MORTUSERMO: EL JUEGO DE LOS E...

By JL_Salazar

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Las reglas del juego son muy sencillas, recitarás en latín el conjuro inicial, esparcirás tu sangre sobre la... More

REGLAS DEL JUEGO
PRELUDIO
PRIMERA PARTE
1. EL COMIENZO
2. ENTRÉGOME A TI
3. EL BESO DEL ESPÍRITU
4. DESPERTAR
5. TU VOZ ENTRE LAS SOMBRAS
6. LA IDENTIDAD DEL ESPÍRITU NEGRO
7. LA MIRADA DEL ÁNGEL
8. PADRE MORT
9. SENTIMIENTOS EN BATALLA
10. INVOCACIÓN
11. PRINCESA DE LA MUERTE
SEGUNDA PARTE
13. INCONVENIENTES
14. CASTIGADOS
15. LA SANTA INQUISICIÓN
16. DÉJAME ENTRAR
17. MELODÍA NOCTURNA
18. ANANZIEL
19. EN LA FIESTA DE GRADUACIÓN
20. LA APARICIÓN DEL ÁNGEL
21. NUEVOS ESTRATAGEMAS
22. ARTILUGIOS
23. EN EL BORDE DE LA TORRE
24. DELIRIOS
25. RECUERDOS PERDIDOS
26. BESOS DE SANGRE
27. VENENO, DOLOR Y PARTIDA
28. EL COMIENZO DE UNA NOCHE ETERNA
TERCERA PARTE
29. ENTRE LAS LLAMAS Y LA MELANCOLÍA
30. ESPÍRITUS GUERREROS
31. GRIGORI
32. LA HERMANDAD DEL MORTUSERMO
33. EN EL EXPIATORIO
34. EL LAMENTO DEL ÁNGEL
35. NUEVO COMIENZO
EPÍLOGO
AGRADECIMIENTOS

12. EN LA CASONA BASTERRICA

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By JL_Salazar

Por difícil que parezca de creer, cuando desperté no me dolía nada. No sentía cansancio ni aletargamiento: tampoco tenía recuerdo alguno de lo que había ocurrido después de la invocación. En ese instante ni siquiera recordé mi muerte y cómo Ric me había ayudado a escapar de allí, aun si Padre Mort me había prometido que volvería a la vida de todos modos. Únicamente padecía un singular entumecimiento en la cabeza y un velo transparente sobre mis ojos que frenaba mi sentido de la vista. Tan pronto como pude me incorporé, y noté inmediatamente que aquella habitación rosa pálido, alumbrada finamente por una lámpara en forma de estrella que colgaba del techo, no era la mía.

Bastó mirar una fotografía puesta en el buró próximo para caer en la cuenta de que se trataba de la habitación de Estrella Basterrica. ¡Por Dios! ¡Por Dios! ¿Cuántas horas habían transcurrido desde los últimos eventos hasta ahora que despertaba allí? Quizá ya estaba amaneciendo, según conjeturé dada la escasa claridad que se veía en el exterior a través de la ventana de la habitación, y yo no había vuelto a casa.

¡Mi padre me iba a matar!

Tal vez ya hubiera visto cosas horripilantes e inextricables en mi corta vida, pero pensar en el horror que me aguardaba en casa por no haber ido a dormir era un terror que no se comparaba con nada. De todos los demonios del universo, eran los que habitaban fuera de los infiernos a los que más les temía. Por imprevistos menores al de ése día había sido acreedora a verdaderas palizas a manos de mi progenitor.

¿Qué me esperaba ahora?

Para mi sorpresa, advertí que llevaba puesto un bonito vestido asalmonado que me quedaba proporcionalmente bien, aunque más corto de lo que hubiera deseado. Tomé mi emblema de Excimiente y me puse de pie, calzándome con mis zapatos de tacón que estaban junto al buró. A dos pasos de un espejo redondo situado al fondo de la habitación, estaban de pie cinco figuras de cartón grueso con las imágenes de los personajes de una banda británica-irlandesa en tamaño real. Me hice una trenza malhecha en mi largo cabello para sentirme más cómoda y la llevé hacia la espalda. Posteriormente, decidí salir de la habitación y buscar a mi anfitriona. Debía de verla y exigirle respuestas. ¿Qué había ocurrido con Pichardo y Alfaíth? A estas horas el cuarto creciente de luna ya había pasado, por lo que me di por entendida que la contienda había terminado, razón de más para deducir que el Mortusermo nos obligaría a reunirnos con él de un momento a otro.

¿Habíamos cumplido cabalmente la contienda tres? Tenía que averiguarlo cuanto antes.

Abandoné la habitación y me encontré con un estrecho pasillo pintado con figuras abstractas, mismas que por la negrura de afuera apenas si se podían distinguir. En la esquina del pasillo estaba una escalera que pronto me apresuré a alcanzar. Desde allí contemplé el vestíbulo y los ángeles y hadas de porcelana que lo adornaban, así como ventanales larguísimos y anchos que reemplazaban los muros frontales, concediéndole a la construcción un diseño vanguardista. Entonces vi a Estrella Basterrica, envuelta en un abrigo rosa, parada en el umbral de la entrada, y justo un segundo después, advertí la presencia de la señora Basterrica, que, en compañía de un apuesto joven alto y moreno, ingresaba a la casona sacudiéndose las gotas de lluvia. Me escondí detrás del muro de la segunda planta para que no me vieran. No sabía si aquella señora estaba enterada de mi estadía allí.

—¡Hashtag; hija encuentra a su madre adúltera con su amante! —exclamó Estrella furiosa.

—Estrella, por favor —resopló la señora Basterrica.

—¿Y tienes la desvergüenza de traer a tu amante a la casa de mi padre? —le reclamó de nuevo—. ¡Que se vaya al carajo ahora! —exigió con desdén.

La señora Basterrica debía sobrepasar los cuarenta y cinco años de edad, y aún así me pareció muy guapa. Aunque era alta, rubia y con un brillante cabello que le rozaba los hombros, su expresión petulante languidecía sus atributos.

—No empieces de nuevo, niña —respondió ella, con un tono que se me antojó despreocupado—. Él solo me trajo. Y no es mi amante, es mi amigo —aclaró, sacudiéndose el abrigo tras dejar unas bolsas en el suelo.

Estrella bufó. Escuché pisadas por todo el vestíbulo.

—¿Cuándo harás gala de tu título de "señora" y dejarás de comportarte como una ordinaria jovencita? —le recriminó Estrella a su madre—. ¿No te das cuenta que te ves ridícula, siempre con hombres más jóvenes que tú? ¿En serio crees que te aman? ¡No seas tonta! ¡Ellos sólo buscan tu dinero, aman lo que les puedes dar con él, no a ti! Y tú, zafio mentecato —prosiguió mi Intercesora de Ataque, dirigiéndose al invitado de su madre—, deja de reírte como un retrasado metal y lárgate de esta casa.

—Te digo que te calles —refutó su madre—. Anda, toma estas bolsas y ve a tu cuarto para que te pruebes las prendas que te compré.

—¡Ah! —bramó Estrella furibunda—. Así que lo harás de nuevo, acallar mis protestas por medio de regalos. ¡No quiero nada, te quiero a ti, mamá, en casa, conmigo! Pero... ¿qué huelo? ¿Vienes alcoholizada? ¡Apestas a alcohol, mamá!

Oí que el acompañante de la señora Basterrica prorrumpía en carcajadas más escandalosas, burlándose de Estrella, a quien se le oía histérica, resentida y desilusionada.

—Que agarres tus obsequios y te los midas —ultimó la señora Basterrica—, no me estés perturbando ni me hagas dramitas. Déjame despedirme de...

—¡No te vas a despedir de nadie, córrelo o lo saco yo misma de las greñas!

—Bobby, es mejor que te vayas, querido. Te hablo más tarde para que vengas por mí.

—De modo que tu ridículo gigoló tiene nombre, ¿no mamá? ¡Bobby se llama! Pues escúchame bien, gigoló nombre de perro barato, si vuelves a poner tus caninas patas en esta residencia otra vez, te juro que voy hacer que caiga sobre ti todo el rigor del diablo. ¡Como que me llamo Estrella Basterrica! ¿A caso no sabes que la "señora" está casada con mi padre desde hace más de diecisiete años? ¡Sinvergüenza! Lárgate de mi casa y no vuelvas más, no sea que mi padre te mande matar como el perro que eres.

—Vete, Bobby, antes de que ésta loca se te abalance.

—Hasta entonces, querida Paula —se despidió el joven, riéndose de Estrella de nuevo—. Más tarde vengo por ti ¿vale?

Oí el cerrón de la puerta principal y los suspiros de la señora Basterrica.

—¡Caiga en mí la maldición de las progenitoras adúlteras! —lloriqueó Estrella—. ¿Es posible que se hubiesen intercambiando los papeles de madre e hija? ¿Es posible que sea yo la que deba de estar en vela, preocupada, esperando a que aparezcas? ¡No viniste a dormir, mamá, ahora ya pasan de las siete de la noche! ¿Tienes lombrices en la cabeza en lugar de neuronas?

Fue en ese instante cuando supe el tiempo que había transcurrido. Todo era peor de lo que suponía, casi había pasado un día entero fuera de mi casa. ¡Dios mío!

—Sabes que la tormenta no ha dejado de azotar desde ayer —se excusó la señora.

—Me pudiste llamar para no estar como una estúpida preocupada por ti,

—¡Lo hecho, hecho está! Apropósito ¿no ha hablado tu padre?

—¡Por supuesto que ha hablado mil veces, mamá, y no sabes la cantidad de mentiras que he tenido que decirle para evitarle un disgusto!¡Te largas con tu amante ¿y ahora te preocupas por mi padre?!

—¡Si me vuelves a faltar al respeto te cacheteo ¿oíste?!

—Atrévete y te juro que te las devuelvo, ¡me tienes harta!

—¡Por dios, Paula! ¡Soy tu madre!

—Pues compórtate como tal. Y no me llames Paula, que el simple nombre me provoca nauseas al creer que me parezco a ti. Soy Estrella...

—¡Paula Estrella Basterrica Peralta! —la corrigió su madre—. Te guste o no llevas mi nombre y uno de mis apellidos. Y no, no me vengas con lloriqueos chantajistas; eres una mala hija, en lugar de que te pongas en mi lugar aplaudes a tu padre que se largó a Italia sin mi consentimiento. Si tanto le importáramos tú y yo no se hubiera marchado.

—Se fue a Italia para participar de la titulación de mi hermano, mamá. Tú debiste de haberlo acompañado.

—Él no es mi hijo —respondió la señora Paula con frialdad—, y no es tu hermano, más bien es tu hermanastro. Aprende a diferenciar las palabras.

—¡Christian Basterrica es el primogénito de esta familia y, según sé, una madrastra debe de amar a sus hijastros cual si fuesen sus propios hijos!

—¡Ya! ¡Ya! ¡Me aturdes, Estrella, me aturdes! ¡Si Luna, tu hermana gemela, hubiera logrado nacer viva, seguramente fuera mejor hija que tú! ¡Ahora te suplico encarecidamente que te vayas a un sitio donde no te vea, ni te huela ni te escuche.

—¡Pues pídele al diablo que me mate, sólo así dejarás de verme, olerme y escucharme! —gritó Estrella con amargura.

Dicho esto corrió escaleras arriba y, tomándome del brazo cuando me descubrió escondida detrás del muro, me llevó a su habitación. Tan pronto cerró la puerta se dejó caer sobre el suelo y rompió en un llanto tan amargo que me asusté. Corrí hasta ella y la intenté reconfortar con un abrazo, repitiendo el gesto que ella había hecho para conmigo el día anterior. Al fin se levantó con cuidado y se limpió los ojos.

Entonces entendí que aquella rubia era tan frágil como una figura de cristal, y que su actitud caricaturizada no era más que una actuación en la que parecía querer vivir en una vida alternativa a la suya.

—¡No estoy llorando! ¡No estoy llorando! ¡No estoy triste! ¡No me afecta nada! ¡Un, dos, tres, no me afecta nada! ¡Un dos tres... no me afecta... nada! — decía para sí misma, en tanto yo le daba golpecitos en la espalda. No podía hacer otra cosa por ella. Y es que no hay medicina útil contra el dolor del abandono y la incomprensión más efectiva que la compañía.

Por primera vez vi en sus bellos ojos verdes una mirada real, sin el yelmo aparente que solía mostrar al mundo para impedir que descubrieran su fragilidad. Esas frases estudiadas con las que solía defenderse no eran más que eso... frases vacías que la protegían del mundo. «Caiga en mí la maldición de...»

—El secreto está en ocultar tus sentimientos, Sof —murmuró una vez que respiró al menos cinco veces—, por mucho que sientas que te está llevando el diablo, nunca lo debes de dar a notar. Yo lo llamo «sentimientos en hibernación». Si las personas descubren tus debilidades posteriormente las utilizarán para dañarte, por tanto, mantenlos ocultos. Es mejor mostrar un corazón de piedra que lágrimas de cristal. Si piensan que no tienes sentimientos no se desgastarán en tratar de herírtelos. Es mejor ser odiaba que dar lástima ¿no crees?

Asentí con la cabeza esbozando una ancha sonrisa.

—¿Cómo haces para no sentir el peso de la vida, Estrella?

—La vida es menos pesada cuando la vives en lugar de cargarla.

Reflexionó en lo que me dijo y esperé a que fuera a una de las cómodas del fondo de la habitación, de donde extrajo un espejo para atildarse el rostro y el cabello. Después volvió, acercando un silloncito liviano frente a mí, y se sentó.

—Me alegra que estés despierta, santa Sofía —me dijo un tanto más recuperada.

—Hubiera preferido seguir durmiendo —confesé, jugando a enredar los dedos de mis manos—. Ahora no dejo de pensar qué le diré a mi padre cuando...

—¡Oh, no, no, no! —se aventajó a decirme—. Desde ayer está cayendo una tormenta apocalíptica. Le hablé a tu padre personalmente y me las arreglé para convencerlo de que no podíamos retornar a tu casa en tales condiciones. Le prometí que cuando la tormenta amainara te llevaría. Es una suerte que las clases de hoy se suspendieran por tal motivo.

Solo en ese momento conseguí suspirar, aliviada, cerrándoseme el hueco que se había abierto en mi vientre por tan agobiante angustia. Tras unos segundos en silencio que mi hospedadora utilizó para peinarse su cabello dorado, una pecosa mujer de la servidumbre, de corta estatura y nariz aguileña, asomó la cabeza a la habitación.

—Señorita Basterrica, el joven Montoya y un... muchachito de aspecto guiñapo están en el recibidor esperándola. —Su voz tenía el peculiar sonido de alguien a quien le cierran los poros de la nariz mientras habla.

—¿Y desde cuando el idiota de Ric se anuncia para saber si lo quiero recibir? —se quejó la rubia cuando se retocaba el labial—. Hazlos pasar.

—¿A su habitación? —Se escandalizó la mujer, abriendo los ojos como plato—. ¿También al muchacho que luce como malandrín?

—Sí, a mi habitación —rezongó Estrella poniéndose de pie—, hazlos pasar a los dos.

—Como usted diga, señorita —contestó la mujer antes de retirarse.

—Bueno, ya oíste, Sof, ha llegado Timón y Pumba. Déjame quitarte tus espantosas ojeras con maquillaje y acomodarte tu peinado, que en lugar de trenza parece que medusa te prestó una de sus serpientes. Tu cabello tan negro, largo y brillante, y tú peinándolo en una vil trenza. ¡Oh, pobre de mis ojos, te miran y se pudren!

Accedí a que Estrella me tratara como maniquí de salón de belleza porque deduje que de esa manera olvidaría, al menos momentáneamente, el disgusto que acababa de pasar con su madre y el tonto de Bobby. Le pregunté por el paradero de la mochila donde había llevado los cirios la noche anterior, ya que allí había guardado las tres retribuciones que me había dado Zaius y mi emblema, y la verdad no tenía la intención de perderlos. Con sus ojos señaló hacia la mecedora del fondo y me tranquilicé. Al cabo de un par de minutos se oyeron tres golpecitos a la puerta. En cuanto Estrella me barnizó los labios de un color rosa se dirigió a la puerta para abrirla.

—¡Luces divina con el cabello suelto, ojitos! —me dijo Rigo al entrar. En seguida se aproximó a mí y me abrazó con aquellos voluptuosos brazos que me hicieron atragantar.

Cuando se apartó de mí comenzó a pasearse por la habitación.

—¡Cuidado! —lo reprendió Estrella cuando éste chocó contra uno sus personajes favoritos en tamaño real de cartón —. ¡Por poco derribas a Harry Styles, idiota!

—¿A quién? —se sorprendió Rigo, pero la rubia volvió a lo suyo y no le respondió.

—Hola, Sof —me saludó Ric secamente cuando se hubo dentro.

—Hola, Ric —murmuré un tanto nerviosa.

—¿Cómo va todo? —le preguntó Estrella mientras se iba al rincón de su recamara para ponerse unas botas blancas.

Ric, cuyos rizos destilaban restos de las gotas de lluvia, tenía metidas sus manos sobre los bolsillos de su gabardina de cuero cuando respondió:

—Pichardo se fue.

El corazón por poco se me sale por la boca cuando escuché y procesé aquella información.

—¿Cómo que se fue? —articuló Estrella, cayéndosele el estuche de pinturas que había sostenido posterior a las botas.

—Sí, se fue —intervino Rigo—, del verbo ya no está.

—¡Y lo dicen así como así, dúo de imbéciles! —se alarmó ella, palideciendo.

—¿Qué querías, rubia tonta, que te lo dijéramos rompiendo en llanto? —se quejó Rigo, sentándose en los bordes de la cama.

—¡Prácticamente lo secuestramos! —prosiguió Estrella horrorizada—. ¿Piensan que se privará de acusarnos ante la policía? ¡Obviamente lo hará, y agregará el zapatillazo que le di en la nuca que por poco lo mata! ¿Qué vamos hacer ahora?

—Si Pichardo no pretendía denunciarnos —exclamó Ric con el mentó rígido—, alguna de tus sirvientas lo hará por él ahora que lo has gritado por los cuatro vientos. El punto es que no sé cómo diablos se escapó si la puerta del calabozo estaba bajo candado. Hace menos de media hora fui a echar un vistazo y él ya no estaba.

—¿A eso viniste, entonces? —chilló la rubia— ¿A darnos una mala noticia? ¿A hacer gala de tu reverenda imbecilidad?

—No, encanto —ironizó mi Guardián—, hay otra noticia peor. El Mortusermo nos está llamando de nuevo.

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