El fantasma de la ópera

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La Ópera de París se convierte en teatro de horrores en la más célebre obra del periodista y escritor de nove... More

Prefacio
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
XIII
XIV
XVI
XVII
XVIII
XIX
XX
XXI
XXII
XXIII
XXIV
XXV
XXVI
XXVII
EPÍLOGO

XV

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SINGULAR ACTITUD DE UN IMPERDIBLE


Sobre el escenario se produce un barullo indescriptible. Artistas, tramoyistas, bailarinas, comparsas, figurantes, coristas, abonados, todo el mundo pregunta, grita, se zarandea. «¿Qué ha sido de ella?». «La han secuestrado». «¡Ha sido el vizconde de Chagny quien la ha raptado!». «¡No, ha sido el conde!». «¡Ah, ahí está Carlotta! ¡Ha sido Carlotta quien ha dado el golpe!». «¡No, ha sido el fantasma!».

Y algunos ríen, sobre todo después de que el examen atento de las trampillas y del suelo haya hecho rechazar la idea de un accidente.

En medio de esa multitud ruidosa se observa un grupo de tres personajes que hablan en voz baja con gestos desesperados. Son Gabriel, el maestro de canto; Mercier, el administrador; y el secretario Rémy. Se han retirado al rincón de un tambor que comunica el escenario con el amplio corredor del foyer de la danza. Allí, tras unos enormes accesorios, parlamentan:

—¡He llamado! ¡No ha respondido nadie! Tal vez ya no estén en el despacho. En cualquier caso, es imposible saberlo porque se han llevado las llaves.

Así se expresa el secretario Rémy, y no cabe ninguna duda de que con esas palabras se refiere a los señores directores. Éstos han ordenado en el último entreacto que nadie les moleste bajo ningún pretexto. «No están para nadie».

—En cualquier caso —exclama Gabriel—..., ¡no se rapta a una cantante, en pleno escenario, todos los días!

—¿Les ha gritado usted eso? —pregunta Mercier.

—Ahora mismo vuelvo allá —dice Rémy, y, corriendo, desaparece.

En ese momento llega el regidor.

—Bueno, señor Mercier, ¿viene usted? ¿Qué hacen ustedes dos aquí? El señor administrador los necesita.

—No quiero hacer nada ni saber nada hasta que no llegue el comisario —declara Mercier—. He mandado buscar a Mifroid. Cuando llegue, ¡ya veremos!

—Y yo le digo que hay que bajar inmediatamente al registro.

—No lo haré mientras no llegue el comisario...

—Yo ya he bajado al registro.

—¿Y qué ha visto usted?

—No he visto a nadie, ¿me oye? ¡A nadie!

—Entonces, ¿qué quiere que haga yo allí?

—Evidentemente —contesta el regidor, que pasa frenético sus manos por un mechón rebelde—. ¡Evidentemente! Pero, tal vez, si hubiera alguien en el registro, ese alguien podría explicarnos cómo de pronto se han apagado las luces del escenario. Y resulta que Mauclair no aparece, ¿comprende?

Mauclair era el jefe de luces, que dispensaba a capricho sobre el escenario de la Ópera la claridad y la oscuridad.

—Mauclair no aparece —repite Mercier desquiciado—. ¿Y sus ayudantes?

—¡Ni Mauclair ni sus ayudantes! ¡En las luces no hay nadie, ya se lo he dicho! Como puede suponer, la pequeña no se ha raptado ella sola —grita el regidor—. El golpe estaba preparado, y es lo que tenemos que ver... ¿Y no están los directores...? He prohibido que bajen la luz y he puesto un bombero delante de la casilla del registro. ¿No he hecho bien?

—Sí, sí, ha hecho bien... Ahora, esperemos al comisario.

El regidor se aleja encogiéndose de hombros, rabioso, mascullando injurias contra esos «gallinas» que se acurrucan tranquilamente en un rincón mientras todo el teatro está «patas arriba».

Tranquilos, lo que se dice tranquilos, Gabriel y Mercier no lo estaban. Pero habían recibido una orden que los paralizaba. No se podía molestar a los directores bajo ningún pretexto. Rémy había infringido esa orden y no había servido de nada.

Precisamente en ese momento volvía de su segunda expedición. Su cara estaba curiosamente asustada.

—Y bien, ¿ha hablado con ellos? —le pregunta Mercier.

Remy responde:

—Moncharmin ha terminado por abrirme la puerta. Los ojos se le salían de las órbitas. He pensado que iba a pegarme. No he podido decir ni una sola palabra, y, ¿saben lo que me ha gritado?: «¿Tiene usted un alfiler? —No.— ¡Pues entonces, déjeme en paz!». Una ordenanza que le había oído —gritaba como un sordo— llega con un imperdible y se lo da, e inmediatamente Moncharmin me golpea con la puerta en las narices. ¡Eso es todo!

—¿Y no ha podido decirle que Christine Daaé...?

—Me habría gustado verle a usted en mi lugar... ¡Echaba espuma por la boca... Sólo pensaba en su imperdible... Creo que si no se lo hubieran llevado inmediatamente, le habría dado un ataque. ¡Desde luego, todo esto no es natural y nuestros directores están volviéndose locos...!

El señor secretario Rémy no está contento. No hay más que verle.

—Así no podemos seguir. No estoy acostumbrado a que me traten de este modo.

De pronto Gabriel dice en un soplo:

—Vuelve a ser un golpe de F. de la Ó.

Remy se ríe burlón. Mercier suspira, parece dispuesto a decir una confidencia..., pero, tras haber mirado a Gabriel que le hace señas de callar, se queda mudo.

Sin embargo Mercier, que siente crecer su responsabilidad a medida que pasan los minutos y no aparecen los directores, no aguanta más:

—Pues yo mismo iré a reprenderles —decide.

Gabriel, muy sombrío y grave de repente, le detiene.

—¡Piense lo que hace, Mercier! ¡Si permanecen en su despacho, tal vez sea porque es necesario! F. de la Ó. tiene más de un recurso en sus manos.

Pero Mercier mueve la cabeza.

—Pues peor. ¡Voy allá! Si me hubieran escuchado, hace tiempo que se lo habrían contado todo a la policía.

Y se va.

¿Todo qué? —pregunta al punto Remy—. ¿Qué es lo que había que haber contado a la policía? ¿Por qué calla, Gabriel...? ¡También usted está en la confidencia! Pues bien, deberá hacerme partícipe de ella si no quiere que grite que están volviéndose todos locos... ¡Sí, locos de verdad!

Gabriel hace rodar en sus órbitas unos ojos estúpidos y finge no comprender nada de esa «salida» inconveniente del señor secretario particular.

—¿Qué confidencia? —murmura—. No sé a qué se refiere.

Remy se exaspera.

—Esta noche, aquí mismo, en los entreactos, Richard y Moncharmin tenían gestos de alienados.

—No me he fijado —gruñe Gabriel, con fastidio.

—¡Pues ha sido usted el único...! ¿Cree que yo no los he visto...? ¿Y que el señor Parabise, el director del Crédit Central, no se ha dado cuenta de nada...? ¿Y que el señor embajador de La Borderie tiene los ojos metidos en el bolsillo...? Pero, señor maestro de canto, ¡si todos los abonados señalaban con el dedo a nuestros directores!

—¿Y qué es lo que hacían nuestros directores? —pregunta Gabriel con su aire más ingenuo.

—¿Qué hacían? ¡Usted sabe mejor que nadie lo que hacían...! ¡Estaba usted allí...! ¡Y usted y Mercier estaban mirándoles...! ¡Y ustedes eran los únicos que no se reían!

—¡No le entiendo!

Muy frío, muy «encerrado en sí mismo», Gabriel abre los brazos y los deja caer, gesto que, evidentemente, significa que se desinteresa del problema... Rémy prosigue.

—¿Y adónde van a parar con esta nueva manía? ¿Ahora no quieren que nadie se acerque a ellos?

—¿Cómo? ¿Que no quieren que nadie se acerque a ellos?

—¿Por qué no quieren que nadie les toque?

—¿Ha observado usted realmente que no quieren que nadie les toque? ¡Eso sí que es extraño!

—¡Usted mismo lo concede! ¡Nunca es tarde! ¡Y caminan para atrás!

—¡Para atrás! ¿Ha visto usted que nuestros directores caminen para atrás? Yo creía que sólo los cangrejos caminaban para atrás.

—¡No se ría, Gabriel! ¡No se ría!

—No me río —protesta Gabriel, que habla en tono serio «como un papa».

—Por favor, Gabriel, usted, que es amigo íntimo de la dirección, ¿podría explicarme por qué en el entreacto del «jardín», delante del foyer, cuando yo iba con la mano tendida hacia el señor Richard, he oído al señor Moncharmin decirme precipitadamente en voz baja: «¡Aléjese! ¡Aléjese! ¡Y sobre todo no toque al señor director...!». ¿Soy un apestado?

—¡Increíble!

—Y pocos instantes después, cuando el señor embajador de La Borderie se ha dirigido hacia el señor Richard, ¿no ha visto al señor Moncharmin interponerse entre ambos y no le ha oído exclamar: «¡Señor embajador, se lo suplico, no toque al señor director!»?

—¡Pasmoso...! ¿Y qué hacía Richard mientras tanto?

—¿Qué hacía? ¡Lo ha visto usted de sobra! Daba media vuelta, saludaba delante de él, aunque delante de él no había nadie, y se retiraba «para atrás».

—¿Para atrás?

—Y Moncharmin, detrás de Richard, daba también media vuelta, es decir, que siguiendo a Richard había hecho un rápido semicírculo y también se retiraba «para atrás»... ¡Y han ido así hasta la escalera de la administración, ¡para atrás...! ¡Para atrás! En fin, si no están locos, ¿quiere explicarme qué significa todo esto?

—Tal vez ensayaban una figura de ballet —indica Gabriel sin convicción.

El señor secretario Rémy se siente ultrajado por una broma tan vulgar en un momento tan dramático. Frunce el ceño, se muerde los labios y se inclina al oído de Gabriel.

—¡No se haga el listo, Gabriel! Aquí pasa algo en lo que Mercier y usted pueden tener parte de responsabilidad.

—¿Qué pasa? —pregunta Gabriel.

—Christine Daaé no es la única que ha desaparecido súbitamente esta noche.

—¡Ah!

—Nada de «¡ah!». ¿Podría decirme por qué la tía Giry ha bajado inmediatamente al foyer, por qué Mercier la ha cogido de la mano y se la ha llevado a escape con él?

—¡Vaya! —dice Gabriel—. Ni me he fijado.

—Se ha fijado tanto, Gabriel, que usted ha ido detrás de Mercier y de la tía Giry, hasta el despacho de Mercier. Desde entonces, a usted y a Mercier se les ha visto, pero nadie ha vuelto a ver a la tía Giry...

—¿Cree que nos la hemos comido?

—No, sino que la han encerrado con doble vuelta de llave en el despacho, y, cuando alguien pasa cerca de la puerta del despacho, ¿sabe lo que se oye? Se oyen estas palabras: «¡Ay, bandidos! ¡Ay, bandidos!».

En este preciso momento de la singular conversación, llega Mercier jadeante.

—¡Bueno! —dice con voz sombría—... ¡Es muy fuerte... Les he gritado: «¡Es gravísimo! ¡Abran! ¡Soy yo, Mercier!». He oído pasos. La puerta se ha abierto y ha aparecido Moncharmin. Estaba muy pálido. Me preguntó: «¿Qué quiere?». Le he contestado: «Han raptado a Christine Daaé». ¿Saben lo que me ha contestado: «¡Pues mejor para ella!». Y ha vuelto a cerrar la puerta poniéndome esto en la mano.

Mercier abre la mano; Rémy y Gabriel miran.

—¡El imperdible! —exclama Rémy.

—¡Extraño! ¡Extraño! —dice en voz baja Gabriel, que no puede contener un estremecimiento.

De pronto una voz les hace volverse a los tres.

—Perdón, señores, ¿podrían decirme dónde está Christine Daaé?

Pese a la gravedad de las circunstancias, una pregunta como aquélla les hubiera hecho sin duda reír a carcajadas si no hubieran visto un rostro tan doloroso del que inmediatamente sintieron lástima. Era el vizconde Raoul de Chagny.

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