MORTUSERMO: EL JUEGO DE LOS E...

By JL_Salazar

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Las reglas del juego son muy sencillas, recitarás en latín el conjuro inicial, esparcirás tu sangre sobre la... More

REGLAS DEL JUEGO
PRELUDIO
PRIMERA PARTE
1. EL COMIENZO
2. ENTRÉGOME A TI
3. EL BESO DEL ESPÍRITU
4. DESPERTAR
5. TU VOZ ENTRE LAS SOMBRAS
6. LA IDENTIDAD DEL ESPÍRITU NEGRO
7. LA MIRADA DEL ÁNGEL
8. PADRE MORT
9. SENTIMIENTOS EN BATALLA
10. INVOCACIÓN
11. PRINCESA DE LA MUERTE
SEGUNDA PARTE
12. EN LA CASONA BASTERRICA
13. INCONVENIENTES
14. CASTIGADOS
15. LA SANTA INQUISICIÓN
16. DÉJAME ENTRAR
17. MELODÍA NOCTURNA
18. ANANZIEL
19. EN LA FIESTA DE GRADUACIÓN
20. LA APARICIÓN DEL ÁNGEL
21. NUEVOS ESTRATAGEMAS
22. ARTILUGIOS
23. EN EL BORDE DE LA TORRE
24. DELIRIOS
25. RECUERDOS PERDIDOS
26. BESOS DE SANGRE
27. VENENO, DOLOR Y PARTIDA
28. EL COMIENZO DE UNA NOCHE ETERNA
TERCERA PARTE
29. ENTRE LAS LLAMAS Y LA MELANCOLÍA
30. ESPÍRITUS GUERREROS
31. GRIGORI
32. LA HERMANDAD DEL MORTUSERMO
34. EL LAMENTO DEL ÁNGEL
35. NUEVO COMIENZO
EPÍLOGO
AGRADECIMIENTOS

33. EN EL EXPIATORIO

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By JL_Salazar

Los gritos de tortura procedentes de espíritus que no veía se intensificaron, y el remolino furibundo que me llevaba en su núcleo hacia quién sabe dónde me precipitó sobre un inmenso charco de lodo, aguas saladas y excremento. La fetidez me provocó agruras y deseos intensos de vomitar. Estaba mareada, con el estómago revuelto, la piel curtida y mis ojos ardían.

Voces ambiguas azotaron en mis oídos en tanto el frío me arremetía. Era tan helada la sensación que sufría en aquél lugar que creí que mis huesos se congelarían y se quebrarían si intentaba flexionarlos. Ventarrones igual de fríos me sacudieron y me lanzaron de espaldas. Y los gritos no cesaron. Con esfuerzo magnánimo me levanté y comencé a correr, pero la tremenda presión de los vientos frenaba mi camino. Aún así luché por avanzar. Por un momento no conseguí discernir las veredas por las que iba, puesto que la neblina y partículas blancas se enterraban en mis ojos.

—¡Dios mío... socórreme! —exclamé, pero mi voz quedó sepultada bajo el sonido de los aires y los gritos de las ánimas de aquél purgatorio.

¿De dónde procedían los lamentos? ¿Habría barrancos en mis flancos ocultos por las tinieblas? ¿Moriría si caía a uno de ellos? Aquella atmósfera gélida no distaba mucho de ser tóxica, asfixiante y extremadamente sofocante. Comparé aquellos parajes con los que habría en la Antártida en un crepúsculo nocturno durante una tormenta de nieve.

De pronto los confines comenzaron a parpadear, como si la escasa luz que había titiritara. Estallidos estruendosos estremecieron los suelos y partieron los cimientos donde estaba parada. Los nubarrones se extinguieron de inmediato y se desnudaron ante mí seis veredas serpenteantes que llevaban a puertas que parecían de cobre, a juzgar por su color, mismas que permanecían cerradas. Cada vereda era lo bastante angosta para que pudieran caber mis dos pies. Quizá por ello me sobresalté. Cabe destacar que en las profundidades no había nada salvo oscuridad.

—¡Corre! —me advirtió una voz lamentosa—. ¡Atraviesa una de las veredas antes del toque de la primera trompeta! ¡Si encuentras en el camino espíritus condenados, no les digas tu nombre y tampoco les hables! ¡No les mires las pupilas o te arrancarán la piel! ¡Cuida que no te saquen los ojos de los cuencos, ni los dientes ni tu lengua de la boca! ¡Tus ojos son el espejo de tu alma, si permites que te los vean sabrán que estás viva y querrán apropiarse de tu cuerpo!

—¿Quién eres? —grité asustada a la voz que me advertía.

—Soy tu vida. ¡Corre!

De las seis veredas, de izquierda a derecha, elegí atravesar la segunda, la que me pareció menos sinuosa. Como el miedo a caer al vacío me impedía maniobrar con destreza, me obligué a mirar lo que se suponía era el cielo, y casi muero de un infarto al advertir que todo el firmamento estaba tapizado de fuego ensangrentado con cabezas de demonios que salían y se escondían, cuyas lenguas eran semejantes a las de una serpiente y sus cuernos a los de un macho cabrío. No comprendo cómo fue que las logré distinguir si estaban a una distancia muy remota, pero juro que lo hice con perfecta claridad. Decir que los demonios eran espantosos y repugnantes no hace justicia a su verdadera fisonomía.

—¡Padre Misericordioso, apacienta mis temores, por favor! —imploré.

Sin poder contenerme volví a temblar, pero insistí en avanzar con valor. Quise gritar de la desesperación que sentía en mi pecho, pero recuperé la entereza y recorrí lo que asumí eran más de veinte metros hasta que finalmente llegué a la puerta.

Al estar frente a ella repararé en que tenía tallada una cruz ansada de color oro (el travesaño, en lugar de ser alargado y firme como cualquier otra cruz, formaba un ovalo hacia la parte superior). En realidad aquella cruz ansada (anj) era un jeroglífico egipcio que simboliza la vida: el signo al que se le atribuye la resurrección y la inmortalidad. Justo en ese momento recordé haber leído que en la antigua egipcia solían colocar en los labios de los reyes muertos una cruz como esa, como símbolo de la vida eterna. Más adelante creerían que la cruz ansada era una llave para abrir las puertas del inframundo que los llevaría a la inmortalidad. Cuál sería mi sorpresa al descubrir que mi retribución dorada tenía nada menos que esa misma insignia en una de sus caras mientras que en la cara posterior rezaba una leyenda en latín que decía:

«Credo in carnis resurrectionem, vitam aeternam»

Que significa: "Creo en la resurrección de la carne y la vida eterna".

No a bien la había recitado cuando la puerta se abrió involuntariamente. Mi corazón se sacudió dentro de mi pecho y la mano que sostenía dicha retribución casi perdió todas sus fuerzas. Aún así me aferré a ella y me adentré al destino que allí me aguardaba.

Las tenebrosas construcciones renegridas que aparecieron detrás de la puerta de bronce eran ruinas de niveles altísimos labradas en las mismas montañas. Delante de ellas habían despeñaderos profundos donde lagos de aguas rancias se mecían y se precipitaban contra peñas puntiagudas.

Ahí no solamente un espíritu profería gritos de dolor, sino millones, y, a medida que penetraba más adentro, los gritos se redoblaban tanto en número como en volumen. Oí choques metálicos por doquier, golpes estridentes con ecos, el arrastre de cadenas sobre cristales y el fúnebre tañido de campanas huecas. Una ola de pánico me sobrevino cuando voces desgarradoras comenzaron a pronunciar mi nombre seguido de insultos y amenazas.

¡Ya sabían que yo estaba allí! Y eso me ponía en grave peligro. Lágrimas de pavor cayeron desde mis ojos hasta el suelo, mientras obligaba a mis piernas a que dejaran de temblar y así pudiera llegar hasta donde mi Liberante lo antes posible.

«Soy condenado, condenado y culpable», decían algunas voces. «Sólo tengo tormento». «¿Dónde hay paz?». «¡Mal, estoy mal!». «¡Ya no soy nada!». «¡Canto al cielo...!». «Llévenme a ge-hinnom».«¿Por qué aún no muero?»

Mi terror se hinchó cuando un sonido discorde como el de una retumbante trompeta se dejó escuchar por los rincones del expiatorio, propagándose una irradiación invisible que llevaba consigo un denso desasosiego.

No recuerdo si fue durante el toque de la trompeta o posterior a ello cuando una lluvia de serpientes cayó desde el cielo escarlata: eran serpientes negras con cabezas en las dos puntas de sus largos y flacos cuerpos. No era un secreto para nadie que las serpientes eran mi mayor pavor, las dueñas de todas mis pesadillas desde la infancia. Y cayeron en mi cabeza. Sentí sus mojadas pieles recorrerme el cuero y mi pelo. Grité como nunca antes lo hice. Era asqueroso sentirlas en mi piel. El centenar de serpientes que caían parecían cuchichear entre sí, a juzgar por los horribles y agudos sonidos que proferían. Sus lenguas comenzaron a lamerme y sus colmillos a enterrarse en mi cuello, piernas, cara y cada parte de mi cuerpo. Manotee, me sacudí y me tiré al suelo girando sobre sí para aplastar a las serpientes que me embestían. Fuertes dolores y ardor se anidaron en mi carne, dolores que me quemaban sin piedad.

—¡Ea! —apareció una mujer blanca que llevaba una antorcha sobre sus manos, una antorcha de cuyas lenguas de fuego escapaban voces que rezaban—. ¡Ea... atrás, atrás!

Las serpientes dejaron de caer del cielo, y las que estaban en el suelo se arrastraron despavoridas como si les atormentara escuchar las voces procedentes de la antorcha.

—¡Te he librado de ellas, Excimiente! —me dijo la joven mujer—. Sigue tu camino.

—¡Gracias! —me arrodillé ante ella aún estando estuporosa—. ¿Qué puedo hacer por ti?

—Nada puedes hacer por mí, puesto que he encontrado al Creador: he sido redimida y en prueba de su redención me ha dado su voz en esta antorcha. ¡Soy feliz, Excimiente! Pronto habré saldado mis culpas y volveré a nacer en mi cuarta vida.

—¿Cómo te llamas, mujer redimida?

—Gabriela —respondió con una sonrisa—, soy Gabriela. ¡Anda, Excimiente, continúa tus caminos!

Quizá fueron las llamas de su antorcha que llevaban la voz del Creador las que me aliviaron mis dolores, lo cierto es que cuando Gabriela se marchó el veneno de las serpientes que me habían mordido desapareció. Me viré y seguí mi marcha, y pasados unos cuantos minutos volví a sentir la tenebrosa sensación de que estaba siendo perseguida por hordas de demonios, aunque muy en el fondo sabía que no había nadie detrás de mí.

Y es que era humanamente imposible discernir entre lo que veía, sentía y creía, con lo que quizá ni siquiera era real. El ambiente me transformó en una burbuja paranoica de irritantes emociones negativas que por poco y me vuelven loca. Mi objetivo era impedir que la burbuja reventara, pero sabía que, hiciera lo que hiciera, aquella sensación de frustración, vulnerabilidad, miedo, melancolía y dolor jamás escaparía de mi alma. El cuerpo se me hacía pesado a cada paso que daba, y el aturdimiento de mi espíritu me imposibilitaba el procesamiento de información.

De no ser porque estaba siendo protegida (en lo que cabe) por los poderosos conjuros de protección que mis Intercesores hacían en favor mío desde el mundo de los vivos, juro que habría detonado mi cabeza desde el principio: ni siquiera el hombre que se precie de ser el más valiente de los vivos soportaría siete segundos en el interior del expiatorio, ya sea porque su atmósfera no dispone de las condiciones apropiadas para que un vivo subsista, o simplemente porque los ojos y oídos humanos jamás estarán capacitados para mirar, sentir y oír lo que ese putrefacto y horrífico lugar desnuda. Tan espantoso es.

—¡Sofía, hija! —oí en la lejanía.

Me detuve. Su voz. ¡Dios santo! ¡Su voz!

—¡Mamá!

Corrí hasta la mitad de esa vereda y, para mi sorpresa, encontré a mi madre dentro de un pozo profundo arriba de una roca que impedía que se la comieran siete furiosos lagartos rojos que la asechaban.

—¡Sácame de aquí, mi cielo! ¡Tengo miedo!

—¡Mamá!

Por un momento sentí que mis pulmones se secaban.

—¡Hija, libérame, te lo imploro! ¡Te di la vida, mi tesoro, ahora devuélveme la mía!

—¡No puedo ayudarte ahora, mamá! —lloré con todo el dolor de mi corazón—. ¡Debo de liberar a otro para que tú puedas regresar! ¡Confía en mí, madre... debo de irme o el tiempo terminará!

—¡No me dejes sola, hija, Sofía no te vayas!

Pero me obligué a rodear los límites del pozo y seguir: tenía que seguir, aunque los sollozos de mi señora me indicaran lo contrario. Tenía que seguir antes de que mis fuerzas flaquearan y decidiera sacarla. Eran simples distractores, lo sabía, simples distractores.

Y en eso estaba pensando cuando el sonido de una segunda trompeta surgió de la nada. Las montañas de piedra se estremecieron y un escalofrío se desplazó de mi cabeza a los pies. De las grietas del suelo comenzaron a surgir borbotones de sangre hirviente. ¡No!

—¡Ve hacia el oeste, Sofía! —me habló una nueva voz aquella noche. Me giré para saber quién me hablaba y extraordinaria impresión me llevé al mirar a Artemio Pichardo clavado en un árbol que estaba junto a mí.

—¡Artemio!

—No sigas hacia el norte, porque allá están las celdas de piedras negras —me advirtió—; quienes son reclutados en ese sitio sufren muchísimo, porque hay demonios que les privan el sueño: no dormir es el peor de los sufrimientos, sólo escuchas ruido, mucho ruido, y a tu alrededor no hay más que oscuridad, siempre oscuridad. No he sabido, desde que estoy aquí, que alguien haya logrado escapar de las celdas de piedras negras.

No sabía qué hacía allí ni por qué estaba clavado con estacas. Lo único que sí podía imaginar era el sufrimiento del que era dueño. No cabe duda que el Mortusermo me estaba encontrando con cada ser que había representado algo en mi vida. Sentí compasión de él y me acerqué.

—Ya no llores, Artemio, tu tormento pasará —le prometí, limpiándole sus lágrimas—. Nunca es tarde para pedir perdón.

—Ojalá me perdones un día —continuó llorando—. Ahora vete, ve hacia el oriente. Y perdón... perdón... estoy pagando muy caro las corrupciones de mi vida.

Puesto que el suelo se estaba llenando de sangre hirviente tuve que subir por una colina reseca que presentí me llevaría hacia el oriente. Cuando menos acordé, un lago carmesí ya se había formado detrás de mí y me seguía con celo hasta que al fin me alcanzó.

Tremendos alaridos de dolor proferí cuando mis pies comenzaron a quemarse: brotaron ampollas en las plantas y tobillos y del ardor por poco me caigo en el lago. Como pude me obligué a saltar sobre el lago y permanecer el mayor tiempo posible en el aire para impedir más dolor. Cada vez que mi pie se precipitaba en aquél horrible líquido espeso mi tormento era peor. Entonces vi a un hombre de cara carcomida y de piel seca que pasaba junto a mí, trepado en una barca de barro, y no pude evitar hablarle:

—¡Auxilio, por favor, ayúdame!

—Dame uno de los dedos de tus pies y te prestaré mi barca —gruñó él, riendo.

—¡Lo que sea, hago lo que sea, pero por favor, no permitas que me queme!

El hombre volvió a carcajearse y después me dijo:

—No puedo darte mi barca, ni tampoco puedo recibir tu dedo, pero veo tus deseos de vivir, así que te premiaré revelándote el secreto para evitarte dolor: atraviesa la senda caminando de espaldas. Si miras hacia delante el dolor te consumirá, porque quien no es capaz de caminar hacia delante sin confiar en su ceguera, nada es, y a ningún sitio llegará.

El hombre tuvo razón, ya que todo el tramo empapado por el pequeño lago de sangre hirviente lo atravesé caminando al revés sin recibir tortura alguna. Desde luego, me aseguré de no mirar hacia adelante hasta que el lago no se hubo secado. Mis ampollas y el ardor provocado por la sangre hirviente desaparecieron al instante. ¿Por qué?

Al llegar al final de la vereda quedé petrificada; atisbé un nuevo lago, uno que en lugar de agua o sangre estaba rebosante de fuego, un fuego cuyas lenguas violentas saltaban y oscilaban con verdadera rabia. Hombres y mujeres se incendiaban mientras trataban de saltar y escapar de sus profundidades. Entretanto, sobre una nube negra, a pocos metros del lago, una mujer ataviada con un manto blanco trataba de sacar con sus limpias manos a aquellos que lograban acercarse a ella. Pero yo no pude soportar mirar aquello y retrocedí. Era intolerable escuchar el rechinar de dientes y los aullidos estridentes. Y por más que me cubría las orejas los gritos no cesaban.

—¡Que pare, que pare! —grité cuando tomé un camino en pendiente.

Y cuando creí que perdía la batalla sucedió algo increíble; allí, entre lo que parecía el fondo de un triste infierno, vi a un hermoso ángel implorar al cielo mi socorro. Su piel era tan blanca que contrastaba violentamente con el resplandor que manaba de sus ojos azules. Sus platinados cabellos se esparcían hasta más debajo de su espalda... como listones de plata, como un río argentado. El ángel pronunció mi nombre, y mi nombre se convirtió en su auxilio.

Estaba atado a gruesas cadenas negras al filo de un barranco empapado de fuego, donde demonios y serpientes aguardaban impacientes devorarlo.

Ese ángel me pertenecía. Y debía de salvarlo.

—¡Sofía... mi Sofía! —sollozó al mirarme desde aquél horrible sitio.

—¡Mi ángel! —gimotee fascinada.

«Un ángel jamás debería estar en el infierno», me dije, cuando corrí presta a defenderlo. Extraje de mi bolso la retribución de Rigo y la conjuré, de modo que explotó en el suelo y un ente vestido de humo emergió con violencia.

—¡Sálvalo! —le dije, señalando hacia el árbol donde Zaius estaba.

Mi espíritu guerrero se precipitó sobre él, mordió las cadenas y lo liberó. Luego se batió en duelo con los demonios que escapaban del lago de lava para perseguir a mi ángel. En segundos posteriores el ahumadero se apropió de la vereda, por lo que me costó darme cuenta que detrás de ella Zaius corría muy aprisa hasta mí.

—¡Sofía! —me llamó, y nuestro encuentro al fin pudo concretarse

Salté sobre él y lo abracé sintiéndome alborozada.

—¡Bendita...mi bendita! —lloró de alegría, besándome la frente, mis mejillas y mi pelo—. ¡Mi Excimiente! ¡Mi vida...! ¡Estás aquí... no me engañaste! ¡Viniste por mí! ¡Oh, dulce cielo...!

Lo aprisioné con mis brazos disponiendo de toda mi fuerza, e inmediatamente me uní a su llanto. ¡Al fin estábamos juntos, otra vez...!

—¡Falta poco, Zaius... te juro que falta poco para rescatarte al fin! —le prometí.

—¡Mirarte es suficiente para sentirme libre! —exclamó.

Pronto advertí que nuestra tranquilidad no era algo que pudiésemos tener mientras siguiéramos en el expiatorio. Lo supe cuando advertí que una horda de demonios venían por nosotros.

—¡Corre, ángel, corre! —le urgí.

Tras la resonancia de la tercera trompeta, nuevos ventarrones se levantaron desde los suelos. Ahí fue cuando me di cuenta de que las criaturas que nos perseguían eran nada menos que altísimas figuras negras encapuchadas, abordo de al menos siete carruajes rojos de dos ruedas que más bien parecían bigas romanas (que habían servido en su época como carros de guerra). Bestias de proporciones mayores tiraban de los carruajes mientras las figuras negras trataban de partirnos en mitad con las reatas plateadas y filosas que azotaban en el suelo.

—¡Piedad, piedad! —gritaba Zaius que corría junto a mí intentando protegerme—. Son demonios de segunda orden, Sofía, satanizadores, comandantes de las fortalezas donde reclutan y martirizan a los espíritus condenados. ¡Corre, mi Excimiente, con más fuerza... acelera más... que no te atrapen! ¡Son inmisericordes! ¡Son crueles e inmisericordes!

—¡Dios! ¡Dios! ¡NOOO!

Las piedras se levantaban ante cada azote de los comandantes satanizadores. Los escalofriantes sonidos de tambores e instrumentos hechos con cuernos, aunados a cánticos y gritos, eran obra de otra formación de demonios que avanzaba detrás de los carruajes que abordaban los comandantes negros.

—¡Siento que me alcanzan, Zaius! ¡Siento el filo de las piedras rozarme los tobillos! ¡Siento el halo y el frío de la muerte detrás de mí! ¡Nos atrapan... Zaius!

De repente las ráfagas de viento se intensificaron hasta tragarnos y succionarnos hacia quién sabe dónde.

—¡Qué pasa...! —grité entre los ruidos ensordecedores.

—¡La hermandad del Mortusermo, bendita! —exclamó Zaius sin soltarme—. ¡Saben que me has encontrado y ahora nos llevan a las puertas del expiatorio!

—¿Cuánto tiempo falta antes de la última trompeta?

—¡No lo sé, no lo sé, pero estoy contigo, estamos juntos!

Entre sacudidas y convulsiones giramos y giramos hasta que caímos en la puerta de bronce que tenía pintada la cruz egipcia donde había estado parada antes.

—¡Allá está el asvén, la puerta negra! —señalé hacia adelante cuando me incorporé—. ¡Solamente tenemos que atravesar esta angosta vereda y habremos llegado!

Una adrenalina sin precedentes me poseyó.

—¡Está terminando! —grité conmocionada—.¡A medida que nos acercamos al asven el juego estará terminando! ¡Zaius... vamos a ganar... vamos a ganar!

Oí que mi Liberante sollozaba, incrédulo, mientras sus dedos se ceñían más a los míos. Faltaba poco para que pudiera disfrutar de su libertad después de más de doscientos años en el expiatorio, y esta vez no sería a través de Joaquín, sino a través de su propio cuerpo. Faltaban pocos metros para que yo pudiera cumplir mi promesa de salvarlo del inframundo.

—¡La puerta negra! —se emocionó mi ángel cuando estuvimos a un paso de distancia.

—¡Todo está cumplido, ángel mío! —le dije, sin dar crédito a lo que estaba ocurriendo—. ¡Yo soy el portal; que tu espíritu pase a través de mí!

Me coloqué en el centro de la puerta negra y el espíritu de Zaius cruzó sin demora. Sentí un remolino heladísimo que cruzaba mi alma. Al girarme lo vi escurrirse por el laberinto oscuro que lo llevaría al mundo de los vivos. ¡Al fin mi misión estaba hecha! Quise dar gritos de alegría, y quizá lo habría hecho de no ser porque escuché un grave jadeo.

—¡Sofía! —La voz provenía de mi espalda.

Toda mi sangre se me heló cuando vi a Rigo detrás de mí.

—¿Qué haces aquí, Rigo?

—¡Ojitos!

Mi amigo estaba desnudo, con un color traslúcido que cubría el total de su piel.

—¡Yo soy el portal! —le dije—. ¡Que tu espíritu pase a través de mí!

Pero mi amigo no pudo moverse.

—¡Rigo! —me mortifiqué.

—¡Dile a mi Nachito que lo amo, ojitos...! —me suplicó con los ojos llenos de lágrimas—. ¡Él ya lo sabe, pero con tu voz tan dulce él lo comprenderá mejor!

—¡Rigoberto! —insistí, tratando de tocar sus manos para atraerlo hacia mí. Pero no lo pude tocar. Mis manos lo atravesaban como si él sólo fuese una bruma.

—¡Sofía...! —Su rostro en el expiatorio era más hermoso aún.

—¡NO! —bramé con fuertes latidos en mi pecho—. ¡¿Por qué no puedes pasar a través de mí?! ¡¿Por qué no te puedo tocar?!

—¡Sofía... ¿por qué no te veo? ¿Dónde estás?!

Al caer en la cuenta de lo que estaba pasando solté en un amargo llanto.

—¡Rigo... no me hagas esto, mi querido amigo, estoy aquí! ¡No me hagas esto, te lo imploro!

—¿Por qué no te escucho? —decía mi Intercesor de defensa, mirando hacia todos lados, retrocediendo—. ¿Te has ido? ¡Sofía, háblame, por favor... ¿dónde estás?!

—¡Estoy aquí! —lloré horrorizada, paralizada por una fuerza ajena a mí—. ¡Rigo! ¡Estoy aquí, no retrocedas! ¡Escúchame, no retrocedas!

—¡Sofía...! ¿Te has ido? —preguntó por primera vez asustado—. ¡¿Por qué me está ocurriendo esto?! ¡Ojitos... ¿me has dejado?! ¡No te veo!

—¡Padre Mort! —grité con todas mis fuerzas—. ¡Te lo ruego, déjalo ir... por favor, déjalo ir! ¡Lo necesito, su hermano lo necesita! ¡Te lo imploro, no lo sujetes, deja que venga conmigo! ¡Él no puede morir! ¡Él no debe morir!¡No mi amigo! ¡No mi Intercesor! ¡Te lo suplico... gran maestro de la muerte! ¡No me lo quites!

En ese momento sentí que el portal de la puerta negra reclamaba mi cuerpo; la misma fuerza que me había introducido al expiatorio ahora me quería devolver al exterior.

—¡Padre Mort! ¡Déjalo venir conmigo! —lloré y grité con todas mis fuerzas, resistiéndome—. ¡Por favor! ¡Por favor! ¡No me lleves sin él!

—Sof... mi ojitos... ¿te fuiste? —Sus sollozos me partían el alma en pedazos, lo que fuera que quedara de ella—. Ana Sofía... no me olvides nunca.

—¡Rigobertooo!

—Nunca... no me olvides nunca,

—¡Noooo!

Pero fui extraída del expiatorio con una inusual rapidez. Lo último que vi fue a mi amigo retroceder.

—¡Rigooo!

Yo salí del expiatorio... y él se quedó allí...

... quizás para siempre. 

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