El secreto de Nicolás

By MarchelCruz

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Sarah se acaba de mudar, no conoce a nadie y las circunstancias en las que se encuentra no son las que ella d... More

Dedicatoria.
Cita
Prefacio
Capítulo 1: Aburrimiento
Capítulo 2: El muchacho de la casa de la esquina
Capítulo 3: Los cuadernos de la señora Rosalía.
Capítulo 4: Rarezas
Capítulo 5: El beso.
Capítulo 6: El amor de Nicolás.
Capítulo 7: Soledad.
Capítulo 8 La otra niña.
Capítulo 9: Solo Nicolás y yo.
Capítulo 10: Un minuto de silencio.
Epilogo.

Capítulo 11: El otro comienzo.

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By MarchelCruz

Capítulo 11

El otro comienzo.

No estaba muy segura de si una persona normal podía morir de ansiedad, pero ya comenzaba a creer que sí. No había visto a Nicolás en tres días, pues me había prometido a mí misma y a él no molestarlo, darle su tiempo, dejarlo llorar en silencio, pero este era mi límite, tres días sin él era todo lo que podía soportar. No escuchar su voz, no sentirlo aparecer detrás de mí inesperadamente, no probar su comida, no ver sus sonrisas torcidas ni escuchar sus risitas era demasiado para mí, eso era todo, iría a verlo, sin importar cuanto Miriam intentara detenerme.

Me levanté bruscamente de la cama, me dirigí al armario y de allí saqué lo primero que vi, un vestido color azul cielo y un par de sandalias, las boté sobre la cama y luego me metí al baño. Tomé una ducha demasiado rápido y luego de salir de allí me vestí apresuradamente, sin tomarme la molestia de peinarme demasiado, sólo atándome el cabello en una alta coleta.

Corrí por las escaleras, esperando que Miriam no me pescara en el camino pero lo hizo.

—Sarah —dijo, en el marco de la puerta principal —, déjalo en paz. Ella era su único familiar, debe sentirlo mucho.

—Es por eso que debo ir…—le dije, soy todo lo que le queda, quise agregar, pero me reservé las palabras para mí.

Miriam suspiró.

—Pero sólo un momento.

Sin esperar a que agregara nada más salí disparada de casa, corriendo en dirección a la casa que alguna vez fue de Rosalía. Cuando llegué, la puerta estaba firmemente cerrada, no había notitas pegadas en ella y tampoco había ruidos en el interior. Me alteré, él podía haberse ido para siempre, desaparecer como si jamás hubiese existido, dejándome sola en este mundo ajeno para que me volviera loca

Hiperventilando me aparté de la puerta, bajé con cuidado los escaloncitos y comencé a rodear la casa, entraría por la puerta trasera, la derribaría de ser necesario, pero esta se encontraba abierta, suspiré de alivio e ingresé al interior. 

La casa estaba a oscuras, todas las ventanas se encontraban cerradas y las cortinas corridas. La oscuridad se había convertido en la nueva propietaria.

—Nicolás —dije dando un paso al interior, levantando la voz, intentando que no sonara rota. —Nicolás, estoy aquí.

Seguí ingresando en la cocina cuando de pronto me tropecé con algo sólido y me caí de bruces al suelo. Maldije y me levanté, luego fui a buscar el interruptor de la luz. Cuando lo encontré lo presioné, inundando la pequeña habitación de claridad, descubriendo que eran las largas piernas de Nicolás las que habían hecho que me cayera, era él, pero simplemente no lo había visto, no lo había sentido, su presencia se fundía hasta casi perderse con el ambiente, con las motas de polvo que bailaban impasibles en el aire.

—Nicolás, —grité, dejándome caer estrepitosamente al suelo y arrojándole mis brazos al cuello —Nicolás —repetí, enterrando las manos en su cabello, aspirando aquel aroma que no tenía, intentando grabar la forma de su cuerpo en mis brazos.

Lo abracé por mucho tiempo, cobrándome los días que no lo había visto. Sólo hasta que mi corazón comenzó a latir otra vez con su cadencia habitual me aparté, pero sin retirar mis manos de su cuello.

—¿Nico…? —pregunté, dándome cuenta de que lo que tenía en frente era poca más que una estatua de mármol. Me eché hacia atrás, aterrada.

Lo miré, lo miré y continué mirándolo sin poder creer que era eso. Nicolás simplemente era una representación de él, una hermosa estatua sentada contra las puertecillas que ocultaban las tuberías del fregadero, con las piernas extendidas sobre el piso cuan largas eran, era como si solo se hubiese desparramado mientras estaba de pie recargado en el borde de la barra, justo como estaba cuando lo dejé la última vez, incuso llevaba sus mismas ropas. No movía más que su pecho que subía y bajaba casi imperceptiblemente, sus cabellos seguían rubios, pero ya no se mecían al viento ni brillaban al sol porque ahí no lo había.  Sus ojos estaban abiertos pero no me miraban, no respondían.

—Nicolás…—susurré, cuando por fin superé el aturdimiento inicial, y me acerqué a él. —Nicolás…

Pero él simplemente no me respondió, y comenzaba a temer que no lo hiciera nunca más, que se quedara así para siempre, pero desterré rápidamente la idea de mi mente. Él solo estaba triste, como Miriam decía, y era muy egoísta de mi parte querer que todo estuviera bien cuando acababa de perder a Rosalía, ciertamente yo tampoco estuve muy bien cuando perdí a madre, también me quedé en silencio por muchos días.

Suspiré.

—Esperaré —le dije, y me acerqué a él. Me senté a su lado, pegando las rodillas al pecho y rodeándolas con mis delgados brazos. Yo podía esperar por él todo lo que fuera necesario.

Al cabo de dos horas Nicolás seguía sin mover un musculo, sin pestañear siquiera mientras que yo ya había cambiado más diez veces de postura. Me había sentado, acostado en el piso, caminado a su alrededor, pero él pareció no notar nada de aquello, así que por fin, luego de una hora más me puse de pie, triste, con ganas de llorar y lo miré.

—Volveré mañana —susurré, deseando quedarme a su lado como me lo había prometido, pero el hambre me estaba matando. —Mañana estaré aquí.

Dedicándole una última mirada emprendí mi regreso a casa de Franco, en donde lo encontré a él tanto como a Miriam ya listos para comer. Me miraron con sonrisas cálidas desde el comedor y me invitaron a tomar asiento con ellos.

—Gracias —susurré mientras me sentaba a lado de Franco, a su izquierda, pues Miriam se encontraba a la derecha.

—¿Te siervo de comer, Sarah? —Preguntó Miriam.

—Sí, —asentí, con una voz más abatida de lo que me espere de mi  misma—quiero de lo que ustedes comen.

Franco y Miriam intercambiaron una mirada, nerviosos.

—Es carne, Sarah —comentó Franco, con un cubierto levantado de puro asombro.

Me encogí de hombros, con la mirada clavada en el mantel blanco del comedor.

—No me importa.

Ellos no sabían que había estado comiendo carne en casa de Nicolás en las últimas semanadas, era como un secreto, pero ahora ya nada me importaba.

—Está bien, querida —dijo Miriam, poniéndose de pie —es tu decisión, pero debo decir que me alegra. Estás en crecimiento, necesitas una buena nutrición.

—Tampoco me importa, —comenté.

El resto de la comida lo pase terriblemente mal en su compañía, y notar eso me hizo sentir aún más mal de lo que ya me sentía, porque ellos eran buenas personas, me trataban bien, me daban lo que yo necesitaba pero aun con todo eso los detestaba a los dos, lo que quería decir que la que tenía algo malo era yo, la maldita era yo. ¿Qué haría ahora que Rosalía se había ido y con ella Nicolás también? Tendría que vivir con ese par de personas que me hacían odiarme a mí misma por odiarlos a ellos. No iba a soportar mucho, estaba segura.

Regresé a casa de Nicolás dos veces más, como si mi alma fuera convocada cordialmente todos los días, como si ese fuera mi lugar natural para residir, como si algo hubiese pasado ahí, un acontecimiento tan importante que había dejado una marca permanente en mi vida que no me dejara alejarme nunca más, pero él no se movía.

Al cuarto día, lo visité, ya con las lágrimas pendiendo de mis ojos, había ido directamente luego de salir de la escuela, como había estado haciendo en los días anteriores. Entré en la casa, que cada vez parecía más tétrica, se iba haciendo más fría, más oscura conforme la presencia de Rosalía se disipaba, y me senté con las piernas cruzadas frente a Nicolás, y comencé a hablarle, sin muchas esperanzas de que me respondiera.

—¿Sabes? —le dije en un susurro. —La escuela es horrible, las chicas no me molestan pero tampoco me hablan…—me detuve un momento para tragar audiblemente y deshacer el nudo que me oprima las palabras. —…Bueno, probablemente soy yo la que no les habla a ellas. No tengo ganas para hablar con nadie, sólo contigo, y tú no me contestas…

Me pasé la mano por la mejilla para deshacerme de las lágrimas que habían logrado escaparse de mis ojos, mientras decía aquello.

—Yo solo quiero que me hables, no que todo sea como antes, sólo que me hables, que te muevas, que no me asustes así…

Nicolás apenas se movió, pero eso lo había estado haciendo antes, así que no era gran cambio, y saber eso me puso más triste, me hizo soltar a llorar. Me cubrí el rostro con las maños para contener los sollozos que salían de mi garganta.

—¿¡Por qué lo haces!? —Le grité después, poniéndome de pie. Apretando los puños a mis costados. —¿Por qué eres tan malditamente egoísta? ¡Yo te necesito! ¿Qué se supone que voy a hacer sin ti, Nicolás?

Y gritarle no servía de nada, no me aliviaba como lo habría hecho en otras ocasiones, solo hacía que me rompiera más y dejara paso a las lágrimas.

—Por favor —lloré, —no me puedes dejar así…no puedes, Nicolás, no puedes…

Luego me derrumbé al suelo, a llorar, a encerrarme en un llanto definitivo, desesperado, desamparado y falto de toda esperanza, el peor llanto del mundo.

—No me dejes sola, por favor—sollocé en el suelo, con las manos rodeando mis rodillas, tratando de mantener unidas todas mis partes, todos mis pequeños fragmentos. —Por favor, muévete, haz algo…

—Lo haré —me llegó de pronto su dulce voz a los oídos, como si fuera el rumor del viento. Levanté la mirada, y allí estaba él, mi preciosa estatua de granito había cobrado vida. ¿Mis lágrimas lo habían conmovido?

—¿Nico…? —Pregunté, levantando la mano para tocarlo, dudosa de si era real o no.

—No me llames así, Sarah, por favor—dijo, pero no en su frío tono habitual de cuando me regañaba, sonaba cansado. Sujetó la mano que le extendía, y me atrajo hacia él, hacia sus brazos que sentía eran el lugar al que pertenecía.

—Lamento haberte hecho pasar malos días —susurró en mi oído, sujetándome la cabeza con sus dedos enterrados entre mi cabello cobrizo —Lo siento.

—¿Ya estás bien? —pregunté, empujándolo del pecho para apartarme un poco y poder verle la cara.  

Nicolás medio sonrió.

—Un poco —susurró, y parecía simplemente un muchacho de dieciocho años de edad, esa sombra adulta que a veces proyectaba había desaparecido casi por completo de su semblante. Estaba asustado al igual que yo.

Intenté sonreírle, pero ver su rostro devastado me quitaba toda la felicidad de que me estuviera hablando de nuevo. Levanté la mano para tocar sus cabellos rubios, unos que raramente podía tocar, unos que había empezado a amar desde hacía ya muchas semanas.

—Están sucios —susurré, simplemente por decir algo, con las manos enterradas entre las delicadas líneas doradas que eran su cabello —tienen polvo.

Nicolás me retiró la mano de sus cabellos, de forma amable, casi dulcemente.

—Debería lavarlo —comentó suavemente, mientras me miraba a los ojos. Los susurros eran suficientes porque estábamos muy cerca.

—Deberías cortarlo —le dije —te verías como uno de esos apuestos chicos de la tele. Ahora están muy largos. Pareces niña.

Nicolás asintió, aún tenía una mirada muy extraña, casi como si hubiese perdido movilidad durante esos cuatro días.

—Debo irme —dijo de pronto, apartándose de mí.

—¡No! —grité, atrapándolo inmediatamente de la ropa. Él se había  movido rápidamente pero yo también. —No me dejes, no me dejes…— la ansiedad de pensar que  podía perderlo era tanta que las lágrimas volvieron con fuerza.

Nicolás se inclinó sobre mí tomándome el rostro entre las manos.

—Estaré aquí en seguida—prometió  y luego me beso en la frente.

Ese beso me dejó aletargada, apenas con la fuerza suficiente para moverme y sentarme en el suelo, en donde me quedé completamente inmóvil y fuera de mí, había sido el beso, las lágrimas, la falta de fuerzas, muchas cocas me hicieron quedar allí sentada hasta que él volvió.

Regresó tan solo cinco minutos después, ahora estaba limpio, vestido con una camiseta de algodón de color rojo, unos pantalones azules deslavados, con los pies descalzos y cenicientos, y los cabellos cortos, todos sus largos cabellos de oro habían sido mutilados hasta dejarlo solo con la porción de cabello suficiente como para peinarlo de lado, pero él lo llevaba húmedo, acomodado hacia atrás, como si solo se hubiese pasado las manos repetidas veces por él. Cargaba en las manos cajas de embalaje plegadas, montones de ellas.

Se acercó a mí, dejándolas caer al piso estrepitosamente, sobresaltándome.

—¿Para qué es eso? —pregunté, poniéndome de pie.

—Me pediste que hiciéramos algo —contestó, otra vez con el tono seco que odiaba más que cualquier otra cosa en el mundo, porque no era su verdadera personalidad, lo hacía cuando quería poner distancia entre las personas y él. Lo había leído en los diarios de Rosalía, ella lo conocía bien. —empacaremos todo lo que hay en la casa.

Me sobresalté.

—¿Para qué?

—Para quemarlo y bailar alrededor de las llamas —contestó, y no fue necesario que me dijera que se burlaba, el amargo sarcasmo flotaba en el aire.

Lo miré enfurruñada.

—No es chistoso.

—Lo regalaremos a la caridad —me aclaró —lo regalaremos todo.

—¿Te iras? —pregunté, temerosa.

Nicolás me envió una mirada más aterradora que cualquiera de las mías, y no me contestó, en lugar de eso se agachó apara tomar una de las cajas y comenzó a armarla. Yo hice lo mismo.

Nicolás todo lo hacía bien, con rapidez y eficacia, y por eso él  había armado cuatro cajas mientras yo me peleaba con la primera. Cuando vio que definitivamente eso no era lo mío me la quitó de las manos y comenzó a armarla él.

—Empezaremos por la cocina, Sarah —me llamó, cargando con dos grandes cajas que puso sobre la barra de la cocina.

—¿Y qué  hago yo?  —pregunté, justo detrás de él, y no pude evitar notar que eso le había preguntado cuando lo conocí, cuando me vi obligada a pasar las tardes en esa casa  y ayudarlo a limpiar. No me gustó darme cuanta de aquello, porque sonaba como al principio, como si todo fuera un círculo que está a punto de terminar, de encontrarse otra vez con el inicio.

—Primero sube y quítate esa ropa —me ordenó, señalándome. Miré mi cuerpo entonces, aun enfundado en esa camisa blanca de mangas abombadas y el estúpido moño al cuello.

—Vuelvo en seguida —dije.

Corrí al piso superior, entré a una de las habitaciones en donde había visto antes que se encontraban cosas que no se desempacaron nunca. Había sillas, roperos, cajas, maletas, un montón de cosas, cosas de una vida completa.

Me acerqué al ropero, abrí una de las puertecillas y encontré que allí había ropa de mujer, seguramente de Rosalía, pero también había ropa de niña, ropa vieja de niña, seguramente también de Rosalía. Quizá era como mi madre, que guardaba durante años ropa que ya nadie iba a usar.

Suspiré, no quería pensar en mamá, me ponía aún más triste.

Hurgué entre las pilas de ropa hasta que encontré una camisa de color crema, con pequeñas flores por todas partes, con botones de perlas, algo que una niña de los años cincuenta seguro usaría. La acerqué a mi nariz, no olía mal, no olía a nada. Me encogí de hombros, podía usarla.

La puse sobre una silla que se encontraba cerca de mí, y echando un vistazo a la puerta abierta comencé a quitarme la camisa de la escuela, debajo de ella no tenía más que un pequeño sostén que en realidad no sostenía casi nada, me puse la camisa y luego salí corriendo escaleras abajo, en donde Nicolás me miró durante largo rato de los pies a la cabeza.

—Eres impredecible —dijo, meneando la cabeza. Luego volvió a lo que hacía anteriormente, acomodar platos y vasos dentro de las cajas.

Me acerqué a él.

—¿Puedo hacerlo yo? —pregunté, y Nicolás asintió.

Pasamos largas horas en silencio, simplemente trabajando como un par de hormigas,  moviéndonos de un lado a otro, acomodando los utensilios de cocina en cajas, desalojando la nevera, y luego desconectándola de la corriente eléctrica. Luego de terminar con la cocina nos trasladamos a la sala, en donde envolvimos las estatuillas de porcelana de Rosalía en plástico de burbujas y las pusimos en cajas, que más tarde sellamos con cinta adhesiva, también guardamos los libros del librero, en donde ya no se encontraban los diarios de Rosalía, y en realidad ya no se encontraban en ningún otro lado de la casa, pues por más que disimuladamente los busqué no los pude hallar. Guardamos todo lo que se podía poner en cajas y las apilamos cerca de la entrada, a un lado de la escalera en donde no obstruían el paso a nadie.

Y como a eso de las siete de la noche, cuando ya no quedaba prácticamente nada de luz solar, la casa ya había perdido la poca vida que le quedaba, los muebles eran solo jorobados blancos, la alacena sólo estantes vacíos, la sala sólo un cuarto amplio, sin mesa, sin sillas, sólo vacío.

Me estremecí, no me gustaba seguir allí, así que me acerqué más a donde estaba Nicolás, tratando de despegar la tv de pantalla plana de la pared principal de la sala en donde se encontraba pegada. Aquella tv no la habíamos encendido ni una sola vez desde que yo estuviera ahí, y eso demostraba cuan bien nos la pasábamos juntos como para no necesitar de nada más.

Nicolás trabajaba en silencio, solo destornillando los soportes de metal del concreto de la pared, parecía que casi ni me notaba, o me ignoraba, como solía hacer cuando no tenía ganas de conversar conmigo. Me quedé callada durante mucho tiempo, más del que me hubiese gustado, cuando de pronto, una pregunta me atacó, y lo hizo con tanta fuerza que no pude resistirme a manifestarla en voz alta.

—¿Por qué nunca la convertiste? —Las palabras simplemente habían saltado de mi boca casi al mismo tiempo que habían aparecido en mi mente, sin darme tiempo de pensarlo, de modificarlo, de retractarme.

Nicolás dejó lo que estaba haciendo, y se volvió lentamente.

—No sé de qué estás hablando, Sarah —sacudió la cabeza.

Pero yo me armé de valor, un valor inusitado, que era demasiado  grande como para que entrara en mi pequeño cuerpo. 

—¿Por qué nunca la convertiste en lo que tú eres? —pregunté, apretando los puños.

—¿Y que soy yo, Sarah? —Inquirió —Dímelo, porque me encantaría saberlo.

—No…tú no…—tartamudeé, un poco de miedo y un poco de enojo, porque se estaba burlando de mí —Tú no cambias, físicamente no cambias.

Nicolás asintió, se tomó la barbilla y desvió la mirada. Por primera vez en mi vida lo estaba viendo asustado, dudar, acorralado. Me dio la espalda, con sus hombros tensos.

—¿Lo sabes? —preguntó, aun sin volverse. Pero aquella pregunta carecía casi completamente del tono final de pregunta, era más como una afirmación. Una incrédula afinación, y yo no lograba comprender por qué reaccionaba así, si desde hacía semanas que ambos lo sabíamos, jugábamos el “yo finjo que te engaño y tú finges que te lo tragas”

—Sí —asentí, y en ese momento él se dio la vuelta y me miró, me miró de una forma en que temí por mí, temí que me hiciera algo. Sus ojos denotaban que estaría gustoso de hacerlo lentamente.

—¡Novelas! —soltó amargamente. —No te lo creíste ni un momento ¿Verdad?  No eres tan idiota como creí.

—Creo que la idiota no soy yo —dije, aún con esa valentía recorriéndome el cuerpo, que solo me abandonaba por segundos, pero Nicolás me lanzó una mirada tal que me hizo perderla casi inmediatamente.

Luego ya no dijimos nada, nos quedamos callados en ese silencio tan pesado que podía sentirlo aplastándonos a los dos, y con esa penumbra que reinaba fuera de casa, lejos de nuestros dominios. Nicolás no me miraba, miraba hacia un lado, parecía perdido en sus pensamientos.

—¿Por qué no lo hiciste? —insistí al cabo de los minutos.

—¡Porque no! —Exclamó, materializándose frente a mí, ya sin tomarse la molestia de ocultar nada de él. Se había movido extremadamente rápido —¡Su vida era demasiado valiosa para intentarlo, podía morir, la mayoría muere, y no iba a intentarlo, no lo valía! ¡Su vida era demasiado valiosa!

Me estremecí, porque me tenía sujeta por los hombros y me lo estaba diciendo a gritos. 

—Fuiste un cobarde…—gemí, intentando soltarme de él —debiste intentarlo…

—No…—Dijo —No…

—¡Sí! —Grité, soltándome de él, y llorando por el dolor que me provocaron sus manos en los hombros —fuiste un maldito cobarde y ahora ella está muerta y nosotros estamos solos.

—¡Estoy!  —Exclamó él, con renovadas fuerzas —Yo lo estoy, yo-estoy-solo, —separó cada una de las palabras para que me quedara bien claro que no éramos nada. Éramos entidades separadas—Tú te incluiste sola en esto, nadie te pidió que te quedaras, Sarah.

Cuando terminó de hablar salió del cuarto, como si no soportara seguir compartiendo el reducido espacio conmigo, pero yo lo seguí a la sala, en donde estaba recargado en el fregadero, con la cabeza agachada sobre él de forma enfermiza, y las manos sujetas fuertemente a los bordes.

—¿Entonces por qué lo hiciste? —pregunté.

Nicolás se volvió a mirarme.

—¿El que, Sarah? —preguntó fastidiado, de la forma en que se le pregunta a un niño el resultado de una suma fácil luego de habérsela explicado cientos de veces.

—El beso, ¿por qué me besaste? —pregunté.

Nicolás medio sonrió.

—Porque se me dio la gana —respondió lentamente.

—No es cierto —dije, apretando los puños, temblando de puro coraje —no fue por eso…

Nicolás levantó una ceja rubia, retándome a continuar.

—Fue por ella —dije, luego de tragar audiblemente —fue por ella ¿no? Porque me parezco a ella cuando era niña, porque te la recuerdo, así que no digas, Nicolás, que me incluí sola en sus vidas porque no es…

—¡No! —me calló, apareciendo delante de mí tan repentinamente que di un gran paso atrás, pero él me atrapó, me sujetó la columna con una mano y con la otra me cubrió la boca, presionando fuertemente. —¡No te pareces! —gruñó, con los dientes apretados. —¡Tú no te pareces a ella, niña estúpida y voluble!

Intenté protestar pero Nicolás no me soltó, entonces se me ocurrió morderlo con todas mis fuerzas pero él se percató de mis intenciones al instante y me sujetó fuertemente la mandíbula.

—Tú no te pareces a Rosalía, —continuó, mirándome fijamente  con sus fríos ojos azules, que ahora parecían dagas —puede que ella te lo haya dicho, pero no es verdad. Tú, que eres tan llorona, tan egoísta y tan malditamente ruidosa jamás podrás parecerte a ella cuando niña. Ella fue la creatura más adorable, generosa, piadosa y cariñosa que he conocido en mi existencia. Cuando adulta fue la mujer más bella, sensata, considerada y buena madre, una mujer entre millones…

Se detuvo un momento, como si hubiese sido atacado por sus recuerdos y por su amor que todavía se agitaba fuertemente en su interior. Aproveché entonces para soltarme de su agarre y saltar lejos de él.

Nicolás me envió una mirada devastada, no tenía fuerzas para ir a tomarme de nuevo. Se veía en su semblante que era una creatura desesperada, derrotada.

—¡Pero lo hiciste…!

—¡Sí! —gritó, fuera de sí, haciendo que los cristales temblaran. La casa entera tembló ante él —Porque estabas allí, —señaló el fregadero, en donde había estado en aquel momento —con ese maldito vestido, ese maldito cabello trenzado, incluso tu voz era como la de ella, y fue solo por un segundo, un segundo en el que la vi en ti, pero me basto uno más para darme cuenta de que tú no eras ella, no eras Lía. Ella jamás me habría dejado tomarla y besarla de esa manera, habría llorado de miedo y yo jamás lo habría hecho, pero tú, maldita niña malcriada, permitiste que te besara, que te tomara, y habrías dejado que hiciera todo lo que se me viniera en gana contigo. No opusiste resistencia.

—Si te bastó un solo segundo para notar que yo no era ella —le dije, sin poder evitar que la sangre se arremolinara en mis mejillas —¿Por qué no te detuviste?

Nicolás desvió la mirada, enfadado, exasperado y luego se marchó de allí, pero yo lo seguí.

—Conviérteme a mí —exclamé, sin pensarlo siguiera, antes de que él saliera por completo de la habitación.

Nicolás se detuvo en el acto, entre la sala y la cocina, volviéndose lentamente para mirarme y a pesar de todo lo que creí que diría o  haría se rió. Era una risita socarrona, sin gracia, en realidad.

—¿Eres idiota? —Preguntó fríamente —¿Sorda? ¿Estúpida? Te vas a morir. —Y realmente parecía que le importaba bien poco lo de la muerte, lo decía más como de paso.  Como si fuera la cláusula pequeñita de un contrato importante.

Ahora la que soltó una risita lúgubre fui yo, era un sonido completamente alejado de la felicidad y todos los sentimientos buenos del mundo. Me acerqué a él, lo más cerca que me atreví y levanté altaneramente la mirada para encontrarme con la suya.

—Yo ya estoy muerta —susurré.

No podía concebir que estuviera realmente viva, últimamente no había estado viviendo, me estaba limitando a existir. Desde que mi  madre murió me repetía a mí misma constantemente que no estaba triste, que no la extrañaba, que todo iba bien, pero no era así, el dolor de saber que ya no iba a verla me atacaba fuertemente, dejándome en un estado de perturbación que no me dejaba llorar, ni romperme, ni nada, simplemente me quedaba quieta sintiendo dolor por dentro. Y ahora que mamá no estaba ya no sentía simpatía por nadie, ni por mi padre, ni por mi hermano, mucho menos por el mentiroso de Franco, que realmente no me quería, ni por Miriam, todo se había vuelto oscuro y difícil de procesar, sólo estaba Nicolás, que era luz, la única que me quedaba, y si él se iba, todo terminaba para mí, así que no me importaba nada más.

—A ella la amabas, pero a mí no, es diferente. —Dije —Si muero está bien, ni lo lamentaras, y si funciona… —continué, luego de tragar fuertemente—…si funciona ya tendrás tiempo para aprender a amarme...así que muérdeme.

Nicolás se soltó a reír al escuchar lo último que dije, pero era una risa totalmente distinta a la anterior, esta vez estaba divertido. Se rió primero con calma y luego su risa fue ascendiendo hasta convertirse en grandes carcajadas, que estaban tan fuera de lugar que él simplemente parecía un demente.

—Idiota —dijo, intentando sofocar la risa entre el pliegue de su codo —eres realmente idiota, creí que habías leído todos los diarios.

—Yo sí…—tartamudeé.

—Niña idiota, —repitió —no sabes nada. No sabes cómo funciona esto—y luego se llevó su pálida muñeca a la boca y la mordió, provocando un sonido seco que resonó en mis oídos. Un sonido que estaba segura que siempre recordaría, fue como el sonido que se produce al morder una gran manzana. Nicolás estaba mordiendo su brazo, succionando ávidamente sangre de allí, tanta que un pequeño hilito de sangre se le escapó y se deslizó por una de las comisuras de sus labios, manchando su inmaculada piel blanca. Yo estaba paralizada, simplemente viéndolo beber su sangre. Estaba a punto de echarme a correr lejos de allí para no volver jamás cuando él dejó caer el brazo que mordía y se abalanzó sobre mí, dejándome caer dolorosamente a las frías losetas del suelo de la sala. Mi espalda se golpeó con fuerza, haciendo que una punzada de dolor me la recorriera por completo pero no alcancé a gritar porque en ese instante él presionó sus labios contra los míos, empujando ese líquido frío, salobre y malo al interior de mi boca, pero yo me agitaba, resistiéndome a tragarlo, entonces me cubrió la nariz, haciéndome abrir la boca en tan solo unos segundos, en búsqueda de aire. Fue en ese momento en que lo bebí, di un trago y luego otro y otro, hasta que me vi libre de él, entonces di una gran bocanada de aire, como un pez fuera del agua en búsqueda de oxígeno, pero no alcancé a recuperarme por completo porque Nicolás volvió a mis labios. Por un momento pensé que me introduciría más de ese líquido malo, pero no lo hizo, comenzó a besarme, de la manera en que yo había querido que lo hiciera ese día del sofá, completamente consiente que era yo la que tenía en sus brazos.

Aparté las manos que tenía contra su pecho de donde había intentado apartarlo y las puse alrededor de su cuello, presionándolo contra mí lo más que podía, besándolo con más ganas de las que debería tener luego de aquella grotesca experiencia a la que acababa de ser sometida. Lo besé, lo besé y dejé que me besara, que me sujetara de la columna y me presionara contra su cuerpo frío y duro.

Nicolás se rio entre mi boca con ganas, como si mis infantiles besos le causaran gracia, o como si sinceramente no se esperara mi reacción, pero siguió besándome, enseñándome como se hacía aquello, como se besaba en verdad, haciéndome suspirar en el proceso. Luego apartó una de sus manos que sostenían mi rostro, y la deslizó por el costado de mi cuerpo, acariciando mi pequeña cintura y luego un poco más abajo, en donde mis piernas se encontraban descubiertas porque la falta se había levantado hasta casi la cadera. Sentir sus manos sobre mis piernas desnudas me hizo temblar con fuerza.

—Dijiste que no tenías miedo —susurró, burlonamente.

Asentí, afirmando.

Entonces continuó con lo que hacía, haciéndome sentir cosas que no esperé sentir jamás

Mi corazón latía con fuerza, demasiada fuerza, inundando mi audición, haciendo que todo dejara de existir, y de hecho todo dejó de existir, los bordes de mi visión se llenaron de negro, que cada vez cobraba más terreno, ennegreciéndolo todo, volviéndolo completamente oscuro. Sólo pude sentir a Nicolás alejarse de mí, ya no sentía su cuerpo sobre el mío, ya no sentía sus besos. Abrí la boca en búsqueda de aire, apreté los puños en mis costados en búsqueda de algo que agarrar, pero no lo había, me sentía como un pájaro que ha sido alcanzado por la bala de un cazador  y cae en picada al suelo mientras muere.

—Te dije que morirías —escuché su voz entre penumbras, y lo había dicho con tanta frialdad y seguridad que no me quedó duda alguna de que así sería. Moriría.

Cuando abrí los ojos, no estaba segura de cuánto tiempo había pasado, podría haber sido una hora, un día, varios días, no tenía la menor idea. Estaba todo en silencio, en una adorable calma, y yo podía verlo con una inusitada claridad, no me sentía como cando recién me despierto, no me sentía como una niña que ha estado desmayada por días u horas, no me sentía como regresada de los muertos. Me sentía tranquila, mi corazón estaba tranquilo, mi cuerpo respondía cuando se lo pedía, mi visión estaba funcionando bien, podía ver claramente las motas de polvo doradas danzando en el aire que me rodeaba, podía pensar con rapidez, sabía exactamente en donde me encontraba y quien me había dejado en ese estado. Nicolás.

Me incorporé, sentándome sobre el suelo de losetas, que extrañamente ya no se sentían frías, sino hasta cálidas, o con la temperatura adecuada para no hacerme sentir incomoda, cuando volteé a la derecha lo vi.

Nicolás estaba sentado sobre el suelo, a unos cuantos metros de distancia de mí, se encontraba en una posición desenfadada, con una pierna extendida cuan larga era y la otra recogida, con el brazo sobre la rodilla y la barbilla sobre la mano, estaba mirándome, sonriendo. Vestía un  pantalón negro, con una camisa de color azul cobalto, saco y corbata, con sus cabellos rubios perfectamente peinados hacia atrás, lucia elegante, se veía realmente hermoso, como un ángel malvado.

—¿Ya me convertí? —pregunté, con una voz clara y firme, no la voz de una niña que ha muerto.

—Sí—asintió él, acercándose a mí, sentándose a mi lado, y tomando mi rostro entre sus manos —por un minuto pensé que no lo lograrías.

Una pequeña sonrisa se abrió paso entre mis labios al escucharlo hablar con ese tono, con cierto orgullo, orgullo de mí.

—Creo que soy terca.

—Claro que sí —respondió él y por primera vez me vio con una mirada que denotaba amor, no un amor que era para alguien más, sino para mí, sólo para mí. Y luego comenzó a besarme, retomando el beso que no habíamos terminado. Deslizó las piernas por el suelo, dejándome  subir a horcajadas sobre él, y tomar el control. Lo besé de una manera que no era propia para mi edad,  algo que ya había dejado atrás el miedo infantil y él me respondió de la misma manera, pero cuando deslicé las manos por su cuello, intentando llegar a los botones de su camisa me detuvo.

Le dediqué un gruñido.

—¿Por qué me detienes? —pregunté, tomándolo de los costados del saco y jándalo hacia mí.  

—Porque necesito sacarte de aquí—respondió, lanzándome una mirada al cuerpo, entonces bajé la mirada, notando que no era la misma ropa que vestía antes. Era un vestido formal blanco, con un abrigo azul marino desabrochado encima. Me había cambiado la ropa, pero no me sonrojé ante la idea, me enojé.

—¿Y porque me quitaste la ropa? —pregunté en un puchero.

Nicolás sonrió.

—Porque no era ropa indicada para viajar, te lo he dicho, necesitamos irnos.

—¿Y a dónde iremos? —pregunté, sorprendida.

Ahora sonrió más ampliamente, la sonrisa más grande que le había visto hasta ese momento.

—A dónde tú quieras.

Pensé un momento, haciendo muecas exageradas con la boca.

—No tengo ni la más remota idea de a donde quiero ir —respondí, besándolo un poco más.

—Bueno —suspiró Nicolás, cuando le di oportunidad —comencemos por salir de aquí.

—De acuerdo —le dije, sonriendo.

Se puso de pie, levantándome en brazos en el acto, dulce y delicadamente, como si yo fuera una muñeca de porcelana, pero eso no me gustó por lo que salté ágilmente al suelo y me puse a su lado, tomándole la mano como su igual. Nicolás sonrió, meneando la cabeza, pero no dijo nada. Caminamos hacia la salida juntos, en donde después de la puerta nos esperaba la noche y un futuro lleno de posibilidades, infinitas de hecho, pero cualquier futuro sonaba bien para mí si estaba Nicolás en él. 

___________________________________________________________

Bueno ese es el final, despues de esto sólo viene el epilogo, uno que por cierto ya había publicado aquí en wattpad como un one shot. Por favor si les gustó la novela no olviden darme su opinion general de ella, cualquier comentario que deseen dejar será bien recibido. 

Gracias por llegar hasta aquí. Pero no olven leer el epilogo "Una pequeña fraccion de eternidad"

¡¡VOTEN Y COMENTEN!!

-Chel

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