El fantasma de la ópera

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La Ópera de París se convierte en teatro de horrores en la más célebre obra del periodista y escritor de nove... More

Prefacio
I
II
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
XIII
XIV
XV
XVI
XVII
XVIII
XIX
XX
XXI
XXII
XXIII
XXIV
XXV
XXVI
XXVII
EPÍLOGO

III

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DONDE, POR VEZ PRIMERA, LOS SEÑORES DEBIENNE Y POLIGNY DAN EN SECRETO A LOS NUEVOS DIRECTORES DE LA ÓPERA, LOS SEÑORES ARMAND MONCHARMIN Y FIRMIN RICHARD, LA VERDADERA Y MISTERIOSA RAZÓN DE SU SALIDA DE LA ACADEMIA NACIONAL DE MÚSICA


Mientras tanto había tenido lugar la ceremonia de la despedida.

Ya he dicho que esa fiesta magnífica había sido dada, con motivo de su salida de la Ópera, por los señores Debienne y Poligny, que habían querido morir, como decimos en la actualidad, con señorío.

Cuantos entonces eran alguien en el París de la sociedad y de las artes, los habían ayudado en la realización de aquel programa ideal y fúnebre.

Toda aquella gente se había dado cita en el foyer de la danza, donde la Sorelli, con una copa de champán en la mano y un breve discurso preparado en la punta de la lengua, esperaba a los directores dimisionarios. Detrás de ella, sus jóvenes y viejas compañeras del cuerpo de baile se apretujaban, comentando unas en voz baja los sucesos del día, otras dirigiendo discretamente señas de inteligencia a sus amigos, cuyo tropel parlanchín rodeaba ya el bufé, que se había preparado sobre el piso en cuesta, entre la danza guerrera y la danza campestre del señor Boulanger.

Algunas bailarinas se habían puesto ya las ropas de calle; la mayoría llevaba aún su falda de gasa ligera; pero todas se habían sentido en la obligación de adoptar caras de circunstancia. Sólo la pequeña Jammes, cuyas quince primaveras parecían haber olvidado, en su despreocupación —feliz edad—, el fantasma y la muerte de Joseph Buquet, no paraba de chismorrear, de parlotear, de saltar, de hacer diabluras, hasta el punto de que, al aparecer los señores Debienne y Poligny en los escalones del foyer de la danza, fue llamada severamente al orden por la Sorelli, impaciente.

Todo el mundo se dio cuenta de que los señores directores dimisionarios tenían un aspecto alegre, cosa que, en provincias, a nadie le hubiera parecido natural, pero que en París pareció de muy buen gusto. Nunca será parisiense quien no haya aprendido a poner una máscara de alegría sobre sus dolores y el «antifaz» de la tristeza, del hastío y de la indiferencia sobre su íntima alegría. Si sabéis que uno de vuestros amigos está sufriendo, no tratéis de consolarle; os dirá que ya se ha consolado; pero si le sucede algún acontecimiento feliz, guardaos de felicitarle por ello; su buena fortuna le parece tan natural que le sorprenderá que le hablen de ella. En París siempre se vive en un baile de máscaras y no iba a ser en el foyer de la danza donde personajes tan «avisados» como los señores Debienne y Poligny habían de cometer el error de mostrar su pesadumbre, que era la realidad. Y estaban sonriéndole ya demasiado a la Sorelli, que empezaba a declamar sus cumplidos, cuando un grito de aquella pequeña loca de Jammes vino a romper la sonrisa de los señores directores de una manera tan brutal que la cara de desolación y de espanto que había debajo se mostró a ojos de todos:

—¡El fantasma de la Ópera!

Jammes había soltado aquella frase en un tono de indecible terror y su dedo apuntaba en medio de la muchedumbre de fracs a un rostro tan pálido, tan lúgubre y tan feo, con los tres agujeros negros de los arcos superciliares tan profundos, que aquella calavera así señalada logró de forma inmediata un éxito loco.

—¡El fantasma de la Ópera! ¡El fantasma de la Ópera!

Y unos reían, otros se zarandeaban, y algunos querían dar de beber al fantasma de la Ópera; pero ¡había desaparecido! Se había escurrido entre la multitud y le buscaron en vano, mientras los dos viejos señores trataban de calmar a la pequeña Jammes y mientras la pequeña Giry lanzaba grititos de pavo real.

La Sorelli estaba furiosa: no había podido acabar su discurso. Los señores Debienne y Poligny la habían besado y dado las gracias, y se habían escabullido con la misma celeridad que el fantasma. Nadie se sorprendió, porque se sabía que debían soportar la misma ceremonia en el piso superior, en el foyer del canto, y porque, en última instancia, sus amigas íntimas serían recibidas una última vez por ellos en el gran vestíbulo del gabinete de dirección, donde les esperaba una verdadera cena.

Y es ahí donde volveremos a encontrarlos junto a los nuevos directores, los señores Armand Moncharmin y Firmin Richard. Los primeros apenas conocían a los segundos, pero hicieron grandes manifestaciones de amistad y éstos les respondieron con mil cumplidos; de suerte que los invitados, que habían temido una velada algo desapacible, mostraron inmediatamente unos rostros alegres. La cena fue casi divertida y, llegado el momento de los brindis, el señor comisario del gobierno se mostró tan especialmente hábil, mezclando la gloria del pasado a los éxitos del futuro, que pronto la mayor cordialidad reinó entre los invitados. La transmisión de los poderes de dirección se había realizado la víspera, de la forma más sencilla posible, y los asuntos que quedaban por regular entre la antigua y la nueva dirección habían sido resueltos bajo la presidencia del comisario del gobierno en medio de un deseo tan grande de acuerdo por ambas partes que, en aquella velada memorable, nadie podía sorprenderse de encontrar cuatro caras de directores tan risueñas.

Los señores Debienne y Poligny ya habían entregado a los señores Armand Moncharmin y Firmin Richard las dos llaves minúsculas, las llaves maestras que abrían todas las puertas de la Academia nacional de música —varios miles de puertas. Y aquellas llaves, objeto de la curiosidad general, pasaban rápidamente de mano en mano cuando la atención de algunos fue desviada por el descubrimiento que acababan de hacer, en el extremo de la mesa, de aquella extraña, pálida y fantástica figura de ojos hundidos que ya se había aparecido en el foyer de la danza y que había sido saludada por la pequeña Jammes con el apóstrofe de: «¡El fantasma de la Ópera!».

Estaba allí, como si fuera el más natural de los invitados, salvo que no comía ni bebía. Los que habían empezado a mirarle sonriendo habían terminado por volver la cabeza, porque aquella visión sugería inmediatamente al espíritu los pensamientos más fúnebres. Nadie repitió la broma del foyer, nadie exclamó: «¡El fantasma de la Ópera!».

Él no había pronunciado una sola palabra, y ni sus propios vecinos habrían podido decir en qué momento preciso había ido a sentarse allí, pero todos pensaron que, si los muertos volvían alguna vez a sentarse a la mesa de los vivos, no podrían mostrar un rostro más macabro. Los amigos de los señores Firmin Richard y Armand Moncharmin pensaron que aquel comensal descarnado era un íntimo de los señores Debienne y Poligny, mientras que los amigos de los señores Debienne y Poligny pensaron que aquel cadáver pertenecía a la clientela de los señores Richard y Moncharmin. De suerte que ningún ruego de explicación, ninguna observación desagradable, ninguna facecia de mal gusto rozó siquiera a aquel huésped de ultratumba. A ciertos invitados que estaban al corriente de la leyenda del fantasma, y que conocían la descripción que de él había hecho el jefe de los tramoyistas —ignoraban la muerte de Joseph Buquet—, les parecía in petto que el hombre del extremo de la mesa habría podido pasar perfectamente por la realización viviente del personaje creado, en su opinión, por la incorregible superstición del personal de la Ópera: sin embargo, según la leyenda, el fantasma no tenía nariz, cuando aquel personaje la tenía; pero el señor Moncharmin afirma en sus Memorias que la nariz del comensal era transparente. «Su nariz —dice— era larga, fina y transparente», y yo añadiría que podía deberse a una nariz postiza. El señor Moncharmin pudo tomar por transparencia lo que no era más que brillo. Todo el mundo sabe que la ciencia hace admirables narices postizas para quienes se han visto privados de ella por la naturaleza o por alguna operación. En realidad, ¿había ido el fantasma a participar aquella noche del banquete de los directores sin haber sido invitado? ¿Y podemos estar seguros de que aquella figura era la del fantasma de la Ópera mismo? ¿Quién se atrevería a decirlo? Si hablo aquí de este incidente, no es porque quiera ni por un momento hacer creer o intentar hacer creer al lector que el fantasma haya sido capaz de una audacia tan soberbia, sino porque, en fin de cuentas, es muy posible.

Y ésta es, al parecer, razón suficiente. El señor Armand Moncharmin, siempre en sus Memorias, dice textualmente: Capítulo XI: «Cuando pienso en esa primera velada, no puedo deslindar la confidencia que nos hicieron en su despacho los señores Debienne y Poligny de la presencia en nuestra cena de aquel fantasmático personaje a quien ninguno de nosotros conocía».

Lo que pasó exactamente fue lo siguiente:

Los señores Debienne y Poligny, situados en el centro de la mesa, aún no habían visto al hombre de la calavera cuando éste empezó de pronto a hablar.

—Las ratas tienen razón —dijo—. Tal vez la muerte de ese pobre Buquet no sea tan natural como se cree.

Debienne y Poligny dieron un brinco.

—¿Ha muerto Buquet? —exclamaron.

—Sí —contestó tranquilamente el hombre o la sombra de hombre—. Lo han encontrado ahorcado esta noche, en el tercer sótano, entre un portante y un decorado de El Rey de Lahore.

Ambos directores, o, mejor, exdirectores, se levantaron al punto, mirando de forma fija y extraña a su interlocutor. Estaban más alterados de lo razonable, es decir, más de lo que es razonable alterarse por el anuncio del ahorcamiento de un jefe de tramoyistas. Ambos se miraron. Estaban más blancos que el mantel. Debienne hizo una seña a los señores Richard y Moncharmin; Poligny pronunció algunas palabras de excusa dirigidas a los comensales, y los cuatro pasaron al despacho de dirección. Dejo la palabra al señor Moncharmin.



«Los señores Debienne y Poligny parecían más agitados a cada momento —cuenta él en sus Memorias— y nos pareció que tenían que decirnos algo que les preocupaba mucho. En primer lugar nos preguntaron si conocíamos al individuo que, sentado al extremo de la mesa, les había informado de la muerte de Joseph Buquet, y, ante nuestra negativa, se mostraron más alterados todavía. Nos arrebataron las llaves maestras de las manos, las contemplaron un instante, movieron la cabeza, y luego nos aconsejaron que, en el mayor de los secretos, hiciéramos cerraduras nuevas para los pisos, gabinetes y objetos cuyo cierre hermético pudiéramos desear. Estaban tan raros al decir esto que nos echamos a reír preguntándoles si había ladrones en la Ópera. Nos contestaron que había algo peor, el fantasma. Volvimos a reírnos, persuadidos de que estaban gastándonos alguna broma que debía ser como la coronación de aquella pequeña fiesta íntima. Y luego, a petición suya, recuperamos nuestro «aire serio», decididos a entrar, por darles gusto, en aquella especie de juego. Nos dijeron que nunca nos habrían hablado del fantasma si no hubieran recibido orden formal del fantasma mismo de conjurarnos a que nos mostrásemos amables con él y a concederle cuanto nos pidiese. Sin embargo, contentos por dejar un terreno en el que reinaba, como dueño y señor, aquella sombra tiránica, y por librarse de ella al mismo tiempo, habían dudado hasta el último momento en hacernos partícipes de tan curiosa aventura para la que, desde luego, nuestras escépticas mentes aún no estaban preparadas, cuando el anuncio de la muerte de Joseph Buquet les había recordado brutalmente que, cada vez que habían desobedecido los deseos del fantasma, algún suceso fantástico o funesto les había devuelto rápidamente al sentimiento de su dependencia.

»Mientras pronunciaban estas inesperadas palabras en el tono de la confidencia más secreta e importante, yo miraba a Richard. En su época de estudiante, Richard había gozado de una reputación de bromista, es decir, que no ignoraba ninguna de las mil maneras existentes para burlarse de los demás, y los bedeles del bulevar Saint-Michel supieron bastante de esa fama. Por eso parecía saborear con gusto el plato que ahora le servían. No se perdía bocado, aunque el condimento resultara algo macabro debido a la muerte de Buquet. Movía la cabeza con tristeza, y, a medida que los otros hablaban, el gesto de su rostro se volvía lamentable como el de un hombre que sintiese amargamente aquel suceso de la Ópera, ahora que sabía que había un fantasma dentro. Lo mejor que yo podía hacer era copiar servilmente esa actitud desesperada; sin embargo, pese a nuestros esfuerzos, al final no pudimos dejar de reventar de risa en las mismas narices de los señores Debienne y Poligny, quienes, viéndonos pasar sin transición del estado de ánimo más sombrío a la alegría más insolente, hicieron como si creyesen que nos habíamos vuelto locos.

»Como la farsa se prolongaba demasiado, Richard preguntó, medio en serio medio en broma:

»—Pero, en resumidas cuentas, ¿qué es lo que quiere ese fantasma?

»El señor Poligny se dirigió a su mesa y volvió con una copia del pliego de condiciones.

»El pliego de condiciones empieza con estas palabras:

»"La dirección de la Ópera estará obligada a dar a las representaciones de la Academia Nacional de Música el esplendor que conviene a la primera escena lírica francesa", y concluye con el artículo 98, concebido en los siguientes términos:

»El presente privilegio podrá serle retirado:

»"1° Si el director contraviene las disposiciones estipuladas en el pliego de condiciones".

»Luego vienen las disposiciones.

»—Aquella copia —dijo el señor Moncharmin—, estaba escrita con tinta negra y era enteramente conforme a la que nosotros poseíamos.

»Sin embargo vimos que el pliego de condiciones que nos sometía el señor Poligny comportaba in fine un párrafo, escrito con tinta negra y grafía rara y atormentada, como si hubiera sido trazada a golpe de cabezas de cerillas, escritura de niño que no hubiera dejado de hacer palotes y que aún no supiera unir sus letras. Y ese párrafo, que alargaba de forma tan extraña el artículo 98, decía textualmente:

»"5º Si el director retrasa en más de quince días la mensualidad que debe al fantasma de la Ópera, mensualidad fijada hasta nueva orden en 20.000 francos, 240.000 francos al año".

»El señor Poligny nos mostraba con dedo vacilante aquella cláusula suprema que nosotros no nos esperábamos, desde luego.

»—¿Es eso todo? ¿Él no quiere nada más? —preguntó Richard con la mayor sangre fría.

»—Sí —contestó Poligny

»Y siguió hojeando el pliego de disposiciones y leyó:

»"Artículo 63. —El proscenio grande a la derecha de las primeras butacas, será reservado en todas las funciones para el jefe del Estado.

»La platea nº 20, los lunes, y el palco nº 30 los miércoles y viernes serán puestos a disposición del ministro.

»El palco nº 27 se reservará todos los días para uso de los prefectos del Sena y de policía".

»Y al final de ese artículo, el señor Poligny nos mostró una línea en tinta roja que le había sido añadida.

»"En todas las funciones, el palco número 5 será puesto a disposición del fantasma de la Ópera".

»Ante este inesperado golpe, no pudimos hacer otra cosa que levantarnos y estrechar calurosamente las manos de nuestros dos predecesores felicitándoles por haber ideado aquella encantadora broma, que probaba que la antigua alegría francesa nunca perdía sus derechos. Richard se creyó en el deber incluso de añadir que ahora comprendía por qué los señores Debienne y Poligny dejaban la dirección de la Academia nacional de música. No se podían hacer tratos con un fantasma tan exigente.

»—Evidentemente —replicó sin pestañear el señor Poligny—, 240.000 francos no se encuentran debajo de una piedra. ¿Y han pensado en lo que puede costarnos no alquilar el palco nº 5 reservado al fantasma en todas las funciones? Sin contar con que nos hemos visto obligados a pagar el abono, ¡es horrible! Realmente, ¡nosotros no trabajamos para mantener fantasmas...! ¡Preferimos irnos!

»—Sí —repitió el señor Debienne—, preferimos irnos. ¡Vámonos!

»Y se levantó.

»Richard dijo:

»—Pero, en fin, me parece que han sido ustedes muy buenos con ese fantasma. Si yo tuviera un fantasma tan molesto, no vacilaría en mandarlo arrestar...

»—Pero ¿dónde? ¿Cómo? —exclamaron ellos a coro—; nunca lo hemos visto.

»—Entonces, ¿cuándo va a su palco?

»—Nunca lo hemos visto en su palco.

»—Entonces, ¿por qué no lo alquilan?

»—¡Alquilar el palco del fantasma de la Ópera! Bueno, señores, inténtenlo ustedes.

»Tras lo cual, los cuatro salimos del gabinete de dirección. Richard y yo nunca nos habíamos "reído tanto"».

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