MORTUSERMO: EL JUEGO DE LOS E...

By JL_Salazar

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Las reglas del juego son muy sencillas, recitarás en latín el conjuro inicial, esparcirás tu sangre sobre la... More

REGLAS DEL JUEGO
PRELUDIO
PRIMERA PARTE
1. EL COMIENZO
2. ENTRÉGOME A TI
3. EL BESO DEL ESPÍRITU
4. DESPERTAR
5. TU VOZ ENTRE LAS SOMBRAS
6. LA IDENTIDAD DEL ESPÍRITU NEGRO
7. LA MIRADA DEL ÁNGEL
8. PADRE MORT
9. SENTIMIENTOS EN BATALLA
10. INVOCACIÓN
11. PRINCESA DE LA MUERTE
SEGUNDA PARTE
12. EN LA CASONA BASTERRICA
13. INCONVENIENTES
14. CASTIGADOS
15. LA SANTA INQUISICIÓN
16. DÉJAME ENTRAR
17. MELODÍA NOCTURNA
18. ANANZIEL
19. EN LA FIESTA DE GRADUACIÓN
20. LA APARICIÓN DEL ÁNGEL
21. NUEVOS ESTRATAGEMAS
22. ARTILUGIOS
23. EN EL BORDE DE LA TORRE
25. RECUERDOS PERDIDOS
26. BESOS DE SANGRE
27. VENENO, DOLOR Y PARTIDA
28. EL COMIENZO DE UNA NOCHE ETERNA
TERCERA PARTE
29. ENTRE LAS LLAMAS Y LA MELANCOLÍA
30. ESPÍRITUS GUERREROS
31. GRIGORI
32. LA HERMANDAD DEL MORTUSERMO
33. EN EL EXPIATORIO
34. EL LAMENTO DEL ÁNGEL
35. NUEVO COMIENZO
EPÍLOGO
AGRADECIMIENTOS

24. DELIRIOS

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By JL_Salazar


Envuelto de arriba abajo en una repentina fumarola negra y espesa que surgió de la nada, Alfaíth desapareció ante mis ojos con un sonido semejante al de un iracundo ventarrón. El aullido de un lobo se oyó en la lejanía y repercutió entre los mansos vientos de la noche. No fue hasta que oí el rumor de los gemidos de mi Liberante que conseguí librarme de mi estado de estupefacción.

Portando el cuerpo de Joaquín, Briamzaius estaba desnudo en el centro del campanario, y cuando mis ojos lo visualizaron noté que había caído de rodillas en el suelo. Se obviaba el hecho de que al regenerarse en cuerpo y alma sus vestiduras no habían sido favorecidas, por eso su piel estaba al descubierto aun si las sombras lograban medio ocultarlo. Con el corazón en vilo me aproximé hasta él para saber la causa de su desvanecimiento, y cuál sería mi sorpresa al descubrir que su piel blanquecina no sólo se había rasgado, sino que la tenía recubierta como por cientos de telarañas de sangre desde la cara hasta los talones de los pies.

—¡Zaius! —grité horrorizada, tambaleándome por la impresión—. ¡Zaius!

—Estaré bien, estaré... bien —repitió entre jadeos de dolor con la mirada gacha.

Me apronté a tomarlo de las mejillas ensangrentadas, no obstante, las retiré inmediatamente temiendo lastimar sus heridas.

—¿Por qué tu piel está curtida? ¿Por qué estás sangrando por todos lados?

Entonces, cuando sus ojos se hospedaron en los míos, descubrí que sus lentes de contacto de color café también se habían desintegrado. Ahora un par de luceros eléctricos de color azul brillaban entre la bruma. Eran tan hermosos que por un momento me olvidé de sus heridas y me perdí en su mirada.

—Vete, por favor —me suplicó, sacándome de mi ensimismamiento.

—¿Qué? —me sorprendí ante su petición—. ¿Cómo voy a dejarte así? Más bien dime cómo puedo ayudarte ahora.

Volvió a jadear y finalmente consiguió sentarse sobre el pavimento. Me acerqué a él.

—Antes de morir yo tenía facultades —musitó, y noté cuán difícil le era fingir que no tenía dolores en su afán de evitarme mortificación—, y para poder preservar la vida de este buen muchacho, evitando que su cuerpo muriera cayendo desde el campanario, traté de forjar un conjuro de desintegración corporal. Debí de haber previsto que mi poder en este cuerpo no estaba en su cénit. Aun si lo conseguí... no logré regenerarme con limpieza, pero conseguí salvarlo. Siento dolor en mis órganos, pero no es nada que el Creador no pueda curar.

—¡Pero Zaius, tu sangre... tu piel!

Vi entre la sombras la pálida textura de su desnudez, y aun si estaba embardunado por los hilos de sangre, su belleza jamás desmejoró. Me parecía inaudito que la hermosura de mi ángel estuviese teniendo efecto sobre el antiguo cuerpo de Joaquín... ¡Dios mío!

—La misa está por concluir —susurró ahogando un lamento—, debes de volver. A tu madre y amigos les dije que estarías ayudando en la cocina de la casa pastoral para la cena que ofrecerá el vicario Mireles a los... sacerdotes invitados. Ahora márchate y recibe el aceite bendito que Rigoberto te entregará. Te lo untarás en los parpados y te harás la señal de la cruz justo en tu corazón.

—¡Zaius, quiero quedarme contigo...!

—Santigua con agua bendita a tu madre y a tu padre y oblígalos a portar los escapularios de protección que yo mismo fabriqué esta mañana. Están en el buró de mi cuarto en la Casa de Pastoral, hazte de ellos y repártelos entre el Guardián, los Intercesores, y tus padres. No olvides conservar uno para ti. El mal está fecundando sobre esta ciudad, bendita, y hay agentes Inquisidores que podrían enviar reclutadores a la ciudad si descubren que ustedes poseen dones sobrenaturales. He ahí la razón del aceite bendito y la importancia de que lo unten sobre los parpados y corazón, esto impedirá que los Inquisidores vean en ustedes cualquier signo sobrenatural, y los escapularios, a su vez, repelerán las maldiciones que los demonios y espíritus malignos les arrojen.

Me quedé de rodillas mirando su desfigurado semblante sin decir nada. Estaba claro que Zaius no dejaría que me quedara con él por más que le insistiera.

—Oí la conversación que tuviste con Alfaíth, aun si estaba preso en mi lamentable estado de aturdimiento que él me provocó cuando yo venía de regreso —me explicó con los ojos cerrados—. Él quiere desposarse de ti porque de ese modo tendrá dominio total sobre tu espíritu.

—¡Eso es exactamente lo que yo no he logrado comprender todavía! —confesé angustiada—. ¿Cuál es su propósito respecto al querer casarse conmigo?

—En las congregaciones satánicas existen diversos significados, y puesto que Alfaíth es el sacerdote rojo de la orden de Balám (así es como llaman a su líder), asumo que pretende casarse con una señorita virgen como tú de espíritu afable y bondadoso, según los protocolos que la secta misma dispone, como una ofensa dedicada al Creador, ya que al tomar a una virgen como esposa, su único deseo es corromper la pureza de su creación. Es horrible... verdaderamente execrable —se lamentó agitando la cabeza—. Si Alfaíth te tomase como su esposa no sólo abusaría de ti en todos los sentidos que la misma palabra traduce, sino que te entregaría a cada uno de los miembros de la misma orden para que mancillaran y ultrajaran tu cuerpo y espíritu hasta que quedaras en la ignominia. La sangre de tu deshonra la extenderían por todo tu cuerpo desnudo y finalmente dedicarían tu sacrificio al demonio al que le son devotos. A este asqueroso ritual le llaman el festín de la virgen roja y, según sé, en medio del abominable festín el mismísimo Balám se presenta ante ellos para otorgarles poder como agradecimiento por la blasfemia ofrecida para él.

—¡Dios mío! —vociferé estremecida, sintiendo que los músculos de mi cara se tensaban ante semejante asquerosidad—. ¿Qué puedo hacer para librarme de tal salvajada?

—Por lo pronto estás bajo la protección de tus padres, bendita —me animó con una media sonrisa—. Hasta cierta edad los seres humanos mantienen un vínculo inquebrantable con sus progenitores que no se rompe hasta determinado momento de su vida. Por lo tanto, Alfaíth no puede disponer de ti como quisiera. Aunque hiciera el festín de la virgen roja, el efecto de éste no será el mismo si no eres entregada a él por al menos uno de tus padres.

—¿Quieres decir que para que él pueda disponer de mí a su voluntad al menos uno de mis progenitores debe de entregarme? —me esperancé momentáneamente.

Asintió con la cabeza.

Obvio mi madre jamás lo haría... pero mi padre... ¡oh, Dios mío! Él tenía la certeza de que Artemio Pichardo (o más bien Alfaíth) era más puro y casto que san Pedro mismo.

—¿Alfaíth podría obligarlos a entregarme por medio de brujería?

—A menos que uno de tus padres no te entregase por su propia voluntad, ninguna otra estratagema funcionará. O al menos no para los fines que nuestro enemigo pretende.

Una taimada idea me sobrevino a la mente al preguntarme si Alfaíth perdería interés sobre mí (en relación a tomarme como su esposa), si yo... dejara de ser virgen. Por un momento Ricardo Montoya apareció en mis pecaminosos pensamientos, no obstante, avergonzada, sacudí la cabeza para serenarme y preguntar una nueva duda a mi Liberante:

—¿Él lo sabe? ¿Alfaíth descubrió quién eres tú?

—Quizá —admitió Zaius pesaroso—, estoy convencido de que está asustado, por eso debemos de estar alertas, pues el enemigo nunca es tan peligroso como cuando tiene miedo.

—¿Prometes que estarás bien, Zaius? —le pregunté, reclinándome sobre él.

—Lo estaré —me dijo antes de que me instara a marcharme.

—¿Cuánto tiempo estarás aquí, en la tierra? —quise saber con tristeza.

Él sacudió la cabeza, y con ello me dio a entender que podría desaparecer en cualquier momento. Me contuve de no preguntarle sobre la misión que le había designado el Mortusermo, y en lugar de eso me dispuse a mirarlo con devoción.

—Sofía —murmuró, enterrando sus refulgentes zafiros sobre mis ojos—, creo que... una de las razones por las que fui enviado a esta tierra de los vivos fue para debilitarte.

—¿Debilitarme? —susurré en una retahíla de dudas.

—Me estoy alimentando del poderoso afecto que sientes hacia mí —confesó con un hilo en la voz. Me pareció que sus ojos se ponían vidriosos—. Te ruego que no me quieras.

—¿Cómo haría algo así? —prorrumpí herida.

—Es que no tendría sentido que lo hicieras.

—Lo que no tiene sentido es que yo dejara de hacerlo, el dejar de quererte. ¡Siento que... tú eres mi vida!

—Misma vida que perderás si me sigues alimentando con tu afecto —dijo, como si se odiase así mismo—. Entre más me quieras y estés cerca de mí... más debilitado quedará tu espíritu. Si tu espíritu está débil no sólo fracasarás en las contiendas finales, sino que... podrías morir.

«Las cosas siempre suelen complicarse», recordé las reglas del juego.

—¿Así que era eso? —murmuré, absteniéndome de abalanzarme sobre él y no soltarlo nunca—. El Mortusermo me lo advirtió... dijo que no me enamora...

Pero no pude concluir la última palabra. Era una palabra fuerte... dura.

—¿Puedes comprenderlo, Excimiente mía? —me dijo con voz entrecortada—. Es la tercera vez que nos vemos y tú dices... sentir un poderoso afecto hacia mí. ¡Es imposible!

—¿Crees que el juego me ha intensificado mis emociones respecto a ti para debilitarme?

—Te lo reitero, mujer de vivos, tu afecto alimenta mi espíritu y, entre más lo haga, el tuyo poco a poco se marchitará hasta extinguirse.

Me quedé mirándolo por un breve intervalo antes de comprender lo que eso significaba. ¿Cómo ordenar a mis latidos que no palpitaran por él? Más bien, ¿cómo podía haberme enamorado de él de buenas a primeras? ¿Realmente el Mortusermo había sido capaz de provocarme tal efecto? ¿O en verdad la dulzura y benignidad de mi ángel me habían hecho amarlo aún si apenas lo conocía?

—Zaius... —musité con un nudo en la garganta antes de levantar mi bolso y decidir huir de su presencia sin despedirme.

Ni siquiera lo miré cuando descendí por la escalinata de piedra con un tropel de sentimientos encontrados. Me dirigí a la Casa de Pastoral y posteriormente a su cuarto como él me lo había mandando. Hurgué en su buró y extraje un puñado de preciosos escapularios rojos de tela de seda (de las que pendían cruces de plata), en cuyo largo tenía escrito a mano una oración en latín de protección con tinta blanca. Los guardé, en el interior de mi bolso, más debajo de donde llevaba mi cruz estaca, y salí de la Casa de Pastoral justo cuando la feligresía abandonaba el recinto religioso.

Un poco más serenada, mas no lo suficiente para aplacar mis latidos, me encontré con mi madre en el atrio, que conversaba con la señora Margarita Gutiérrez, coordinadora de las catequistas de la zona pastoral, y le solicité que comprara churros azucarados para obsequiarlos a Nachito. Mientras ella se dirigía al puesto eché un vistazo hacia el campanario y no pude evitar sentirme desosegada.

Desvié la vista hacia el interior de la capellanía en busca de mis amigos y de repente recordé el fogonazo invisible que me había impedido la entrada. Me lamenté no haberle pedido una teoría a mi Liberante sobre este hecho antes de que comenzásemos a hablar de «distancias» entre él y yo y me abracé a mi misma para suavizar la frialdad de la nocturna.

Cuando mi madre volvió con la bolsa de churros noté que también me había comprado uno de mis postres favoritos; nada menos que una redonda y suculenta palanqueta de nuez, hecha a base de azúcar y nueces por mitad que no dudé en mordisquear, embelesada. Me alegró que le hubiesen puesto chocolate fundido sobre sí.

—Para que te endulces un poco la vida, mi bella muchacha —murmuró acariciándome las mejillas—. Lleva el regalo a tu amiguito mientras yo te espero en la banquita de enfrente. Necesito sentir un poco de viento.

A la sazón encontré a Rigoberto León y a Estrella Basterrica sentados en la banca blanca en la que habíamos estado antes. ¿Dónde estaba Ric? Nachito, por su parte, jugaba con tres palomas que revoloteaban sobre su cabeza a dos metros de mis amigos. Me dirigí a él y, tras un beso que le di en su frente, deposité en sus manos la bolsa de churros. Nachito comenzó a dar saltos de alegría cuando descubrió lo que había dentro y no dudó en darme las gracias con sincera alegría.

—¡Mira, Rigo —le gritó a su hermano enseñándole la bolsa, jubiloso—, tu chica ojitos me regaló churros azucarados!

Rigo y Estrella al escuchar los gritos del pequeño se levantaron de la banca y se aproximaron a nosotros. Cuando Rigo vio lo que le había regalado a su hermano se quedó tan paralizado como una figura de piedra. Inmutado por la sorpresa fijó su vista sobre mi rostro con nostalgia, y casi me pareció ver que sus ojos se humedecían.

—Ojitos... —murmuró con la voz entrecortada.

—También hay para ti —le dije sonriendo—: hay churros de chocolate.

¿Cómo olvidar que había arriesgado su vida para defenderme de Dafrosia y Eírbo cuando no había tenido obligación alguna?

—Te prometo que el sábado que me paguen... —comenzó a decir atropelladamente.

—Ni siquiera lo digas —me permití cortarlo de inmediato—, es un regalo.

—¿Es... por lástima...? —preguntó repentinamente—. Si es por eso...

—¡Aplausos! —interrumpió Estrella mirándolo con aversión, poniéndose las manos en la cintura—. ¡Sacrificar tus neuronas para decir imbecilidades no debe de resultarte sencillo, ¿verdad?! —Rigo la miró con desdén, apretando los dientes—. ¿Vas a hacerle este desplante a Sofía poniéndote en tu papel de diva orgullosa?

Rigo se disculpó conmigo dándome un fuerte abrazo que, como era costumbre, me sacó todo el aire. Minutos después, Rigo me entregó el frasco de aceite bendito que me correspondía y yo hice lo propio con los escapularios, entregándole también uno a Estrella y otro para que se lo diera a Ric cuando lo viera. Y apropósito de su ausencia;

—¿Dónde está Ric?

Pero ninguno me supo dar razón. Apenas pudieron decirme que cuando Ric notó mi ausencia había salido de la iglesia quizá para buscarme. Así pues, nos despedimos, prometiéndonos vernos después. Mi madre y yo retornamos a casa bajo la protección de las tinieblas. Ni siquiera cuando me terminé la palanqueta de nuez mi preocupación por el paradero de mi Guardián cesó. Sin embargo, algo sumamente insólito ocurrió cuando abrí la puerta de mi habitación.

—Por enésima vez te digo que debes mandar reforzar los cerrojos de la puerta de tu balcón —murmuró Ricardo Montoya, que estaba sentado en la alfombra con las piernas cruzadas y su mirada enfilada en mi dirección.

Si no grité fue porque sabía que habría matado del susto a mi madre. En lugar de eso me llevé las manos a la boca para ahogar un estridente gemido y luego le espeté, con una expresión severa sobre él:

—¿Qué habría pasado si mi madre hubiese entrado al cuarto en mi lugar?

—Buenas noches, Sof, a mí también me da mucho gusto verte —ironizó torciendo un gesto—. Esos no son los modales con los que una anfitriona debería de recibir a sus invitados.

—Buenas noches, Ric —saludé de mala gana—, ¿puedes explicarme qué haces aquí? Y yo no soy tu anfitriona puesto que prácticamente tú estás aquí en calidad de delincuente. ¿En qué estabas pensando cuando se te ocurrió entrar a mi recamara como un ladrón?

—En ti, lógico —dijo, trazando una sonrisa torcida—, y como buen ladrón pretendía robarte.

Suspiré un tanto airada y dejé caer mi bolso en el suelo para cerrar la puerta de mi habitación echándole seguro. Luego me crucé de brazos y, esforzándome por adoptar una inhóspita expresión, le clavé mi mirada.

—Está bien, me invité solito —confesó en un susurro, encogiéndose de hombros con la inocencia de un chiquillo al que han descubierto en una travesura—. Nena, te debo una explicación sobre lo que ocurrió... ya sabes... y dado que sabía que te resistirías a salir conmigo simplifiqué las cosas viniendo yo mismo hasta ti. Ya has oído al profesor Romualdo, hay que optimizar tiempos. Vamos, chica, quita esa cara, ¿vas a decirme que te da miedo estar a solas conmigo cuando, literalmente, ya hasta dormimos juntos?

—¡Ricardo! —bramé pensando en lo que habría ocurrido si alguien más hubiese oído aquello. Entonces vi una botella de tequila casi vacía junto a él—. ¿Estás borracho?

Me respondió dando un trago al tequila desde la botella y, para finalizar su proeza, se relamió sus gruesos labios con su húmeda lengua.

—Si querías disculparte por lo que ocurrió ayer en la fiesta podrías haberlo hecho en el atrio de la capellanía, cuando la misa terminó —me quejé, fingiendo no haber visto su incitante ademán. Me alegró que las penumbras hubiesen ocultado el rubor de mis mejillas—. No había necesidad de que vinieras hasta aquí.

—Primeramente, permíteme aclararte que yo no me quiero disculpar por lo que pasó ayer en la fiesta —admitió, y mi corazón comenzó a latir desesperado—, quiero disculparme por lo de hoy, por intentar interferir en tu vida con lo de... tu padre. Prácticamente estoy entrometiéndome y...

—¿No te disculpas por lo de ayer, dices? —pregunté con incredulidad.

¿Era posible semejante cinismo?

—¿Qué maldad hice ayer para que ahora tenga que disculparme? —preguntó con el entrecejo encontrado.

—¡Me besaste, Ric! —Me sentí estúpida recordándoselo. ¿O acaso tal eventualidad había sido tan indiferente para él que ahora la desmeritaba?

—¿Se te cayeron los labios, acaso? —se defendió sin alzar la voz, con las cejas enarcadas—. ¿Cuál es el crimen, entonces? Lo que pasó entre nosotros lo deseábamos ambos, no lo niegues. Tú me deseabas, yo te deseaba y... las cosas se dieron. ¡Vamos, Sof, sólo te besé, no te violé! Además, según entendí al notar que no ponías resistencia, el beso te estaba gustando.

La ira, que pocas veces había sido propia de mí, me quemó la garganta.

—Sof —prosiguió con una sonrisa—. ¿En verdad tan puritana eres en los temas sexuales y sus derivados que te molesta que...?

—Ser educada y conservadora no me hace ignorante ni estúpida respecto a los temas sexuales —lo interrumpí—. Me siento un poco incómoda hablando sobre ello, pero es diferente. Sé qué es un pene y una vagina, y conozco a detalle la función de cada uno de ellos, ¿de acuerdo?

Ricardo Montoya proyectó una carcajada que me encorajinó más.

—Si eso era todo, puedes retirarte, Ric —le dije ofendida, dando su visita por terminada—, dado que no pretendes disculparte por lo que ocurrió ayer...

—Sigo sin entender qué fue lo que hice ayer para que deba disculparme ahora. Disculparme sería tanto como arrepentirme de un suceso y, te aseguro, que de lo único que me arrepiento es de no haberte vuelto a besar, de haberme ido así de manera tan impulsiva, de no haberte bebido completa. Pero es que de repente tuve la sensación de que me estaba aprovechando de... tu inocencia. Pero no me arrepiento, Sof, ¿lo sabes? No me arrepiento en absoluto, al contrario, ahora te me antojas más...

Tuve que suspirar muy hondo para evitar romperle la botella vacía en su cabeza.

—Supongo que para alguien como tú no es motivo de arrepentimiento besar a una chica y posteriormente dejarla sola e ir a besar a otra... ¿no? —Hice un verdadero esfuerzo para que no se quebrara mi voz.

—Ah —musitó cuando entendió a lo que me refería. Creí ver que palidecía por primera vez desde que iniciásemos tan infortunada conversación.

Cuando se puso de pie noté que no se tambaleaba, aunque era obvio que tampoco podría decirse que estaba en sus cinco sentidos.

—Sofía... en ese caso...

—En ese caso ya no sirven tus disculpas vacías —le dije, todavía situada a tres pasos de la puerta—. Me sentí herida, ¿comprendes? Por suerte con el tiempo he aprendido que las cicatrices sirven para recordarte cuan fuerte eres. ¿Y sabes qué? Ahora que lo pienso, creo ni siquiera tú tienes la culpa de lo que pasó ayer ni de mi malestar. Yo soy la responsable de mis actos, después de todo. Pero el problema de la ingenuidad es que nunca sabes cuándo no entregar un sentimiento a la persona equivocada.

—¿Quieres decir que tú... estás enamorada de m...?

—¡No! —lo interrumpí de inmediato—. A pesar de ser ingenua yo no soy de las que cree en amores repentinos. Eres muy guapo, Ricardo, y lo peor de todo es que tú lo sabes, y al ser consciente de ello manipulas las hormonas y sentimientos de las chicas de tu entorno para utilizarlas y aprovecharte de ellas. —Y tristemente recordé las advertencias que me había hecho Estrella con antelación respecto a las mañas que tenía Ric—. Pero una cosa sí te digo, yo perdí la dignidad al dejarme besar por ti aun si sabía que solo jugabas conmigo: sin embargo, tú perdiste mi admiración y respeto por la misma razón.

Ric jadeó, quizá sorprendido. Su sonrisa había desaparecido de su semblante

—Mi padre me crió para depender de él —proseguí—, para hacerme creer que no podía valerme por mí misma. Me infundió miedo a las personas, a la vida misma. Y mi error fue creer que él tenía razón. Crecí con la idea de que la mujer debía de ser sumisa al hombre, que le debía obediencia. En apenas unas cuantas experiencias he descubierto que no es verdad. Ahora quiero ser una mujer que no dependa de nadie, Ric, ni siquiera del destino. Sólo conocía el mundo a través de mis libros... pero ahora quiero conocerlo a través de mis propias experiencias. Quiero equivocarme y aprender de mis propios errores. No quiero ser la pieza a la que muevan en el tablero. Quiero ser yo misma quien se traslade de casilla en casilla por mi propia voluntad. Si sufro o fracaso al menos sabré que fueron mis propias elecciones las que me llevaron a ello y no las de otros. Tal vez Dios ya tenga el libro de mi vida consigo, pero quiero ser yo la pluma y la tinta que escriba mi destino.

Ric había quedado perplejo ante mis repentinas palabras.

—Veo que has madurado en las últimas semanas —atinó a decir—. Te juro que te admiro. —Noté que estaba contrariado.

—No quiero tu admiración, quiero tu respeto. Por ser admirada perdí la dignidad.

—¡Sofía lo lamento, en serio! —elevó la voz desesperado.

—No sé quién era ayer —continué—, pero sí sé quién quiero ser mañana. O al menos lucho por saberlo. Aprendí también que quien camina sin tener un destino tiende a perderse en el trayecto. Yo viví perdida durante diecisiete años y ahora quiero encontrar mi propio camino. Ricardo, gracias a que te encontré en mis caminos descubrí que estaba siguiendo las veredas equivocadas, por eso te pido que te marches, porque quiero seguir avanzando. Mi vida de por sí ya está patas arriba como para que vengas tú y me perturbes más. ¡Ya no tengo la intención de tolerar a nadie cuyo único propósito sea el de jugar con mis sentimientos! Sé que estoy siendo dramática, lo sé, y tú dirás, ¿sólo por un maldito beso? Pues no se trata solo del "maldito beso", sino de que tú me lo diste. ¡Tú! ¡Mi amigo, mi Guardián! ¡Mi primer beso como humana!

Su repentina expresión fue la de alguien que no daba crédito a lo que escuchaba. ¿Cómo explicarle que las mujeres éramos más emocionales?

—Sof, te he dicho que fue por tu inocencia por la que me retiré. No pensé que fuera afectarte tanto, pero tan poco fue ese mi propósito. Creí que... ambos lo disfrutaríamos. Yo lo disfruté. ¿Y sabes qué pienso? Que estás siendo demasiado dura conmigo.

—La vida se ha ensañado más conmigo, y no por eso le guardo rencor. Ahora vete.

—¿Me estás echando así nada más? —me dijo sorprendido, casi podría decirse que furioso—. ¿Sabes que si insistes en que me vaya aceptaré tu palabra y jamás volveré a hablarte? ¿Eso quieres?, ¿que se rompa nuestra amistad por algo tan ridículo como esto?

—El chantaje es uno de los principales indicios de las personas manipuladoras.

—¡Puta madre! —exclamó colerizado, lanzando la botella vacía contra mi cama—. ¡No te estoy chantajeando, te estoy diciendo que me están doliendo tus palabras!

—¡Ricardo por favor! Entiende que yo no quiero ser uno más de tus trofeos. ¡Sólo quiero saber por qué actúas así conmigo! Eres tan impreciso en tus reacciones me te juro que me vuelves loca. Sí, más loca de lo que no he estado nunca.

—¿Es que tú no lo entiendes? —exclamó con los ojos enrojecidos—. ¡Yo también la estoy pasando mal! ¡Mierda, Sofía! ¡Maté a un ser humano! ¿Te das cuenta? ¡Por mi culpa el imbécil de Artemio Pichardo se murió! ¿Crees que he podido dormir tranquilo por las noches? ¡No, no lo he hecho! ¡Todo el tiempo pienso en ello, en lo cruel que fui! Quería librarte de él y no medí las consecuencias de mis actos y... y ahora... Creí que podía contar contigo. Porque tú eres... tan diferente a las demás. Creí que podrías comprenderme...

—¡Ric, yo...!

No había contado con que tal remordimiento lo aquejara tanto. Aunque tampoco dimensioné lo suficiente para saber si aquella culpa que sentía era motivo suficiente para justificar sus acciones.

—No me eches, amor, por favor —me suplicó con el susurro más cariñoso que le había oído nunca. Y entonces se acercó a mí y depositó sus manos en cada una de mis mejillas. Sus palmas eran cálidas, y más lo fueron cuando comenzaron a frotarme con delicadeza.

—Ric... me confundes demasiado —reiteré, sin poder concentrarme en el resto de mis palabras por la irradiación que me trasmitían sus hermosos ojos verdes.

—¿No te gusto ni un poco? —me preguntó con la misma profundidad.

—Sí... sí... eres... muy atractivo, bastante guapo... diría yo ¡Cielos santos! —me agité—. Pero si te lo acabo de decir. Pero Ric, no me mires así, te lo ruego, tus ojos... me roban el juicio.

—¿Entonces por qué no me quieres? —volvió a preguntarme como si no hubiese escuchado mi petición. Su voz ahora había sido más ronca y baja que antes, y su mirada comenzó a arder.

—C-laro que te qu-iero —tartamudeé cuando me acercó su rostro más de lo debido.

—¿Cuánto me quieres? —Ahora su tono casi fue un murmullo.

—Mucho.

—Defíneme mucho.

—Demasiado.

—¿Tanto como para perdonarme? ¿Verdad que ya no me guardas rencor?

—No te guardo rencor, ya te perdoné —dije casi sin aliento, sobre todo al sentir su peligrosa cercanía—. Ric, necesito... que te sientes. —En realidad habría querido decirle «que te alejes de mis labios» pero no quise sonar cruel. Y en el fondo tampoco quería realmente que se apartara de mí.

—Sofía... —Su nariz estaba justo en mi frente, me olfateaba como un animal salvaje que está reconociendo a su presa—. Jamás vuelvas a insinuar que me aparte de ti, ¿va? Soy tu Guardián... y voy a protegerte... siempre, ¿oíste mi niña?

—Ric no... —balbucí cuando aspiré el delirante aliento de su boca—. Ric...

Tanto estaba retrocediendo como efecto de cada una de sus palabras que no supe en qué momento mi espalda chocó contra la puerta de mi habitación y sus manos aprisionaron mis muñecas cual grilletes extendiéndolas a lo largo de mis costados, de manera que quedé en forma de cruz. Él era fuerte, tan fuerte como para impedir que mi cuerpo lo repeliera. De un momento a otro enterró su cabeza en mi cuello y a su tacto mi piel pareció estallar. Y entonces sentí miedo. Miedo por la sublime sensación que estaba sintiendo y que contribuía a que un fuego despertara en mis entrañas.

—Eres tan hermosa, mi amor —gruñó mientras me mordía con suavidad—, tan bella y tan suave... ¡Me vuelves loquito, preciosa! —Una parte de mí, la menos fuerte, quería separarse de él, pero no podía—. No temas a mi cercanía, teme mejor a mi distancia —me suplicó—. Ahora quédate quieta.

De todos modos habría sido imposible mover un solo pelo dado que estaba atrapada bajo el irreal efecto de su tóxico calor. Sus caricias me solazaban a tal extremo que parecían estar llevándome a lo más recóndito de un ensueño indiscernible.

Las mejillas me ardían, las manos me sudaban y las piernas comenzaban a temblarme; y temblaron aún más cuando sus anchas manos se apoderaron de ellas y las recorrieron devotamente hasta el declive de mis asentaderas. Al fin mis muñecas estaban libres, sin embargo, permanecieron donde mismo, como crucificadas por mi propia locura. No pude evitar sentir una fuerte vibración en el cuerpo cuando un húmedo cosquilleo vagó con frenesí por cada parte de mi cuello. Era su lengua la que lo estaba provocando, una lengua extrañamente mojada: me lamía con tal fervor que parecía quererme derretir.

De repente un ronco jadeo procedente de su pecho rompió el silencio, uno que sólo había sido interrumpido anteriormente por el palpitar frecuente de mi corazón enaltecido. A la par, un segundo gemido, esta vez de mi garganta, escapó a voluntad por entre mis temblorosos labios, chocando sutilmente con la tórrida atmósfera que nos arropaba.

Entonces ascendió su cabeza, sin privarse de humedecerme a su paso, hasta que llegó a una altura apropiada como para atrapar mi boca, y ahí sus gruesos labios se estacionaron y se deslizaron sobre los míos con la impaciencia con que lo haría un león. Y su bramido se convirtió en un ardiente beso, y la intensidad de sus movimientos me recordó el color del fuego. No caí en cuenta de lo que estábamos haciendo hasta que noté su calor corporal impregnarse sobre el mío. Y es que Ricardo Montoya ya se había desabotonado su camisa y ahora pretendía sacársela de su poderoso cuerpo.

—¡Basta! —exclamé con un seco bufido—.¡Para! ¡Para!

Allí me sacudí con la mayor fuerza de voluntad que pude. Y escapé de la prisión de sus brazos pasando mi cabeza por debajo de uno de ellos. Corrí agitadamente hasta el otro extremo de mi habitación y sin dar crédito a lo que había sucedido respiré a profundidad.

—Sof... —dijo Ric, mirándome desde su lugar con los ojos entornados, enfebrecidos, hambrientos.

—Vete —musité con el corazón ardiéndome, ansiosa porque se quedara—. ¡Vete!

Esta vez Ricardo sólo atinó a contemplarme mientras se abastecía de oxigeno. Posteriormente se sacudió el pelo agitando la cabeza y, sin abotonarse la camisa, recogió su saco y atravesó la habitación con presteza hasta la puerta del balcón. En ese lugar se detuvo, cauteloso, y luego volteó hacia donde yo estaba para decirme, antes de marcharse:

—Sé que pronto entenderás que tú eres mía.

Cabe destacar que aquella noche me resultó casi imposible conciliar el sueño.

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¡Gracias por dejarme sus comentarios! ¡Son geniales!

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