MORTUSERMO: EL JUEGO DE LOS E...

By JL_Salazar

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Las reglas del juego son muy sencillas, recitarás en latín el conjuro inicial, esparcirás tu sangre sobre la... More

REGLAS DEL JUEGO
PRELUDIO
PRIMERA PARTE
1. EL COMIENZO
2. ENTRÉGOME A TI
3. EL BESO DEL ESPÍRITU
4. DESPERTAR
5. TU VOZ ENTRE LAS SOMBRAS
6. LA IDENTIDAD DEL ESPÍRITU NEGRO
7. LA MIRADA DEL ÁNGEL
8. PADRE MORT
9. SENTIMIENTOS EN BATALLA
10. INVOCACIÓN
11. PRINCESA DE LA MUERTE
SEGUNDA PARTE
12. EN LA CASONA BASTERRICA
13. INCONVENIENTES
14. CASTIGADOS
15. LA SANTA INQUISICIÓN
16. DÉJAME ENTRAR
17. MELODÍA NOCTURNA
18. ANANZIEL
19. EN LA FIESTA DE GRADUACIÓN
20. LA APARICIÓN DEL ÁNGEL
21. NUEVOS ESTRATAGEMAS
22. ARTILUGIOS
23. EN EL BORDE DE LA TORRE
24. DELIRIOS
25. RECUERDOS PERDIDOS
27. VENENO, DOLOR Y PARTIDA
28. EL COMIENZO DE UNA NOCHE ETERNA
TERCERA PARTE
29. ENTRE LAS LLAMAS Y LA MELANCOLÍA
30. ESPÍRITUS GUERREROS
31. GRIGORI
32. LA HERMANDAD DEL MORTUSERMO
33. EN EL EXPIATORIO
34. EL LAMENTO DEL ÁNGEL
35. NUEVO COMIENZO
EPÍLOGO
AGRADECIMIENTOS

26. BESOS DE SANGRE

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By JL_Salazar

Como era día de ensayo en el coro, mi madre no se opuso a que marchara a la capellanía con Estrella Basterrica. Lo que mi madre no sabía es que esa semana no iba haber ensayo porque mis compañeras de coro estarían en cursos introductorios para la catequesis. De todos modos prometí volver pronto para arreglarme y estar a tiempo en la cena con mi novio demoniaco. Cuando llegamos a la capellanía de Santa Elena de la Cruz, Estrella y yo advertimos que Ric estaba asomando su cabeza por el umbral de la Casa de Pastoral.

Cubierto por una gabardina negra de medidas prolongadas, una bufanda blanca y un gorro oscuro de lana, el muchacho corrió, cual alma que lleva el diablo, hasta nosotras en cuanto nos avistó. Nos tomó de la mano a cada una y nos condujo al interior de la casa. Los cinco metros que distanciaban el estacionamiento de la Casa de Pastoral bastaron para dejarnos empapados. Y es que la lluvia no quería cesar.

Mi sorpresa fue mayúscula cuando advertí que la puerta de la estancia estaba partida por mitad, mientras que los floreros y cuadros que colgaban del estrecho pasillo de la entrada estaban dispersos y manchados por humo.

—¡Ric! ¡Ric! ¿Por qué actúas como un psicópata? —le recriminó Estrella mientras él nos dirigía a toda prisa a la habitación de Joaquín.

—¡Alfaíth estuvo aquí! —exclamó con palabras atropelladas. El corazón comenzó a latirme con un terror abismal—. ¡Se apareció hace menos de diez minutos buscando a Joaquín, es decir, a Zaius! Él sabe que Zaius está en el cuerpo de Joaquín y vino a matarlo. ¡Cuatro miembros de la orden de Balám venían con él! Cuando Rigo y yo llegamos nos percatamos de que los límites de la capellanía de santa Elena estaban repletos de tinieblas. Se oían gritos y tronidos por doquier. Cuando me logré parquear todo había pasado ya. Sin embargo, eso no evitó que ocurriera algo espantoso: Alfaíth mató al padre Mireles.

—¡¿QUÉ?! —grité con horrífica entonación —. ¡¿Lo mató?! ¡NO! ¡NOOO!

Cuando llegamos a la habitación de Joaquín mis emociones estaban desbordadas. Allí estaba Zaius, con la mitad de la cara ensangrentada, arrodillado junto a la cama donde yacía el cuerpo inerte del padre Mireles. Rigo, a su vez, estaba sentado en el rincón, rezando.

—¡Padre Mireles! —clamé corriendo hasta él, abandonándome a un amargo llanto—. ¡Oh, padre Agustín Mireles! ¡Qué gran injusticia ha cometido hoy Dios con usted!

Allí, abrazando los restos del anciano sacerdote, sentí que Ric se me acercaba y posaba sus manos sobre mis mejillas. Sin mirarlo supe que era él por su inconfundible aroma penetrante. Posteriormente sus labios se aproximaron a uno de mis odios para decirme algo como «mi niña hermosa, estoy aquí». Después me besó la nuca y sus dedos procedieron a acariciarme mi pelo.

—¿Cómo sucedió? —quise saber, con un hilo en la voz. Zaius continuaba orando en una lengua que no era latín—. ¿Por qué tiene el Padre Mireles la cara negra y esas horribles venas rojas que lo tiñen en el cuerpo?

—La maldición con la que lo mató Alfaíth es muy perversa —murmuró mi ángel cuando finalmente pausó sus oraciones y elevó su cándido rostro para mirarme. No llevaba puesto sus lentes de contacto, y ahora sus ojos azules me observaban con demasiada intensidad—. Alfaíth maquinó un plan para asesinarme y Mireles me defendió. ¡Ayer Alfaíth supo quién era yo! Pero eso tú ya lo sabes. Durante el día de hoy debió de buscar respuestas para sus preguntas hasta corroborar que yo no era tan poderoso en este cuerpo. Se armó de valor y vino con sus subalternos con la intención de darme muerte. ¡Derribó la puerta de la capellanía y entró con sus discípulos! Por fortuna, cuando él estaba llegando pude oler su aura a distancia y anticipé sus movimientos. Los saqué de la Casa de Pastoral y allí en el atrio de la capellanía sucedió todo. Alfaíth no me preguntó ni me dijo nada, sólo quería matarme. Sus cuatro discípulos le flanqueaban cuando comenzó a conjurarme ataques de destierro y conjuros de la magia más oscura que se ha descubierto hasta ahora. Como pude traté de defenderme, pero aún estaba debilitado como consecuencia de mi desintegración del día de ayer para poder hacerlo con donosura. Durante la pelea, por orden de Alfaíth, ninguno de sus acompañantes me atacó. Quería ser él mismo quien me eliminara. Y entonces apareció Mireles, con la espada cruzveriatal (llamada así porque posee en su interior un trozo de la vera Cruz de Cristo que Santa Elena encontró en el siglo III en tierra santa) y lo atacó. Yo no pude hacer nada. —Se lamentó con lágrimas en los ojos—. El buen sacerdote no se imaginó que Alfaíth no era de la clase de espíritus con los que había estado acostumbrado a pelear. Él no previó siquiera que Alfaíth era un brujo negro con poderes que evocan de las marcas de sus manos. No anticipó que Alfaíth lo mataría en un segundo con un maleficio «mortum festinate», es decir, una muerte inmediata.

El rostro de mi ángel era el de alguien que se sentía triste y culpable. Quise abrazarlo, pero mis brazos estaban ocupados con el sacerdote, además de que Ric me tenía apresada detrás de mí.

—Pude ver un poco de sus oscuros pensamientos, dulce Sofía —dijo Zaius. Aun si no lo estaba viendo, pude presentir que la mandíbula de Ric se tensaba—. ¡Él sabe que Ananziel está dentro de tu cuerpo y ahora ambiciona resurgirla! Yo también lo descubrí ayer cuando recibiste el fogonazo del umbral de la iglesia que te impidió entrar. Observándote corroboré algo espantoso: dos espíritus me miraban desde tus ojos. Y yo conocía la pérfida mirada de uno de ellos. —Estrella y Rigo suspiraron con espasmos y volvieron sus ojos hacia mí —. Puesto que en el expiatorio sólo logré ver tu espíritu y no el cuerpo que te cubría, ayer que por fin te vi no pude dejar de estremecerme por tu gran parecido físico con ella.

—Todo indica que esta mañana he estado fuera de mi casa, poseía por Ananziel —referí asustada—, pero no recuerdo nada de lo que hice durante ese tiempo.

—Estuviste con Alfaíth —me aseguró Zaius, que se había levantado y ahora caminaba de un lado a otro alrededor de la cama, pensativo—. Los eventos de ayer en la torre te dejaron debilitada y por eso ella pudo acceder a ti.

—¿Qué eventos? ¿Qué torre? —bramó Estrella con desconcierto.

—Ya se los contaré después —prometí.

—Tal debilitación sobre tu alma produjo que tu espíritu se rompiera —añadió Zaius—. Los huecos que generó tal rompimiento fueron rellenados por el espíritu de Ananziel. Su poder hizo dormir a tu espíritu y así logró apoderarse de ti. En la mente de Alfaíth vi que estuviste con él; estaban planeando algo que no pude discernir. Lo cierto es que un presentimiento me advierte que ahora todos ustedes están en peligro de muerte, incluida tú, Excimiente mía. Alfaíth desea matar a tu espíritu para que el de Ananziel impere sobre tu cuerpo.

—Sí, me temo que eso ya lo había dilucidado —resoplé.

Ric, con sus ademanes, me instó a levantarme del borde de la cama, y de ese modo (yo de espaldas de él, y él detrás de mí) me mantuvo abrazada. Yo no pude poner oposición, porque, por un lado, no deseaba desdeñarlo frente a todos, y por otro, sus consistentes fuertes brazos me colmaban de calor, seguridad y... bienestar. Zaius posó sus ojos sobre nosotros y noté que agachaba su mirada con un atisbo de tristeza dentro de ella.

Guardián, lleva a la Excimiente a la capellanía —ordenó a Ric, sin mirarlo—. Cerciórate de que las puertas de la iglesia estén debidamente cerradas. Intercesor de defensa —le dijo a Rigo—, ve a la sacristía y hazte de cuatro cirios blancos. Coloca cada uno de ellos en los extremos de la cama del sacerdote y posteriormente riega agua bendita con sal diluida sobre los límites de la cama. Vamos a evitar que espíritus errantes hurten su cuerpo. Intercesora de ataque —se volvió después a Estrella—, sujeta el libro rojo que está sobre la cómoda del padre Mireles y recita las oraciones de ataque que te voy a solicitar en un momento dado. Ustedes, adelántense a la capellanía para el ritual —culminó dirigiéndose a Ric y a mí.

—¿Qué clase de ritual? —quise saber.

—Uno que hará investir tu espíritu con la armadura sagrada —murmuró mientras se limpiaba la humedad de sus bellísimos ojos—, dicha armadura será precisa para la contienda final. La voz profunda del Mortusermo me dice que el tiempo llegó. Les ruego, pues, que vayan hacer lo que les he solicitado.

—¿Voy a poder entrar a la capellanía sin que el fogonazo me ataque, como pasó ayer? —pregunté atemorizada.

No tenía especial interés en morir ardiendo en la iglesia.

—La capellanía no está dispuesta para una celebración religiosa, como ayer, por lo tanto podrás entrar sin contratiempos —me tranquilizó él.

Asentí con la cabeza. Ric me tendió la mano y me condujo hacia la capellanía por la entrada de la sacristía. Hizo lo que Zaius le pidió, asegurarse de que las compuertas estuvieran aseguradas, y luego se reunió conmigo otra vez. Quizá me vio temblando de miedo porque, estudiándome con preocupación, no dudó en enredarme entre sus brazos de piedra y ceñirme fuertemente contra él.

—Mi niña, ¿estás bien? —susurró en uno de mis oídos, desatándome un escalofrío que descendió hasta mis talones. Aunque al principio me rehusé, al final me abandoné a mis sentidos y lo abracé con fuerza. Ric tenía que mantener mi mente ocupada. No podía estar cerca de mi ángel... de lo contrario me volvería a debilitar y Ananziel me tomaría otra vez—. No tengas miedo, amor, estoy aquí para cuidarte.

—Ricardo, ¿tú me quieres? —le pregunté, justo cuando sentí que un horrible fuego brotaba sin previo aviso dentro de mi vientre.

Durante la pausa en que tardó en responder, noté que respiraba con fuerza.

—No sé cómo, ni de qué manera, pero sí, Sof, te quiero. Siento que a tu lado soy un hombre invencible.

El violento fuego comenzó a propagarse por el resto de mi cuerpo, hasta el grado de sentirlo en la garganta.

—Siento que me estoy quemando... por dentro —expresé sintiéndome trastornada—. Ric... creo que me he vuelto adicta a ti. ¡Tengo deseos de fundirme en tus labios otra vez! ¡Te lo ruego, Ricardo... bésame... y profáname en este templo!

Los ojos verdes de Ricardo Montoya parecieron resplandecer a medida que me contemplaba, no sé si a causa del lívido que logré imprimir en su corazón o a la evidente perplejidad que le habían acaecido las palabras que le acababa de referir.

—Sof... —musitó con su ronca voz.

Sin preámbulos sujeté la bufanda que tenía enredada en el cuello y lo atraje hasta a mí, de modo que sus carnosos labios estuvieron cerca de los míos.

—No sé... que me has hecho, Ricardo, pero... me siento hechizada por tu aroma. Bésame, acaríciame, hazme lo que quieras, cumple a través de mí todas tus complacencias.

Y atrapé sus gruesos labios con mis dientes, mordiéndolos suavemente, y luego mi lengua los lamió, después fue toda su boca, pronto su mentón, posteriormente subí hasta sus duros pómulos y finalmente humedecí y acaricié todo su rostro. Mis gruñidos y jadeos se escondieron debajo de los suyos. Nuestras contracciones, aferrado el uno del otro, me hacían notar cuán rígidos estaban todos los músculos de su cuerpo.

Llegó un momento en que parecíamos hierro fundido, caliente y homogéneo.

—¡Déjame arrancarte el corazón con los dientes! —le supliqué con una voz cavernosa que escapó de mi boca a voluntad. Para entonces ya había encajado mis colmillos en sus labios, de manera que absorbí con mi boca los hilos de sangre que escurrieron de allí—. Déjame beber tu sangre y hacer de ella una danza en mis entrañas.

—¡Lo que quieras, hazme lo que quieras! —me apremió sin dejar de besarme—, soy tuyo, Sof... enteramente tuyo...

Para que él verdaderamente estuviese a mi entera disposición le hice morder mi labio inferior y beber mi sangre. Y ambos nos concentramos en aquél exquisito beso de sangre.

—¡Katalin Ananziel! —brotó una voz enérgica procedente de Briamzaius a mi espalda—. ¡En nombre de todas las potestades angélicas y espíritus benignos te desafío, impía maldita, te desarmo de todo poder y te ordeno rendición!

De repente una electricidad horrífica me caló todos los huesos. Cuando me viré hacia el umbral vi que Férenc Briamzaius estaba agazapado con sus ojos feroces clavados sobre mí. En una mano llevaba un frasco con agua y en la otra la espada que Mireles había llevado consigo tiempo atrás. Rigo y Estrella estaban petrificados detrás de él, sin dar crédito a lo que veían.

—¡Atrás, infeliz inmundo! —exclamó Ricardo Montoya poniéndose delante de mí, como mi más servil guardaespaldas.

—Mi amado Guardián —murmuré seductoramente con la voz más fría que había empleado jamás—, hazlos pedazos y después danza sobre sus restos.

Y mi fiel sirviente saltó sobre ellos con un atroz gruñido.

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