MORTUSERMO: EL JUEGO DE LOS E...

By JL_Salazar

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Las reglas del juego son muy sencillas, recitarás en latín el conjuro inicial, esparcirás tu sangre sobre la... More

REGLAS DEL JUEGO
PRELUDIO
PRIMERA PARTE
1. EL COMIENZO
2. ENTRÉGOME A TI
3. EL BESO DEL ESPÍRITU
4. DESPERTAR
5. TU VOZ ENTRE LAS SOMBRAS
6. LA IDENTIDAD DEL ESPÍRITU NEGRO
8. PADRE MORT
9. SENTIMIENTOS EN BATALLA
10. INVOCACIÓN
11. PRINCESA DE LA MUERTE
SEGUNDA PARTE
12. EN LA CASONA BASTERRICA
13. INCONVENIENTES
14. CASTIGADOS
15. LA SANTA INQUISICIÓN
16. DÉJAME ENTRAR
17. MELODÍA NOCTURNA
18. ANANZIEL
19. EN LA FIESTA DE GRADUACIÓN
20. LA APARICIÓN DEL ÁNGEL
21. NUEVOS ESTRATAGEMAS
22. ARTILUGIOS
23. EN EL BORDE DE LA TORRE
24. DELIRIOS
25. RECUERDOS PERDIDOS
26. BESOS DE SANGRE
27. VENENO, DOLOR Y PARTIDA
28. EL COMIENZO DE UNA NOCHE ETERNA
TERCERA PARTE
29. ENTRE LAS LLAMAS Y LA MELANCOLÍA
30. ESPÍRITUS GUERREROS
31. GRIGORI
32. LA HERMANDAD DEL MORTUSERMO
33. EN EL EXPIATORIO
34. EL LAMENTO DEL ÁNGEL
35. NUEVO COMIENZO
EPÍLOGO
AGRADECIMIENTOS

7. LA MIRADA DEL ÁNGEL

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By JL_Salazar

Al tiempo que encajé la llave negra en la cerradura, una pesada electricidad recorrió mis dedos, de modo que tal energía penetró en las venas de mi sangre, conectándose todas entre sí, hasta que, en medio de un tremebundo dolor, sentí que algo muy pesado se desprendía de mi cuerpo y caía hasta el fondo del abismo.

Al levantarme entendí que estaba en el gran umbral del expiatorio, otra vez: el Trinente custodiaba la boca de la caverna, que hacía las veces de la entrada, y una vez que me exigió dejar mi carne, huesos y sangre allí para que yo pudiera pasar, los demonios que lo acompañaban se abalanzaron sobre mí y me hicieron pedazos. Al abandonar mi cuerpo, mi espíritu penetró al expiatorio, notando que éste no era igual que la última vez. Ahora había cielo, y éste estaba teñido de rojo sangre; una sangre que goteaba y carcomía lo que tocaba.

¡Por Dios! Tan pronto corroboré que mi teoría era cierta, que las rocas dispersas se disgregaban al contacto de las gotas de sangre que caían de cielo, huí despavorida a un sitio donde ocultarme.

—¡Excimiente! —me llamó la voz de una mujer que no logré ver—. Escóndete en las montañas negras que bordean el camino. Es la hora en que la sangre de los muertos lloverá desde los cielos. Quema y hace padecer; no permitas que las gotas te toquen o te desintegrarás.

Aterrorizada, corrí hacia las únicas montañas que vi cerca. Éstas eran negras, hechas de piedra desquebrajada que soportaban en lo alto torres del mismo color. Con razón no había nadie en los caminos, todos los espíritus debían estar ocultos para evitar que la sangre los quemara. Presentí que Ric y mis Intercesores estaban del otro lado de mi espíritu, el primero vigilando que ningún espíritu escapase a través de mí y los segundos, con sus conjuros, protegiéndome de todo aquello que pudiese causarme mal.

Ese sitio era un lugar inmenso, con caminos serpenteantes atestados de tierra rojiza y árboles robustos en cuyas ramadas se enroscaban docenas de serpientes oscuras con cabezas en la cola y al frente. Puesto que estaba desnuda y sin calzado podía sentir cuando las piedrecillas filosas se incrustaban en mis talones. Conforme pasaban los segundos, la sangre que flotaba en lo alto del cielo se escurría más. El sonido de truenos y relámpagos me advirtieron que si no era lo bastante hábil para resguardarme cuanto antes, sería disuelta con la sangre. Mi corazón estaba desbocado, y por más que corría, se me hacía casi imposible llegar a las cuevas de la montaña más próxima. Cuando por fin alcancé la montaña de mi objetivo, trepé con premura hasta mirar una cavidad en la que penetré para ocultarme.

Y entonces lo vi. Ahí estaba mi ángel, escondido en el fondo de aquella cueva de piedra, encogido, con su cabeza oculta entre sus rodillas, y su cabello largo y platinado esparcido por entre sus pómulos. Él era tan blanco como el mármol, y aún entre las tinieblas, sus ojos azules brillaban con tanta refulgencia que parecían luceros bajados del cielo.

—Te faltan alas para volar, bello ángel —le dije.

Cuando se incorporó un poco, noté que él estaba desnudo. Se había asustado por mi repentina llegada, pero luego se tranquilizó al reconocerme y se alegró de verme.

—Bendita —murmuró en húngaro, con una dulce

voz semejante a la que provocaría la miel al hablar. Me observaba con cuidado las heridas de mis pies—. ¿Te hiciste daño?

—Zaius —atiné a decir, cortado su nombre original, conteniéndome para no llorar tras la alegría de haberlo encontrado. Mi mirada se aferraba a sus ojos cual si en ellos estuviesen almacenados todos mis secretos, mi alma... y toda mi vida.

Deduje que, como el conjuro del beso nos había adherido el uno al otro, me había sido sencillo encontrarlo. Sabía que algo muy fuerte nos tenía vinculados y nos atraía.

—Tu piel —dije, mirando cada una de sus heridas. Puesto que su nívea piel era tan blanca como un alma pura, todas las profundas heridas trazadas en su cuerpo sobresalían sórdidamente—. ¿Te duelen mucho, verdad?

Él asintió con la cabeza, como un niño que se contiene de llorar.

—Pero no sufras por mí, bendita —me dijo con ternura, y con uno de sus blancos dedos recogió las lágrimas que se me desbordaban de mis cuencos—, que tus lágrimas no se interpongan entre tu belleza y la alabanza que despide tu dulzura. No merezco tu compasión. —De pronto fue él quien comenzó a llorar—. De no ser por mí, tú jamás habrías tenido que sufrir todo esto: yo te he traído hasta aquí, ¡soy despreciable, y ruin, merezco las torturas que me conceden, merezco el suplicio que me hacen sufrir aquí!

—No, no lo mereces —murmuré pesarosa, con un nudo en la garganta que me impedía hablar con soltura—, y por eso voy a sacarte de aquí, Zaius ¡No soporto saber cómo te torturan! ¡Mira las heridas de tus brazos, de tu espalda, de tus piernas! Tus pies descalzos están embadurnados de sangre, ¿cómo mirarte y no llorar de tristeza?

Medio metro nos separaban y, aún así, yo estaba sumergida en su mirada: en la mirada del ángel.

—Pero yo no tengo nada que ofrecerte —se lamentó.

—No te he pedido nada —le recordé. Quería tocar su piel y acariciar y sanar sus heridas, pero no me atrevía, pese el ardor que me lo demandaba desde el fondo de mi ser. ¡Cómo podía ser tan hermoso!—. Lo único que ambiciono de ti es tu libertad. Cuando lo consiga estaré satisfecha.

—Entonces, en tal caso, juro que si salgo de aquí seré tu esclavo para siempre —me aseguró. Se había reclinado más, de modo que su frente casi tocó la mía—. Renunciaré a mi vida y te la entregaré, cuidaré de ti, velaré tus sueños y, si es necesario, me entregaré a la muerte otra vez si así puedo preservar tu existencia. Seré tu siervo para toda la vida, y si nunca más tuviéramos que morir, me convertiré en tu siervo para toda la eternidad.

Me sentía acongojada, alegre y a la vez ardiente. Me embriagaba la ternura y la desesperación de no poder curarlo.

—¿Dónde estamos? —quise saber más tarde, mirando a mi alrededor.

El ángel se reclinó de nuevo y pegó su espalda al muro de la cueva.

—En el tercer vértice —murmuró—. Este sitio está dividido en cinco vértices. En más de doscientos años habitando el expiatorio, he descubierto que este lugar es infinito y, a pesar de ello, que tiene la forma de una estrella de cinco picos.

«Igual que la estrella del Mortusermo», recordé.

—¿Dices que más de doscientos años? —suspiré con sorpresa— ¿Por qué has pasado más de doscientos años aquí? ¿Hasta cuándo será suficiente? ¿Por qué no has logrado salir de este horrible lugar?

—En eso consiste el juego de la muerte —me reveló—, en encontrar al Creador de todas las cosas para pedirle su redención. Él está en algún lugar del expiatorio. El espíritu que lo encuentra gana el juego y consigue su liberación. Llevo buscándolo por más de dos siglos, sin éxito. Tal vez esté escondido entre las piedras del vértice cinco, o detrás de las montañas escarlatas. Nunca fui allí por miedo: dicen que ahí están las legiones de los demonios desterradores. Si uno de ellos te destierra, puesto que ya estás muerto, desapareces permanentemente de la plenitud y ya nunca más podrás ser redimido —concluyó notablemente aterrado.

—¿Quieres decir que en eso consiste el expiatorio, Zaius? ¿En buscar al Creador?

Siempre imaginé que para expiar los pecados en el purgatorio se debía de nadar en medio del fuego por cientos de años, sufriendo mucho dolor hasta que el espíritu pecador quedara limpio. Pero no, ahora descubría, según lo que me contaba mi Liberante, que la verdadera expiación consistía en llegar al expiatorio y buscar al Creador recorriendo sus confines, padeciendo hambre y tormento y pedir tu libertad. Porque sí, allí el dolor persistía aun si estuvieses muerto: había frío y calor. Allí también se lloraba y hasta se podía reír. Los sentidos estaban redoblados y, por tanto, las emociones se sentían con mayor intensidad. Era como vivir en el mundo de los vivos, solo que en ese lugar el sufrimiento era peor, porque ya no podías morir, pero sí sentir siempre dolor... siempre más dolor y desesperación.

—Cuando mueres —me dijo, recogiendo mis manos entre las suyas; sentí una gran ternura—, el expiatorio se convierte en tu nueva vida, si a caso se le puede llamar así. Debes de buscar refugio, tienes que trabajar con otros espíritus para poder alimentarte, necesitas gestionar alianzas con otros condenados. El hambre es uno de los peores tormentos que existen en este lugar, porque cuando no tienes qué comer, tu espíritu te comienza a comer por dentro, es un dolor indecible —balbució, estremeciéndose—. Como te decía, para poder vivir, al menos un poco más tranquilo, debemos de buscar alianzas con otros condenados y así subsistir con menos desventajas. He descubierto que aquí podrías vivir incluso milenios, como algunos condenados que he encontrado errantes por los caminos, buscando veredas y más veredas en la búsqueda del Creador. Sin duda todo sería sencillo, el buscarlo, de no ser porque existen legiones de demonios que los habitantes del expiatorio llamamos "Satanizadores". El propósito de estas legiones, que viven en diferentes tierras y montañas, es torturar a todos los espíritus que se encuentran, para evitar nuestra llegada con el Creador. Aquí no hay día ni noche, siempre se vive de manera uniforme, las únicas alteraciones que existen son los tiempos y los lugares.

Sentía un gran nudo en la garganta, no podía imaginarme lo que era vivir de esa manera tan espantosa.

—¿Qué pasa concretamente cuando encuentran al Creador? —pregunté interesada, dejándome llevar por la fascinante sensación de sentir mis manos atrapadas en las suyas.

—Encuentras la dicha —respondió, sonriendo por primera vez. Fue tan hermoso mirarle sonreír que me quise echar a llorar otra vez—. Dicen que el espíritu debe de vivir siete vidas, cada una con el mismo proceso: vida, muerte, expiatorio, encontrar al Creador y volver a nacer. En la séptima vida, si aún tienes la fuerza para volver al Creador por última vez, por fin tienes el descanso eterno.

—¿Por qué no te puedo llevar ahora conmigo si, como Excimiente, soy una especia de portal? —inquirí—. Un espíritu se adhirió a mí y lo logré llevar al mundo de los vivos —recordé a Alfaíth.

—Quien logra escapar del expiatorio sin el proceso del Mortusermo o la bendición del Creador, es fragmentado en la vida, y cuando muera ya no puede volver al expiatorio.

—¿A... dónde van los espíritus que ya no pueden volver al expiatorio?

—Al infierno —sentenció.

Tuve un vuelco en el corazón. Si el expiatorio para mí ya era el mismísimo infierno, ¿cómo podía ser el infierno verdadero? De pronto vi que Briamzaius se levantaba y comenzaba a pisar con sus pies ensangrentados, dirigiéndose al fondo de la caverna. Era tan alto que me sorprendí, y, a pesar de lo poderoso que se le veía, allí en el expiatorio parecía indefenso. Era verdad que sólo le faltaban alas para poder volar. Cuando volvió, se arrodilló frente a mí y me entregó tres peculiares monedas.

—Te las entrego, bendita, las conseguí para ti. —De nuevo aquella sutil sonrisa suya me hizo volver a estremecer—. Se llaman retribuciones; úsalas en tiempos de necesidad.

—¿Retribuciones? —me extrañé, aquellas monedas (dos de bronce y una dorada) eran del tamaño de mi puño. En una cara tenían acuñado el rostro de un espíritu (cada moneda tenía uno diferente) y en la otra cara unas pequeñas letras en latín.

—Tardé dos siglos para forjar la dorada, es la más valiosa de las tres. Las de bronce las conseguí a fuerza de trabajo, con hacedores de retribuciones. —me explicó.

—¿Y cómo funcionan? —quise saber.

—Recitando el conjuro de invocación que está en una de las caras y posteriormente lanzándolas sobre el suelo, de manera que rebote al menos tres veces. La retribución utilizada arderá en llamas y entre el ahumadero brotará el aura de un espíritu que te defenderá. Se les llama retribución porque es un pago que el Mortusermo permite dar a la Excimiente y a los contendientes cada vez que las ameriten. Son armas de defensa.

—¿Y cómo es que el aura de un espíritu está resguardado en estas monedas?

—Hay espíritus antiguos que ya no tienen posibilidad de redención y que recurren a hacedores de retribuciones para ofrecerse como tributos al ser almacenados dentro de ellas. Cuando se conjura la retribución en cuestión, el espíritu emerge para pelear por el dueño de ésta, y cumplida su misión el espíritu se desintegra para no volver a existir nunca más.

—¡Qué tristeza! —me lamenté acongojada, imaginando la desesperación de saber que nunca serás redimido y que la única salida que te queda es sacrificarte por alguien más.

—Por el contrario, morir para siempre defendiendo a un vivo es una de las gestas heroicas más nobles del inframundo. Preferible desaparecer de la faz de la existencia defendiendo a un justo que morir desterrado por un perverso demonio. Preferible desaparecer para siempre que retornar de nuevo al expiatorio, o, peor aún, al infierno.

Saber que en mis manos tenía tres espíritus que, al invocarlos, me defenderían y a la vez contribuiría a su redención me tenía arrobada.

—Dios mío, tengo tres espíritus en mis manos —susurré.

—No, en realidad tienes solamente dos —me corrigió—, la que fabriqué yo, la dorada, no posee un espíritu de defensa: esa funciona diferente.

—¿Cómo funciona?

—Debes de descubrirlo por ti misma. Como recompensa por cada contienda ganada, a partir de ahora el Mortusermo les otorgará retribuciones.

La retribución dorada no sólo era diferente a las otros dos por el color, sino porque en lugar de tener el rostro de un espíritu acuñado en una de sus caras, tenía un peculiar símbolo: una cruz cuya parte superior tenía forma de óvalo.

—Bendita, es imperativo que sepas que mientras tú seas la Excimiente, tú también eres un portal, como ya lo has dilucidado. Los humanos que murieren a causa del Mortusermo traspasarán su espíritu por el tuyo, y por medio de ti vendrán al expiatorio.

Mi mandíbula se desencajó ante mi incomprensión de lo que tal cosa significaba.

—¿Eso... me dolerá? —quise saber.

—Morirás igual que él, y sentirás el mismo dolor que la causa de su muerte. Pero no te preocupes, después de sentir el dolor de la muerte volverás de nuevo a la vida.

Me sacudí pensando en ello.

—Lo siento tanto, Sofía —dijo con pesar, pronunciando por primera vez mi nombre.

—¿Qué puedo hacer para evitar que mueran a causa del Mortusermo?

—Cumplir en tiempo y forma con las contiendas del juego. Eso solo es una parte. Pero lo más importante es no revelarle a nadie sobre la existencia del Mortusermo. Nadie que no forme parte del juego puede pronunciar su nombre sin que permanezca con vida.

—¿Quieres decir que quien lo pronunciase y no pertenezca al juego moriría?

—Su poder es tal que su mismo nombre atrae consigo la muerte. Recuérdalo siempre, Excimiente mía, ningún ser viviente que no forme parte del juego puede pronunciar su nombre sin que permanezca vivo. A las siete horas moriría.

—¿Por qué a las siete horas?

—Porque el siete significa plenitud.

—Pero... ¿tú... tú cómo sabes todo esto? —Mi ángel me miró, y de nuevo lo observé a detalle, tratando de encontrar al menos un deje de maldad en su perfecto rostro—. ¿Qué tanto mal hiciste para sufrir la condena del expiatorio? ¡Yo no veo en ti mal alguno!

Su rostro epicúreo se descompuso, y con terrible abatimiento respondió:

—Mi más grande pecado fue haber contribuido en la creación del Mortusermo.

Si todo lo anterior no me había logrado atribular, aquella terrible revelación acaeció en mí la más grande de las aflicciones.

—¡Perdóname por favor! —se soltó a llorar de repente, besándome los pies. Sin embargo, en ese momento sentí que algo sumamente pesado me estaba llevando de vuelta a mi cuerpo—. ¡No te vayas sin que me perdones, Excimiente mía, fui obligado a poner mi poder sobre ese maldito instrumento, fui obligado por las falacias del amor de una cruel mujer! ¡Si yo hubiera sabido el fin que tendría su fabricación, jamás habría...!

Tenía un nudo en la garganta: no podía procesar nada... el viento me estaba desintegrando y todavía no era capaz de responderle una palabra.

—¡Mi bendita! —insistió apesadumbrado— ¡Por favor, acepta mis disculpas! ¡Te lo imploro, te lo ruego!

Pero cuando respondí que lo perdonaba de corazón, el Mortusermo ya me había vuelto a la vida.

Al abrí los ojos, una aguda punzada tendió mis sienes. Las cabezas de Rigo, Ric y Estrella estaban arriba de mí, mirándome conmocionados.

—¡Él ayudó a forjar el libro! —lloré, estremecida por el dolor y la compasión. Me reincorporé de inmediato y me abandoné a mi llanto—. ¡Es horrible, todo en el expiatorio es horrible! ¡El no me pudo escuchar que lo perdonaba, no me pudo escuchar! ¡Ahora pensará que lo odio! ¡Dios mío!

—¡Hey, hey, pequeña, ven aquí! —me dijo Ric envolviéndome entre sus poderosos brazos—. Todo está bien, todo está bien. Estoy aquí contigo.

—Estamos aquí —corrigió Rigo, con el ceño fruncido.

Cuando mis sollozos aminoraron me separé lentamente de Ric y atisbé el Mortusermo: pensar que aquella cosa había sido fabricada por mi ángel me hacía cuestionarme infinidad de cosas. Luego vi la llave encajada en la cerradura del expiatorio, nuestros emblemas colocados en la estrella de cinco picos, y la página izquierda, que comenzaba a llenarse de unas letras que por la sorpresa no conseguí leer.

—¿Qué ocurre? —sollocé, antes de que el vértigo amenazara con aposentarse de nuevo en mi frágil cuerpo—. ¿Por qué están apareciendo nuevas palabras?

Presos del dolor de nuestros tatuajes y del desconcierto de saber que la contienda tres aún no había terminado, Ric leyó la continuación de la contienda:

«Hijos de Mort: un espíritu del inframundo se ha adherido al alma del Excimiente y lo traído a la tierra de los vivos. Si el espíritu no es devuelto al inframundo antes del cuarto creciente, un miembro de cada familia de los participantes será tomado como tributo, como pago por el espíritu que dejaron escapar».

—¡Putas! —exclamó Rigo.

Por supuesto, el Mortusermo se refería a Alfaíth. ¿Entonces no se había adherido a mí por un descuido de mi parte, como me lo había hecho creer el maldito espíritu, sino que el Mortusermo mismo lo había consentido como parte de la contienda número tres?

La tensión se hinchó dentro de mi alma mientras reflexionaba en ello. Además me sentí un tanto culpable por haber guardado semejante información a mis contendientes.

—¿Q...ué... significa esto concretamente? —le pregunté a Ric con un doliente terror que estaba tratando de colonizar mi corazón.

El atractivo muchacho parpadeó un par de veces, apartó de su frente unos mechones rizados de su pelo negro, y me contestó de forma determinante:

—Que un espíritu escapó contigo del inframundo, y que si no lo devolvemos antes del cuarto creciente, un miembro de cada una de nuestras familias morirá.

Cerré mis ojos pensando en la horrenda predicción. Luego Rigo me preguntó:

—¿Qué es eso que traes en tus manos?

Las tres retribuciones que mi ángel me había otorgado aún estaban conmigo. Y yo sabía que teníamos que usarlas en contra de Alfaíth. 

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