23:29 hs, un frío lunes feriado se encontraba con mi cabeza que estaba un poco aturdida por el insomnio y el ruido de las noches anteriores... el ruido de las amistades eufóricas, que más se hacía notar ante la soledad del frívolo feriado.
Unos mates, charlas de mujeres, amigos, de la vida en general habían coloreado un poco la tarde. Pero cual pintura de acuarelas ante la lluvia, quedó el lienzo del lunes feriado, incoloro sin saber qué transmitir; llegando a no ser siquiera una brisa de arte abstracta.
Cuerdas vibrando sobre una caja de madera dan armonía al alma, quién diría tal ironía, que una guitarra triste y nostálgica sea la mismísima representación de la mujer, cuán inexplicable es que ambas generen lo mismo, tristeza, alegría, paz, amor, deseo, sueños.
Pensamientos intentan explicar por qué, al menos en mí, la serenidad llega abrazada, tan íntima, de los suspiros, la nostalgia y con las ganas de sentir el roce de la piel, que no puede escapar de su erizada necesidad de sentir otra igual; de ver y sentir calmar y navegar hacia el sueño profundo a nuestra compañía, entre nuestros brazos, bajo unas colchas y sábanas que mucho han de callar.
Sensaciones intransferibles al alfabeto, lápices o pinceles. Por la cabeza, que mucho no comprende, atraviesan una que otra emoción, quien se abstiene a traducir: el corazón.
Se torna un poco más indescriptible el sentir percibido ante el cierre de ojos y apertura del alma al escuchar el amor que nos entrega la guitarra.
Más indescriptible aún son las ganas que me acechan de poseer en mi mano izquierda un vaso de gran diámetro y no tanta altura, obvio, repleto un añejo escocés.
¿Cómo puede una guitarra al sonar tanto hacer pensar y carburar? Otra de las incertidumbres que, si bien es cierto, pocos buscan resolver pero aún nadie ha logrado hallar.