dedicarme a investigar, intentar averiguar qué pasó realmente con el doctor Devorak.

- Ten cuidado, dicen que la curiosidad mató al gato.

- Siempre lo tengo.

- Pero nunca está de más recordártelo.

Pongo los ojos en blanco.

- Lo haré.

- Bien. Ahora vete a la cama, pareces cansada. Eso también va por ti, Faust. Tengo que irme. Y ten cuidado, por favor.

- Que sí, pesado.

Se desvanece con el último ruego. Faust toma posición en mis hombros.

- Ya nos somos unas niñas para que nos trate así, ¿a qué no, Faust? Cuando vuelva a casa vamos a tener que dejárselo claro.

Me hace cosquillas en la mejilla y ambas volvemos a nuestra habitación.

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