Amada mía, ¡no me abandones ahora!
Que creo haber recordado.
Siento la necesidad de acariciar tu pelo
al viento, tu mejilla sencilla, tersa y colorada
de un rubor oculto por las carnes
bronceadas.
Amada mía, ¡no me rehúyas la mirada!
Que creo haberte mentido.
Ahora debo besarte esos labios purificados
por el roce del agua bendita, santificada
gracias al cielo que te mira, mira
a través de su mirilla.