Hojas Amarillas

By YasnaiaPoliana

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Elena Plá tiene 72 años. Ha pasado los últimos cuidando a su esposo con Alzheimer, hasta que la dejó viuda. S... More

Booktrailer
Capitulo 1
Capitulo 2
Capitulo 3
Capitulo 4
Capitulo 5
Capitulo 7
Capitulo 8
Capitulo 9
Capitulo 10
Capitulo 11
Capitulo 12
Capitulo 13
Capitulo 14
Capitulo 15
Capitulo 16
Capitulo 17
Capitulo 18
Capitulo 19
Capitulo 20
Epílogo

Capitulo 6

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By YasnaiaPoliana

Si continuaba caminando, las baldosas de su cocina se gastarían muy pronto.

Pero no podía detenerse. Algo dentro de ella la impulsaba a seguir dando vueltas alrededor de la mesa con la carta en la mano, a veces mirando al techo en busca del cielo y de alguna explicación de Dios; a veces mirando al suelo, resignada; a veces arrojando la carta a la mesa y volviéndola a tomar, repasando una y otra vez las palabras que la demandaban.

Al fin logró detenerse aunque sus piernas hormigueaban. Sentía un frío que le corría por el cuerpo, producto del sudor nervioso que también humedecía los bordes de la carta. Tomó su teléfono, que resbaló y cayó de punta sobre la mesa. El ruido la sobresaltó más. Se secó las manos en la bata, lo tomó nuevamente y comprobó si había daños. Como estaba intacto, buscó el número de Samuel. Seguramente tenía algún amigo abogado, él conocía a muchas personas. Marcó, pero de inmediato cortó la llamada. Debía arreglárselas sola, no quería preocuparlo y además...¿qué le diría? ¿Que a sus 72 años debía conseguir un abogado porque la demandaban por plagio?

Volvió a leer la carta, las letras ya se mezclaban delante de sus ojos, pero un nombre estaba muy claro: Rafael José del Corazón de Jesús Sánchez Carrillo.

–Imbécil lleno de nombres. –murmuró.

Instintivamente caminó hacia la sala, donde tenía su pequeña biblioteca. Buscó el único libro que tenía de él, alguna vez estuvo de moda su título y por eso lo compró. Recordaba que el precio fue caro y la lectura llegó a la mitad. El libro fue dejado hacía más de quince años, exactamente en la página 177, como lo marcaba el señalador con la publicidad de la librería donde fue comprado.

Quizás esta era la venganza personal de su autor por nunca haber terminado "La fortaleza del japonés".

Miró su mano derecha, aún sostenía la carta. Volvió a leer el nombre completo, luego lo comparó con el lomo del libro donde con tipografía cursiva, verde y elegante, sólo decía "Rafael S. Carrillo". Lo abrió, esta vez desde el principio. Detrás de la primera página, había una foto en blanco y negro y de mala calidad, seguida de la lista de libros del autor. Había doce títulos y según recordaba, en esos quince años, tendría que haber editado por lo menos cinco más. En la foto, un hombre de aspecto hosco, serio, con barba crecida y lentes en la mitad del puente de la nariz y con la cabeza apoyada en una mano, simulaba mirar algo interesante. La frente estaba un poco despoblada, pero la cabeza parecía tener, por lo que lograba deducirse en la fotografía, una melena de bucles. Era algo así como un Francisco de Quevedo, pero más joven y más feo, y ahora que lo "conocía" mediante esta carta, mucho más pretensioso.

–¿Cómo este tipo, con todos los libros y todo el dinero que debe tener, va a demandarme a mí? ¿Y por qué?–indignada, cerró el libro con un golpe y lo volvió a poner en su lugar en el estante. Apenas un segundo después se arrepintió, volvió a sacarlo y lo arrojó sobre el sillón más cercano, con la carta encima. No quería ver nunca más ese libro en su casa. Mañana mismo se iría como donación a la biblioteca del barr...

Frenó en seco sus murmuraciones indignadas. Mencionar la biblioteca del barrio y una posible donación le hizo recordar otro libro, uno que debió ser donado hacía mucho tiempo.

No. No podía ser.

Corrió hasta la cocina, abrió el cajón del mueble y comenzó a sacar la pila, esta vez más grande, de facturas de luz, gas y otros servicios. Al fin encontró al libro verde. "Historia de Inglaterra" la saludó con su título apagado por el tiempo y el abandono. Lo abrió y, como una noche de meses atrás, recorrió una a una todas sus páginas, sólo que esta vez buscaba el nombre que estaba en la carta.

Su búsqueda falló, allí no había absolutamente nada que dijera que el libro pertenecía a Rafael Sánchez Carrillo. Sintió que el alma le volvía al cuerpo. No podía demandarla por esto, estaba claro que el libro no tenía dueño. Nadie se enteraría que robó ideas anotadas aquí para el maldito libro que escribió.

Su teléfono sonó, el nombre de Samuel estaba en la pantalla.

–Hola hijo.

–Mamá, ¿me llamaste? Acabo de ver que lo hiciste hace unos minutos.

Maldijo por dentro.

–Ah sí, pero me equivoqué, quería llamar a otra persona.

–¿A quién?

–A...al...sodero. Sí, al sodero. Quería llamarlo porque...hace unos días no viene. Y apreté mal, y te llamé a ti. Ya sabes, sodero y Samuel están agendados uno junto a otro.

–¿Por qué tienes el número del sodero? Es extraño. ¿Mamá estás bien?

–Ya sabes, las viejas anotamos todos los números de teléfono por las dudas. Claro que estoy bien, hijo. ¿Y tú?

–Te noto extraña, como agitada. Además cuando repites muchas veces "ya sabes" es porque estás mintiendo.

–Hijo no digas tonterías, estaré agitada por el calor, ya sabes, hoy está muy...–se detuvo y se maldijo al darse cuenta de otro "ya sabes".

–En un rato estoy allí.

La llamada se cortó.

–¡Maldita sea!

Guardó el libro verde debajo de las facturas y se sentó a esperar la inevitable visita de su hijo.

****

Se sentía mareada. Su cabeza estaba llena de términos jurídicos, de acciones legales, de firmas y sellos que podían pedirse, de las palabras de Samuel y de su amigo abogado Esteban que llegó apurado, hablando sin parar, sacudiendo la carta.

–Este bufete de abogados es muy poderoso, tratan los mejores y más famosos casos, pero también son unos corruptos, por dinero hacen de todo. Pero podemos ganarles, yo sé que...

–Lo haremos mamá, ya verás, y también...

–Señora no se preocupe, sólo haremos un...

–Mi madre podría ir con nosotros a la primera audiencia, y podría decir esto...

Cerró los ojos, ya no quería escuchar más nada.

–¡Mamá! ¡Mamá despierta!

Cuando entreabrió los párpados, Samuel lloraba y su amigo la apantallaba con la carta.

–¿Estás bien, mamá?

–Sí, hijo. ¿Qué pasó?

–Te desmayaste. Creo que debería llevarte al médico.

–No, estoy bien. Se me baja la presión, es todo, el médico no podrá darte otra respuesta. –se sentía apenada por causar más molestias a su hijo, pero también un poco alegre. La preocupación era genuina y había borrado el rostro duro de Samuel cuando ella confesó todo: en el viaje a la capital encontró el libro verde, con una idea de allí ganó el concurso, y como no sabía cómo cumplir con el pedido que le hicieron, sacó una historia borroneada del mismo libro. Aclaró que no tenía el nombre de Sánchez Carrillo, y luego de una exhaustiva hojeada de Esteban y Samuel, llegaron a la misma conclusión. Sin embargo, temía haber decepcionado a su hijo, pero ahora eso parecía olvidado.

–Te llevaré de todos modos, ve a cambiarte y vamos. Gracias Esteban por todo, nos vemos mañana.

El abogado se retiró prometiendo soluciones y Samuel siguió a su madre hasta el dormitorio.

–¿Estás bien?

–Sí, no es necesario que me lleves al médico.

–Pero lo haré. ¿Quieres que busque tu ropa?

–No, yo puedo sola, querido. –respondió abriendo una puerta del armario.

–Entonces mientras te cambias llamaré a Cristina.

–¡No! Déjala afuera de todo esto, no quiero seguir causando más molestias.

En realidad, no quería que su hija se enterara de esto porque temía su reacción. Cristina era buena, pero muy impulsiva y enseguida estallaba. Podía decir cosas hirientes, o no decir nada y dar un portazo o romper alguna cosa. Hoy no era un buen día para encima, tener que verla así.

–¡Pero debe saberlo! –exclamó Samuel, ya llamando a su hermana– Además debe ayudarnos a preparar lo que digas mañana.

–¿Mañana?

–Mamá, mañana iremos al bufete ese, nos presentaremos y apelaremos esta demanda estúpida. Esteban los llamó y acordaron una cita, ¿no te acuerdas?

Se sintió un poco como Alberto cuando con su enfermedad no recordaba nada y sus hijos y hasta ella misma, se exasperaban. Por su cabeza cruzó la posibilidad del Alzheimer. ¿Y si decía que tenía eso y salía ilesa de toda esta situación? A veces se olvidaba las cosas, a lo mejor ya tenía un principio de enfermedad.

–No importa. –dijo su hijo sonriendo, interrumpiendo sus pensamientos y, gracias a Dios, cortando la llamada. Se acercó para ayudarla a ponerse un cárdigan–Mañana a la una debemos estar allí. Será la única forma de enterarnos de qué se trata todo esto.

****

Cristina discutía con Samuel. A Elena no le gustaba cuando peleaban pero lamentablemente lo hacían seguido. Ya había perdido el hilo de la discusión, ella llegó alterada como siempre y cuando Samuel le contó comenzaron a pelearse. Ahora ya estaban discutiendo por cosas de su padre sucedidas hacía décadas.

Encendió el televisor para ahogar el sonido de las palabras, no quería volver a desmayarse. El médico sólo le recetó descanso, algo que últimamente hacían todos los médicos. Pensó que tal vez ahora era muy fácil ser médico, sólo se recetaba descanso. ¿Estrés? Descanso. ¿Ansiedad? Descanso. ¿Problemas de presión? Descanso. ¿Cáncer? Descanso. ¿Muerte súbita? Descanso.

–Entonces estaré aquí a las ocho. –anunció Cristina. Su voz parecía más calmada, tal vez en los últimos minutos llegaron a algún tipo de acuerdo.

–Te dije que no es necesario. –dijo Samuel–Esteban y yo...

–Ya te dije que no le tengo confianza a Esteban.

–Cristina, ¡sólo porque tu amiga es una loca que no pudo obtener lo que quiso con el divorcio, no significa que Esteban sea malo!

–¿Por qué te metes con mi amiga?

–Basta ustedes dos. –la voz de Elena sonó plana y seca, sin despegar la mirada del televisor. Ambos callaron.

–Hasta mañana, mamá. –Cristina se despidió, con la mirada se disculpaba como una niña– Descansa.

–Ya lo sé, hija.

–Mamá, mañana estaré aquí temprano. Te llamaré antes, por las dudas de que te hayas dormido.

–Está bien. Buenas noches, hijo.

–Buenas noches, mamá. Descansa.

Cuando cerraron la puerta, rió apenas con las recomendaciones de sus hijos, tan iguales a las de los médicos.

****

La noche pasó lentamente. Era duro cuando no se podía pegar un ojo y el minutero del reloj avanzaba muy despacio. Se levantó varias veces al baño, miró televisión, miró la foto de Alberto. No le decía nada, sólo lo miraba. Alberto no tendría que haber muerto. Si estuviera junto a ella, aunque sea enfermo como estaba, ella nunca se habría metido en estos líos. Recordó sus años de cuidado constante, sin tiempo ni para estar un rato sentada bajo el sol leyendo una revista.

Todos estos problemas eran porque tenía demasiado tiempo libre. Ocupada, Olga jamás la hubiera invitado al taller. Estaría pasando esta noche también en vela, pero por causas distintas, no habría una demanda de Sánchez Carrillo, habría una demanda de Alberto, demanda de comida, de bebida, de ir al baño, de gritos sin sentido.

Pensándolo bien, prefería esta noche. Alberto no mereció ninguna de las noches de demandas que tuvo que pasar, y ella tampoco.

Ni bien amaneció, se levantó. Hacía calor, así que trató de relajarse con un baño, pero no tuvo éxito. Si su médico la viera...la receta de descanso había sido totalmente infructuosa para una mente demasiado preocupada con lo que sucedería después del mediodía.

El teléfono sonó a las siete. Supuso que sería Samuel, pero le extrañó que llamara tan temprano. Efectivamente era él. Su saludo le trajo malos augurios.

–No iremos al bufete. ¡Tenemos que ir a la casa del tipo!

–¿De qué tipo hablas, Samuel?

–Del Sánchez nosécuánto ese. Porque está enfermo y no puede trasladarse. ¡Tú te desmayaste ayer y no por eso obligamos a nadie a ir a tu casa! ¡Esto lo hacen porque tienen dinero!

–Samuel, cálmate o tú también terminarás desmayado. Iremos y punto, no estamos en una situación como para poner condiciones a nuestro gusto.

–¿Qué no estamos? Mamá, te están demandando por una estupidez, esto es una burla. En cuanto todo esto se resuelva, con Esteban comenzaremos un juicio por daño moral. Y se lo ganaremos, y con ese dinero te llevaremos a Cancún.

–No quiero ir a ninguna parte con ningún dinero de ningún juicio. Cálmate, iremos a la casa de ese hombre y resolveremos todo. Estoy segura de que sólo son malentendidos y nada más. Sacarán la demanda y se acabó todo. El tipo perderá dinero por haber contratado abogados para nada.

–Tú siempre siendo la imagen de la tranquilidad...te quiero mamá.

Sonrió.

–Y yo también hijo. Estaré esperando por ti.

****

Lo primero que notó fue el jardín. Era hermoso, como de cuento de hadas, bello, perfecto, delicado, colorido. Ese jardín no se condecía con el rostro que vio en el libro de su biblioteca. Se imaginó que el autor vivía como los ogros, en un castillo rodeado de calaveras y huesos.

Luego notó la casa, hermosa, por supuesto. Una mansión moderna, llena de vidrios límpidos y líneas rectas.

–Mira la casa que tiene el hijo de la gran...

–¡Cristina, esa boca!

Samuel rió por lo bajo al ver a su hermana tan grande y regañada como una criatura. Esteban trabó las puertas del auto y se ajustó su traje, luego tocó el timbre.

–Nos están viendo por ahí. –Cristina señaló una cámara pequeña sobre la puerta.

–¿Sí? –escucharon una voz femenina a través del portero eléctrico. Esteban tomó el mando para responder, con una sonrisa impecable por las dudas que estuviera siendo vigilado por la cámara.

–Buscamos al señor Sánchez Carrillo. Somos Elena Plá y su abogado.

–El señor ya se retiró...–la voz sonó vacilante.

–¿Cómo que se retiró?

–Fue al bufete de sus abogados. Tenía entendido que la reunión sería allí.

–Sí, bueno, yo también tenía entendido eso y esta mañana me dijeron que no. –Samuel habló por encima del hombro de Esteban. Su amigo lo calmó palméandole la cara.

–Disculpe, creo que hay una confusión. –dijo Esteban–La reunión sería aquí.

–Pues no, el señor ya partió hace un rato hacia el bufete...

–¡Está bien, vamos a ese bufete y acabemos con esto! –exclamó Cristina, acercándose al auto–Abre esto, Esteban, vámonos. ¿Ya viste lo que son los ricos, mamá? Unos maleducados.

Suspirando, Elena entró al auto. Este día sería mucho peor de lo que esperaba y lo que había esperado era un día terrible.

****

El bufete quedaba en pleno centro de la capital. Estaban cansados por el viaje, la búsqueda del lujoso barrio del autor, y ahora por la odisea para encontrar un lugar para estacionar. El calor ya era insoportable y todos en esa gran ciudad parecían sentirse igual de sofocados porque no cesaban en sus bocinazos, aceleradas, gritos. Elena bajó ayudada por Cristina, que había dejado de insultar y ahora también se veía cansada.

–Vamos, estamos llegando tardísimo y es en el décimo piso. –Esteban se abrochó su blazer, caminando delante del resto del grupo.

–Espero que haya electricidad, y ascensor. –suspiró Elena.

–Más les vale. –Cristina la tomó del brazo, Samuel y Esteban entraron al edificio y se presentaron en la recepción. Enseguida los guiaron hasta el ascensor.

–Mira lo que es este edificio. –resopló Samuel cuando las puertas del ascensor se cerraron–Esta gente está tapada de dinero, no sé cómo haremos para ganarles algo.

–Tú tranquilo, yo lo soluciono. –Esteban sonrió a los espejos, acomodando su corbata.

Las puertas del ascensor se abrieron acompañadas del sonido de una campanilla y caminaron por un pasillo alfombrado. Una amable muchacha rubia los saludó.

–¿Elena Plá?

–Efectivamente. –asintió Esteban.

–Pasen, los están esperando.

La siguieron hasta un despacho, la chica abrió la puerta con una resplandeciente sonrisa de Hollywood en el rostro.

Elena se soltó del brazo de su hija. Quería entrar como una mujer, no como una anciana agotada y derrotada. Cristina pareció entender y se ubicó detrás de ella, junto a su hermano. Ambos siguieron el paso de su madre y Esteban.

Vio la sala pintada de verde, alfombrada y decorada al tono, con la gran mesa de vidrio en el centro y el hombre que la demandaba sentado allí. Los dos abogados sentados a su lado se pusieron de pie para saludarla, pero el hombre no.

–Bienvenidos. –sonrió uno de ellos, dándole la mano–Tomen asiento, los estábamos esperando.

–Llegan tarde. –murmuró el hombre.

Uno de los abogados soltó una risita nerviosa, mirándolo.

–¿Desean tomar algo? –preguntó.

–No, nada. –respondió Cristina de mal modo y Elena le clavó su mirada de madre. Cristina bajó los ojos.

–Yo sí. Un vaso de agua, por favor.

El otro abogado se puso de pie, abrió la puerta y solicitó el agua a alguien. Luego volvió a la mesa, todo acompañado de una sonrisa estática.

–Mi nombre es Francis Smith y mi socio, –extendió su mano hacia el otro abogado–es Francisco Bermúdez. Sí, ambos nos llamamos casi igual. –dijo con una risa extraña, parecía que había hecho el chiste demasiadas veces. Nadie rió. Su socio pareció comprender que debía acabar con las presentaciones.

–Les pedimos que se acercaran aquí debido a la demanda que nuestro cliente, el señor Rafael Sánchez Carrillo ha querido interponer.

Esteban se aclaró la garganta.

–Soy el abogado de la señora Plá, mi nombre es Esteban Paso. Nos sorprendió esta demanda, no comprendemos los motivos.

–Básicamente es por plagio. El señor Sánchez Carrillo considera que la señora Plá ha plagiado una obra suya.

–¿Cuál? –preguntó Elena. Esteban la miró levantando las cejas, se notaba que él quería manejar esta situación, pero ella necesitaba saber.

–Una que aún no está publicada. –respondió Smith.

–Entonces no hay plagio. –dictaminó Esteban, relajándose en la silla acolchada que estaba ocupando, con la sonrisa satisfecha de un niño que supo la respuesta de un examen.

–Lo hay. –respondió Bermúdez, y la sonrisa de Esteban se esfumó– La obra estaba en borradores. Él la escribió, tenía notas que luego se pasarían en limpio para redactar y desarrollar el escrito definitivo.

–No hay manera de que mi clienta tenga acceso a un borrador del señor. Vive a más de cuatro horas de distancia, no tiene conocidos ni nadie cercano a la familia de su cliente. La señora Plá tuvo la satisfacción y el orgullo de ganar el segundo puesto en el concurso literario del Torneo de Jóvenes y Abuelos que se organizó hace unos meses en esta ciudad. El primer premio se llevaba la posibilidad de publicar un libro, pero como fue rechazado, se lo ofrecieron, con todo el acierto, a la señora aquí presente y ella tuvo su oportunidad para escribir una excelente obra.

Mientras Esteban la alababa, Elena tenía la mirada fija en Sánchez. Lo comparaba mentalmente con la foto del libro que estaba en su casa. Era igual, con más arrugas, eso sí, pero la cabellera, que ahora podía verla bien y que se parecía a la melena de un león muerto de hambre, estaba idéntica. Había canas, por supuesto, pero el cabello y las facciones eran iguales. El hombre tenía la mirada fija en el vidrio de la mesa, como si mirara a través de él y también de la alfombra y el suelo. Lo vio esbozar una media sonrisa burlona cuando Esteban mencionó que ella tenía el segundo puesto en el concurso.

–Claro, eso debe ser algo muy mediocre para él. –pensó. Sintió más rabia hacia el hombre, y ganas no sólo de robarle un par de ideas para un libro, sino de robarle toda su fortuna, su empleada, su casa, su jardín y su perro, si es que tenía uno. Generalmente nunca se prestaba a ese tipo de pensamientos, pero el hombre no le generaba otra cosa más que rechazo.

Luego volvió a poner atención a Esteban, que continuaba echándole alabanzas que ella no tenía intención de tomar, porque debía darle la razón a su hija, no parecía muy confiable, pero era o parecía ser amigo de Samuel y había que aguantarlo.

–El señor Sánchez Carrillo afirma que los borradores estaban en un libro que él utilizaba como una especie de diario. Un libro de historia, ¿no? –Smith se inclinó hacia su cliente, que afirmó con la cabeza. Smith iba a seguir hablando, pero la voz ronca y fuerte de Sánchez Carrillo lo detuvo.

–Es un libro que pertenece a una colección de historia. Compré esos libros en un remate, nadie los quería y yo tampoco, pero me han servido sus mapas y sus márgenes para escribir mis últimas obras y hacer pequeñas anotaciones.

A medida que Sánchez Carrillo explicaba qué hacía con sus libros, que Elena ahora sabía muy bien que eran libros de la colección "Historia de Europa" sentía que un gran peso se apoyaba en su pecho. El libro verde, el que ella encontró tirado frente a una tienda de ropa, era de él. Ya no tenía dudas.

–He usado esos libros como cuadernos para darles un fin. Sus autores ya no son leídos, más bien han sido defenestrados por toda la comunidad de historiadores así que carecen de confiabilidad, pero...–Elena pestañeó, sin dejar de mirar al hombre, o mejor dicho, sin dejar de escucharlo. La potente voz de Rafael Sánchez Carrillo era una voz de dios, de Zeus, de hombre que no permite que nadie lo contradiga porque no es necesario, convence con sólo escucharlo, sin importar lo que diga.

Todos parecían haber caído bajo el hechizo, pero Elena pronto se aclaró la garganta y eso llamó la atención de Sánchez Carrillo, que dejó de hablar para mirarla directamente.

–Es feo. –sentenció Elena internamente–Tiene cara de animal feo.

Luego, habló en voz alta, cuidando que su entonación fuera tan perfecta como la del hombre.

–Sinceramente, no entiendo cómo este señor tan respetable puede creer que yo plagié algo que él nunca publicó y que tenía en un libro viejo. Señor, yo recién hoy conocí su casa, ¿cómo puedo llegar hasta uno de esos libros que usted dice tener, para copiar lo que dice allí y escribir algo mío?

–Es que a uno de esos libros los perdí en la calle.

Pestañeó otra vez, disimulando el viaje de su mente hasta el día en el que encontró el libro, y el día siguiente cuando fue al hospital con Estefanía y Pablo y comentaban que este hombre sentado frente a ella, estaba internado luego de descomponerse en la calle.

–Entonces no es problema nuestro. –Cristina hizo sonar sus pulseras metálicas contra el vidrio de la mesa, su rostro como el de una adolescente soberbia.

Elena estaba a punto de regañarla pero la puerta se abrió y entró una muchacha con rostro avergonzado y una bandeja con un vaso de agua.

–Perdón por la tardanza.

–No hay problema, Micaela. –dijo Smith, con una mirada que prometía una sanción laboral–El agua es para la señora.

La chica puso el vaso delante, Elena tomó un par de sorbos. Sánchez Carrillo iba a comenzar a hablar aprovechando el silencio, pero ella tragó el líquido y habló, ganándole de mano.

–Señor Sánchez, esto en vez de una reunión por un supuesto plagio, parece una simple búsqueda de un libro perdido.

–Mi apellido es Sánchez Carrillo.

–No copié nada. –continuó, sin prestar atención a la aclaración–Me pidieron que escriba una pequeña obra que, además, es de distribución gratuita, así que no estoy ganando dinero con ella. Tuve algunas ideas, las desarrollé, y eso es todo. Si esas ideas coinciden con las que usted dice haber anotado por ahí, es sólo casualidad.

Se cruzó de brazos, acomodándose en la silla. Quería parecer relajada, pero sentía sus orejas arder por la sarta de mentiras que acababa de decir. Esto estaba mal, muy mal, por supuesto que copió todo de un libro que encontró en la calle, pero ese libro no tenía dueño y ella no estaba haciendo una fortuna. Sánchez debía enterarse de eso primero, antes de presentar tantos reclamos.

–¿Y entonces? –dijo Esteban acodándose sobre la mesa, mirando con una leve sonrisa al dúo de abogados. En sus ojos se veía la esperanza de la victoria.

–Debemos charlarlo.

–¿Charlarlo? ¡Pero si está tan claro! Aquí nadie hizo plagio. Elena no entró y robó un libro del señor, ni copió nada, ella sólo escribió una pequeña obra que es repartida en las escuelas.

–Pero esa idea era mía. La tenía en mi libro y ese libro se me cayó cuando me descompensé en la calle, hace unos meses. Me di cuenta ya en el hospital que no llevaba al libro conmigo. No pensé que alguien lo tomaría y escribiría algo con lo que estaba allí anotado. Me enteré cuando mi amigo Jorge, que es el ministro de cultura y educación, me mostró la obra que acababan de publicar y...

–Yo no encontré nada. Ese libro habrá ido a parar a la basura. –Elena lo interrumpió, mirándolo a la cara, desafiante. Siempre fue tímida y reservada y hasta tonta la mayoría de las veces, pero nunca aceptó que alguien, por el simple hecho de ser más poderoso o fuerte, o porque tenía un amigo ministro, quisiera dominarla. Además, era feo. Lo veía y su mente lo repetía a cada segundo. Era feo como una patada en el vientre.

Sánchez se acomodó en la silla, se apoyó en el respaldo para tomar distancia y mirar a la mujer, a la vieja que le hablaba de esta manera. Una mujer mayor, que no se preocupaba de teñir sus canas y de hacerse otro peinado que no fuera ese rodete de maestra amargada, o de ponerse ropa que no pareciera sacada de una caja de caridad, que llegó tarde y acompañada por tres pelafustanes, uno más impresentable que el otro. Esta mujer de apellido ridículamente corto, que sin embargo y de alguna manera extraña, le había robado su próximo libro. ¿Para qué? Para distribuirlo gratis en escuelas donde unos niños maleducados jamás lo leerían.

Esa mujer debía pagar lo que hizo, y volver a su vida mediocre de talleres de poesía y concursos para jubilados ociosos.

Elena supo que todos estaban mirando cómo ellos dos no se apartaban los ojos cuando sintió la mano de Samuel sobre la suya y un susurro con un "mamá" preocupado. 

Desvió la mirada hacia Esteban, que trató de seguir con su tarea de endulzar a los dos abogados, pero Bermúdez lo interrumpió.

–La demanda continuará. El libro de la señora no se seguirá distribuyendo hasta que esto se aclare.

–Bermúdez, amigo, ya está todo aclarado, la señora no plagió nada.

–Primero, no soy su amigo, doctor Paso. Y segundo, deberá comprobar lo que dice. Podrían escribir ambos aquí o...

–¡Ay por favor! –exclamó Samuel, que ya no pudo contenerse–¿Van a comparar a mi madre y a este tipo que vive de escribir estupideces para ver quién lo hace mejor o quién tiene más ideas? ¿Ustedes se recibieron en una universidad de Disney o qué? ¡Porque su solución es infantil!

–Samuel, por favor... –Esteban lo miró desesperado.

–No permitiremos esas palabras hacia nosotros y hacia nuestro cliente. –dijo Smith.

–Su cliente me tiene sin cuidado. Es un tipo sin nada que hacer que sólo quiere molestar. ¡Esto es una trampa! Hasta me juego a que es un argumento para alguna próxima "gran obra" que va a escribir. ¿Cómo se va a llamar, eh? ¿"La anciana que roba cosas"? ¿O "El rico que se divertía molestando abuelas"? ¡Todos son un montón de ladrones, corruptos, malnacidos...!

****

Esteban, Cristina, Elena, y Samuel.

Así estaban sentados, uno junto a otro, en el hall de entrada del edificio. Las voces de la gente que entraba y salía, los autos afuera y sirenas lejanas de ambulancias, llenaban el silencio. Elena levantó una mano, luego la bajó. Volvió a levantarla y la apoyó en la espalda de su hijo. Enseguida sintió bajo sus dedos el sollozo avergonzado.

–Perdón, mamá.

–No importa, hijo.

–Lo arruiné todo.

–Ya nos arreglaremos.

–No, no lo haremos.

Elena miró a su hija.

–Cristina, no empieces. Tú no estuviste muy calmada tampoco. Tu hermano sólo tuvo un arranque. No puedo retarlos, hasta me pone feliz que quieran defenderme así pero...no era el momento ni el lugar.

–Cuando Verónica se entere que me tuvieron que sacar de esa sala entre tres personas para que no golpeara a nadie, me pedirá el divorcio. Ahora esta gente está furiosa con nosotros.

Esteban apareció, su sonrisa era más forzada que nunca. En una mano traía un vaso con agua y se lo ofreció a Samuel, que lo tomó con ambas manos y lo bebió de un trago, su cara estaba roja de llanto.

–¿Y? –preguntó Cristina mirando a Esteban–¿Qué te dijeron?

–Ehhh...nada. –suspiró Esteban, Cristina rodó los ojos–Pedí hablar pero ya no me quisieron atender. Sólo conseguí ese vaso de agua.

–Y pensar que era una pavada, esto era una pavada. –Samuel se pasó las manos por los ojos y la frente–Endulzándolos un poco estaban listos. Pero ahora nos van a meter otra demanda por amenazas. ¡Y todo es mi culpa!

Elena le acarició la cabeza.

–Yo voy a decir toda la verdad. Total, ¿qué puede pasar? Sacarán al libro de circulación, es lo que harán de todos modos.

–Mamá, te llamarán mentirosa. Y además ellos pueden poner otra demanda más, por falso testimonio.

–Cristina tiene razón. Nos pueden poner más demandas, señora Elena. Tenemos que seguir como estamos, la demanda de ellos no tiene ningún agarre posible, ese libro puede existir como no existir, puede tener notas como no. Con el criterio que usan, hasta yo puedo denunciar a Einstein diciendo que a mí se me ocurrió antes la teoría de la relatividad, sólo que la anoté en un papel que luego se voló y él lo encontró y se hizo famoso.

–Es verdad mamá, tú no digas nada. Samuel y yo prometemos que tampoco abriremos más la boca. Vas a ver que esto se resuelve pronto y ese viejo feo se tendrá que quedar con las ganas de molestarte.

****

Cuando dejaron la ciudad, anochecía. Elena recordó la última vez que estuvo aquí, lo bien que la pasó, el atardecer con el sol escondiéndose detrás de los edificios, con todos en el autobús cantando sus logros obtenidos en el torneo. Parecía que habían pasado años de todo aquello, de esa felicidad tan simple y contagiosa.

Las luces comenzaron a borronearse en su vista.

–Esteban, ¿puedes parar el auto? –susurró.

–Mamá, ¿estás bien? –la voz de Cristina fue apagándose rápidamente.

****

–Señor, ya es la hora.

Rafael Sánchez Carrillo levantó la vista del libro de García Márquez que leía. "Relato de un náufrago" era un libro escolar, todos los niños lo leían en octavo grado. Era simple comparado con los libros que solía leer, pero algo en este día lo llevó a tomarlo de su gran biblioteca. Tal vez la mención de libros repartidos gratuitamente en escuelas.

–Está bien, Guadalupe, vaya.

La empleada saludó con un gesto de la cabeza, tomó su bolso y abrió la puerta. El teléfono sonó.

–Guadalupe, atienda antes de irse.

Escuchó el bufido de fastidio de la chica, la caída del bolso en el suelo, la voz cansada saludando en el teléfono.

–Es uno de sus abogados. –dijo extendiendo el tubo hacia él.

–¿Cuál de todos?

–Smith.

Se puso de pie con dificultad, luego de su último cumpleaños le costaba cambiar de estados. Cuando estaba sentado mucho tiempo, sufría al pararse, y viceversa.

–Señor Rafael, soy Smith. –dijo la voz en el teléfono.

–Lo sé.

–Mire, acabamos de enterarnos de algo que creo que lo alegrará, o no. Es más bien un inconveniente, dado que hoy no resolvimos nada, pero también podría ser una solución.

–Hable de una vez.

–La señora Plá está en el hospital. Parece que grave.

Pocas cosas lo dejaban sin habla. Una, era el mar. Tenía demasiada belleza, no era necesario describirlo. De hecho, en sus libros jamás lo mencionaba, le era imposible hablar de él, encontrar palabras.

La otra cosa, eran las malas noticias relacionadas con amigos. Perdió muchos en sus setenta años de vida. Esta mujer no era su amiga, al contrario, pero la conoció fuerte y retadora, a pesar de sus elecciones de moda y de compañía. No parecía enferma.

–Gracias por avisar. –dijo al fin, y colgó. Levantó la vista, Guadalupe lo miraba interrogante.

–Anda, vete.

–¿Pasó algo, señor?

–Nada que te importe.

Guadalupe tomó su bolso y se fue dando un portazo que resonó en toda la casa. Rafael la vio por el gran ventanal de la sala, caminando por el sendero del jardín, escaneando su tarjeta de identificación y saliendo a la calle. Pasaron muchos minutos hasta que se dio cuenta que aún miraba por el ventanal, ya sin ver por la oscuridad y sin ver porque sólo pensaba en esa vieja ladrona, que estaba a punto de morir.  


Hola a quienes leen esta historia. Primero que nada, ¡gracias por seguir ahí! Esta es una historia simple pero que amo escribir y amo que les guste.

Segundo, al fin conocemos a Rafael. A partir de este capitulo, iremos sabiendo un poco más sobre él, pero no tendrá tanto espacio porque la protagonista aquí es Elena. De todos modos, poco a poco irá apareciendo más y más. 

Nos vemos en el próximo capítulo!

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