Inédito

By Moon_Letters

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La gente suele creer que todo pasa por una buena razón. Pero para Nathan y Brooklyn, es muy difícil creer que... More

Capítulo 2 (1/2)
Capítulo 2 (2/2)
Capítulo 3 (1/2)

Capítulo 1

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By Moon_Letters


Alguien no muy importante

Ciudad de Westminster. 10 de diciembre del 2012, 1:45 a.m.

"¿Cómo lo iba a explicar? No tenía la menor idea. Sus palmas hormigueaban y por su nuca bajaba una gota de sudor frío. Reprimió las ganas de temblar, mientras una fina capa de lluvia le mojaba los cabellos. Ni siquiera se había percatado de que llovía. Había sido su compañía durante el tiempo suficiente para que su presencia dejara de ser importante.

Tomó una bocanada de aire, esperando que expulsarlo lentamente por la nariz ayudara a desaparecer mágicamente al dolor intenso que taladraba sus huesos o lograra que la vena en su sien dejara de palpitar. No lo hizo.

¿Cómo iba a explicarlo todo? ¡No había excusa! Tenía una tarea simple: entregar el paquete. Todos los días, con tormenta o sin ella, en salud o enfermedad, debía llevar el maldito paquete. Resopló, en un pobre intento de reírse de sí mismo. Había creído que tenía el cerebro suficiente para algo tan simple. Y tal vez lo tenía, porque su inteligencia no había sido un problema...

Sus estúpidas y zapatillas nuevas, sí.

Volvió a asomarse por la orilla del puente, incapaz de ver algo en las tranquilas aguas negras del Támesis a pesar del alumbrado. Aunque su visión no se hubiera visto comprometida por las inminentes gotas de lluvia, le hubiera sido imposible divisar el paquete; eso si aún estaba allí. No era grande, pero sí era pesado. Muy pesado. Lo más probable es que hubiera tocado el fondo del lago segundos después de haber caído por el puente. Eso lo relajó. Si estaba en el fondo, estaba perdido. No lo encontraría, pero tampoco lo haría nadie más. Junto con su error, la cajita negra desaparecería en el fondo del río. Cubierta de tierra, algas, y rodeada de peces de colores. Muchos peces de colores. Tal vez un gran y gordo pez morado. Siempre le había gustado mucho el morado...

Apretó los párpados y se pellizcó el puente de la nariz con los dedos. Estaba tan cansado que estaba comenzando a perder la cabeza.

Metiendo ambas manos en los bolsillos de su chaqueta, cruzó el puente hacia Lambeth. La llovizna había cesado y le abría paso al inquietante silencio de la madrugada londinense. Se preguntó qué hora era e instintivamente desvió su mirada hacia su muñeca derecha. La decepción lo golpeó cuando recordó que su reloj no estaba allí. Sintió un vacío en el centro del estómago. Le tomaría un rato acostumbrarse a su ausencia.

Rio bajito. Se estaba lamentando por la pérdida de su reloj de pulsera teniendo uno de los relojes más famosos del mundo a sus espaldas. A lo que quedaba de su cerebro le parecía divertido.

Al llegar al final del puente, tomó el manubrio de su bicicleta y trazó su camino a casa. Llegaría más rápido si manejaba, pero sus sentidos estaban semidormidos y no podía correr el riesgo volver al hospital. Además, la caminata ayudaría secar sus ropas y disipar sus preocupaciones. Intentó convencerse de que estaba siendo irracional. En el remoto caso de que su paquete perdido apareciera, ¿qué daño podía causar? ¿Qué tragedia podía iniciar el contenido de una obra sin autor?

Se detuvo, mirando al viejo puente sobre su hombro. Sintió la necesidad de regresar, lanzarse al agua y correr el riesgo de morir congelado hasta encontrar aquello que había extraviado. Porque nunca un libro había sido responsable de iniciar una tragedia, pero había aprendido que siempre había una primera vez."


Nathan Harris

«Estoy retrasada».

Nada en la vida puede prepararte para escuchar esas dos palabras salir de la boca de tu novia. No importa cuántas pláticas incómodas hayas tenido en el sofá junto a tu padre, o a cuántos seminarios juveniles hayas asistido. No importan las clases de sexualidad del bachillerato o cuántas veces hayas visto la escena hollywoodense en la sala del cine. Todo es inútil. El mundo de pronto se vuelve pequeño, y la única señal de que tu alma no ha dejado tu cuerpo en un ataque de pánico es el escalofrío que te sacude desde la punta de tu cabello hasta la punta de tus dedos. Despertándote de la pesadilla; recordándote que de alguna manera (y por mucho que desees estar muerto) estás más vivo que nunca. Sientes náuseas, y aunque nunca hayas sido alguien devoto, imploras a cualquier dios por un poco de misericordia. Sientes miedo...

O al menos eso era lo que debía sentir. Era casi una regla: «debía» sentir miedo. Pánico hacia el futuro, terror a lo desconocido. Desesperación y frustración hacia la vida que perdería y las oportunidades a las que debía renunciar en el momento que una versión más pequeña de mí mismo diera su primer respiro. Un verdadero hombre podía enfrentar el reto sin problemas, pero yo aún no era uno. Acababa de cumplir diecisiete años; y si aún no había pisado el interior de una universidad, ¿cómo esperaba mantener una familia? Estaba jodido, y debía estar espantado.

Salvo que no lo estaba. Ni un poco.

Estaba «emocionado» Mis manos temblaban, víctimas de la adrenalina, y mis labios se habían estirado en la más amplia de las sonrisas. Un par de lágrimas nublaban mi visión, pero podría jurar que estaban cargadas con ilusión. Con esperanza...con amor. Porque yo la amaba, y aún sin conocerlo lo amaba a él también. Porque cada pieza parecía estar cayendo en su lugar y por escasos segundos todo había sido perfecto. Mágico. A lo largo de mi vida, jamás había experimentado tanto júbilo como en aquel momento. Fue la primera vez que me sentí genuinamente feliz...

Así que, ¿no era lógico que fuera mi último recuerdo antes de morir?

---o---

Hospital Westminster. 20 de diciembre del 2012, 19:35 p.m.

Me dolía la cabeza.

Y mientras luchaba contra la oscuridad, era en lo único que podía pensar. Me pareció extraño, considerando que hacía cinco años que no sufría de un resfriado, de alguna enfermedad viral o cualquier otra cosa que me provocara jaquecas. No estaba exagerando, tenía muy buenas defensas y el dolor en mi cerebro nunca había representado un problema para mí. Pero las palpitaciones en mi sien me estaban volviendo loco. ¡Dios, cómo dolía! La presión sobre mi cráneo era casi tan insoportable como la comezón en la punta de mi nariz.

Eso sí era irritante.

Busqué mis brazos para librarme de la molestia, pero la oscuridad era demasiado densa y no podía ver absolutamente nada. La habitación en la que me encontraba debía ser muy pequeña, porque apenas no podía moverme. Las paredes apretaban fuertemente mis brazos y mis labios pesaban cual ladrillos. No tenía lengua. Ante mi falta de visión mis oídos estaban atentos, pero tan solo captaban susurros que no podía entender.

Busqué mis piernas, pero tampoco estaban. ¿Hacia dónde se había ido mi cuerpo?

No obtuve la respuesta tan pronto como la deseaba. Pudieron haber sido tan solo quince minutos, pero mientras estaba atrapado entre las sombras se sintieron como años. Moría por estirar los músculos, pero no parecía ser una opción. Estaba paralizado.

El pánico llegó cuando los murmullos se aclararon y la palabra «hospital» apareció entre la conversación de dos voces extrañas. De pronto, mi cerebro se convirtió en un remolino de preguntas cuyas respuestas no eran nada placenteras. ¿Qué hacía en un hospital? ¿Había estado involucrado en un accidente?, ¿estaba en coma?

«Oh-uh»

No podía ser bueno. Había visto documentales sobre casos similares, y hasta donde podía recordar, ninguno tenía un final feliz. Primero el accidente, después las complicaciones durante la cirugía y finalmente el eterno estado de coma. La pobre víctima era condenada a vivir conectada a una máquina hasta que alguien se apiadara de él y les daba fin a su miseria. ¿Era eso lo que iba a ocurrir conmigo?, ¿iba a vivir conectado a un ventilador hasta que alguien decidiera que la mejor opción era dejarme morir?

No, eso no. Si la muerte pensaba venir tras de mí, iba a tener que correr.

Ignoré por completo las voces a mí alrededor y me concentré en encontrar mis párpados. Una vez que pude localizarlos entre tanta oscuridad, empleé toda la fuerza que me quedaba en abrirlos. Fallé, pero no dejé de intentarlo.

«Vamos, vamos, ¡vamos!»

Entonces vi la luz. Fue tan solo durante un par de segundos, ya que la iluminación freía mis pupilas y tuve que volver a cerrarlos. Lo intenté de nuevo, esta vez un poco más despacio. Gruñí. ¿Podría alguien apagar esa maldita luz?

— ¿Hola?—una voz logró captar mi atención entre el ruido de la sala de Emergencias—. ¿Nathan, puedes oírme?

Me sorprendí; no solo porque la voz conocía mi nombre, sino porque se trataba de la voz de una chica. Una voz bastante aguda que no era capaz de reconocer, y dudaba haber escuchado con anterioridad. No tenía idea de a quién pertenecía... ¿o sí? ¿Debía saber de quién se trataba?

Genial, ¡lo que me faltaba! Ahora tenía amnesia.

Hice lo que pude para mantener los ojos abiertos durante el tiempo suficiente para averiguar la identidad de mi acompañante, y cuando lo hice, dejé de respirar. Nada podía haberme preparado para lo que me encontré, mirándome fijamente, con una mezcla de intriga y preocupación. Ella no era un ángel (Victoria's Secret se había encargado de corromper el significado de aquella palabra), pero en definitiva se trataba de un ser divino. Tal vez la luz y el extraño líquido que bajaba hacia mi brazo se había encargado de alterar su apariencia, pero de ser así, no tenía problema alguno. Su pálido rostro hacía contraste con su cabello oscuro, que caía sobre sus hombros en una maraña despeinada. Su iris era tan celeste como el cielo debía ser en algún lugar, lejos la lluvia y la niebla londinense, y en sus labios rosados y semiabiertos casi podía leer las preguntas que deseaba formular y no se atrevía.

Lo decidí en menos de un minuto: me gustaba. Pero no tenía idea de quién era. ¿Tenía nombre? ¿Qué hacía aquí? Toda ella emanaba un aire de juventud y algo más, pero estaba demasiado distraído para averiguar de qué se trataba.

Parpadeando un par de veces y asegurándome de que no había comenzado a alucinar, traté de incorporarme, provocando un dolor punzante en la parte posterior de mi cabeza. Maldije mientras caía de vuelta a la cama y halaba accidentalmente de la intravenosa. El ardor logró despojarme por completo de los efectos de las drogas y mi cerebro despertó. Como en una vieja película casera, las imágenes de lo que había pasado esta mañana desfilaron por mi cabeza de forma desordenada: una tras otra.

Entonces, lo recordé:

«¡Trey!»

— ¿Dónde está...?—mis latidos se aceleraron de golpe y una familiar sensación de opresión se apoderó de mi pecho. Mis manos comenzaron a hormiguear—. ¿Dónde está Trey? ¿D-dónde... está mi hermano?

— Todo está bien— me sonrió a medias y miró sobre su hombro en busca de una enfermera—Quédate tranquilo. Estará aquí en un minuto.

— Necesito...verlo...ahora—las palabras dejaron mis labios con dificultad. Apenas podía respirar y los colores de la habitación estaban comenzando a extinguirse

— ¿Nathan?—sus ojos se abrieron con terror cuando una de las máquinas comenzó a sonar de manera escandalosa. — ¿Te sientes bien?... ¿estás...? ¡Nathan!... ¡Enfermera!

Pero nadie atendió a su grito. Mi visión se nubló y la oscuridad apareció para llevarme de nuevo a su escalofriante fiesta de sombras. Y esta vez, prometía hacerlo por más de un par de horas.

---o---

10 horas antes.

Siempre me había gustado correr. Desde que era solo un niño, correr siempre había sido mi actividad física favorita. Para un mocoso de siete años, ¿qué podía ser más gratificante que emplear todas mis energías en una liberadora carrera por el parque? ¿O correr en círculos hasta terminar exhausto sobre la gramilla de un campo de fútbol? Ahora, a mis diecinueve años, existía un centenar de cosas que prefería estar haciendo un domingo por la mañana.

De acuerdo, quizá no un centenar. Tal vez un poco más.

Ignorando por completo mi dificultad para respirar, corrí calle abajo e irrumpí dentro del edificio como un maníaco; con un mechón de cabello cubriéndome los ojos y la camisa arrugada. No le presté atención al saludo del portero o a la mujer en el escritorio que me ofrecía su ayuda con una sonrisa de comercial. No tenía tiempo para ser amable, necesitaba encontrar un elevador. Cuando finalmente lo hice, corrí hasta él, pero no fui lo suficientemente rápido. Las puertas de metal se cerraron frente a mí y los números comenzaron a ascender con lentitud. Apreté el botón tantas veces como me fue posible, pero la estúpida caja de metal decidió ignorarme. Juré. ¿Es qué nada iba a salirme bien el día de hoy?

La única respuesta que obtuve fue el gruñido de mi estómago vacío. «Aparentemente, no»

Resoplando, me volví a las escaleras de emergencia y comencé a subirlas de dos en dos. Considerado que debía subir al menos trece pisos sin haber desayunado, no era una de mis mejores ideas. Cuando iba por el noveno tramo de escaleras, comencé a ver luces de colores. Me ardían los pulmones y una gota de sudor bajaba por mi nuca. El suelo se movía, mientras mi corazón latía feroz y me indicaba que no faltaba mucho para que mis fuerzas no fueran suficientes para mantenerme consciente.

¡Grandioso! Iba a ser un día de mierda.

Mientras me repetía las palabras de aliento de mi padre y casi por un milagro, llegué al piso número trece. Me tambaleé por el pasillo hasta dar con la puerta que buscaba y entré sin avisar. Esperé a que al menos quince hombres trajeados se sorprendieran o se indignaran con mi ruda interrupción, pero la sala de conferencias se encontraba casi vacía, excepto por una mujer de cabello rubio que apilaba unos papeles sobre la mesa. Había un vaso de vidrio colocado frente a cada silla y una jarra el centro; una clara señal de que la reunión se había llevado a cabo. Y yo había llegado tarde.

Miré el reloj sobre la pared e hice una mueca. Demasiado tarde. Pero no todo era mi culpa, porque ¿qué clase de lunático preparaba una junta un sábado a primera hora?

— ¿El señor Wright?—me dirigí a la señorita, con la esperanza de que aún pudiera salvar lo que quedaba de mi desastrosa mañana.

— Acaba de marcharse—frunció los labios, tratando de mostrar un poco de compasión—. Lo perdió por segundos.

— ¿Tiene alguna idea de hacia dónde se dirigía?

— No estoy segura—tomó los papeles del escritorio y se colgó la bolsa al hombro—, pero creo que esperaba un paquete. Puede que aún esté en el lobby, recogiéndolo.

Resoplé. ¡Claro, el lobby! El lugar en el que había estado hace cinco minutos, trece pisos abajo. No estaba seguro de lo que había hecho en mi vida pasada para molestar al encargado aquella cruel broma, pero definitivamente estaba pagando por ello.

Agradecí a la mujer y logré llegar al elevador antes de que las puertas se cerraran. Los números descendieron de la forma más lenta posible, logrando que considerara la idea de suicidarme con la pluma en mi bolsillo. ¿Eran todos los elevadores igual de lentos?

Las puertas finalmente se abrieron y una ola de personas apareció ante mí. No tenía idea de lo que estaba ocurriendo o de quiénes eran esas personas, pero no tenía tiempo para averiguarlo. En realidad, no tenía tiempo de nada. No tenía el tiempo para correr, ni para preguntar, mucho menos para pensar. Así que hice lo primero que a mi desesperado ingenio se le ocurrió:

— ¡¿Señor Wright?!—grité.

El silencio se apoderó de todo el piso, y no había mirada que no estuviera dirigida hacia mí. Mi valentía desapareció tan pronto como vino, pero antes de que pudiera darme cuenta de lo mala que era aquella idea, aclaré mi garganta y busqué el sobre manila dentro de mi morral.

— ¿Está aquí el señor Harold T. Wright? —levanté el sobre por encima de mi cabeza.

Las personas en el lobby se miraron a los ojos, y después de veinte o treinta segundos de murmullos, un hombre de cabello negro y arrugas en los ojos alzó una mano.

— Yo soy su hijo—río un poco y trazó su camino hacia mí—. Richard Wright ¿Puedo ayudarte en algo?

Alcé ambas cejas. Estaba esperando a una persona un poco más...vieja; pero si compartían la misma sangre, asumí que estaba bien.

—Soy Nathan Harris, de Harris e Hijos—ofrecí mi mano y estiré mi boca en una mueca parecida a una sonrisa.

— ¿La firma de abogados?—estrechó mi mano y la devolvió rápidamente al bolsillo de su costoso pantalón hecho a la medida—. ¿Debería estar preocupado?

—Para nada—reí un poco—. Es sobre la solicitud de su padre. Hemos revisado su caso de mala praxis, y debo hacerle entrega de esto— le di el sobre manila y una ficha en la que debía firmar que había recibido los documentos.

Apenas prestó atención al sobre y firmó la ficha. Realmente no necesitaba de ningún comprobante, pero mi hermano debía estar seguro de que había cumplido con mi trabajo. No lo culpaba. No tenía razones para creer en la palabra de un mensajero holgazán.

—Muchas gracias—continué sonriendo como si no acabara de tener la peor mañana de mi existencia y me ajusté la correa del maletín sobre el pecho—. Que tenga un buen día, señor Wright.

— ¿Cree que vale la pena?—sus palabras me detuvieron antes de que pudiera dar un paso hacia la puerta—. ¿Cree que tengamos oportunidad?

Permanecí en silencio. Sí, trabajaba para una firma de abogados, pero yo era un mensajero. Dar consejos legales era el trabajo de los abogados chupasangre que trabajaban junto a mi hermano.

—Él está mejor ¿sabe? Detectaron la infección a tiempo y pudieron controlarla—relató con la mirada en el suelo. Yo no tenía ni la menor idea de lo que estaba hablando, pues leer el contenido de los paquetes no era parte del trabajo—, y realmente no necesitamos el dinero. Pero mi padre cree que tenemos la responsabilidad moral de evitar que esto le ocurra a alguien más. Pero no estoy seguro de que valga la pena. Es decir, ¿tenemos alguna oportunidad?

El silencio fue mi única respuesta. No me moví, esperando que entendiera que no había nada que yo pudiera decirle que fuese de alguna ayuda, pero sus ojos se mantuvieron fijos en mí, brillantes en la espera de la respuesta divina que le diría que hacer. Balbuceé. Aquel era uno de los momentos en los que deseaba haberle prestado atención a una de las charlas de Trey.

Después de segundos de silencio incómodo, me di por vencido. Recé para que no fuera lo suficientemente estúpido para dejar su vida en manos de un mensajero, abrí la boca y dije lo primero que me cruzó por la cabeza:

—No soy abogado, y no tengo ni la menor idea de lo que pueda ocurrir si decide seguir con esto—confesé, poniendo las manos al aire. La versión joven del señor Wright ahogó una risita—. Pero confío en mi hermano y sus abogados, porque son muy buenos en lo que hacen. Y si ellos creen que existe una oportunidad para este caso, yo les creería.

Sonrío, señal de que había dicho exactamente lo que quería escuchar. Sonreí. Era bueno saber que al menos era capaz de complacer a alguien. El señor Wright Jr. me dio un par de palmaditas en el hombro y me arrastró hacia la puerta.

— Muchas gracias—una vez afuera, alzó la mano derecha para llamar la atención de uno de los taxis que corrían por la calle. Uno de ellos atendió a su señal y se detuvo frente a nosotros—. Dígale a su gente que nos comunicaremos con ellos lo más pronto posible.

— Lo haré—abrí la puerta del taxi para él—. Vaya con cuidado, señor.

—Gracias. ¿Tomará un taxi o viene en su propio auto?

—Ninguno. En realidad, vine corriendo.

Soltó una carcajada antes de entrar al auto, cerrar la puerta, y desaparecer entre el conjunto de autos que también se dirigían al centro de la ciudad. Carraspeé. Era divertido como la gente continuaba asumiendo que aquella era una broma.

Busqué mi celular en el bolsillo trasero de mi pantalón y llamé a Henry, pero la contestadora fue la única en responder. Lo intenté al menos tres veces más, obteniendo el mismo resultado. Con el día que estaba teniendo, debía haber asumido que mi compañero de piso bueno para nada iba a quedarse dormido e iba a obligarme a caminar de vuelta a casa.

Mi estómago gruñó una vez más. Me pareció que estaba amenazándome con digerirse a sí mismo.

—Perfecto—musité para mí mismo y comencé a caminar.

Hasta que un Volvo gris se detuvo junto a mí, y la ventana del copiloto bajó lo suficiente para que pudiera ver la media sonrisa que mi hermano me dedicaba desde el asiento del conductor. Reí un poco. No recordaba la última vez que había estado feliz de verlo (o si alguna vez lo había estado) pero aquel era uno de esos momentos en los que estaba casi agradecido por tener un hermano mayor.

Casi.

— ¿Qué haces aquí?—inquirí, mientras saltaba dentro del auto y me colocaba el cinturón de seguridad.

— Estaba por preguntarte lo mismo. Aún no es mediodía, así que no esperaba verte fuera de la cama...

— Tenía cosas que hacer—omití los detalles y traté de esconder el maletín detrás del asiento. Lo menos que necesitaba en ese momento era que Trey se enterara de la entrega que acababa de hacer.

Especialmente cuando me la habían asignado hace una semana y debía haberla entregado hace tres días.

—Oh, bien—asintió y se detuvo ante la luz roja del semáforo. Luego se volvió hacia mí, y a pesar de que estaba sonriendo yo sabía que algo estaba mal.

Entonces me lanzó la mirada de papá y supe que todo estaba perdido. No sabía cómo lo hacía, pero siempre lograba enterarse de lo que ocurría. Era una habilidad que mi padre le había heredado, o un regalo de la naturaleza. Trey era como el mago de Oz, o Graham Norton. Lo sabía todo.

— ¿Encontraste al señor Wright?

— Estaba ocupado, en una junta.

— ¿No se supone que debías haberlos entregado hace tres días?

— Sí, pero dado a que probablemente el mundo acabe mañana y el juicio nunca se lleve a cabo, ¿cuál es la prisa?

— Nathan...

— Es una broma. Dejé los documentos con su hijo.

— Supongo que eso está bien. ¿Dijo algo?

Lo miré. Sus mejillas o estaban rojas y la vena que tenía en la sien aún no había comenzado a palpitar. No parecía estar a punto de estallar, o si quiera enfadado. Estaba sonriendo, burlándose de mí. Podía apostar que todo esto le resultaba divertido.

Sí, claro. «Tuve que saltarme el desayuno y correr a través de la ciudad para entregar papeleo. Ja, ja, ja» Hilarante.

— Preguntó si todo esto valía la pena. No estaba seguro si la demanda iba a traerle más beneficios que problemas.

— ¿Y tú que le dijiste? —a pesar de que el auto ya estaba en movimiento, clavó sus ojos en mí, realmente interesado en lo que fuera a decir. Había un brillo en sus ojos que no podía descifrar.

— ¿Yo qué sé? No soy abogado. No sé nada sobre eso.

Trey suspiró, y entonces todo rastro de buen humor desapareció. Sentí deseos de golearme en el rostro. Mi habilidad para arruinar las cosas era impresionante.

—Podrías hacerlo, ¿sabes? Podrías convertirte en un abogado.

—Creo que tienes suficientes mentirosos patológicos en la oficina, Trey—reí, tratando de evitar el tema que sabía que estaba a punto de tocar.

—De acuerdo, entonces algo más. Un empresario, un médico; elige lo que quieras, o lanza una moneda. Solo tienes que tomar una decisión y entrar a la universidad.

— ¿Y perder horas de sueño y recreación a cambio de largas y tediosas horas de estudio en una biblioteca con una bibliotecaria amargada?—arrugué la nariz, asqueado—. Cielos, Trey, eso suena tentador. Pero creo que voy a tomarme un año sabático.

—Un año sabático es para alguien que acaba de salir de la escuela y decide tomar un año antes de comenzar a prepararse para la universidad. Pero tú terminaste la escuela hace casi dos años, Nate, y no tienes idea de lo que harás después. Es hora de que hagas algo de tu vida.

—Y lo haré; pero creo que si voy a tomar ese tipo de decisiones, debo desayunar primero—intenté librarme de él una vez más—. ¿Te mataría pasar por un McDonald's?

—Oh, lo siento. ¿Quieres un Happy Meal, niño?

Puse los ojos en blanco. ¿Cuándo iba a acabar esta pesadilla?

— Escucha, ¿podemos saltarnos esta conversación? Mi mañana ha sido un asco sin ella. No la empeores.

— Solo digo que es momento de que comiences a revisar tus prioridades...

— Oh, Dios, no. No vayas allí—le supliqué, pasándome una mano por los cabellos—. Comienzas a sonar como papá.

— Tal vez eso sea lo que necesitas. Nunca llegó a tener esta conversación contigo.

— Quizá porque sabía que no iba a funcionar.

— O porque tú estabas demasiado ocupado jugando a la casita con Vanessa.

Mi mandíbula cayó ante la sorpresa. ¡Bum!; sus palabras fueron como una patada en el estómago y sentí náuseas. Fue un golpe bajo, incluso para él. Apreté la mandíbula, sintiendo la rabia correr por mis venas mientras Trey tomaba un desvío a la derecha. No tenía idea de a dónde nos dirigíamos, pero esperaba llegar pronto. Debía bajarme del auto. Estar en un lugar tan pequeño junto a mi hermano era peligroso.

— ¿Ya llegamos? —pregunté como un niño desesperado.

— ¿Vas a cambiar de tema?

— Sí, porque ya no hay nada que podamos discutir sobre él.

— Puedo pensar en un par de cosas...

— Deja de respirar sobre mi cuello, Trey. Déjame en paz—mi voz se alzó sin mi permiso y aquellas palabras salieron como una orden.

Trey alzó ambas cejas y me arrepentí. Acababa de firmar mi sentencia de muerte. Él detuvo el auto frente a una pequeña cafetería y se volvió hacia mí:

— ¿Quieres que te deje en paz?, ¿quieres que deje de respirar sobre tu cuello? Bien; entones dame una razón para dejar de hacerlo. Ve a la universidad, compra un auto, sal de viaje, ¡pero haz algo!

— ¡Lo que haga con mi vida no es de tu incumbencia! Tengo diecinueve años, ¡deja de tratarme como un niño!

— ¡Deja de comportarte como uno!

— No trates de ser mi padre, ¡tú ni siquiera eres mi hermano!

Trey abrió la boca, pero sus palabras debieron quedarse atoradas en su garganta, porque no dijo nada. El eco de las mías flotó en el aire y deseé poder tomarlas de vuelta y encerrarlas en el fondo de mi ser, donde pertenecían. Pero ya era demasiado tarde. Trey devolvió su atención al volante, apretando la mandíbula, y yo comencé a sentir como la culpa me presionaba el pecho. No había querido decir eso, pero lo hice. Y no podía quedarme en el auto después de eso.

— ¡Oye!—Trey se quitó el cinturón de seguridad al mismo tiempo que yo abría la puerta y saltaba fuera—. ¡Nate! ¡¿A dónde vas?!

— ¡Muero de hambre! —fue todo lo que dije, y la campanilla sobre la puerta del café me dio la bienvenida.

No volvió a sonar. De alguna manera, me sentí aliviado de que no me siguiera.

Adentro, el aroma a café molido logró deshacerse de la tensión de mi cuello, pero no de la desagradable sensación en la boca de mi estómago. Esperaba que un poco de avena pudiera encargarse de eso, a pesar de que podía apostar que mi malestar ya no tenía nada que ver con mi falta de alimento.

— Buenos días, soy Tracy. ¿En qué puedo ayudarte? —una chica con coletas y pecas sobre su nariz me saludó del otro lado del mostrador. Estaba utilizando un delantal verde con caramelos y una gorra de duendecillo. Todo muy navideño.

— ¿Tienes algo ligero para llevar? No he desayunado, pero tengo prisa.

— Puedo ofrecerte un batido o...

— El batido está bien—saqué un billete arrugado de mi pantalón y se lo entregué sin preocuparme que fuera demasiado o muy poco.

— ¿De qué lo deseas?

— Sorpréndeme.

Ella sonrió y yo le sonreí de vuelta, como si nada. Como si no estuviera famélico y a punto de desmayarme. Como si no hubiera corrido por toda la cuidad. Como si no acabara de tener una fuerte pelea con mi hermano mayor...

Como si él no hubiera roto mi corazón al mencionar su nombre.

— Aquí tienes—me ofreció el batido con olor a canela y me entregó el cambio en la otra mano.

— Quédatelo—negué con la cabeza y tomé un par de servilletas—. Ten un buen día.

Ni siquiera esperé su agradecimiento. Me volví hacia la puerta y di un par de zancadas hacia la calle, en donde el viento se encargó de reacomodar mis cabellos en una forma completamente distinta a la que estaban por la mañana. Le di un trago al batido y casi sonreí. Sabía a jengibre, estaba muy bueno.

Para mi sorpresa, Trey continuaba allí. Estaba de pie junto a su auto, hablando con alguien por el teléfono. Asumí que aquella llamada había sido la razón por la cual no se había molestado en seguirme, pero no podía estar seguro. Nunca le había dicho algo como aquello; ni siquiera aquella noche, en el funeral de papá. Una parte de mi quería acercarse y disculparse, pero la otra tenía miedo. Miedo de que no me perdonara jamás. Miedo de que fuera como él...

Como mi padre. No había logrado que él me perdonara.

Tragué saliva, y una vocecilla en mi interior intentó convencerme de que realmente no había hecho nada malo, solo había dicho la verdad. Trey había sido mi compañero de juegos, mi cómplice y mi amigo desde que era un crío, pero realmente no era mi hermano. Compartíamos un apellido, pero no la sangre.

Nuestros padres decidieron decírnoslo en mi duodécimo cumpleaños. Aferrados de las manos y con los ojos llorosos, confesaron su mayor secreto: hace varios años, habían tomado la decisión de adoptar. A pesar del impacto de la sorpresa y las repentinas dudas que surgieron en ambos, ser adoptados no era una tragedia. Muchos padres alrededor del mundo habían formado una familia de la misma forma, y no eran muy distintas a las otras. No había nada de malo en ser adoptado.

Excepto que solo uno de nosotros lo era. Y no teníamos idea de quién.

Mamá se negó al compartir esa parte con nosotros. Alegó que, a pesar de que mi padre había insistido en que conociéramos toda la verdad, ella no lo revelaría porque temía que algún día nuestro origen terminara separándonos. Dijo que al final no importaba, porque nos amaba a ambos por igual y ambos éramos sus hijos. Recuerdo que me limité a sonreír y asentir, sin preguntar, porque quería a Trey y eso era lo que importaba. Pero años después, la interrogante sobre mi verdadera identidad se había hecho cada vez más presente, y cada vez que me encontraba solo en mi habitación meditando sobre aquello, deseaba que no me lo hubiesen dicho nunca. ¿Por qué decirnos la verdad a medias? ¿Por qué acabar lentamente con mi cordura?

¿Era él?, ¿era yo? Los días que mamá olvidaba besarme antes de ir a la escuela, creía que se trataba de mí. Pero cuando dejaba a Trey accidentalmente en la práctica de fútbol me convencía que se trataba de él. Guardaba la esperanza de que, aliados con el tiempo, nuestra apariencia revelaría nuestros verdaderos genes. Pero Trey tenía la mandíbula de mi padre y los ojos de mi madre. Yo tenía la mirada de mi padre y la sonrisa de mi madre. Éramos un verdadero misterio, y probablemente lo seríamos hasta el día que mi madre falleciera.

Suspiré. Mi vida era un circo de lunáticos.

Despertando de mis recuerdos, bebí un poco más de batido con la esperanza de que fuera suficiente para deshacer el nudo que se había formado en mi garganta. Mientras mi hermano continuaba hablando por teléfono, completamente absorto en el mundo de los negocios, yo me recosté en la pared y cerré los ojos. No sabía lo cansado que estaba hasta el momento que mis piernas se doblaron y casi caí. Necesitaba volver a casa y tomar una siesta pronto. Claro, eso sí podía convencer a mi hermano de que me aceptara de vuelta en el auto.

Un grito proveniente de la otra acera me hizo saltar. Alerta, miré hacia todas las direcciones en busca de peligro, pero en la calle o había más que autos y uno que otro transeúnte apresurado. Entorné los ojos al encontrarme con dos siluetas delgadas del otro lado. No podía ver mucho (el brillo del sol imposibilitaba mi vista) pero no necesité más que sus sombras para descubrir que se trataba de un par de adolescentes. Una de ellas era alta y delgada, la otra era un poco más baja de estatura y llevaba un gorro rojo sobre la cabeza. La pequeña parecía llevar un libro en las manos, y después de leer por treinta o cuarenta segundos, volvía a saltar, presa de la emoción. La chica más alta parecía mucho menos alegre que su compañera, y apenas le prestaba atención. A simple vista, eran dos personas muy diferentes. Y completamente aburridas.

Reí para mis adentros. «Turistas»

—No, no me importa lo que él diga, ¡está equivocado!—Trey comenzó a subir la voz y comprendí que las cosas no estaban saliendo como él quería—...por supuesto que sé lo que hago, ¿qué clase de pregunta es esa?

Silbé. No sabía quién estaba del otro lado del teléfono, pero si se había atrevido a cuestionar su trabajo, no quería estar en su lugar.

Trey comenzó a caminar en círculos, tan sumido en su conversación que casi había tropezado con una chica que corría para tomar un bus. Además de ella, las turistas y unos cuántos autos, la calle estaba desierta. Había tanto silencio que pude escuchar perfectamente el rugido del motor del auto que se avecinaba. Venía a prisa, casi volando. La calle estaba libre, así que no tenía ninguna razón para desacelerar...

Ninguna salvo Trey, que sin darse cuenta se había detenido a discutir en medio de la calle. El auto no redujo la velocidad. Dejé caer el vaso de batido y pegué un salto fuera de la pared.

— ¡TREY!—le advertí, corriendo hacia la calle.

Entonces todo a mí alrededor comenzó a moverse en cámara lenta. Mientras yo corría hacia la calle, Trey se tambaleó hacia la acera, tras haber sido empujado por una de las turistas que se encontraban del otro lado por alguien más. La chica pequeña del gorro rojo que hace un momento se hallaba del otro lado de la calle le había salvado la vida.

Pero ella aún no se había movido y estaba allí, en medio de la calle, a punto de ser atropellada por un auto a más de sesenta kilómetros por hora.

Si no se movía, el auto la arrollaría. Pero si por un milagro yo podía sacarla del camino o por lo menos apartarla lo suficiente, tal vez el daño sería menor. Era arriesgado, considerando que no importaba lo rápido que fuese, no disponía del tiempo suficiente para empujarla del camino y ponerme a salvo también. Salvarle la vida no era la decisión más inteligente que podía tomar...

Pero yo era un poco estúpido.



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