MORTUSERMO: EL JUEGO DE LOS E...

By JL_Salazar

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Las reglas del juego son muy sencillas, recitarás en latín el conjuro inicial, esparcirás tu sangre sobre la... More

REGLAS DEL JUEGO
PRELUDIO
PRIMERA PARTE
1. EL COMIENZO
2. ENTRÉGOME A TI
3. EL BESO DEL ESPÍRITU
4. DESPERTAR
5. TU VOZ ENTRE LAS SOMBRAS
6. LA IDENTIDAD DEL ESPÍRITU NEGRO
7. LA MIRADA DEL ÁNGEL
9. SENTIMIENTOS EN BATALLA
10. INVOCACIÓN
11. PRINCESA DE LA MUERTE
SEGUNDA PARTE
12. EN LA CASONA BASTERRICA
13. INCONVENIENTES
14. CASTIGADOS
15. LA SANTA INQUISICIÓN
16. DÉJAME ENTRAR
17. MELODÍA NOCTURNA
18. ANANZIEL
19. EN LA FIESTA DE GRADUACIÓN
20. LA APARICIÓN DEL ÁNGEL
21. NUEVOS ESTRATAGEMAS
22. ARTILUGIOS
23. EN EL BORDE DE LA TORRE
24. DELIRIOS
25. RECUERDOS PERDIDOS
26. BESOS DE SANGRE
27. VENENO, DOLOR Y PARTIDA
28. EL COMIENZO DE UNA NOCHE ETERNA
TERCERA PARTE
29. ENTRE LAS LLAMAS Y LA MELANCOLÍA
30. ESPÍRITUS GUERREROS
31. GRIGORI
32. LA HERMANDAD DEL MORTUSERMO
33. EN EL EXPIATORIO
34. EL LAMENTO DEL ÁNGEL
35. NUEVO COMIENZO
EPÍLOGO
AGRADECIMIENTOS

8. PADRE MORT

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By JL_Salazar

i dormí dos horas fue mucho. Tener que estar al pendiente de que Alfaíth, mi espíritu acosador, no se apareciera entre la madrugada y me causara daño, provocó un gran conflicto entre mi cansancio, el miedo, y las ganas que tenía de dormir. Aun así creo haber conciliado el sueño al menos entre breves pestañeos, aunque pronto el velo de la aurora cayó sobre la ciudad aquel segundo lunes de junio.

Para cuando mi madre se internó en mi habitación yo ya me había vestido con el uniforme de gala que debíamos de llevar los lunes a la prepa: una elegante falda tinta de pastelones, una blusa blanca de manga larga, a la cual se le adhería una corbata negra con franjas tintas, y sobre éstas últimas dos prendas, un saco del color de la falda con botones plateados, unas botas negras, y una boina negra que me calé sobre la cabeza luego de haberme peinado con mi peculiar cola de caballo. También ya había retirado las prendas con las que Ric había ocultado los objetos reflejantes y, además, había recogido todo el desastre que mi enemigo había dejado la noche anterior.

Ella se sorprendió de que ya estuviese acicalada, por lo que, otorgándome un beso en la frente, me dio los buenos días y me condujo a la cocina donde desayunamos juntas. Mi padre todavía dormía, e intuí que continuaría durmiendo buena parte del día debido a la borrachera del día anterior (dijo mamá que después de la cena se la pasó bebiendo cerveza en su habitación). Por otro lado me alegré que el saco ocultara mi tatuaje.

Ya idearía cómo hacer para nunca más exhibir mis brazos públicamente.

Puesto que la ventana de la cocina daba hacia la calle, pude ver con precisión que un auto parecido a Sebastián, el deportivo rojo de Ric, se estacionaba a las afueras de mi casa. Seguramente mi madre intuyó que el propietario de ese lujoso auto se había parqueado en el exterior de la casa por un motivo que competía a nuestra familia, porque antes de que tocaran el timbre ella ya había ido a abrir la puerta.

Para mi asombro, allí estaba Estrella Basterrica, con su larga cabellera dorada precipitándose por sus costados, con la mitad de sus torneadas piernas descubiertas debido a lo rabón de su falda, y con su peculiar fatua sonrisa describiendo su petulante semblante. Sus labios estaban pintados con un rosa brillante, como siempre.

Antes de que mi madre pudiera decir nada, la rubia se adentró, me tomó por los hombros y me condujo hasta el umbral de la puerta no sin antes decirme:

—¡Pero mira nada más esas espantosas ojeras que tienes: creo que un mapache viejo tiene mejor semblante que tú! —se horrorizó al verme—. Pero bueno, ya te las quitaré con mi maquillaje. Que tenga buen día, señora Cadavid —dijo a mi madre—, le traeré a su hija de vuelta sana y salva tan pronto terminen nuestras clases, mi chofer nos espera —mintió, puesto que el piloto era Ric, quien no solo distaba mucho de ser el chofer de Estrella, sino que era el propietario del auto.

Mi madre, pasmada, solo atinó a correr a mi habitación y traerme la mochila, darme la bendición y un beso en la frente. Me alegré haber guardado mi emblema de Excimiente entre la bolsa interna de mi saco, junto a las tres retribuciones que mi ángel me había obsequiado. Puesto que mi madre siempre me había acompañado hasta la puerta de la prepa, se me hizo extrañísimo que tal costumbre se hubiera visto interrumpida por Estrella... o quizá por una idea que el mismo Ric había propuesto.

Por mucho que se odiaran estos dos, todos los días solían llegar juntos a la preparatoria. Para nadie era secreto que entre ellos había algo, aunque nunca imaginé que ese algo fuera "masoquismo" si no, ¿cómo podían estar juntos si no se toleraban uno y otro? Tal vez perdurara una vieja amistad tras el recuerdo de su antiguo romance.

—No hay nada mejor que comenzar la semana con la Excimiente en mi auto favorito —dijo Ric como saludo cuando abordé el auto—. ¿Tuviste dificultades para que tu madre te permitiera venir con nosotros? Supuse que si Estrella, que es chica, pedía permiso a tus padres para que pudiéramos pasar por ti todos los días les generaría más confianza que si lo hacía yo.

—Obvio —arguyó Estrella mientras se empolvaba la cara—, con tu apariencia de psicópata sexual cualquier padre rechazaría que su hija se subiese a tu auto.

Desoyendo las palabras de Estrella le agradecí a Ric tal gesto de solidaridad, pasando por alto el hecho de que la rubia, en realidad, solo me había arrastrado hacia la puerta, sin pedir permiso siquiera. En menos de diez minutos aparcamos en las inmediaciones de la prepa, en cuya entrada se erigía una escultura de bronce del famoso escritor "Juan José Arreola", distinguido por sus exóticas narraciones y por sus habilidades como poeta, ensayista y académico, orgullosamente oriundo de mi entrañable ciudad Guzmán. El nombre de este artista era el que daba título a nuestra respetable institución educativa.

La Preparatoria Benemérita del Ilustre Juan José Arreola sobresalía de las demás por su fina infraestructura gótica y herreriana. Era admirada por sus grandes muros frontales de piedra, por la anchísima puerta de roble en la entrada y los largos y gruesos pilares que sostenían el segundo piso en el interior de la escuela. Había un patio ancho y largo en medio de todo el edificio rectangular, y en el fondo un gimnasio y una cancha de futbol rápido. En la antigüedad la preparatoria había sido un monasterio franciscano, y los vestigios de su origen se dejaban entrever en sus vetustas paredes, en las pinturas de los lienzos y en la fría capilla de "santa Clara de Asís" de la entrada de la institución.

Registramos nuestras asistencias con la huella digital del dedo índice en la oficina de alumnado, y luego nos adentramos a la nave que nos llevaba a las aulas de cuarto semestre. Estrella y Ric iban en el aula «C» mientras que yo en el aula «A». Saludamos al decano cuando pasó a nuestro costado y atravesamos todo el pasillo hasta llegar a las escaleras.

Estrella Basterrica tenía una desesperante manía de hablar y hablar como perico amaestrado todo el tiempo, siempre queriendo ser el centro de atención de todas las conversaciones. Parecía que recibía un sueldo por cada palabra que decía. Me dije que tenía un trastorno de verborrea: de otra manera no había explicación para que alguien parloteara de esa manera tan agobiante sin reparar en que a otros les podía disgustar escucharla.

La Basterrica y el joven Montoya, extrañamente entrelazados uno del otro por medio del brazo, saludaban a todo el mundo cada centímetro que caminaban como si fuesen miembros de la realeza, motivo por el cual decidí retrasarme para no desentonar la pasarela.

Carecía de amistades, por esa razón a la hora del receso acostumbraba visitar la biblioteca para que no se notara mi lamentable calidad de chica apestada. No culpaba a nadie por no hablarme, la verdad es que yo misma contribuía a ello al apartarme de todos.

Mis únicas amigas habían sido Carmelita Velázquez y Rosa Manuela Ordóñez, pero por falta de dinero no pudieron sobrevivir al primer semestre. Evidentemente yo era becada, pues nadie podría pensar que con el mísero sueldo de mi padre yo podría estar matriculada en una de las preparatorias privadas más prestigiadas del Estado. Desde entonces me había tenido que acostumbrar a estar tan sola como un triste hongo en medio del bosque o, como ya lo anticipé, internada en la biblioteca.

Aun así, pese a no llamar mucho la atención entre mis compañeros, los profesores que me conocían solían saludarme con cordialidad cada vez que nos encontrábamos entre los pasillos. Ellos admiraban que fuese de las pocas chicas que frecuentara la biblioteca de manera recurrente, y, a decir verdad, jamás juzgué apropiado revelarles la verdadera razón por la que habitaba allí como cucaracha librera, aunque también es cierto que no había nada en el mundo que me atrajera tanto como estar rodeada de miles de libros, porque quien encuentra y lee un buen libro es como si descubriese un valioso tesoro.

Por otro lado, puesto que la comida en la cafetería de la Preparatoria era muy costosa, entre mi madre y yo habíamos decidido que yo llevaría comida casera todos los días. Acentúo esto último y reafirmo la parte en que yo era una chica solitaria, porque me tomó por sorpresa el comentario que Ric me hizo cuando llegamos a nuestro edificio.

—A la hora del desayuno Estrella y yo pasaremos por ti, o si gustas tú nos esperas afuera de nuestro salón —El salón de ellos estaba a dos aulas al fondo del mío—. A partir de ahora serás parte de nuestro grupo de amistades. La verdad no sé con quienes sueles juntarte en los recesos, pero me gustaría que los reemplazaras por nosotros.

Era evidente que, antes del Mortusermo, yo había sido para él una sombra más. Ni siquiera sabía que no tenía amigos. De todos modos no quise sonar como una perdedora, por lo que dije:

—Las amistades no son cosas que se puedan reemplazar cual si fuesen objetos.

Ric pestañeó por unos segundos y curvó una ceja, antes de que Estrella interviniera:

—Para pesar tuyo, y para fortuna de Ric, tú no tendrás que pasar por la penosa dificultad de reemplazar amistades, puesto que jamás he visto que te juntes con nadie, a menos que se le considere como "alguien" a la biblioteca —Me sentí como alguien a quien le han propinado un fuertísimo latigazo sobre la cara con una soga mojada—. Así que problema resuelto. Como ya lo dijo el idiota de Ric, a partir de ahora tendrás el honor de ser parte de nuestra selectiva plantilla de amistades —dijo, enfatizando la palabra «selectiva» cual si yo fuese una retrasada mental.

Mi condición de chica apestada y cucaracha librera había quedado al descubierto ante Ric por culpa Estrella Basterrica, y sin saber aún porqué me importaba lo que él pudiera pensar de mí, sentí que mis mejillas se ponían rígidas y calientes quizá por el efecto de un repentino enrojecimiento que tiñó toda mi piel.

La campana del inicio de clases sonó por toda la Preparatoria en tanto la mirada de Ric continuaba hincada sobre mi rostro, cosa que dificultaba mi proceder. Quise sonreír para suavizar mi bochorno, pero siempre que trataba de hacerlo en un estado de vergüenza solía verme peor, así que decidí encontrar mis ojos con los suyos permaneciendo tan seria y tiesa como una de las piedras del Sochule.

¡Santos del cielo! ¡Qué mirada la suya!

Durante nuestros últimos encuentros lo había visto de noche, y las únicas veces que lo había logrado mirar de día había sido con muchos metros de distancia entre los dos. Por eso me sorprendió el magnífico aspecto que tenía ahora que estaba muy cerca de mí.

A merced del haz del crepúsculo matutino que chocaba contra su magnífico rostro, aprecié que éste hacía que sus altos pómulos rectos se miraran mucho más finos y pulimentados. El color claro y mirífico del iris de sus ojos, en medio de una corona de pestañas largas y negras, era mucho más verde, insondable y atrayente que otros días. Si de día me parecía apuesto, quizá porque la oscuridad no se interponía entre su belleza y las sombras, de cerca me lo parecía aún más.

Verlo vestido con el uniforme de gala le daba a su fina presencia una gallardía admirable. Decían los rumores que en su mansión tenía un gimnasio personal que, a leguas se veía, había provocado que rellenara su traje de manera magistral. Sin desear que se me tilde de fisgona, puedo asegurar que las proporciones abultadas de aquél apuesto muchacho, en brazos, hombros y... todo lo demás... eran las mismas que un modelo de revista querría poseer. Parecía el protagonista cliché de una novela juvenil.

Por lo mismo tuve que tragar una vaharada de oxigeno y pellizcarme la pierna derecha para evitar que su apostura me siguiera perturbando. Finalmente se despidió de mí dándome un beso en la mejilla, y sus labios quedaron tatuados en mi piel durante el resto de la mañana.

Una hora después nos volvimos a encontrar en el patio cívico para realizar los honores a la bandera, ceremonia en la que teníamos que participar todos los lunes de manera obligatoria. Los alumnos de los seis semestres nos solíamos formar alrededor del patio con solemnidad cual si fuésemos soldados, con los brazos pegados a los costados y con la nariz apuntando al cielo. Cantamos el Himno Nacional, proclamamos el juramento a la bandera, y padecimos la lectura de las efemérides de la semana a cargo de una chica de anteojos redondos que leía como si estuviera llorando.

Al término del acto cívico, los alumnos se dispersaron por todos lados, en tanto que yo me disponía a ir al baño para limpiarme el sudor de mi frente; y ocurrió que allí se apareció la despampanante rubia, cuyos labios rosas permanecían tan fruncidos como cuando alguien quiere dar a notar que está enfadada por algo.

—Al fin te encuentro sola —me dijo con tono mordaz. Llevaba la boina negra más hundida en su cabeza de lo natural—. Tal parece que Ric es tu pilmama o tu nodriza. Todo el tiempo trata de cuidarte como si fueses un bebé. —Tenía las cejas curvadas y sus ojos verdes olivo, parecían centellar como brazas claras y furibundas—. Te lo hago saber porque no me gustaría que te llevaras una desagradable desilusión respecto a él cuando sepas quién diablos es en realidad.

Suspiró profundamente mientras se paseaba por todo el baño mientras yo continuaba mirando su reflejo a través de la ventana colocada encima de los lavamanos. Luego añadió:

—Ricardo Montoya trata a todas las chicas con la misma deferencia con que lo hace contigo, así que, como ves, eso no significa que sienta especial interés por ti. —Una extraña sensación de resentimiento se arraigó en mí—. No quiero que te confundas, Sofía Cadavid, él es un chico de élite que aspira mucho más alto. Jamás de los jamases querría tener una relación seria con una chiquilla tan simplona como tú. Trato de protegerte, niña, porque he visto con cuanta devoción lo miras, como si él fuese tu sol y tú una oscuridad que clama de su luz. El cariño que te profesa tiene un objetivo, niñita, y ese es el de llevarte a su cama.

Por inercia me di la media vuelta y la encaré. Sentía las mejillas calientes y unas ganas profundas de abofetearla.

—Pero no porque le resultes atrayente —aclaró, y aprovechó para evaluarme de arriba abajo cual si yo estuviese embarrada de caca—, sino porque, como te lo dije ayer frente a él, tiene ciertas manías con las chicas vírgenes, como lo asumo que eres tú. Con esto te quiero decir que para él no significas nada; reconozco que eres bonita, que tienes unos ojos de color miel muy brillantes, una buena estatura, un cuerpo proporcionado y un pelo envidiable: pero te falta mucho para ser como...

—¿Cómo tú? —la interrumpí. Sus palabras me habían indignado, y mi voz entrecortada me lo estaba confirmando—. Yo no estoy enamorada de tu novio, Estrella —le aseguré—, no te lo estoy quitando ni mucho menos he pensado que él alguna vez pudiera fijarse en mí, ni para romance, ni para eso... que dices que quiere.

No creí importante decirle que Ric, de todos modos, me gustaba mucho.

—No te equivoques, encanto —dijo ella con desdén—, él no es mi novio y tampoco estoy celosa de ti, si eso pretendes darme a entender. Lo que escuchaste aquella noche sobre que pasé la noche en su casa... fue algo diferente. Pero no, no es mi novio... aunque sí, lo fue en su momento. No seas necia, estoy tratando de protegerte, él no te quiere, y si siente algo por ti es únicamente por el efecto que su calidad de Guardián ha acaecido para contigo. Todo es pasajero, cuando el juego termine te aseguro que él te volverá a ver como alguien insignificante, y si su capricho persiste te querrá llevar a la cama y listo, después te mandará al diablo, ¿verdad que ya no te parece la personificación de Santo Niño de Atocha? Él es así, Cadavid, siempre ha sido así, puedes preguntarle a cualquier chica atractiva que estudie en esta preparatoria y te dirá lo mismo que yo. Ricardo no tiene sentimientos, es odioso, egocéntrico y...

—Y si tantos defectos tiene ¿por qué sigues detrás de él? —espeté, pero sin proponérmelo mi voz se había alzado. Estrella se sobresaltó—. ¿No te parece muy osado el hecho de que te atrevas hablar de tu «amigo» con tanta malicia a espaldas suyas? —Estrella tenía entornados sus ojos como si estos quisiesen reventar—. ¿Por qué, entonces, si tan ruin es, como dices, no comienzas tú por alejarte de él? Deberías de predicar con el ejemplo, ¿no lo crees?

—Alejarme de él no puedo, porque lo quiero —confesó, con un gesto que me pareció sincero, aunque frío—, pero no de la manera que tú piensas. Si quieres no me hagas caso, Cadavid, pero cuando haya obtenido lo que busca de ti entonces te acordarás de mí. No busques oro entre el carbón... sé lo que te digo, pero allá tú si quieres creerme o no.

—Estrella, creo que te confundiste conmigo desde el principio —me atreví a interpelar—, falta mucho para que mis sentimientos se vuelvan contra mí gracias a un amorío: jamás me he visto en la penosa necesidad de depender de un chico para sentirme plena. Jamás he depositado mis esperanzas en un novio para creer que en función de él mi vida tendrá sentido. He sonreído y he sido feliz muchas veces, Estrella Basterrica, y en ninguna de esas veces fue un chico el motivo de mi felicidad. Ricardo Montoya no significa nada para mí. —Tales palabras, que no fueron acordes con lo que sentía en realidad, escaparon sin pensarlas.

Era cierto que yo no lo amaba, puesto que apenas lo conocía de manera más cercana: pero tampoco podía engañarme y decirme que él no significaba nada para mí. No hay nada más vulgar en la vida que engañarse así mismo.

Estrella ya había salido del baño de chicas, cuando se detuvo y, mirándome con desaire, me dijo:

—A ver, querida, me temo que tus últimas frases no las logré entender, o tal vez soy yo quien se resistió a quererlas entender, puesto que sé muy bien que lo que me dijiste solo fue de los dientes para afuera, ¿podrías repetirme tus últimas palabras sin que puedas arrepentirte después?

—¡Te digo que Ricardo Montoya no significa nada para mí! —exclamé, más por desear que mis palabras no quedaran en entredicho que por ganas de cumplir su ordenanza.

—Hashtag; todos somos Sofía —dijo la rubia mirando hacia su izquierda.

Todo mi cuerpo se tambaleó cuando descubrí que Ric estaba parado junto a un machuelo muy cerca de nosotras. ¡Dios...! Y también había escuchado lo último que dije, lo averigüé por la extraña forma con que me miró, haciéndome sentir culpable. Estaba serio, me observaba con una frialdad con la que nunca, desde que nos habíamos hablado, lo había hecho.

Haciendo gala de cobardía ni siquiera me detuve a pensar que le debía de dar una explicación. En lugar de eso, y como no soporté mirar su rostro lívido empapado por la sorpresa, me marché con grandes zancadas buscando un refugio dónde soltarme a llorar.

¡Estrella Basterrica! ¿Sería posible que lo hubiera hecho a propósito? ¿Ella había sabido desde el principio que Ric estaba aproximándose a nosotras cuando me hizo decir aquello tan cruel? Cuando volví a clase mi llanto estaba contenido, no me había podido desahogar debido a que en ningún momento tuve oportunidad.

Durante toda la hora, en la clase de economía que impartía la ancha y pálida profesora Carmen Luz, sentí un doloroso nudo en la garganta que no logré combatir. No conseguía sacar de mi cabeza lo que había pasado afuera del baño ni lo que Estrella me había dicho dentro de él.

¿Sería verdad todo lo que aquella presumida me había referido?

Para cuando repicó la campana anunciando la hora del receso estaba convencida de que no podía ser cobarde: por una vez en mi vida debía de afrontar las consecuencias de mis estupideces aún si tenía que verme en la penosa necesidad de darle una explicación a Ric, con todo y que me muriera de vergüenza. ¡Esto no podía estar pasándome a mí! ¿Cómo podía arruinarlo todo en un segundo?

Salí del aula con pasos prestos en busca de mi Guardián. Todos los muchachos y muchachas deambulaban por todos lados, además, era evidente que la propuesta de desayunar con mis nuevos "amigos" había quedado revocada. De todos modos ni Estrella ni Ric estaban en su salón, lo descubrí cuando miré de soslayo dentro de él.

Finalmente decidí buscarlos en la planta baja, y allí encontré a Ric, a tres metros de distancia. En ausencia de Estrella le vi rodeado por cuatro muchachitas coquetas que lo abrazaban y besaban las mejillas, acariciando sus labios rojizos y sus ensortijados rizos negros, en tanto él correspondía a sus adulaciones por medio de sensuales sonrisas torcidas sin perder oportunidad y gracia de admirarlas y acariciarlas, sumamente enardecido.

Sin tener un motivo aparente sentí que unas irascibles manos invisibles estrujaban mi corazón, y que un revoloteo de murciélagos giraba con ardor dentro de mis entrañas. Por un momento tuve ganas de llorar, otra vez, pero luego me dije que no tenía razón para hacerlo. ¿Por qué iba afectarme que Ric estuviera de cariñoso con esas tontas cuando yo creí que estaría dolido por mis palabras?

«¡Estúpida! ¡Necia! ¡Idiota!¡Ilusa!¡Ingenua!», me grité cuando corrí escaleras arriba buscando mi refugio en la biblioteca, diciéndome que una chica tan insignificante como yo jamás habría tenido motivos para pensar que Ricardo Montoya tenía predilección para con ella.

«¡Maldito muchachito cliché!».

En momentos de amargura el pensamiento se vuelve negativo y pernicioso, y las cosas que antes brillaban en esos instantes se ensombrecen. Quizá por eso no me sorprendió que de repente todo a mi alrededor se pusiera negro justo cuando estaba por llegar a la biblioteca.

Inmersa en tal vivencia me obligué a pararme en seco en el pasillo de la segunda planta; luego miré hacia el fondo, situándome justo donde un grueso muro de cristal dividía el pasillo de la biblioteca. Me afirmé que aquella funesta atmósfera no era normal. Un terror profundo me embargó al darme cuenta que nadie más estaba viendo lo mismo que yo; ningún alumno o maestro se daba cuenta de aquellas lúgubres tinieblas que habían oscurecido el pasillo de la biblioteca.

« Ay, no, no, no. ¡No puede estarme pasando esto!».

Entonces vi el apurado paso de la profesora Carmen Luz, que se distinguía de los demás que deambulaban por el pasillo por tener una sombra muy oscura detrás de ella. No, no era una sombra, era un horrible jinete en forma de demonio cuyo caballo había desaparecido en cuanto lo atisbé. El demonio era robusto, y un espeso ahumadero lo envolvía en medio de una insoportable frialdad: llevaba puestas centenares de capas negras que flotaban alrededor de él, así como una amplia capucha puntiaguda que ocultaba su cabeza, mas no su rostro, y una larga guadaña que era sujetada por sus cadavéricos dedos.

El demonio flotaba en los talones de la profesora Carmen Luz, y la certeza que tenía respecto a que él quería hacerle daño no se pudo apartar de mi cabeza.

—Padre Mort —le dije, pero no fui yo quien reconoció el nombre de aquella inicua criatura, sino mi condición intrínseca de Excimiente—, no le haga daño —le supliqué.

Cuando el demonio giró su macabro rostro hacia mí, y vi la horrífica fisonomía de la cual era dueño, no pude evitar lanzar un aullido de terror que nadie escuchó. Era una imagen esquelética semidescarnada. Puesto que no tenía labios, todos los dientes los llevaba al descubierto, dándole a su asqueroso aspecto la sensación de estar sonriendo permanentemente. Como no tenía ojos ni nariz, sus cavidades parecían profundos pozos por los cuales me estaba tratando de aspirar. Agité mi cabeza y quise correr, pero la sonrisa del demonio me tenía enteramente paralizada como para mover siquiera un dedo.

—¡Ah, tú, hija de Mort! —gruñó la criatura con una pérfida voz—. Me has logrado mirar por tu facultad de Excimiente —señaló—. Yo no soy el dador de vidas, sino el que las arrebata, y la vida de esta mundana —Se refirió a la profesora Carmen Luz, que seguía caminando como en cámara lenta hacia la biblioteca—, ha llegado a su vigencia. La marcaré con mi guadaña y en siete segundos un evento siniestro le arrebatará su vida. Ella morirá, Excimiente, y no hay nada que puedas hacer al respecto.

Creí que me ahogaba de impotencia cuando atestigüé la forma en que el demonio traspasó el reflejo de la guadaña por el cuello de la profesora Carmen Luz: entonces grité, como si todo el terror del mundo se hubiera acumulado en mi corazón.

—¡Profesora Carmen Luz, tírese al suelo! —grité, y aunque ya la guadaña la había sellado, faltaban siete segundos para que un siniestro evento la matara, por lo que presentí que para salvarla debía de mandarla al suelo.

En ese preciso instante, Padre Mort aguardó detrás de la profesora para llevársela una vez que muriera, pero la profesora instintivamente se tiró al piso justo cuando el gigantesco cristal que salvaguardaba a la biblioteca reventó en cientos de fragmentos en medio de un horrible griterío que ensordeció todo el pasillo.

Padre Mort, viendo fracasado su siniestro propósito, se esfumó ante mis ojos.

Y yo... Yo había logrado salvar de la muerte a la profesora Carmen Luz.

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