Nos conocimos cuando teníamos siete años.
En ese entonces, yo solía ser una niña débil, miedosa e insegura. Tenía tantos miedos y tantos problemas... Y ni un solo amigo con quien compartirlo.
Hasta que ella llegó...
Ese día yo había llegado un poco tarde porque había tenido que ir al doctor, había estado enferma y mi tía se había preocupado por ello, así que me apartó una cita y fuimos.
Ella estaba sentada justo en mi lugar...
Era delgada, se notaba alta y tenía el cabello muy corto. Al principio pensé que era un chico, pero cuando volteó hacia mí y me regaló una sonrisa, pude notar que no lo era, lo que me pareció muy extraño. Sin embargo, solo me sonrojé ante aquello y me dirigí hacia una de las sillas traseras que se encontraban vacías.
No tuve el valor para mirarla a la cara y decirle que ese era mi asiento, no tuve el valor para pedirle que se levantara y tampoco para devolverle la sonrisa.
Tiempo después, justo a la hora del almuerzo se sentó a mi lado en la mesa totalmente vacía y empezó a hablarme. Yo había pensado que se había equivocado, pero cuando dijo que realmente quería sentarse conmigo no tuve más opción que quedarme allí y hablarle.
Nos conocimos un poco y todo iba bien... Hasta que el grupo de niños se acercó y arruinaron todo.
Ellos solían molestarme porque yo no tenía padres. Mi madre había muerto en cuanto yo nací, los doctores dieron a elegir entre su vida y la mía... Y ella me eligió a mí. Sabía que el parto era peligroso, por eso, con todo el dolor del mundo, su hermana había cumplido con la promesa que le había hecho... Elegir mi vida por sobre la suya... Y justo cuando mi padre se enteró de lo que había pasado, se marchó.
Me dejó sola cuando más lo necesitaba... Y mi tía, Sandara, se hizo cargo de mí como mi tutora legal —ella decía que no iba a quitarle el lugar de madre a su hermana, así que jamás me adoptó por esa razón—, asistía a las reuniones escolares y todos pensaban que era mi madre, por lo que ellos me molestaban solo con lo de mi padre, lo cual no me afectaba tanto porque ya sabía lo que había hecho. No lo necesitaba en mi vida. Pero cuando se enteraron de que realmente no era mi madre... Bueno... Las cosas cambiaron.
Solían decir que mis padres me abandonaron porque yo era horrible y nadie me quería.
Decían que ellos seguramente consiguieron otro hijo y me dejaron atrás porque no servía.
Dijeron... Que todo era mi culpa.
Y ella lo supo ese mismo día.
Al finalizar el almuerzo yo estaba completamente sola y muy triste.
Siempre pasaba lo mismo. Cuando alguien se acercaba a mí, ellos le hablaban y terminaban haciendo que se alejara de mí.
Ya sea porque no querían recibir las burlas, o porque querían ser parte de ellas.
Dos semanas después y ella no volvió a hablarme o a dirigirme la palabra. Ni siquiera la veía en el almuerzo y eso era aún más triste.
Las burlas y los empujones seguían. Aún eramos niños y daba gracias porque la violencia física no era algo a lo que ellos le iban. Me daban empujones y palabras, pero jamás me golpearon.
Un miércoles a la hora del almuerzo, esas dos semanas después, decidí escapar un poco, solo por una vez.
Me escabullí hacia el patio y me senté bajo la sombra de un frondoso árbol en medio del lugar, sentándome a comer el almuerzo que mi tía había preparado para mí.
Y fue allí cuando la vi otra vez...
Su rostro estaba rojo, su respiración agitada, una gran sonrisa adornada sus labios y escondía algo en la espalda. Me encogí en mi lugar con algo de miedo por lo que fuese a hacer o a decirme, no obstante, ella me habló con una voz dulce y amistosa.
—¿Qué haces aquí? —preguntó—. Llevo buscándote por toda la escuela. Pensé que estabas en la mesa pero no te encontré.
Más no respondí.
—Oye, ¿estás bien?, ¿Por qué no hablas?
—¿Q-qué tienes ahí? —desvié la pregunta, tartamudeando y sintiéndome nerviosa ante la idea.
Ella sonrió aún más y cuando sacó las manos de su espalda, me mostró algo que me dejó confundida.
Eran dos muñecas de trapo.
—¡Ta-da! —chilló, sonriente y moviéndolas frente a mí.
La primera y más pequeña, tenía unos pedazos de lana colgando de su cabeza simulando ser el cabello, un pequeño vestido hecho con tela —que no estaba muy bien confeccionado, por cierto—, unas zapatillas de foamy y se notaba que su rostro había sido dibujado con marcador permanente luego de intentar colocar dos botones como ojos.
La segunda era un poco más simple y grande. Usaba solo una camiseta y la lana en su cabeza era mucho más corta, su rostro por otra parte, también había sido hecho con marcador permanente.
Eran... Horribles.
Ella me los tendió y lo tomé de inmediato, observándolos mucho más que curiosa de cerca.
—¿Te gustan? Los he hecho yo.
Bueno, eso lo explicaba todo.
Extendió la palma de sus manos hacia mí, mostrándome lo duro que había trabajado. Sus blancas manos estaban rojas y habían unos cuantos cortes y rayas hechas con marcadores.
—Lo siento si tardé mucho. Mi abuelita tenía que enseñarme a hacerlos y me tardé mucho porque era muy difícil —hizo una mueca muy tierna. Arrugando su nariz y frunciendo los labios—. Pero está bien, ya los terminé y puedes quedártelos. Son tuyos.
—¿Míos?
—Sí, los hice para ti —sonrió y se acercó unos pasos, señalando con su dedo índice cada muñeco—. Ella es una mamá y él es un papá.
Jadeé ante el asombro que provocaron esas palabras.
¿Acaso ella...?
—¿Me hiciste... Un papá y una mamá?
—Sí. Así puedes decirle a esos abusivos que te dejen en paz —frunció nuevamente el ceño—. Son unos tontos... Solo tienes que decirles que ya tienes unos padres y que se callen.
Esa era, realmente, la idea más tonta que había escuchado.
Pero también la más tierna.
Todo este tiempo pensaba que ella se había alejado de mí porque era igual a ellos... Cuando lo único que hacía era querer ayudarme...
—Yo sé que no son muy lindos, y tampoco son los mejores, porque los he hecho yo y no soy muy buena —musitó, observando el suelo y jugando con su zapatilla en la tierra—. Pero mi abuelita dice que un regalo siempre se da con el corazón, y que lo que cuenta es la intención... Ella dijo que te iba a gustar... ¿Lo hace?
Era el gesto más tierno que alguien había hecho por mí.
Apreté los muñecos en mi pecho y asentí un montón de veces antes de hablar.
—Me gustan. Me gustan mucho.
De inmediato, su sonrisa se volvió mucho más grande y se sentó a mi lado sin siquiera pedir permiso.
Pero estuvo bien para mí.
Finalmente ya no me sentí tan sola...
Hasta el día en el que tuvo que irse.
Fue tres años después de conocernos. Su padre era dueño de una empresa en Tailandia —país del que ella provenía—, y lo necesitaban allá con urgencia. Era más que obvio que él no iba a dejar a su esposa ni a su hija, así que se las llevó con él.
El día en el que nos despedimos, prometimos volver a vernos en un futuro lejano. Y también prometimos que, aunque no nos veríamos igual, nos reconoceríamos de inmediato.
Solo nosotras sabíamos como.
Fue horrible y devastador para mí, pero tuve que hacerlo. Tuve que aprender a dejarla ir, así como había aprendido a dejar ir a mis padres.
Y fue la cosa difícil de toda mi vida.
R.P.