El secreto de Nicolás

By MarchelCruz

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Sarah se acaba de mudar, no conoce a nadie y las circunstancias en las que se encuentra no son las que ella d... More

Dedicatoria.
Cita
Prefacio
Capítulo 1: Aburrimiento
Capítulo 2: El muchacho de la casa de la esquina
Capítulo 3: Los cuadernos de la señora Rosalía.
Capítulo 4: Rarezas
Capítulo 5: El beso.
Capítulo 6: El amor de Nicolás.
Capítulo 7: Soledad.
Capítulo 8 La otra niña.
Capítulo 9: Solo Nicolás y yo.
Capítulo 11: El otro comienzo.
Epilogo.

Capítulo 10: Un minuto de silencio.

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By MarchelCruz

Capítulo 10

Un minuto de silencio.

La escuela no había sido tan mala como lo esperé, ninguna de las chicas me molestó en absoluto, y eso fue bueno porque no tenía ánimos para defenderme, apenas fuerza para no llorar, sólo podía pensar en lo ocurrido el domingo, en Nicolás y en Rosalía, pero en especial en ella, pues era nuestro eslabón de unión, nuestra felicidad, nuestro punto flaco y ahora estaba enferma, y era tan frágil que me causaba miedo pensar demasiado en ello.

Así que lo aparté de mi mente, intenté pensar en otras cosas. Pero me era difícil.

Al salir de la escuela corrí a su casa, pero no estaban, lo que quería decir que no habían dejado salir a Rosalía del hospital. Suspiré, queriendo llorar pero me tragué el llanto y seguí mi camino hasta llegar a la casa de Franco, en donde todo era normal, el interior estaba iluminado, feliz y relajado como si nada estuviera mal en el mundo y eso me hizo enfadar de verdad por lo que me aparte de ahí, me quedé en mi habitación el resto de la tarde, en donde el ambiente era acorde a mi estado de ánimo.

El martes, luego de la escuela hice lo mismo, ir a verlos, pero las puertas estaban cerradas, negándome el acceso a ese mundo de secretos, de flores, de voces amables y sonrisas. Me quedé un segundo frente a la puerta mirándola con ojos tristes, y luego fui al jardín trasero en donde antes de irme regué las rosas que ya comenzaban a sufrir por el abandono. Al llegar a la casa de Franco lo primero que hice fue dirigirme a la sala, en donde me dejé caer a un lado de la mesita chaparra que tenía el teléfono fijo de la casa, esperaría, sí, eso haría, porque él había prometido llamar, y lo haría.

Ya llevaba media hora allí, sujetándome las piernas, con el mentón sobre las rodillas, la mirada clavada en el suelo y el ceño fruncido (esperar era muy aburrido) cuando de pronto un par de zapatillas negras entraron a mi cuadro de visión, eran los zapatos de Miriam. Levanté la mirada.

—Sarah, querida —dijo —, levántate de ahí. No me gusta verte así.

Le dediqué una de mis miradas fulminantes.

—Espero una llamada —le expliqué.

Ella se mostró realmente sorprendida.

—¿De quién? —preguntó, inclinándose a mi lado y poniéndome una mano al hombro.

—De Nicolás —le dije, librándome de su mano con un brusco encogimiento de hombros —, dijo que me llamaría pero aún no lo ha hecho.

—Sarah —dijo Miriam, con un tono de reprensión —Nicolás necesita su espacio en este momento.

—No, —levanté la voz —él me necesita a mí, prometí tocar junto a él cuando la señora Rosalía esté de vuelta.

Mirian se levantó, casi dando un brinco hacia atrás, sin agregar  nada y eso me asustó, me puso alerta inmediatamente. La miré con ojos abiertos desmesuradamente desde el suelo donde me encontraba.

—¿Qué pasa? —le pregunté, pero ella no me contestó, se dedicó a mirarme con tristeza, incluso con lastima mientras se cubría la boca con una mano.

—¿Qué pasa? —repetí, mientras me incorporaba del suelo.

—Franco dijo que te lo diría. —susurró.

—¿El qué? —le pregunté, sin poder evitar temblar de pies a cabeza.

—Él es tu padre…—continuó ella, sin contestarme —él debe decirte este tipo de cosas.

—¿Qué cosa, Miriam? —pregunté, enfadada, acercándome a ella que no paraba de  negar con la cabeza. —Dime.

Miriam miró al piso un momento, como si de allí fuera a obtener las respuestas que necesitaba y luego me miró, con una expresión devastada.

—Sarah, —dijo, con el tono más amable y condescendiente que le había escuchado jamás —la señora Rosalía falleció en las primeras horas del lunes, lo siento.

Me quedé quieta, petrificada, hasta podía jurar que mi corazón también se detuvo un segundo, encogiéndose dentro de mí pecho porque había perdido un fragmento, una parte que era importante luego de haber perdido con anterioridad un gran porción de él, todo mi corazón se iba en pedazos, unos más grandes que otros. Mis rodillas temblaron pero me sostuve, no quería caer, ya había caído una vez y estaba segura que si volvía a pasar, ahora seria a un nivel mucho más bajo que el anterior, pero aun así las lágrimas fluyeron de mis ojos con una  fuerza avasalladora, en un instante estaba ya cubierta en lágrimas, y temblando.

—Sarah, mi amor —se acercó Miriam, —lo siento, querida, no creí que te importara tanto. Creí que Franco te lo había dicho y que lo estabas manejando muy bien.

—¡Apártate! ¡Apártate! —Le grité, cuando intentó tomarme en sus brazos, que eran fríos, ajenos y para nada reconfortantes —¿¡Cómo puedes decir eso!?

—Sarah…

—¿Cómo puedes? —Le grité entre el llanto —¿¡Le dices a todo el mundo que soy tu maldita hija y no puedes notar la diferencia de lo que me importa y lo que no!?

—Sarah, cálmate…

—¡No,—exclamé, intentando parar de alguna forma el llanto que no dejaba de fluir y que estaba segura que no pararía en mucho tiempo —ha pasado todo el lunes y parte del martes y no planeabas decirme nada!

Miriam se apartó, mientras yo retrocedía de ella hasta que me la pared me detuvo, me recargué y me resbalé hasta quedar sentada en el piso, y ahí oculté el rostro entre mis manos.

—No, no…—gemí, intentando respirar, pensar en que hacer ahora que estaba sola, ahora que otra persona importante se había apartado de mi lado ¿acaso iba a poder soportarlo? ¿No había tenido ya suficiente dolor para toda una vida por haber perdido a mi madre? ¿Es que no era suficiente eso?

—Cálmate, Sarah, cálmate , —me dije, intentando que esas palabras me reconfortaran, que sonaran más fuertes que mi llanto pero no era así, no servían de nada, no amortiguaban el dolor que sentía dentro de mi pecho, aquel que solo se iba haciendo más grande mientras comprendía, ahora en verdad, lo que significa la muerte. Ya tenía una idea bastante clara de que era morir. Cuando mi madre se fue aún no lo entendía, así era yo, incapaz de asimilar conceptos como esos, pero al paso de los meses las cosas se fueron aclarando, significaba ya no ver más, ya escuchar más, ya no sentir más, quería decir perdida y dolor, un dolor que por más que uno haga algo para que se detenga éste no para más que con el tiempo. Aunque me golpeara la cabeza contra el pavimento hasta que sangrara jamás iba a resolverlo. Afrontar su muerte era como pelear con algo intangible, algo malévolo, fuerte y sin sentimientos.

—¿Por qué…? —Lloré, estrellándome la cabeza contra mis rodillas que mantenía rodeadas con mis brazos y pegadas a mi pecho, —¿Por qué, por qué…? ¿Dios, por qué…? He sido buena niña, no he lastimado a nadie, ni ofendido a nadie, he sido buena. ¡Si es por haber comido carne, lo siento, juro que lo siento, lo juro…!

Seguí golpeándome la cabeza porque mis lágrimas no paraban de fluir y mi corazón de latir tampoco, ni el dolor aminoraba y yo necesitaba algo que lo dejara salir, algún punto por el cual el dolor se fuera para hacer que el de mi pecho se redujera un poco, sólo un poco…

—¡Sarah, basta, me estas asustando…!—tembló Miriam.

Me puse de pie entre fuertes estremecimientos.

—Llama a Franco —mi voz se rompió, saliendo apenas entendible.

—Sarah, creo que deberías descansar un poco…

—¡Te he dicho qué llames a Franco! —exclamé, furiosa. Pero como vi que no se movió me acerqué a la mesita en donde estaba el teléfono y lo descolgué, estrellándoselo en el pecho a Miriam. —¡Llámalo!

—¿Para qué…?

—Quiero saber dónde está Nicolás.

—Querida, creo que deberías dejarlo solo unos días…

—¡No! —Lloré —¡Eso es lo último que él necesita! ¡No pude estar solo, jamás lo ha estado, me necesita a mí! ¡Llama a Franco ya!

Miriam tembló ante mis palabras y luego se acercó a la mesita en donde estaba la otra parte del teléfono, y allí comenzó a marcar una serie de números que jamás me tomé la molestia en aprender. El número telefónico de Franco no era algo que me importara, jamás imaginé necesitarlo. En mi mente, cuando quería llamar a alguien por ayuda, sólo se repetía el número telefónico de mamá, los diez dígitos que podría recitar en donde fuera y cuando fuera, unos tan arraigados a mí que sabía que me los llevaría al infierno conmigo.

Luego de esperar un momento con la bocina pegada al costado del rostro, Miriam habló.

—¿Sí?  —Su voz tembló ligeramente —Franco, querido, —empezó— Sarah se acaba de enterar de la muerte de la señora Rosalía y no se lo tomó muy bien porque…

Pero no la dejé terminar, le arrebaté el teléfono de la mano.

—Franco —le dije, casi gritando —tienes que decirme donde está Nicolás.

Él suspiró.

—Sarah, por favor…

—¡Llévame con él! —las lágrimas surcaron mi rostro, mientras decía aquello. 

—En veinte minutos estaré allá—dijo y luego colgó.

Solté el teléfono y salí de la casa para esperar a Franco en la puerta. Me senté en la entrada como había hecho los primeros días de mi estadía con ellos sólo que ahora todo parecía mucho peor que antes, pues el dolor era acumulable y ahora tenía demasiado dentro de mí.

Me quedé allí, esperando, mirando el final de la calle deseando por primera vez en mi vida que el auto de Franco apareciera en la distancia, y luego de más de veinte malditos minutos por fin se estacionó delante de la casa, pero no le di la oportunidad de bajarse porque yo corrí hacia el carro y rápidamente ocupé el asiento del copiloto.

Franco me miró, dándose cuenta de que aún tenía puesto el uniforme de la escuela y el rostro completamente enrojecido.

—Lo siento —fue lo que dijo y yo me pregunté cómo podía ser tan malditamente mentiroso, como podían ser todos así cuando realmente no lo sentían ¿Sus madres no les habían enseñado a no decir nada si no van a decir la verdad?

Asentí.

—Llévame con él.

Franco resopló.

—¿Cómo quieres que sepa dónde está el chico, Sarah?

Lo miré con ojos asesinos y formaban una mirada realmente asesina porque si tuviera los medios le haría daño, mucho daño.

—Búscalo —le dije. —Él llamó en la noche mientras yo dormía para decírmelo ¿verdad? y tú simplemente lo olvidaste o decidiste no decir nada. —la furia me hacía hablar de aquella forma tan insolente.

Franco asintió.

—De acuerdo —dijo y el auto comenzó a moverse.

Fuimos primero al hospital en donde le dijeron a Franco que él único familiar de la señora ya la había identificado y arreglado todo. No hubo un sepelio, simplemente la sepultó el mismo día en la tarde, no le había hecho ningún servicio, no rezó por ella, no tocó música con su violín para despedirla, simplemente la dejó ir.

—Tienes que llevarme…—susurré al enterarme.

Franco enfurecido salió del estacionamiento del hospital y con la información obtenida me llevó lejos de allí. Conducimos mucho por una calle que no parecía tener fin y luego de una hora se detuvo a las afueras de una fortaleza amurallada, con un gran portón de metal retorcido en el frente. Una ciudadela de los muertos.

Tragué audiblemente, esto era como repetir lo que había vivido hacía poco menos de un año, todo volvía a mi mente como fuertes golpes frente a mis ojos cansados de tanto llorar.

—Bájate —me pidió Franco.

Con las piernas temblorosas le hice caso, me posicioné a su lado y juntos nos acercamos al portón de metal reforzado que tenía en los barrotes enredaderas reales y de metal, con unos adornos que alguna vez fueron dorados, y en la cima, representaciones de ángeles de metal, que ahora estaban oxidados dándole más el aspecto de pequeños demonios que de ángeles. Tragué fuertemente, Rosalía tendría que quedarse allí.

El portón estaba cerrado pero sólo por una barra de metal que se podía quitar con facilidad, así que entramos rápidamente. Franco caminaba delante de mí con paso rápido como si supiera de antemano a donde iba y  yo le seguía de cerca, caminando por el pequeño sendero que estaba flanqueado por cruces, lapidas y tumbas que me daban miedo, pues sentía que en cualquier momento las manos de los muertos me tomarían y reclamarían como suya.

Caminamos por intrincados senderos hasta que salimos a un lugar en donde había un gran terreno abierto, sin árboles, sin césped y sin cruces, con el cielo azul como techo y los rayos del sol resplandeciendo sobre el suelo en donde había innumerables agujeros estrechos y rectangulares cubiertos por placas de concreto. Tumbas nuevas, sin habitantes. Y en la esquina de ese gran terreno vacío estaba en el suelo un muchacho, contemplando la primera tumba en ser ocupada.

Nicolás estaba de rodillas y aunque estaba bastante lejos de mí, sus cabello brillaban lo suficiente como para saber que era él, lo reconocería en donde fuera, cuando fuera, dentro de ochenta años incluso.

Me volví para ver a Franco.

—Vete —le dije con brusquedad.

—Sarah —dijo Franco —no me voy a ir.

—Vete —repetí, —necesito estar a solas con él.

Franco me miró frunciendo el ceño, completamente fastidiado y luego suspiró.

—Te espero en el auto.

Luego se retiró por donde había venido, pero no lo miré hasta que se perdió de mi vista sino que inmediatamente me eché a correr a donde estaba Nicolás. Llegué a su lado, dejándome caer bruscamente en el suelo y enrollando su cuello con mis delgados brazos.  Estaba cálido, con la temperatura del ambiente, no sudaba y tampoco lloraba, pero estaba en el mismo infierno, me di cuenta.

—Nicolás, Nicolás —susurré, mientras él me estrechaba en sus brazos —lo siento, lo siento…—las lágrimas me interrumpieron —lo lamento…Dios…lo siento, no sabes cuánto…

—Tú no has hecho nada —respondió, mientras hundía el rostro entre mi hombro y mi cuello —tú no hiciste nada, no te disculpes.

Luego ya no dijo más, se dedicó a mantenerme entre sus brazos, y pasarme las manos por la espalda una y otra vez, como si fuera yo la que necesitara el consuelo o como si de esa forma él se sintiera mucho mejor. Nos quedamos así, abrazados, bajo el sol de la tarde que ahora caía a plomo sobre nuestras cabezas, haciéndome sudar y sentirme mareada, pero no lo solté, nada me haría soltarlo, ni el calor, ni hambre, ni el dolor de las piedrecillas en el suelo que se incrustaban en mis rodillas desnudas. Yo me quedaría allí con él.  

—Sarah, Sarah…—me llamó de pronto, cuando sentía que ya no que medaban fuerzas en los brazos para seguir presionándome contra él.

Me apartó de su cuerpo, depositándome en el suelo a su lado y desde esa posición pude ver claramente las letras doradas escritas en la lápida delante de mí, la que él había estado contemplando. Era una lápida simple, hecha de granito. Al leer el nombre de la señora Rosalía en ella volví a romper en llanto.

Aún recordaba la primera vez que la había visto, cuando Nicolás tuvo que salir de casa y me había dejado las notitas, las que seguían en mi habitación, en un cuaderno que planeaba convertir en diario, así como Rosalía había escrito lo suyos. Recordaba su voz baja, sus manos delgadas, sus palabras temblorosas, sus ojos como los míos, sus cabellos plateados, pero bonitos, los que lucía con orgullo, porque la mayoría de los días de su vida había sido feliz, pues había sido en compañía de Nicolás. Pero nada de eso me hacía sentir mejor, no ahora, no nunca. Se había ido y quizá se había llevado con ella la única parte bondadosa de Nicolás.

La próxima vez que abrí los ojos lo primero que vi fue el cielo azul pasando velozmente, el viento entrando por la ventanilla del auto, la mandíbula firme de Nicolás, sus cabellos dorados volando salvajemente de un lado a otro. Estaba acostada en el asiento trasero del auto de Franco, con la cabeza sobre el regazo de Nicolás. Me había desmayado.

Levanté la mano para acariciar la barbilla de Nicolás, él inmediatamente lo notó, tomó mi mano y la retiró de su rostro. Ya había empezado a ser el frío y distante de antes.

Una hora después el auto se detuvo en una de nuestras calles conocidas, Franco habló.

—Ya estás en casa, muchacho —dijo.

Nicolás se bajó del auto sin dar las gracias y cuando este ya estaba a punto de arrancar me bajé yo también y lo seguí al interior de la casa. Lo encontré en la cocina, de espaldas, con la cabeza agachada, y las manos sujetas del borde del fregadero. Sus hombros estaban temblando.

—Te quiero —le dije, allí de pie como estaba, con la voz temblorosa y había sonado más como una acusación.  Era la primera vez que lo manifestaba con palabras —Te quiero, no importa que pase, yo voy a estar aquí.

—Vete…—dijo. Era uno de sus tantos “vete” más definitivo y rotundo.

 Un suspiro que parecía más un sollozo me atravesó el corazón.

—Sé ahora no me quieres ver, —le dije, y después tragué audiblemente para deshacer el nudo que me oprimía la garganta —por eso te dejare en paz, pero será sólo por tres días. ¿Entendiste? Regresare.

____________________________________________________

No pude evitar llorar mietras esccribía este capítulo. Nuna antes había matado a nadie en mis novelas. :/ Lo siento. 

Dejen votos o comentarios si les gustó, y si no, pues comenten nada más.

-Chel 

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