Susurros en la Oscuridad (Ant...

JonasCobos tarafından

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¿Hasta donde llegarías para sentirte vivo? ¿Y si descubrieras a la muerte acechando a tu anciano padre? Tu ú... Daha Fazla

Circo Zombie

La Puerta de Atrás

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JonasCobos tarafından

El sonido de la campana del microondas la avisó que la leche ya estaba caliente, con el tiempo había logrado descubrir que necesitaba solamente dos minutos exactos para que el cacao no formara grumos al mezclarlo. Su hija Pilar detestaba los grumos, aunque en realidad ni se notaran al echarles por encima los copos de cereales.

Isabel Rodenas se apoyó en el fregadero, tomó su taza de café que se había preparado hacía una eternidad y se atusó su largo cabello castaño, de todo su cuerpo esa era la parte de la que más se sentía orgullosa, sus largos cabellos, que según Eva, la peluquera de la esquina, era la envidia de todo el barrio. Del resto de su cuerpo no estaba muy orgullosa, pero verse coronada con aquella esbelta y larga belleza marrón compensaba todo lo demás.

Las niñas estaban tardando en bajar del piso de arriba, tuvieron suerte de encontrar aquel chalet de dos plantas, en las afueras de SanBernardo, el agente inmobiliario les contó que los antiguos propietarios fueron un matrimonio que tras el divorcio querían deshacerse de la propiedad a toda costa.

― ¡Pilar!, ¡Mercedes!, bajad ya ¡vais a llegar tarde al colegio!

Consultó el reloj, se le estaba agotando el tiempo, si no se daba prisa llegaría tarde a la reunión de la directiva de Robotics International, como accionista mayoritaria era preciso que asistiera. Por segunda vez, y como gesto característico suyo, se pasó la mano la cabellera. ¿Por qué se estaban retrasando tanto en bajar las niñas? Y Javier ¿aún no había salido del baño?

Sin pensarlo subió las escaleras dispuesta a entrar en el dormitorio de las niñas en la planta superior y levantarlas de la cama con un buen tirón de orejas. Por regla general intentaban mantener una moderada disciplina en la casa, pero nunca permitieron que el hecho de haberlas adoptado fuera un impedimento para darles el amor y el cariño que necesitaban. Tampoco se obstinaron en echarse la culpa el uno al otro por no poder concebir, ni se empecinaron en intentar todo tipo de métodos de fertilización, no podían concebir hijos propios y eso era un hecho, por lo que de mutuo acuerdo decidieron que en el mundo habían bastante niños y niñas huérfanos a la espera de encontrar unos padres que los amaran de verdad. Pilar y Mercedes eran de distintos orígenes étnicos, y aunque hubiera podido ser una causa de problemas entre ellas, el resultado fue todo lo contrario, enriqueció su cultura y el aprecio por lo diferente.

El proceso de adopción no resultó en absoluto algo fácil y rápido, en más de una ocasión estuvieron a punto de tirar de la manta, eso era una de las cosas que más irritaba a Isabel, que los propios gobiernos no dudaban en poner trabas burocráticas a pesar de que eran conscientes de la penosa situación de las niñas en aquellos centros. Isabel se negaba en redondo a llamar a aquellos mugrientos antros con el nombre de orfanatos. Mientras subía los últimos peldaños de la escalera, rememoró la dura discusión que tuvo Javier con el embajador en la República Fragistán. Tras varios años de trámites para lograr la adopción de Mercedes les negaban el permiso de salida de la niña, alegando haber pendiente el pago de una extraña tasa o impuesto. Enfurecido dio un carpetazo en la mesa del embajador con el montón de papeles, registros, permisos y certificados que les habían exigido durante aquellos años. Cada vez más furioso se enzarzó en una retahíla de improperios que hubieran hecho enrojecer al más espabilado hasta que de golpe, y ante la impasible mirada del embajador, se le encendió la bombilla. En realidad no se trataba de la falta de liquidación de ninguna taza o impuesto, era el imprescindible pago de la correspondiente comisión o más bien soborno para el embajador, una vez arreglado ese escabroso asunto todo lo demás fueron facilidades. En dos días viajaban de regreso en compañía de la pequeña Mercedes que por aquel entonces contaba con apenas dos años.

― ¡Niñas os queréis levantar de una vez!, se está haciendo muy tarde ―repitió empezando a perder la paciencia y acelerando el paso hacia el dormitorio al final del pasillo donde desembocaba la escalera.

Al principio se sintió desconcertada aquella no era en absoluto la habitación de sus hijas, allí en el centro de la estancia solo había una cama. Sintió una fuerte punzada en la cabeza, se masajeó las sienes, no tenía tiempo para una jaqueca tenía que saber donde estaban sus hijas.

― ¡Javier! ¡Javier! ―gritó con la desesperación creciendo en ella, al salir de la habitación todo había cambiado, el aspecto del pasillo era gris y apagado, lleno de puertas que conducían a varios dormitorios idénticos del que acaba de salir. Nada de aquello podía ser real, tenía que tratarse de una pesadilla, de la que despertaría en cualquier momento. Con sumo cuidado y aferrándose con fuerza a la barandilla bajó la escalera, su cuerpo parecía estar perdiendo fuerzas a cada paso que daba. Tras una eternidad llegó al final, la confusión iba en aumento y el pánico era cada vez mayor intentó aferrarse a la única y verdadera ancla de su vida, su marido.

Se conocieron en la universidad. La enorme aulas no propiciaron que se sentaran uno junto al otro, como hubiera ocurrido en cualquier película romántica, ni se cayeron fatal para terminar enamorándose el uno del otro. Isabel observó como escuchaba con verdadero interés sus explicaciones sobre la posibilidad de la creación de auténtica inteligencia artificial. No percibió ningún atisbo de desprecio porque fuera una mujer exponiendo una investigación de alta tecnología, una que quizás cambiara el mundo entero. Sin duda, aquella falta de hipocresía en la ambarina mirada de Javier fue la que despertó aquel sentimiento de simpatía. Eso dio paso a esporádicos saludos que terminaron por transformarse en amistad y más tarde en verdadero afecto... Se habían casado un dieciséis de Abril y luego nacieron las niñas... ¡Las niñas! ¿Dónde estaban? ¿Dónde estaba Javier?

― ¡Javieeeer! ¿Dónde estás? ―su garganta se desgarró como una fina hoja de papel.

¿Qué estaba pasando? Ante ella se presentó una figura resplandeciente, envuelta en una extraña luz blanca, parecía un ángel aunque en el fondo de su ser sabía que iba a hacerle daño, aunque no percibía maldad en aquella extraña y desconocida figura.

―Isabel. Javier y tus hijas murieron hace años ―le susurró el resplandeciente ser.

― ¡Mientes!―Se volvió levantando sus arrugadas y temblorosas manos para cubrir sus lechosos ojos.

Con impotencia exigió a su cada vez más decrépito cuerpo alejarse cuanto antes del deslumbrante ángel, y allí al final del pasillo vio la puerta de atrás, de un brillante color dorado la estaba llamando, susurrándole que cruzarla era su única escapatoria a aquella locura.

No sabía por qué pero tenía la convicción de que aquel extraño ser no le impediría cruzar la puerta dorada, como si supiera de antemano lo que había tras ella.

Su delgados dedos aferraron con temor el esférico pomo de la puerta, por un instante creyó que no cedería, que estaría cerrada por el otro lado y que nunca volvería a ver a su marido ni a sus queridas hijas, las echaba tanto de menos. El instante en que cernió su débil mano en la empuñadura sintió como una ligera descarga recorría su cuerpo, una descarga rejuvenecedora. Giró el pomo y con cierto temor abrió la puerta de atrás, lo siguiente fue una cálida y reconfortante luz que la cegó y la envolvió por completo, cuando su pie derecho cruzó el umbral sintió como si un millar de suaves manos la empujaran al interior, como si la hubiesen estado esperando durante miles de años. Incluso algunas de ellas le resultaron familiares. La puerta se cerró tras ella con suavidad, sin producir ningún ruido.

***

Estaba corriendo, y aunque sus piececitos se movían con asombrosa rapidez el pasillo era casi infinito, en olor a las tostadas recién hechas le aumentó el hambre. Aunque algunas veces no lograba coordinar bien su cuerpo. Al llegar al final del pasillo Isabel se atusó el pelo, se agarró con la mano derecha a la barandilla tal y como le había enseñado su madre. Los escalones parecían enormes para sus cortas piernecitas. El recuerdo de la vez que casi se cayó rodando por ella, le hizo crecer el miedo, por lo que su mano se aferró con más fuerza a los barrotes verticales de la barandilla. El ansia por devorar aquellas tostadas con mermeladas le achuchaba cada vez más y quería bajar tan deprisa como pudiera. La imagen de su madre con el floreado delantal colocándolas en un plato de la cocina y el tazón de la leche era lo que más feliz la hacía en aquellos momentos. Bueno, eso y jugar con Manolito, le hacía gracia su cabello, parecía un cepillo, era muy divertido verle enfadarse cada vez que alguien se lo mencionaba.

Entró como un vendaval en la cocina, sobre la mesa estaban dispuestos en círculo varios platos con tostadas y en el centro de ellos el preciado tarro de mermelada, roja, lleno de las diminutas semillitas de las fresas. Con gran esfuerzo, acercó la silla que doblaba su tamaño, lo cual hacía que deseara crecer un poco más para que no le resultara tan difícil alcanzar el tarro. Se encaramó a la silla, empujándola con los pies para impulsarse sobre la mesa, estaba claro que desde el borde de la mesa nunca lo cogería. Era una de esas situaciones en las que podían ocurrir dos cosas, o lograba su objetivo y daba buena cuenta de la mermelada, sin añadidos extras como pan o una cuchara, lo mejor de la mermelada era comérsela usando los dedos, con lo cual luego vendría el castigo por su pequeña travesura, la otra opción era que su madre la pillara a gatas sobre la mesa intentando abrir el tarro, cuando era nuevo era casi imposible abrirlo, pero en aquellos momentos lo más importante era abrirlo y hartarse de mermelada.

Tuvo suerte, ya había sido abierto, lo que le permitió meter sus dedos en la gelatinosa sustancia, los introdujo en su boca todos juntos, llenos de aquella maravilla dulzona, el hechizo se interrumpió al momento por una voz.

― ¡Isabel! ¿Qué estás haciendo? ―fue un susurro que destilaba poder y fuerza.

Sabía que estaba allí, de nuevo la había encontrado, el ser resplandeciente estaba allí, frente a la puerta que comunicaba al comedor. Y no podía librarse de la sensación de que no parecía malvado, pero le haría daño, aunque no físicamente.

― ¡Mamá! ¡Mamá! ―no fue un grito, aunque en su voz temblorosa se percibía el miedo que crecía en su interior, como un pequeño remolino que aumentaba y se iba haciendo mayor.

No deseaba escuchar a aquel ser, no quería oír las “mentiras” que estaba intentando introducir en su mente, aquellos pensamientos eran feos, malos y le hacían daño. Una fuerte impotencia se fusionó con el remolino interior de aquella pobre e indefensa niña de pelo castaño. Trató de huir del desconocido dándole la espalda, y en su infantil mente destelló un recuerdo, breve, cercano, muy parecido a lo que le estaba pasando en ese momento. Como si supiera de antemano lo que pasaría miró al final de la cocina, no sabía cómo pero tenía la extraña certeza de que aquella puerta resplandeciente era su única escapatoria, sentía como la invitaba a cruzarla. Descendió de la mesa y se encaminó hacia ella. Su deseo fue correr como un relámpago, no pudo hacerlo, a cada paso se sentía más pesada.

― ¡Tus padres murieron hace mucho tiempo! ―susurró aquella imponente voz aunque dulce y melodiosa.

Sin desistir, siguió avanzando hacia la puerta de atrás, era su escapatoria, su huida de la horrible realidad en la que se estaba viendo envuelta. Su visión se estaba volviendo borrosa, cada paso era una tarea hercúlea, casi imposible de realizar, sus rodillas sonaban crujientes y sentía como si un millar de agujas se le clavaran en ellas con cada paso, con aquellas piernas cada vez más largas, delgadas, lentas y arrugadas. No entendía que le estaba pasando, y por un instante pensó que se trataba de una pesadilla, que en breve su madre oiría sus gritos y la despertaría sacándola de aquel extraño mundo. Cuando por fin alcanzó agarrar el pomo dorado y resplandeciente de la puerta de atrás, notó una descarga energética que por alguna extraña razón le resultó familiar y reconfortante.

Se volvió hacia atrás sin soltar su mano del picaporte, al otro lado del pasillo el ser desconocido le estaba sonriendo, esa sensación de bondad proveniente de él era casi abrumadora, pero no podía evitar el tenerle miedo, miedo a lo que traía consigo.

―Ese no es el camino ―sonó en su mente con una extraña fuerza y melodiosa candencia.

Isabel se atusó el pelo dos veces seguidas como hacía cada vez que se ponía más nerviosa de lo normal, giró el pomo y con suavidad, dominada de repente por una calma arrolladora abrió la puerta, al instante la luz la envolvió y su calidez le devolvió cientos, miles de recuerdos, muchos de ellos agradables, algunos tristes, adelantó su pie derecho en el umbral consciente de que no era la primera vez que lo hacía, la luz blanca la engulló y sintió una paz interior como jamás había vivido, la puerta se cerró a su espalda con suavidad.

***

La sensación de movimiento la fue despertando del sueño, a sus setenta años se dormía con frecuencia, sin embargo no es que le importara mucho, de hecho ya nada le importaba en absoluto. Sus delicadas manos se posaban sobre los reposabrazos de la silla de ruedas, todo su cuerpo era delgado y marchito como una flor seca en un jarrón sin agua. Con suavidad y mucha paciencia, pues cada movimiento de cualquier parte de su cuerpo era todo un calvario, se apartó un mechón de su ya canoso cabello. En cada ocasión que se miraba en un espejo deseaba tener las fuerzas suficientes como para romperlo en mil pedazos, con la esperanza de que aquel gesto de rebeldía fuera capaz de devolverle la juventud y los recuerdos. Todo el mundo la llamaba doctora Isabel, pero para ella, allí en esa silla de ruedas que empujaba un impasible celador, vestida con un permanente batín blanco y rodeada de desconocidos, no significaba nada el trato que le daban, a veces estaba convencida de que ese no era su nombre y se preguntaba si había sido tan joven y bella como cualquiera de todas aquellas enfermeras que no paraban de ponerle inyecciones todos los días. Odiaba las inyecciones, siempre lo había hecho, siempre... contuvo el aliento unos instantes, era cierto, nunca le gustaron las inyecciones ni cuando era una niña. Una niña. Sí…las tostadas con mermelada de fresa, le encantaba la mermelada de fresa, hundir sus dedos en ella.

Su nombre era... le rozó la memoria, y al instante se retiró como el agua de una ola al estrellarse contra la arena, estuvo allí pero se desvaneció, como todo en su vida. Algunas noches se acurrucaba, todo lo que sus constantemente doloridas articulaciones le permitían, en la cama de su habitación y la dominaba la impotencia no pudiendo evitar el lagrimeo de su ojos desgastados y lechosos.

El traqueteo de la silla se detuvo, habían llegado a su destino, aunque repetían aquel recorrido a diario, al final no recordaba para que la llevaban a aquella enorme sala llena de desconocidos, ese lugar la aterraba, era como verse reflejada en cientos de espejos, mostrándole cuerpos ancianos incapaces de valerse por sí mismos. Personas como ella misma, y le producía ansiedad ver que alguien como ella... ¡Sí! ¡Ella era Isabel Rodenas, había fundado Robotics International! ¡Ella había hecho historia! ¡La primera corporación en trabajar en el diseño de robots domésticos! ¡Ella era una luchadora, una triunfadora! ¡No era justo que acabara así olvidada en la esquina de una sala de un geriátrico cualquiera! ¡No estaba dispuesta....!

Al final de la sala, había una puerta que le resultaba extrañamente familiar, brillaba, la estaba llamando. El recuerdo de haber sido una luchadora toda su vida, le sirvió para incorporarse de la silla de ruedas con un esfuerzo sobre humano, como impulsada por un milagro y unas energías que de repente fluían por su interior dio un paso hacia allí.

― ¡Isabel que estás haciendo! ―sonó una advertencia susurrada en su mente.

Negó con la cabeza, sabía de sobra que la voz pertenecía al extraño, al ser resplandeciente. Como imbuida de la energía de un relámpago se abalanzó hacia la puerta de atrás, al tiempo que su energía interior crecía sus arrugas iban desapareciendo, su cuerpo se iba enderezando y rejuveneciendo.

― ¡Isabel no huyas de nuevo! ―le ordenó la voz del desconocido.

Tomó el pomo esférico sin dudarlo, con firmeza recibiendo con alegría aquella descarga que empezaba a resultarle conocida, familiar y agradable. La abrió y con júbilo recibió una vez más la cálida luz blanquecina que emergía desde el otro lado, cruzó el portal sin miedo, feliz de poder escapar de aquel infierno. La luz la envolvió con su paz y tranquilidad, mientras una vez más con suavidad la puerta de atrás se cerró a sus espaldas.

***

Sentada ante el espejo del tocador de su dormitorio se cepillaba sus largos cabellos color miel, el constante hormigueo no desaparecía de la boca de su estomago, se sentía estúpida por emocionarse de esa forma, ¡como si aquella fuese la primera cita que tenía! Aunque si era la primera con Javier, bueno al menos la primera de forma oficial. No sabía de dónde pero una fuerza interior, como algo desconocido la había empujado a fijarse en él, y no es que fuera un chico deslumbrante, el hecho es que fue ella la que dio el primer paso para conocerle. Pero tenía un extraño magnetismo sexual que se apoderó de ella sin siquiera intentar impedirlo, lo más curioso fue que Javier era bastante tímido, apenas hablaba, por supuesto sus amigas no comprendían como podía haberse fijado en él.

Consultó el reloj por enésima vez, ¿por qué estaría tardando tanto? Siempre era puntual, ¿le había ocurrido algo? Una punzada de angustia le perforó todo el corazón, una certeza horrible, de la que estaba huyendo constantemente, por un instante la tristeza le estrujó el corazón con las tenazas de la pena y la depresión.

Con un fuerte manotazo apartó todas aquellas sensaciones desagradables, borrándolas de nuevo, arrancándolas de su memoria, se apartó el flequillo con su gesto habitual y continuó con aquel ritual que aplacaba su espíritu, cepillándose una y otra vez su brillante ambarina y esplendorosa cabellera. Esperando que Javier, fuera a buscarla, sin duda había parado a repostar gasolina para la moto, aquella era toda una MOTO en mayúsculas, una legendaria Harley Davidson Fat Bob. Montar en aquella máquina agarrando su cintura, era lo más parecido que había sentido a estar volando, sentir el aire azotándola a gran velocidad mientras sus abrazos rodeaban con fuerza el cuerpo de Javier, el tacto de la cazadora de cuero le transmitía la seguridad con que la manejaba, en ella Javier se transformaba por completo.

― ¡Isabel! ―la voz provenía de la planta baja de la casa, ¡Por fin! ¡Javier había llegado!

Como un relámpago salió de su habitación al tiempo que recogía la rebeca, si salían de nuevo con la moto no quería pasar frío, el verano estaba acabando y por las tardes empezaba a refrescar.

Desde lo alto de la escalera vio a su amado. Joven, esbelto y con esa sonrisa que siempre la había encandilado. El hecho que no llevara la cazadora de cuero negro que tanto le gustaba no le importó demasiado, se dio cuenta del detalle, pero sin embargo lo apartó de su mente.

Todo fue cambiando en el momento que su pie derecho bajó el primer escalón, la escalera apenas tendría unos diez o quince peldaños, su velocidad de movimiento se ralentizó, su mente deseaba moverse mucho más deprisa, mas su cuerpo se negó a obedecer, sus piernas estaban cambiando, envejeciendo a cada paso, no entendía que le estaba pasando y lo más angustioso era ver que al final de la escalera veía a su esposo, joven alegre saludándola con la mano desde allí. En ese instante fue consciente de que no solo ella estaba cambiando, el edificio entero se había transformado, aquella no era su casa, aquellas paredes grises e impersonales no eran su hogar.

El final de la escalera llegó y con ese hecho también las respuestas.

― ¡Hola abuela! ―le plantó sendos besos en las flácidas y arrugadas mejillas.

La agarró por el codo y la acompañó hasta el salón donde los cansados ojos reconocieron a los demás inquilinos de la residencia.

Javier la miraba expectante, deseando hablar con ella. Isabel había abandonado la dirección de la empresa para dedicarse a cuidar de él. En el accidente en que fallecieron su marido y sus hijas también murieron los padres del chico. Lo crió como si fuera su nieto y lo llamó como su difunto esposo. Que era incapaz de ocultarle que se sentía culpable de haberla llevado a la residencia, aunque ella sabía y así se lo había dicho en más de una ocasión, que su estado de salud era delicado y requería una atención constante.

― ¿Cómo estás?

―Bueno, teniendo en cuenta que tengo setenta años no puedo quejarme, sobre todo cuando mi nieto viene a verme tan a menudo.

Una suave y diminuta lágrima asomó por el borde de sus párpados, y apretó con fuerza la mano que sujetaba la suya. Allí sentados frente a frente el tiempo pareció detenerse, la pequeña gota lagrimal empezó su recorrido por las mejillas del muchacho a una velocidad estremecedoramente lenta. Por un instante todo a su alrededor pareció contener el aliento, temerosos de romper la magia de aquel momento si alguno de ellos se atrevía a respirar. Apenas fueron unos segundos, pero para ambos fue una vida entera, una vida que habían compartido. Eran abuela y nieto, pero en realidad eran madre e hijo.

―Bueno, ¿vas a decirme que hay en la caja o tendré que abrirla yo misma? ―declaró más que preguntó, con una encantadora sonrisa en su desgastado rostro.

Javier empujo la caja hacía ella con los dedos, con suavidad.

―Es para ti, me la dieron ayer. El ayuntamiento organizó un homenaje para tí, por tu carrera como investigadora de la robótica ―sus palabras y su mirada destilaban por completo el orgullo que sentía por aquella increíble mujer, que adelantándose a todo el mundo, cuando pensar en robots domésticos era solo un sueño tuvo el valor de fundar la primera empresa dedicada a su investigación y posteriormente su construcción.

Con manos temblorosas recogió la caja y aunque la cinta roja quiso resistírsele, no aceptó de ningún modo la ayuda de su nieto, así era ella.

Al retirar la tapa de la caja, ante sus ojos apareció un medallón dorado, en el que estaba grabado su rostro, aunque mucho más joven, y rodeándolo había una inscripción, que no pudo leer pero adivinó que decía por la forma de los borrones que veía.

“Cada paso que damos, es uno menos por dar”

Levantó la vista claramente emocionada, y allí estaba de nuevo, la puerta brillante, a unos veinte metros por detrás de su nieto. Parecía una ficha gigante de domino plantada en medio del extenso jardín. Sentía como la llamaba una vez más, era como una fuerza irresistible, se quedó mirándola casi sin voluntad.

― ¿Abuela? ¿Abuela? ―allí frente a ella vio el ser brillante, el extraño que aparecía con la puerta, la voz sonaba lejana y como en un sueño. Pero por primera vez lo tuvo claro, tan solo deseó que aquel descubrimiento no se perdiera como ya se habían perdido algunos de sus recuerdos. Entonces fue cuando se aferró con todas sus fuerzas a aquella idea, notó la presión sobre su mano y vio con sosiego que era el ser brillante quien se la estaba sujetando.

***

Al ver que no respondía a sus llamamientos y temiendo que fuera a desvanecerse en uno de sus delirios del alzheimer, le agarró con fuerza la mano como si de ese modo pudiera retenerla allí, al hacerlo sintió un cosquilleo y sin saber porque volvió la cabeza siguiendo aquella mirada que parecía perdida. Y la vio, la vio con la claridad. Era una locura, pero aquella puerta dorada estaba en medio del jardín, como un monolito y sintió la fuerza que desprendía. Apretó la mano de su abuela.

―Quédate conmigo, ¡por favor!, ¡No te vayas otra vez!

Como si hubiese pronunciado el hechizo adecuado, la puerta de atrás desapareció, como si nunca hubiese estado allí. Los dedos de la mano de su abuela agarraron la suya con dulzura y al volverla a mirar, supo que seguía allí, que por esa vez no había desaparecido en el laberinto de su enfermedad.

― ¡Eras tú! ¡Llamándome! ―declaró emocionada al tiempo que se acercaba su mano y depositaba un delicado beso en su dorso.― A partir de ahora tú serás mi ancla.

―Siempre estaré contigo, incluso cuando no puedas verme o reconocerme. Has sido una madre para mí y has estado a mi lado siempre que te he necesitado. Yo también estaré al tuyo cada vez que me necesites.

Soltando la mano con delicadeza, cogió la pequeña caja y extrajo el medallón dorado ensartado en una cadena fina, abrió el diminuto cierre y rodeando el cuello de su abuela le colgó el medallón al tiempo que con voz solemne pronunciaba aquella frase que había oído tantas veces.

“Cada paso que damos, es uno menos por dar”

Okumaya devam et