MORTUSERMO: EL JUEGO DE LOS E...

By JL_Salazar

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Las reglas del juego son muy sencillas, recitarás en latín el conjuro inicial, esparcirás tu sangre sobre la... More

REGLAS DEL JUEGO
PRELUDIO
PRIMERA PARTE
1. EL COMIENZO
2. ENTRÉGOME A TI
3. EL BESO DEL ESPÍRITU
4. DESPERTAR
5. TU VOZ ENTRE LAS SOMBRAS
6. LA IDENTIDAD DEL ESPÍRITU NEGRO
7. LA MIRADA DEL ÁNGEL
8. PADRE MORT
9. SENTIMIENTOS EN BATALLA
10. INVOCACIÓN
11. PRINCESA DE LA MUERTE
SEGUNDA PARTE
12. EN LA CASONA BASTERRICA
13. INCONVENIENTES
14. CASTIGADOS
15. LA SANTA INQUISICIÓN
16. DÉJAME ENTRAR
17. MELODÍA NOCTURNA
18. ANANZIEL
19. EN LA FIESTA DE GRADUACIÓN
21. NUEVOS ESTRATAGEMAS
22. ARTILUGIOS
23. EN EL BORDE DE LA TORRE
24. DELIRIOS
25. RECUERDOS PERDIDOS
26. BESOS DE SANGRE
27. VENENO, DOLOR Y PARTIDA
28. EL COMIENZO DE UNA NOCHE ETERNA
TERCERA PARTE
29. ENTRE LAS LLAMAS Y LA MELANCOLÍA
30. ESPÍRITUS GUERREROS
31. GRIGORI
32. LA HERMANDAD DEL MORTUSERMO
33. EN EL EXPIATORIO
34. EL LAMENTO DEL ÁNGEL
35. NUEVO COMIENZO
EPÍLOGO
AGRADECIMIENTOS

20. LA APARICIÓN DEL ÁNGEL

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By JL_Salazar

Puesto que la energía eléctrica había colapsado, en aquél lúgubre pasillo no se veía nada salvo lo que la escueta luminiscencia me prodigaba con las taciturnas llamas de un trío de cirios rojos colocados en lo alto de un candil. Allí me detuve, irresoluta, sin saber hacia dónde dirigirme: a la izquierda o a la derecha. Ambas posibilidades me parecían malas.

De pronto tuve la sensación de cuando alguien te observa en la oscuridad. No sabes si está oculto entre las sombras, detrás o delante de ti, pero está ahí. Como pude recargué mi espalda en el muro del pasillo como buscando protección a través de él y respiré. Y entonces la vi. Era una niña de algunos ocho años de edad, con un bonito vestido blanco de gaza, un par de trenzas que caían en cada lado del pecho y unos curiosos guaraches del color de su vestido.

Aun si apenas debía de medir un metro con veinte centímetros a mí me pareció intimidante. Venía saltando cual párvula de su edad por el pasillo izquierdo, llevando en brazos una muñeca de porcelana de vestido rojo, bucles negros y un sombrero a juego del vestido. La niña se detuvo a medio camino cuando advirtió mi presencia, y acercó los labios de la muñeca a sus orejas como si ésta le fuese a susurrar algo en secreto. Con mi corazón en vilo, apenas trataba de largarme de ese sitio cuando la niña me gritó:

—¡Alto ahí!

Sabía que se dirigía a mí porque, además de ella y la muñeca, yo era la única persona que estaba en el pasillo. Así que me detuve, helada, tras escuchar su infantil y frívola tonada.

Ella no quiere que te vayas —murmuró. Adiviné que la niña al decir «ella» se refería a la muñeca—. Ella quiere que vuelvas tu mirada y nos veas. ¡Hazme caso, tonta! —Sus últimas palabras terminaron por desbordar lo que quedaba de mi estabilidad emocional.

Si aquella niña era una aparición, no cabía duda que jamás había experimentado una presencia tan real. Todas las veces anteriores la voz de los espíritus habían llevado eco consigo, en cambio ella parecía tener un matiz terrenal, como si en verdad fuese una niña viva. ¿Y si ella no era un espíritu? Las piernas me temblaron cuando me volví hasta la niña y la muñeca. Para mi sorpresa, la chiquilla estaba de pie al menos un metro lejos de mí. ¿Cómo había hecho para acercarse tanto a mí sin que yo lo advirtiera?

No pude evitar jadear y retroceder al menos tres pasos.

—Déjame... ir —balbucí, y me sentí una idiota pidiendo el permiso de mi marcha a una pálida niña cuyo semblante invitaba a pensar que no había dormido en semanas.

Ella llevó la muñeca de nuevo a sus orejas como ademán de susurro y me dijo:

—No, ella no quiere que te vayas. Ella quiere que te quedes y juegues con nosotras.

Me quedé tan rígida como una piedra. Sujeté mi bolso de mano donde llevaba mis retribuciones y por instinto toqué por arriba del vestido mi emblema de Excimiente para corroborar que lo llevaba conmigo. Suspiré al comprobarlo. Por otro lado, el rosario que solía llevar en el cuello estaba ausente: a Estrella le había parecido impropio que lo portara en mi cuello si utilizaría una gargantilla de plata en su lugar.

—Vete, niña —temblé de miedo—, tus... padres te deben de estar buscando —resollé azorada, pensando en correr a la menor oportunidad—. Déjame ir, por favor.

La niña clavó sus ojos negros sobre los míos y me dedicó una mueca de odio.

—No, no te irás. —Dio un paso adelante al cabo de que yo retrocedía otra vez y añadió—: Ananziel quiere que la cargues.

—¡¿Qué?!

¿Había dicho Ananziel? Mi vientre sufrió una fuerte contusión tras oír aquél horrífico nombre y comencé a rezar para mis adentros. Nunca sabré si la cabeza de la muñeca giró por sí sola o si la niña la hizo girar para que sus ojos me miraran. Lo cierto fue que grité de terror cuando los ojos de aquella muñeca me observaron atentamente. Presa del desconcierto vi que aparecía de repente una mujer detrás de la niña, llamándola. Supuse que debía de ser su madre.

—¡Hija, gracias a Dios estás aquí! —le dijo la mujer. Ella vestía un traje de empleada de servicio. Luego, tomando a la niña por los hombros, añadió—: Aymara, ¿otra vez traes contigo a esta estúpida muñeca?

La madre de la niña parecía ignorar mi presencia, y aprovechando tal fortuna decidí retroceder despaciosamente esmerada en provocar el menor de los ruidos. Entretanto, advertí que Aymara se había aferrado con más fuerza a la muñeca.

—Yo la encontré, es mía —gritó la niña con desdén, dándole la espalda a su madre.

—Tu padre, tus hermanos y yo estamos viviendo en esta hacienda para cuidarla, no para robar sus bienes. No quiero ni pensar lo que dirán nuestros patrones cuando descubran que robaste la muñeca. ¡Llevo una semana pidiéndote que la dejes donde estaba! ¿De cuál habitación la tomaste, Aymara? Tenemos acceso restringido a las mazmorras y a la planta alta. Ahora entrégamela.

—¡No, ella es mía! —reiteró Aymara con pucheros. Aun si tenía sujeta la muñeca, la cabeza de ésta todavía estaba en mi dirección y me observaba con siniestra fascinación.

—¡Que me la des! —la riñó su madre, alzando sus manos para arrebatársela.

—¡Ananziel es mía! —gruñó Aymara replegándose en el muro, junto al candil.

—Aymara, dámela o te la quitaré a la fuerza —sentenció la madre.

—¡Si me la quitas Ananziel te matará! —amenazó la niña con palabras agrias.

—¿Qué? ¡Rezongona! ¿Cómo te atreves a hablarme así?

—¡Ananziel piensa que eres una imbécil!

—¡Maleducada! —exclamó la madre poniendo sus manos sobre la muñeca—. Dame esa maldita y horrible muñeca ahora mismo —exigió por enésima vez, y cuál sería mi sorpresa al notar que entre el jaloneo la madre arrancaba el brazo izquierdo de la muñeca de porcelana.

Inmediato a ello ocurrió algo escalofriante e insólito. El brazo de la madre también cayó al suelo en tanto la muñeca comenzaba a gritar de dolor. ¡La muñeca gritando de dolor! Sin dar crédito a lo que mis ojos y oídos atestiguaban me di la media vuelta y corrí despavorida sin mirar atrás.

—¡Vuelve, maldita! —me gritó la niña, eufórica y con menosprecio—. ¡Ananziel quiere que vengas, quiere que la lleves contigo! ¡Ayúdame a curarla, estúpida, la bruta de mi madre le arrancó su brazo y ahora como castigo a ella también se le extirpó! ¡Vuelve!

Anegada en lágrimas, con las contracciones de mi pecho al límite y con el terror ahogándome, proseguí hasta el fondo del pasillo hasta perder los ecos de aquellas voces que me perseguían. Mi trayecto se parecía al de un laberinto: ora giraba a la derecha, ora a la izquierda, y aún así no parecía tener un destino específico al cual llegar.

Corriendo a toda prisa me preguntaba: ¿Por qué la muñeca de porcelana se llamaba Ananziel? Desde luego, no tenía la pretensión de entrevistar a la chiquilla para preguntárselo. Por lo que había oído, Aymara y su familia trabajaban en el cuidado de la hacienda, y seguramente en una visita clandestina de la niña a una de las habitaciones ella había encontrado a la muñeca de porcelana. No cabía duda, aquella hacienda era la misma que había aparecido en mi sueño cuando en él yo fui Ananziel. El misterio seguía siendo el origen de la maligna muñeca y de Ananziel misma.

Agitada y sudando frío continué con pasos intempestivos que me llevaron hasta un pasillo más estrecho, donde algo parecido a un animal salvaje saltó sobre mi espalda y me tumbó en el suelo. Por poco se me salen los ojos de los cuencos al mirar, gracias al brillo de los candiles, que mi atacante no era un animal, sino una alumna de quinto grado que llevaba un cuchillo en la mano derecha mientras que con la otra me opresaba la mandíbula, al tiempo que toda ella permanecía arriba de mi vientre.

—¡Radrua, radrua! —decía con los labios hinchados y negros—.¡Muere, Excimiente!

Bajo la posesión de un espíritu del inframundo, aquella chica de quinto buscaba darme muerte. El cuchillo que llevaba lo encajó sobre el suelo donde segundos antes había mantenido uno de mis brazos. Grité con pavor cuando ella tiró de mis cabellos con coraje, pretendiendo rebotar mi nuca sobre el suelo. Su fuerza era descomunal, imposible defenderme; aún así llevé mis manos hasta la empuñadura de su cuchilla, tratando de que no la encajase sobre mí y ambas jadeamos, ella de odio y yo de miedo y dolor. ¿Cuánto faltaba para que pasara la luna llena y así los espíritus dejaran de atormentarme?

—¡En nombre de Dios, sempiterno rey y creador de todas las cosas del universo, te ordeno que te apartes de mí, espíritu maligno! —grité, y la chica poseída dobló su torso hacia atrás, de manera que su cabeza tocó sus tobillos, rugiendo y siseando.

Cuando me vi liberada de su perversión me incorporé y corrí por el pasillo aprovechado que ella rugía y pataleaba, y entonces, para mi alivio, Rigo y Estrella alcanzaron mi rastro cuando chocamos en la esquina del pasadizo.

—¡Una chica de quinto trató de matarme! —grité tan pronto como Rigo me envolvió en sus brazos—, tiene un cuchillo, tenemos que salir de aquí. El Mortusermo dijo que si sobrevivíamos a los ataques de los espíritus después de la luna llena daría la cuarta contienda por terminada, y esa chica está poseída ¡Está poseída!

—Mientras te buscábamos nos topamos con cuatro poseídos más —chilló Estrella conmocionada—, si bien no traían consigo armas, también pretendían asesinarnos. ¡Quieren matarnos! De no ser por Rigo ya habríamos muerto —balbuceó, y vi cómo se sujetaba del brazo de nuestro amigo—. Todo el mundo ya evacuó la hacienda y, al parecer, no hay muchos heridos, no obstante, la policía no se ha percatado de los jóvenes que están perdidos, poseídos y distribuidos por los pasillos de la hacienda. Han rodeado todo el edificio y no permiten salir y entra a ninguna persona. Lo peor es que nadie, salvo nosotros, parece percibir a esos endemoniados.

Dos extraños rugidos, procedentes del fondo, nos pusieron en alerta.

—Por acá —nos condujo Rigo tirando de nosotras—, tenemos que encontrar a Ric, no vaya ser que un espíritu se me adelante y lo mate antes que yo.

—Rigo, por favor, no es momento —lo reprendí mientras corríamos en penumbras.

Correr en zapatillas altas y en vestido largo fue la proeza más grande que había hecho hasta entonces en mi vida; sin embargo, en ese momento me preocupaba más el que unas manos emergieran del oscuro suelo, cogieran mis tobillos y me arrastraran al expiatorio.

Ocurrió que una nueva figura apareció delante de nosotros, una que de tan grande nos obligó a recortar el paso hasta detenernos. Rigo, con sus brazos, nos echó detrás de él, quedándose de frente al recién llegado. Por la poca luz apenas lo podíamos discernir: lo que sí era cierto es que aquella criatura no estaba poseída, a juzgar por sus movimientos voluntariosos, sino que actuaba según su criterio.

—Ahí estás, Excimiente —dijo, y tras su acidulada y agreste voz comprendimos que era un hombre.

—¡Atrás! —lo riñó Rigo—. ¡Si quieres conservar tu hocico intacto, lárgate de aquí!

El hombre respondió con una carcajada, y casi de inmediato Rigo cayó al suelo y comenzó a retorcerse cual serpiente.

—¡Oh, por Dios, Rigo! —grité arrodillándome junto a él.

Por la escasa luz apenas si se alcanzaba a distinguir el semblante de nuestro amigo y el contorno del hombre recién llegado; sin embargo, eso no fue impedimento para que pudiésemos observar el momento en el que el cuerpo enroscado de mi Intercesor comenzaba a deslizarse por el suelo como si alguien lo arrastrase con una soga invisible. Aspaventadas, Estrella y yo corrimos detrás de Rigo intentando detenerlo por los tobillos, sin éxito.

El hombre de negro ingresó con Rigo a una habitación al final del pasillo, en cuyo interior había una escueta luz, según pudimos corroborar Estrella y yo cuando penetramos al lugar. Cirios negros y la presencia de una mujer de no más de treinta años, blanca como la cera y cabello rojizo peinado en el centro de su nuca, figuraron como principal atención en el centro de la estancia. La mujer, de mediana estatura, parecía áspera y, pese su frialdad, bella. Por el favor de las llamas de los cirios al fin conseguí apreciar con mayor detenimiento a nuestro asaltante, revelándose como un hombre alto, cubierto por una túnica color sangre y una capucha puntiaguda calada en la cabeza. La mujer llevaba el mismo indumento, salvo que su capucha la llevaba fuera de su nuca.

En la habitación no había ventanas, ni muebles ni nada, salvo numerosos cirios alrededor de una cabeza de dragón rojo, con un solo ojo entreabierto y una lengua en forma de serpiente pendiendo del hocico colmilludo. Alrededor de la cabeza de dragón rezaba "La siempre maligna orden de Balám", por lo que deduje que la figura no era otra cosa sino el emblema de aquella orden satánica.

—Mi querida Dafrosia —dijo el encapuchado en un tono desabrido—, aquí tienes a los contendientes. —La dichosa mujer, de hermosa frialdad, se encaminó hasta nosotras. Rigo permaneció tirado en el centro del salón—. De todos modos me parece que falta uno, si no me equivoco, el Guardián.

Dafrosia asintió con la cabeza, y pronto me dijo, tras observarme con atención:

—Tú... Eres tan idéntica... a ella. —Y entonces el encapuchado volvió su rostro hasta mí para corroborar lo que Dafrosia me decía. Los dos me escrudiñaron en silencio por al menos medio minuto y luego ella me preguntó—: ¿Te ha hablado? ¿Ananziel te ha dejado un mensaje para nosotros?

Rigo, que estaba en el suelo jadeando por la tortura que el encapuchado le había hecho padecer, trató de reincorporarse sin éxito, tras lo cual el hombre lo volvió a atacar.

—¡Quiero que lo dejen en paz! —exigí, limpiándome las lágrimas de mis ojos. Detrás de mí Estrella gimoteaba—. ¡Se los ruego, yo no sé de quién me hablan! —mentí— ¿Quiénes son ustedes y por qué conocen mi condición de Excimiente?

—¿A caso Carmen Luz no les dejó nuestro mensaje, querida? —replicó la mujer con voz suave, clara y refinada—. La orden de Balám ha resurgido.

—¿Qué es la orden de Balám? —exigí saber.

—¡La orden de Balám fue quien forjó el Mortusermo, un instrumento cuyo propósito original era hacer inmortales a cada miembro de la misma, pero el maldito de Briamzaius revirtió el conjuro final y creó esto; un conducto para salvar espíritus del expiatorio! —explicó Dafrosia apretando los nudillos—. Ananziel era la sacerdotisa escarlata de la antigua orden, nuestra líder, ¡nuestra bruja madre! Pero murió fragmentada en dos por la maldición del Mortusermo. Ya hemos encontrado uno de sus fragmentos, pero nos falta el segundo para conseguir su retorno. Ahora el demonio Balám nos ha elegido a nosotros para restablecer la antigua orden que murió con Ananziel siglos atrás y también para recuperar el libro que nos pertenece. ¿Dónde está el Mortusermo?

—¡No se dejen engañar por falacias del demonio! —traté de persuadirles—. ¡Perderán el alma si se dejan seducir por su maligna presencia! ¡El demonio miente!

—A callar, estúpida —gruñó Dafrosia—, que la única que miente eres tú. ¡Mientes al decir que nos desconoces! ¡Mientes al asegurar que nuestra madre no te ha dejado un mensaje a través de ti! ¡Es que tú eres tan idéntica a ella, que podría pensarse que eres su reencarnación! La nueva orden ya tiene trece discípulos y Balám es tan clemente con nosotros que incluso nos ha hablado a través de sueños para ratificar la alianza que tenemos con él, así como nuestra obligación de consolidar la orden. Como muestra de su poder, ha enviado desde el expiatorio a uno de sus fundadores, Alfaíth, quien funge actualmente como el líder, como el gran sacerdote escarlata provisional de la orden mientras conseguimos retornar a nuestra señora Ananziel.

¿Retornarla? ¡Por todos los santos del cielo!

—¿Por qué piensas que Ananziel les ha dejado un mensaje a través de mí? —pregunté nerviosa.

—¡Ya te lo dije; porque nuestra señora se reveló ante nosotros en sueños y nos condujo a ti! —explicó con excitación—. ¡Porque tú y ella son idénticas físicamente, la prueba exacta de que eres tú la que hará que nuestra señora regrese! ¡Y por ese motivo haremos que tu espíritu muera y en su lugar resurja la gran bruja madre, Ananziel!

—¡Eso nunca! —exclamé, y todo lo demás lo hice con demasiada prontitud.

Extraje de mi bolso una de las retribuciones de bronce, la cual acerqué a mis ojos para ver la imagen de un espíritu acuñado en una de las caras y un conjuro de liberación grabado en la otra, y finalmente exclamé:

—«¡Rebelium Liberate —Dafrosia y Eírbo volvieron sus miradas enfebrecidas hacia mí cuando me oyeron recitar—: Rebelium Liberate Defirneted, Démeter».

—¡Es una retribución! —vociferó Dafrosia aterrorizada. Eírbo rugió y ella tembló.

Dicho el conjuro de liberación lancé la moneda al suelo, y cuando ésta rebotó sobre las baldosas estalló en llamas broncíneas en medio de un fuerte estruendo que me ensordeció y, tras un breve periodo en que solo se oyó un rumor silbante, surgió de las cenizas una densa fumarola, de donde brotaron nuevas chispas negras y un fétido olor.

La retribución liberó a un espíritu del expiatorio de talla descomunal que poco apoco emergió de la negrura y tomó forma. Su aspecto era el de un hombre de piernas y brazos anchos, de pelo negro amarrado en una trenza que le caía por la espalda hasta la cintura y con toda su piel chamuscada y decorada con escalofriantes sellos hechos en el expiatorio. El espíritu, envuelto en tinieblas, rugió antes de que su siniestra mirada se posara sobre mí.

—¡Defiéndeme, Démeter —atiné a decirle, con la voz más valiente que pude emitir—, porque yo te he liberado!

El espíritu del inframundo rugió, saliendo vaho verdoso de su boca, y volvió su mirada hacia mis enemigos, quienes se habían replegado en los muros.

—¡Así que tu nombre es Démeter! —balbuceó Dafrosia, asustada.

Estrella se hizo de mi brazo y me obligó a retroceder.

—Sé, por las visiones que he tenido del expiatorio, que eres un ser maligno destinado a jamás purificarse —continuó ella—, y que por eso te vendiste a un hacedor de retribuciones para que por medio de su activación fueses liberado. Yo te imploro, sin embargo, te unas a nosotros. Eírbo y yo pertenecemos a una antiquísima logia dedicada al demonio de Balám, padre sanguinario de las tempestades y las perfidias, que hace más de doscientos años fue derrocada por las insidias de la antigua Inquisición.

—Y si la orden fue tan poderosa, ¿por qué fue derrocada? —preguntó la tronante voz del espíritu.

—No importa si fue derrocada o no, sino que ahora ha vuelto a resurgir. Únete a nosotros y serás recompensado, valeroso Démeter.

—¡Cuán pesar me da, sin embargo, no atender a tus súplicas, mujer de Balám! —tronó Démeter, mirando a Dafrosia con aversión—. Mi lealtad pertenece a mi convocador, no a ti. He errado por miles de años en el expiatorio sin que el Creador me haya redimido, tan malévolo en mi vida fui. Así que cuando encontré a un hacedor de retribuciones (muy pocos condenados son capaces de encontrarlos) le ofrecí que me liberara por medio de una de las clausulas del Creador; «Liberación por Defensa de un hijo de Dios ». ¿Quién es mi defendido sino la Excimiente? ¡Ah, Dafrosia, que tú no conoces el sabor del expiatorio! ¡Mi espíritu ha sido liberado y ahora debo de pagar mi tributo!

—¿Liberado? —gritoneó la bruja viéndose perdida. Adiviné que trataría de jugar su última carta de persuasión—. Tu espíritu morirá al cumplir tu misión de defenderla. ¿A eso le llamas libertad, a morir?

—Mi espíritu morirá para siempre una vez cumplida mi misión: pero te aseguro, que la muerte es mejor que ir al infierno.

—¡No seas necio, Démeter, lo que te ofrezco es inmortalidad! No tendrás que morir nunca más. Rechaza tu misión de defenderla y únete a nosotros. Si la defiendes morirás, en cambio, si te unes a mí vivirás para siempre. Juro que imploraré a Balám para que te conceda un cuerpo como se lo concedió a nuestro actual sacerdote escarlata, Alfaíth.

—Quienes hemos probado las aguas del purgatorio sabemos de qué nos queremos librar, así que no —exclamó Démeter para finalizar—. ¡Por eso, te rechazo y te maldigo!

—¡Tú lo quisiste así, inmundo espíritu, necio y maldito! —gritó Dafrosia agazapándose— ¡Atácalo, Eírbo, mátalo, destiérralo para siempre!

—«¡Disterriuz!» —exclamó Eírbo desde donde se hallaba, dirigiendo las marcas de Balám tatuadas en las palmas de sus manos hacia mi espíritu guerrero.

Un resplandor negro escapó de las marcas de Eírbo y por poco se entierran en el pecho de Démeter: pero éste fue más diestro para defenderse. Rugió cual feroz bestia y, enredado en tinieblas, se desintegró del suelo y comenzó a flotar con la rapidez del viento por todo el salón. Los fuertes estruendos me obligaron a cubrirme las orejas.

—«¡Disterriuz!», «¡Disterriuz!» —exclamó Eírbo reiteradamente, pero ningún resplandor negro consiguió enterrarse en Démeter.

Aprovechando la barahúnda, entre Estrella y yo alcanzamos a Rigo, y éste, a su vez, hizo todo el esfuerzo del mundo para incorporarse. Los tres aguardamos hasta encontrar el momento apropiado para escapar.

—¡Ahora! —nos anunció Rigo cuando contó en voz baja hasta tres.

Salimos disparados conforme mis zapatillas y las de Estrella nos lo consintieron.

De reojo vi que el espíritu de Démeter penetraba como un poderoso rayo dentro del cuerpo de Eírbo, de manera que comenzó a inflarlo e inflarlo de una forma tan horripilante que, por la presión, lo hizo reventar. La sangre y órganos del brujo de Balám quedaron desparramados en el suelo en una horrible imagen que perturbó para siempre a mi corazón.

A la mitad del pasillo Estrella y yo nos quitamos las zapatillas y reanudamos nuestra huida con mayor velocidad. Me parecía imposible creer que nos habíamos librado de los sanguinarios brujos gracias a una de las retribuciones que mi ángel me había otorgado. Lloré de alegría aun si sabía que todavía no estábamos del todo a salvo.

—¡Ahí están! —exclamó un Ric desorbitado, cuando lo encontramos en el pasillo donde antes había estado la niña y la muñeca—. ¿Dónde carajos se habían metido?

Parecía desesperado, preso del terror y a la vez con un evidente alivio por habernos encontrado. Sus ojos verdes se dirigieron a mí, cautelosos, intensos y fogosos, cual si quisiesen decirme algo. Tan solo verlo me dieron ganas de correr a abrazarlo, pero un fugaz recuerdo me detuvo, siendo Estrella, sin embargo, quien llorando fue hasta él.

—¡Larguémonos de este maldito lugar! —le pidió Estrella entre sollozos—. ¡En el camino te explicamos lo que ha ocurrido!

Rigo me tomó ambas manos y las apretó con cuidado.

—Dame la mano, Sofía —me ordenó Ric cuando observó lo que Rigo había hecho—, yo soy tu Guardián, vienes conmigo.

Rigo bufó, pero con un suave apretón le hice saber que yo me quedaría con él.

—Quien me defendió esta noche no fuiste tú —le dije a Ric con frialdad.

Vi que los ojos de Ricardo Montoya se estrellaban. Durante algún tiempo se quedó inmóvil, pero luego añadió:

—Pues ya estoy aquí para defenderte en lo sucesivo, así que dame la mano.

—Ya oíste a Sof —exclamó Rigo interrumpiéndolo con hostilidad. Por primera vez lo notaba enfadado—. Ojitos te necesitó y tú no estuviste para defenderla. Ahora no tienes autoridad moral de exigir llevarla contigo si como Guardián no sirves para nada.

—¡Si vuelves a dejar en entredicho mi habilidad para cuidarla te romperé la cara! —gritó un Ric desafiante. Luego se burló—. ¿Pero qué digo? Veo que ya te la rompieron —Se refería a las heridas que Eírbo le había hecho a Rigo.

—¡Se la rompieron defendiéndome! —argüí cuando presentí que Rigo se abalanzaría sobre él si yo no mediaba el conflicto—. ¡Cosa que tú ni de lejos hiciste!

A Ric se le descompuso la cara.

—Déjalo, Ojitos —argumentó Rigo, carraspeando—, que desquite su frustración conmigo. Le pagué el dinero que me prestó aquella vez para la ambulancia de mi hermano, gracias a Dios ya no le debo nada y puedo partirle la cara sin remordimientos.

—¡Yo nunca te cobré! —se aceleró Ric, mirándome de reojo. Perecía preocupado por demostrarme que Rigo le había pagado por propia voluntad y no por hostigamientos de su parte—. Pero tu estúpido orgullo hizo que olvidaras que otras personas pueden ayudarte sin recibir nada a cambio. Pero ahora eso no importa, Sofía se viene conmigo.

Rigo continuó intransigente, oprimiéndome la muñeca en señal de que no me dejaría con él.

—Vaya, vaya —sornó Rigo, colerizado—. Veo que quieres hacerte ver ante ella como el héroe, ¿no? Pues yo te quitaré la máscara de buenito ahora, ¿sabes por qué te besó Ric, ojitos? —me preguntó mi Intercesor. Mis pulsaciones se aceleraron de repente—. El imbécil malentendió una plática que yo mantenía con la rubia mientras me servía un poco de tequila. Él creyó que tú me gustabas, ¿y qué hizo el muy wey? Convencido de que yo te declararía mi amor corrió para seducirte con el propósito de besarte primero, antes de que yo lo hiciera. ¿Eso es digno de un Guardián, Ricardo Montoya? ¿Eso es digno de un hombre?

—¡Pedazo de mierda! —exclamó Ric eufórico y, haciendo a un lado a Estrella, se abalanzó sobre Rigo, quien me apartó para defenderse del primero.

Estrella y yo quedamos en shock momentáneamente cuando ambos se tiraron en el suelo propinándose golpes violentos, uno arriba del otro. Aun si Rigo ya estaba lastimado por las heridas que le había dejado Eírbo, parecía más fuerte que Ric. Ante los insistentes gritos de Estrella cuando volvió en sí, corrí escaleras abajo en busca de ayuda, mas el salón estaba vacío y las escasas luces apenas si iluminaban mis veredas como para atravesar el mar de mesas desordenadas en busca de la salida.

—¡Policía, policía! ¡Ayuda, se van a matar!

Pero a mitad del camino me paré en seco. Allí estaba él, en la puerta del gran salón, y en seguida comenzó a aproximarse a mí. Llevaba un bulto negro en las manos que dejó en una de las mesas.

—¡Joaquín! —pronuncié sorprendida—. ¿Qué haces aquí?

El joven seminarista se detuvo a un metro de distancia y me contempló con extraña templanza.

—No sé qué hago aquí —dijo, cuando el color azul de sus ojos me empapó—, solo sé que tú eres mi Excimiente.

Por una razón mi corazón se había desbocado, por una razón mi cuerpo entero me ardió. Por una razón sentía que mis células temblaban. Por una razón sus ojos avellana habían cambiado de color a un azul intenso. Por una razón mis labios despertaron.

—¡Zaius! —exclamé.

No sabía cómo ni de qué manera, pero el espíritu de mi Liberante ahora estaba en el cuerpo de Joaquín.

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