El fantasma de la ópera

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La Ópera de París se convierte en teatro de horrores en la más célebre obra del periodista y escritor de nove... More

Prefacio
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
XIII
XIV
XV
XVII
XVIII
XIX
XX
XXI
XXII
XXIII
XXIV
XXV
XXVI
XXVII
EPÍLOGO

XVI

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«¡CHRISTINE, CHRISTINE!»


Tras la fantástica desaparición de Christine Daaé, el primer pensamiento de Raoul fue acusar a Erik. No dudaba del poder casi sobrenatural del Ángel de la música, en el dominio de la Ópera, donde éste había establecido diabólicamente su imperio.

Y Raoul se había precipitado hacia el escenario, en su locura de desesperación y de amor. «¡Christine, Christine!», gemía enloquecido, llamándola como debía llamarle ella desde el fondo de aquel abismo oscuro donde el monstruo se la había llevado como una presa, totalmente estremecida aún por su exaltación divina, completamente vestida con la blanca mortaja en la que se ofrecía ya a los ángeles del paraíso.

«¡Christine, Christine!», repetía Raoul..., y le parecía oír los gritos de la joven a través de aquellas tablas frágiles que le separaban de ella. ¡Se inclinaba, escuchaba..., vagaba por el escenario como un insensato! ¡Ah, descender, descender, descender a aquel pozo de tinieblas cuyas salidas todas estaban cerradas para él!

¡Ay, ese obstáculo frágil que se desliza de ordinario tan fácilmente sobre sí mismo para dejar ver el abismo al que tiende todo su deseo..., aquellas tablas que su paso hace crujir y que suenan bajo su peso con el prodigioso vacío de «lo de abajo»..., esas tablas parecen inamovibles... Tienen el aspecto sólido de no haberse movido nunca..., ¡y resulta que las escaleras que permiten descender debajo del escenario están prohibidas para todo el mundo!

«¡Christine, Christine!». Le rechazan entre risas... Se burlan de él... Creen que el pobre prometido tiene el cerebro perturbado.

¿En qué carrera forzada, por los corredores de noche y misterio que sólo él conoce, ha arrastrado Erik a la pura niña hasta aquella guarida horrible de la habitación Luis Felipe, cuya puerta da a aquel lago de Infierno...? «¡Christine, Christine! ¡No respondes! ¿Estás viva todavía, Christine? ¿No has exhalado tu último suspiro en un minuto de horror sobrehumano, bajo el aliento abrasado del monstruo?

Unos pensamientos horribles cruzan como fulminantes relámpagos el cerebro congestionado de Raoul.

Evidentemente, Erik ha debido descubrir su secreto; saber que Christine le traicionaba. ¡Qué venganza sería la suya!

¿Qué no osaría el Ángel de la música, precipitado desde lo alto de su orgullo? Entre los brazos todopoderosos del monstruo, ¡Christine está perdida!

Y Raoul piensa todavía en las estrellas de oro que la noche pasada vinieron a vagar por su balcón: ¿por qué no las fulminó con su arma imponente!

Cierto que hay ojos extraordinarios de hombre que se dilatan en las tinieblas y brillan como estrellas o como ojos de gato. (Algunos hombres albinos, que parecen tener ojos de conejo de día tienen ojos de gato por la noche, es cosa sabida).

Sí, sí, Raoul había disparado sobre Erik. ¿No lo había matado? El monstruo había huido por el canalón como los gatos o los presidiarios que —también todos lo saben— escalarían el cielo en vertical con la ayuda de un canalón.

Indudablemente, Erik meditaba entonces alguna empresa decisiva contra el joven, pero había sido herido y había escapado para volverse contra la pobre Christine.

Así piensa cruelmente el pobre Raoul mientras corre hacia el camerino de la cantante...

«¡Christine, Christine...!». Lágrimas amargas queman los párpados del joven, que ve esparcidas sobre los muebles las ropas destinadas a vestir a su hermosa prometida en la hora de la fuga... ¡Ah! ¿Por qué no quiso ella partir antes? ¿Por qué haber tardado tanto...? ¿Por qué haber jugado con la catástrofe que les amenazaba..., con el corazón del monstruo...? ¿Por qué haber querido, ¡piedad suprema!, lanzar como pasto último a aquella alma de demonio este canto celestial...?

¡Ángeles puros! ¡Ángeles radiantes!

¡Llevad mi alma al seno de los cielos...!

Raoul, cuyo pecho estalla en sollozos, juramentos e injurias, palpa con sus manos torpes el gran espejo que una noche se abrió delante de él para permitir a Christine bajar a la morada tenebrosa. Empuja, presiona, tantea..., pero el espejo al parecer sólo obedece a Erik... ¿Son acaso inútiles los gestos con un espejo semejante? ¿Bastará pronunciar ciertas frases? Cuando era muy pequeño le contaban que había objetos que obedecían de ese modo a la palabra.

De pronto Raoul recuerda... «una verja que da a la calle Scribe... Un subterráneo que sube directamente del Lago a la calle Scribe...». Sí, Christine le ha hablado de todo eso... Y, tras haber comprobado, ¡ay!, que la pesada llave no está en su cofre, corre a la calle Scribe.

Ya está allí, pasea sus manos temblorosas por las ciclópeas piedras, busca salidas..., encuentra barrotes..., ¿son éstos... o aquéllos? ¿No será este tragaluz? Hunde sus miradas impotentes entre los barrotes... Dentro, ¡qué oscuridad tan profunda...! ¡Escucha...! ¡Qué silencio...! Da vueltas alrededor del monumento... ¡Ah, qué barrotes tan grandes, qué verjas tan prodigiosas...! ¡Es la puerta del patio de la administración!

Raoul corre en busca de la portera:

—Perdón, señora, ¿podría indicarme una puerta de verja, sí, una puerta hecha de barrotes, de barrotes... de hierro..., que da a la calle Scribe... y que lleva al Lago? Ya sabe, el Lago. ¡Sí, el Lago! El lago que hay bajo tierra... bajo el suelo de la Ópera.

—Señor, sé de sobra que hay un lago debajo de la Ópera, pero no sé qué puerta lleva a él..., ¡nunca he ido al lago...!

—¿Y la calle Scribe, señora? ¿La calle Scribe? ¿Tampoco ha ido nunca a la calle Scribe?

La portera se ríe, se echa a reír a carcajadas. Raoul huye bramando, salta, trepa unas escaleras, baja otras, atraviesa toda la administración, y vuelve a encontrarse en la luz del «escenario».

Se detiene, su corazón late hasta romperse en su pecho jadeante: ¿y si hubieran encontrado a Christine Daaé? Hay allí un grupo, pregunta:

—Perdón, señores, ¿no han visto a Christine Daaé?

Y se ríen de él.

En ese mismo minuto, el escenario queda inundado por un rumor nuevo, y, en medio de una multitud de fracs negros que lo rodean con movimientos de brazos explicativos, hace su aparición un hombre que parece muy tranquilo y muestra un rostro amable, muy sonrosado y mofletudo, enmarcado por cabellos rizados e iluminado por dos ojos azules de una serenidad maravillosa. El administrador Mercier señala el recién venido al vizconde de Chagny, diciéndole:

—Es a ese hombre, señor, a quien debe hacer la pregunta. Le presento al señor comisario de policía Mifroid.

—¡Ah, señor vizconde de Chagny! Encantado de verle, caballero —dice el comisario—. Si hace el favor de venir conmigo... Y ¿dónde están ahora los directores...? ¿Dónde están los directores?

Como el administrador calla, el secretario Rémy cree su deber informar al señor comisario que los señores directores están encerrados en su despacho y que aún no conocen lo ocurrido.

—¿Es posible...? ¡Vamos a su despacho!

Y el señor Mifroid, seguido por un cortejo que crece sin cesar, se dirige hacia la administración. Mercier aprovecha el tumulto para poner una llave en la mano de Gabriel.

—Esto se está poniendo feo —le murmura—... Vete a soltar a la tía Giry...

Y Gabriel se aleja.

Pronto llegan a la puerta de la dirección. Pero resulta vano que Mercier haga oír sus conminaciones, la puerta no se abre.

—¡Abran en nombre de la ley! —ordena la voz clara y algo inquieta del señor Mifroid.

Por fin, la puerta se abre. Todos se precipitan en los despachos siguiendo al comisario.

Raoul es el último en entrar. Cuando se dispone a seguir al grupo por los aposentos, una mano se posa en su hombro y él oye estas palabras pronunciadas en su oído:

¡Los secretos de Erik no interesan a nadie!

Se vuelve ahogando un grito. La mano que se había posado en su hombro está ahora en labios de un personaje de tez de ébano y ojos de jade, tocado con un gorro de astracán... ¡El Persa!

El desconocido prolonga el gesto que recomienda discreción, y en el momento en que el vizconde, estupefacto, va a preguntarle la razón de su misteriosa intervención, el otro saluda y desaparece.

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