Calliphora [Serie Fauna Cadav...

By NinaBenedetta

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La desaparecida de Miraflores oculta peligrosos acertijos entre sus restos. Siniestros hallazgos aguardan al... More

¡Calliphora vuelve a ser gratis!
SOBRE CALLIPHORA
DEDICATORIA
CAPÍTULO 1 - HALLAZGO
CAPÍTULO 2 - ENTRE ESPECULACIONES
CAPÍTULO 3 - LOS MUERTOS HABLAN
CAPÍTULO 4 - ¿QUIÉN FUISTE?
CAPÍTULO 5 - POBRE DIABLO ENAMORADO (1era parte)
CAPÍTULO 5 - POBRE DIABLO ENAMORADO (2da parte)
CAPÍTULO 6 - UNA NUEVA PISTA
CAPÍTULO 7 - SORPRESAS
CAPÍTULO 8 -¿QUÉ TAL SI?
CAPÍTULO 9 - SUPOSICIONES
CAPÍTULO 10 - VERSIONES Y RECUERDOS
ANUNCIO
CAPÍTULO 11 - CULPABLE
CAPÍTULO 12 - ¿POR QUÉ LO HICISTE?
CAPÍTULO 13 - CARA A CARA
CAPÍTULO 14 - ¿EN DÓNDE?
CAPÍTULO 15 - FELIPE ALCÁZAR
CAPÍTULO 16 - JUICIO (1era parte)
CAPÍTULO 16 - JUICIO (2da parte)
¡Ganamos los Wattys 2018!
CAPÍTULO 17 - FALSEDADES
CAPÍTULO 18 - UN MONSTRUO MÁS
CAPÍTULO 19 - LA ÚLTIMA DEL PELÓN SOBERA (1era parte)
CAPÍTULO 20 - ¿LIBERTAD?
CAPÍTULO 21 - DESESPERACIÓN
CAPÍTULO 22 - LA VERDAD SALE A FLOTE
CAPÍTULO 23 - CONFUSIÓN Y MENTIRAS
CAPÍTULO 24 - FINAL
EPÍLOGO

CAPÍTULO 19 - LA ÚLTIMA DEL PELÓN SOBERA (2da parte)

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By NinaBenedetta

Con su presa en brazos, Higinio Sobera solicitó al taxista que continuara con su trayecto sin llamar demasiado la atención. El hombre, abrumado y en estado de shock por lo que acababa de suceder, continuó la marcha, acelerando un poco la velocidad para llamar la atención de algún policía de tránsito. Echó una breve mirada por el espejo retrovisor. La jovencita yacía con el rostro posado en el hombro de su asesino, tal y como si se encontrara profundamente dormida en brazos del ser amado.

Pronto, y como el hombre había previsto, un policía de tránsito lo obligó a orillarse en medio de la avenida debido al exceso de velocidad.

Mario respiró con alivio cuando el oficial le pidió que bajara la ventanilla.

—Joven, iba a exceso. Permítame sus credenciales.

El Taxista asintió con nerviosismo, intentando hacerle señales con los ojos al policía que no parecía reparar en él. De pronto, los pasajeros llamaron su atención.

—¿Está bien?

—No es nada, oficial. Mi prometido está un poco ebria, la llevo a su casa para que descanse.

—¿En dónde viven?

—Aquí adelantito. Mire, yo le insistí al chofer que acelerara, ya está usted viendo la situación, pero dígame cómo podemos arreglarlo.

—Usted dirá —murmuró el oficial.

Mario resopló con irritación y colocó ambas manos en el manubrio, apretándolo con desesperación.

—¿Se encuentra bien?

—Es que lo tengo como loco pidiéndole que acelere. Imagínese al rato que llegue a su casa, su mamá se pondrá como loca —sonrió Higinio, apretando el cuerpo de Margarita—. ¿Unos cinco pesos estarán bien?

—Ándele, pues —confirmó el oficial, extendiendo el brazo para coger la moneda plateada.

De ese modo, el taxi del pelón Sobera continuó su camino por las solitarias calles de la ciudad. Bendecido por la corrupción imperante de su México querido y embriagado por la adrenalina que sentía al tener el cuerpo de la chica tan cercano al suyo. A pesar de la mueca vacía en su rostro, Higinio podía ver destellos de luz provenientes de los ojos semiabiertos. Un cáliz dulzón brotaba de los labios carnosos que él anhelaba besar. La urgencia se volvió imperante.

—Ahí, párate —ordenó al taxista mientras colocaba el frío metal sobre sus costillas.

El hombre condujo en silencio hasta la entrada a la carretera a la ciudad de Toluca, ahí se detuvo como el pelón había ordenado, seguro de que estaba viviendo sus últimos momentos. ¿Qué más podría perder aquel hombre si le disparaba a quemarropa, tal y como lo había hecho con esa pobre chica?

Apagó el motor y, con resignación, soltó el manubrio en señal de rendición. Entonces, Higinio bajó, dejando a la mujer recostada en el asiento trasero. Dio media vuelta hasta el asiento del conductor y abrió la puerta con violencia.

—¡Bájate y arrodíllate ahí! ¡Deja las llaves puestas! —gritó.

El taxista elevó ambas manos y se bajó con cautela, obedeciendo sin rechistar. Se dejó caer al suelo y colocó la frente en la tierra suelta, esperando el tiro de gracia. Pero Higinio no disparó. Por el contrario, se metió enseguida al auto y arrancó a toda velocidad.

Llorando y en silencio, Mario agradeció a Dios porque sabía muy bien que le había dado una segunda oportunidad. La oportunidad de hacer lo correcto.

Se levantó y comenzó a hacer señas a los autos que, no obstante, pasaron indiferentes junto a él, uno a uno, sin importar sus lamentos.

Pasó casi una hora antes de que un taxista se detuviera.

—¿A dónde va, patrón?

—Por favor, acaban de robarme, ¡vi cosas horribles! Lléveme a la Delegación más próxima. No tengo dinero, pero se lo pido por lo que más quiera. Por la virgencita de Guadalupe.

El conductor lo pensó un instante y, torciendo la boca asintió.

Era media noche cuando arribaron a la Delegación Cuajimalpa, en donde Mario salió del vehículo a toda velocidad y, a voz en grito, pidió que rastrearan de inmediato su automóvil. Tal vez, y solo tal vez, la muchacha tendría una posibilidad de salvarse.

El agente ministerial viró los ojos en cuanto lo vio entrar.

—A ver, señor, tranquilícese. ¿En dónde dice que dejó su auto?

—No lo dejé, un maldito maniático me lo robó en la entrada a Toluca. Hace unas horas se subieron a mi taxi dos personas, un hombre y una mujer, y en medio de una pelea él le disparó a quemarropa. Yo no pude hacer nada. ¡Me tenía secuestrado, señor! Se llevó a la pobre chica en mi taxi. No sé si está muerta.

El taxista apenas si podía hablar. Las palabras salían de sus labios a borbotones y él no podía hacer nada por evitarlas.

—¿Descripción de las personas? —preguntó el hombre con indiferencia.

—No los vi bien. Solo que el hombre tenía una boina a cuadros y parecía que era pelón.

—A ver, ¿en dónde dice que tomó el pasaje?

—En Paseo de la Reforma. Casi en la parada de la ruta...

—Espere, espere, espera. ¿A qué hora fue eso?

—¡No lo sé! Yo creo que una hora, hora y media más o menos.

El agente sonrió por lo bajo.

—No llega tan pronto de Paseo de la Reforma a la entrada de Toluca, señor.

—¡Pero le digo que así fue! Ese hombre me hizo ir muy rápido. Me estaba apuntando con el arma.

—¿Está diciéndome que un hombre disparó a alguien dentro de su taxi y nadie lo notó?

Las secretarias y los demás agentes no pudieron disimular una sonrisa de burla.

—¡Así fue! ¡Es lo que pasó!

—Mire —dijo el hombre al tiempo que recargaba un codo en el mostrador—. Vaya a casa, duerma la borrachera y cuando despierte seguramente se va a acordar en dónde dejó su taxi tirado.

—Pero...

—¡Siguiente!

—¡Es la verdad, señor! ¡Hay un asesino suelto en estos precisos instantes! ¿Y la muchacha? ¡Tal vez aún esté con vida!

Un policía lo tomó de los hombros, apretándolo para hacerlo callar. Mario comprendió que, por su bien, lo mejor era callar por el momento. De tal manera que, resignado, salió de la delegación. Ni siquiera sabía cómo volvería a casa.


Martes 13 de mayo de 1952

Aquella mañana, una angustiada mujer salió del ministerio público con las lágrimas rodando incesantes de sus rugosas mejillas. Margarita García no había aparecido durante toda la noche, y a pesar de que el hombre que había atendido su caso no paraba de insinuar que lo más seguro era que su hija se hubiese quedado en casa de un "amigo", la mujer no paraba de pensar que algo malo había ocurrido con ella.

Horas más tarde fue descubierto el cadáver.

Poco después llegó una llamada anónima diciendo que un hombre, de las características similares al que tanto estaban buscando por el homicidio del general baleado apenas dos días atrás había llegado esa mañana al hotel del Prado.

Los policías entraron por sorpresa a la habitación de Higinio en donde lo encontraron felizmente tendido sobre la cama. Al verlos, el pelón supo enseguida que el momento había llegado. No había marcha atrás.

Con tranquilidad, se puso de pie y sacó las llaves del taxi que había hurtado la noche anterior.

—¡Detente, Sobera!

El joven esbozó una sonrisa cínica.

—Son las llaves del taxi. Lo dejé por ahí tirado, abierto y todo. Seguramente su dueño querrá recuperarlas —rio al tiempo que arrojaba el juego de llaves al oficial.

El coronel Silvestre Fernández las guardó en su bolsillo y se apresuró a coger al asesino que, para su sorpresa, no opuso resistencia alguna.

—¿A dónde me van a llevar?

—Tú lo sabes muy bien.

Un par de oficiales ayudaron al coronel, custodiándolos por los pasillos del hotel.

—¿Al menos podrían darme algo de comer? Con el ajetreo no he podido ni desayunar. ¡Ya sé! —exclamó. Los policías no parecían escucharlo al momento de introducirlo en la patrulla, pero Higinio continuaba hablando—. ¿Y si me traen unas tortas? Unas tres o cuatro. Que sean de milanesa.

—¿Cómo diablos piensas pagarlas? —preguntó uno de los policías.

Higinio lo pensó durante un par de minutos.

—Traigan el dinero de la muchacha que asesiné anoche. Total, ya está muerta. Creo que me pertenece si fui yo quien la mató, ¿no? Traigan unas tortas con ese dinero. Me pertenece.

Los policías cruzaron miradas en silencio. Definitivamente a ese hombre le faltaba un tornillo en la cabeza.


Espíndola se apresuró a coger el teléfono, dejando con cuidado los papeles sobre el escritorio. Había sido un día tedioso, de tal manera que sus movimientos eran lentos y torpes. Cuando colocó la bocina sobre su oreja, soltó un largo bostezo que se quedó paralizado al escuchar la voz que provenía del otro lado de la línea.

—¡¿Qué demonios has dicho?!

Se puso de pie de un salto y se quitó el sombrero, arrojándolo contra el suelo.

—¿Estás totalmente seguro de lo que estás diciendo?

Al otro lado del teléfono se encontraba el periodista Enrique Montejo. Un viejo colega de Espíndola a quien había contactado en el preciso instante de su llegada a México. Sabía que un contacto como aquel sería más que necesario, aunque a decir verdad él sentía cierto aprecio por ese viejo investigador y reportero.

—Te lo aseguro, Francisco. Acá en el MP están totalmente convencidos y nadie habla de otra cosa. El cuerpo de una muchachita acaba de llegar a la morgue central y al parecer el coronel Fernández atrapó al responsable. Mañana los periódicos no hablarán de otra cosa. Ya estoy viendo los encabezas. —Hizo una breve pausa para tomar aire, y prosiguió—: Finalmente se ha detenido al asesino de la pareja de Miraflores; Arturo López y Guadalupe Alcázar.

Espíndola sintió como si un puñal se le hubiera clavado en el cerebro. El golpe fue tal, que ni siquiera agradeció la información y, terriblemente confundido, colgó el teléfono en silencio. Su mirada atónita se mantuvo fija en el escritorio donde reposaban las fotografías de Guadalupe y Arturo, las notas que había realizado, los escritos cuyas copias había entregado.

No. No podían haber capturado al responsableporque el responsable ya se encontraba en prisión y de eso no le cabía la menor duda.

A menos que...

Se llevó ambas manos al rostro y se peinó el cabello con desesperación. ¿Acaso podía ser posible?

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