MORTUSERMO: EL JUEGO DE LOS E...

By JL_Salazar

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Las reglas del juego son muy sencillas, recitarás en latín el conjuro inicial, esparcirás tu sangre sobre la... More

REGLAS DEL JUEGO
PRELUDIO
PRIMERA PARTE
1. EL COMIENZO
2. ENTRÉGOME A TI
4. DESPERTAR
5. TU VOZ ENTRE LAS SOMBRAS
6. LA IDENTIDAD DEL ESPÍRITU NEGRO
7. LA MIRADA DEL ÁNGEL
8. PADRE MORT
9. SENTIMIENTOS EN BATALLA
10. INVOCACIÓN
11. PRINCESA DE LA MUERTE
SEGUNDA PARTE
12. EN LA CASONA BASTERRICA
13. INCONVENIENTES
14. CASTIGADOS
15. LA SANTA INQUISICIÓN
16. DÉJAME ENTRAR
17. MELODÍA NOCTURNA
18. ANANZIEL
19. EN LA FIESTA DE GRADUACIÓN
20. LA APARICIÓN DEL ÁNGEL
21. NUEVOS ESTRATAGEMAS
22. ARTILUGIOS
23. EN EL BORDE DE LA TORRE
24. DELIRIOS
25. RECUERDOS PERDIDOS
26. BESOS DE SANGRE
27. VENENO, DOLOR Y PARTIDA
28. EL COMIENZO DE UNA NOCHE ETERNA
TERCERA PARTE
29. ENTRE LAS LLAMAS Y LA MELANCOLÍA
30. ESPÍRITUS GUERREROS
31. GRIGORI
32. LA HERMANDAD DEL MORTUSERMO
33. EN EL EXPIATORIO
34. EL LAMENTO DEL ÁNGEL
35. NUEVO COMIENZO
EPÍLOGO
AGRADECIMIENTOS

3. EL BESO DEL ESPÍRITU

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By JL_Salazar

Tuve la horrible sensación de que mi boca se estaba llenando de tierra muy caliente mientras caía a un profundo vacío: tierra que se engullía en mi garganta, de manera que comencé a ahogarme. Luego la tierra tapizó mis ojos y mis orejas, de modo que no pude ver ni oír nada salvo el clamor de mi desesperanza, que recitaba lamentos en silencio.

—¡Me ahogo! —quise decir, pero la voz solo se escuchaba en mi cabeza.

En ese momento todo se puso negro.

Cuando volvió la claridad, noté, con un calambre que me atravesó todo mi vientre, que ya no estaba en la cueva con Ric, Estrella y Rigo, sino al pie del umbral de una gran caverna de color disparejo entre oscura y rojiza. ¡A caso ese lugar era el infierno! La caverna parecía tener la boca de un hambriento dragón a punto de dar un bocado, y el denso ahumadero que brotaba desde adentro no hacía sino consolidar mi teoría. Al intentar respirar, un viento tóxico ingresó a mis pulmones haciéndome toser. Elevé la vista para observar el interior de la caverna pero un punzante dolor en mi cuello y espalda me devolvieron al suelo.

¿De verdad estaba en el expiatorio, el lugar donde habitan los muertos?

En mi segundo intento conseguí ponerme de pie, percatándome de que un puñado de escalofriantes hombres y mujeres sin ropa bailaban y giraban como dementes, cantando y saltando, en la entrada del umbral. Para mi mala suerte, mis chillidos de horror atrajeron la atención de la horda de monstruos que bailaban en la entrada de la caverna, cuyos repugnantes semblantes se fijaron en mí; sus gestos discordes e hinchados eran tan horribles que podría definirlos como monstruos nauseabundos.

Sus labios colgaban de sus bocas, en un tono negruzco y reseco semejante al de sus párpados. Sus pómulos, a su vez, permanecían hundidos y marchitos. Ahí comprendí que el ser humano nunca había estado tan lejos de describir la realidad en cuanto a un ser del inframundo se refiere. Verdaderamente eran criaturas siniestras y repugnantes. La imperfección de sus rostros y el hedor que despedían sus putrefactas fragancias no eran otra cosa sino un insulto del diablo para el Creador; en la degradación corporal y el envilecimiento de sus almas había adjunta una humillación para él, que originalmente los había formado a su imagen y semejanza. Entonces entendí que eso ambicionaba el enemigo, la imperfección de los humanos, esa vulnerabilidad e infamia que lleve a la destrucción de otros hombres: Satanás ya había ganado una batalla una vez cuando puso sus malignos pensamientos sobre Adán y Eva al principio de los tiempos, provocando que acaeciera sobre nosotros el pecado original, razón por la que la muerte surgió.

Ahora esperaba ganar una segunda batalla con la humanidad en estos tiempos modernos.

Pensando en ello sacudí mis vestiduras negras (sí, porque ya no llevaba puesta mi pijama), respiré profundamente y clavé mis ojos mortecinos sobre los monstruos que estaban dentro de la caverna. Aunque muriera de terror sabía que tenía que penetrar dentro, pasar por entre aquellos espectros y disponerme a efectuar la descabellada empresa que el Mortusermo me había encomendado: hacer que me besara un espíritu.

Contuve el aliento, hice nudillos mis manos y trastabillé hacia el frente. Los espectros rugieron cuando me planté a dos metros de distancia. Entre sus rugidos brotaron cuchicheos, y cuando volví a abrir mis párpados vislumbré que una nueva y espantosa figura feroz, deforme y brutal, se asomaba detrás de ellos. Era una criatura de talla descomunal, más alta que los espectros, y su piel, que era más acartonada, se distinguía de los otros por sus tonos fluctuantes entre gris y pardo. Entonces, con una tremebunda voz que parecía regurgitar, me preguntó:

—¿Quién eres y qué quieres?

Si acaso había reunido fuerzas para ese instante, todas estas expiraron enseguida. No se me pregunte cómo, pero sabía que él era el Trinente, el cancerbero del umbral.

—Yo soy Sofía Cadavid —respondí, luchando por no perder lo poco que tenía de valor—. Apártate de la entrada y déjame ir al encuentro de quien busco.

Cualquier idioma que usásemos en aquél encuentro, ambos lo comprendíamos.

—¿Quién te mandó? —carraspeó el Trinente. De sus colmillos escurría babaza.

—El Mortusermo —contesté, sin saber si esa era la respuesta que él esperaba.

—¡Ah, hija de Mort! —bramó, sacudiendo su hórrida fisonomía—. Tú eres el águila dorada que ha bajado para encontrar al condenado que debieres liberar. Los espíritus que miras poseen el cuerpo de sus últimas vidas. Solo hasta que son condenados sus cuerpos dejan de ser tangibles, y sus espíritus, entonces, se vuelven etéreos.

—¿No han sido sentenciados, entonces? —quise saber—. ¿Esto... no es el infierno?

—Esto, Excimiente, es el expiatorio —balbució—. No puedes ir al Creador sin que tu espíritu haya sido purificado, para eso existe este lugar.

—Alguna vez... pude imaginar que así sería el purgatorio —confesé.

—Lo que ves está siendo alterado por tus ilusiones y un fragmento de lo que no es real. —gruñó el Trinente. En el fondo de la caverna se escuchaban escabrosas sinfonías que me tenían petrificada—. La muerte no es un alguien, sino una condición que privilegia solo a los que no están vivos, por lo tanto, esto que observas apenas es una pequeña parte de lo que es el expiatorio en realidad. Tus insignificantes ojos mundanos, tan limitados y amurallados por el velo de tu vida, no soportarían ver toda la realidad de este sitio sin que murieses del horror. Los vivos nunca estarán preparados para admirar lo que este lugar resguarda, no hasta que su condición de muerte realmente los haya alcanzado.

—¿Yo, entonces, todavía no estoy muerta? —pregunté esperanzada.

—Si ya hubieses muerto, y hubieras sabido lo que encontrarías en el santuario de la muerte, Excimiente, habrías luchado por conservar tu vida hasta dejarla libre de impurezas, porque quien muere en un estado de putrefacción en el espíritu, se vuelve preso de sí mismo y nunca, escúchame bien, nunca puede descansar. En la muerte no encontrarás nada salvo largas veredas con muchas puertas en tu camino, pero ninguna de ellas se abrirá para ti si no llevas contigo la llave de la redención.

—¿Duele? —pregunté— ¿Duele la expiación del espíritu?

—Se padece más que perder la vida —sentenció—. Cuando se pierde la vida hacemos referencia al proceso en que el espíritu abandona el cuerpo que habitaba, el único dolor que se siente entonces es el del cuerpo, un dolor soportablemente carnal que se extingue cuando el espíritu deja de pertenecer a él. El dolor de perder el alma es inenarrable, porque no es un dolor físico, sino uno mucho peor. Así es en todas sus vidas.

—¿En todas sus vidas? ¿Los espíritus vuelven a nacer?

—Solo si el espíritu es joven.

—¿Y el alma? ¿Entonces qué es el alma?

—A la unión del espíritu con el cuerpo se le llama alma, y a esta unión trinitaria se le llama vida. Por tanto, cuando el cuerpo muere es porque el alma se agotó; el espíritu, en cambio, prevalece y es entonces que debe de purgarse en este lugar.

—Se lo suplico, consiéntame la entrada... —imploré.

—Si quieres penetrar a nuestros aposentos —rugió el Trinente—, deja tu sangre, tus huesos y tu carne afuera del expiatorio.

Un pavor conmensurable me sometió. ¿Dejar mi sangre, huesos y carne fuera de la caverna? ¿Cómo sería eso posible? Las macabras ideas que me vinieron a la cabeza me estremecían.

—¿P-or por qué debo de ha-cerlo? —balbucí horrorizada.

—Porque polvo eres y en polvo te convertirás, Excimiente, y dado que aún permaneces viva, si entras a este templo de la expiación con tu cuerpo; entonces tu carne, huesos y sangre quedarán hechos cenizas, y morirás de verdad, puesto que no tendrás un cuerpo humano con el que retornar a tu mundo.

—¿Dolerá desprenderme de mi carne, huesos y sangre?

Solamente mientras tu espíritu abandona tu cuerpo, Excimiente —respondió tajante.

—No quiero dolor —lloré.

—No hay sacrificio sin dolor —clamó. Su áspera y adusta entonación hacía eco en mis tímpanos—. Así que decide tu destino ahora.

—Amén —pronuncié sin pensarlo, ya que de haberlo hecho me habría dado la media vuelta para arrojarme al abismo que tenía detrás de mí antes de decidir sufrir el tormento de ser desprendida de mi carne, sangre y huesos.

No a bien había dicho «amén» cuando los espectros que circundaban al Trinente se abalanzaron sobre mí cual perros hambrientos sobre carne fresca: lo primero que sentí fue la dolorosa disección de cada una de mis extremidades, un dolor que se adjuntó al suplicio del desgarre de toda mi carne, la cual fue arrancada con los dientes de mis verdugos sin ningún atisbo de decoro.

Ante semejante salvajada mi espíritu cobró más lucidez, y por imposible que parezca, noté cómo se arrancaba fríamente de mi cuerpo al tiempo que experimentaba un horrible aturdimiento. Vi, cuando estuve a distancia de mi cuerpo, cómo mi carne estaba dispersa en el suelo (junto a mis atavíos hechos jirones) siendo acomodada junto a mis huesos fragmentados hasta figurar una cruz, justo en la entrada de la caverna, mientras que toda mi sangre, a su vez, estaba siendo drenada con sus bocas para ser depositada en cuatro vasijas negras que colocaron en cada una de las puntas de la cruz. Lo hicieron así para que mi carne y mi sangre no se pudriera, evitando de ese modo que fuera hurtada por otros demonios: como la cruz era mi símbolo sagrado, por medio de ella los demonios serían ahuyentados.

Tan pronto mi espíritu penetró al expiatorio, cientos y cientos de espíritus se agolparon a mi alrededor en su afanosa intención de atravesarme.

Es un portal —dijeron aquellas figuras horribles que me acechaban. Pero ninguno logró traspasarme, porque mi Guardián y mis Intercesores estaban ayudándome desde el mundo de los vivos conjurando hechizos bajo el don que el Mortusermo les había otorgado.

Me sorprendió que aún conservara mi aspecto de humana, solo que ahora estaba desnuda, y el brillo de mi piel era traslúcido... Quizá porque mi piel en realidad era el reflejo de mi cuerpo humano, el que había dejado afuera de la caverna.

El interior del expiatorio era tan frío como lo estaría un gigantesco congelador. Estaba bordeado por muros montañosos ásperos y escarlatas. Puesto que la imagen que tenía delante era brumosa, casi imperceptible a causa de las tinieblas que la velaban, me costaba trabajo observar con limpieza la vereda por la que iba. Conforme mi vista se acostumbró a dichas penumbras, poco a poco extraños zumbidos comenzaron a desdeñar mis tímpanos, cual si miles de avispas revolotearan en el interior de mis orejas.

Más adelante transité por una vereda donde llovía con ganas. Aunque no había cielo, los relámpagos platinados relamían todo el interior con estruendosos sonidos que llenaban de ecos los confines del lugar.

Luego, todo empeoró; a mis costados aparecieron profundos barrancos desde donde millares de lamentos brotaron; eran gritos de tormento, en diferentes idiomas, con distintas entonaciones, en diversos volúmenes de voz, y cada uno de ellos lograba quemar la capa que cubría mi espíritu. Dado el terror que aquella orquesta de lamentaciones me produjo, grité como una loca, prosiguiendo mi carrera en busca de un sitio para refugiarme.

Aún así, pese que la desesperación me ganaba, tenía las reglas del juego muy presentes: debía de hallar entre aquellos lamentos una voz que pronunciara mi nombre, ir tras ella y recibir por medio de su beso el sello que me condenaría a liberarlo. Cuando me pregunté del por qué debía de quedar sellada a partir de un beso y no con otro símbolo, se me ocurrió que era así porque un beso sincero, además del contacto físico, es un signo etéreo pero insoluble.

Persistente en mi carrera, noté que adonde quiera que dispersaba mi vista había bruma, niebla y oscuridad; todo aquello era un ambiente hostil, cuyos aires ásperos y violentos se agolpaban entre sí. Y seguí errante por aquellos macilentos caminos, donde el llanto y el dolor no cesaban, y aunque mirar hacia el fondo de los barrancos era lo que menos ambicionaba, en un desatino vi lo que los abismos guardaban. Caí de rodillas por la impresión, y de haber estado en el mundo de los vivos en ese momento habría muerto de un paro cardiaco; aguas rojas, agrias y envenenadas se agitaban en las profundidades, donde ánimas resecas y demacradas luchaban por escapar. Deduje que cada espíritu tenía la forma humana con la que había muerto: algunos ni siquiera tenían cabeza, y de los que aún la conservaban, muchos la tenían partida por mitad. ¡Cielos...! Eran tan espantosos. Al cabo de un rato hallé un sitio donde no había barrancos ni lamentos, sino mujeres y hombres encadenados, y otros atados a árboles robustos que se sacudían, que rugían y me hablaban a mi paso, implorando mi ayuda: me llamaban Excimiente. ¡Ellos sabían quién era yo!

—¡Excimiente, sálvame, te lo ordeno maldita! —decían unas voces—. ¡Juro que le arrancaré el alma a tu madre y la daré de comer a las serpientes que se arrastran en el pozo si no me salvas!

—¡Excimiente, déjame sellarte! —me ordenó otro espíritu corpulento, con las manos y rostro quemados—. ¿No te compadeces de quien está siendo hostigado por demonios, vejado y atormentado en este mundo de sufrimientos imperecederos?

—¡Excimiente, estoy viendo tu espíritu —bramó una mujer horrible—, y está vacío, se está secando, se está consumiendo cual llama de un cirio seco! Si me dejas sellarte para ser yo a quien liberes, te prometo nutrir tu espíritu atiborrándolo de lumbre inextinguible.

—¡Excimiente, déjame sellarte y mi poder será el tuyo siempre! —imploró un hombre con el cuerpo apuñalado—. ¡Caí a este vacío por estar distraído, pero si vuelvo a la vida te juro que me arrodillaré ante tus pies y te proclamaré emperatriz; mandaré hacer las más hermosas efigies con tu figura y acuñaré tu rostro en todas las monedas del imperio! Yo soy Calígula, el tercer y más poderoso emperador Romano, y debo de volver a cobrar venganza, los malditos pretorianos me acribillaron por la espalda, debes de dejarme volver.

—¡Hace más de 1500 años que el imperio Romano cayó! —dije, mientras corría.

—¿Qué? ¿Pues cuánto tiempo ha pasado ya? ¡Mientes, maldita, mientes!

Él no sabía que el tiempo había transcurrido... y como él, decenas de espíritus me ofrecieron poder y riquezas, maldiciéndome, a la vez, cuando desatendía sus demandas.

Pero entonces lo vi a él, a la criatura más hermosa e inmaculada que he visto jamás: estaba desnudo, sucio por el polvo y un tanto macilento. El joven hombre lloraba mientras se revolcaba en el filo de un hondo barranco. Él no estaba encadenado como los otros y, aun así, en lugar de darme miedo me inspiró compasión. El joven era tan blanco como una luna llena, y a su vez tan bello como un ángel celestial. El espíritu no me pedía nada porque a duras penas me ponía atención. Decidí acercarme a él, y ante eso, el joven hombre se asustó y me observó.

—No te haré daño —le dije dulcemente en mi propósito de infundirle confianza. El hermoso espíritu entornó sus ojos claros y asintió con la cabeza.

—Huye —me dijo, todavía sintiéndome sorprendida de que fuera un caballero tan bello. ¿Cómo era posible que un ángel estuviese condenado en el lugar de la expiación?

Era húngaro, lo noté por el idioma en que me hablaba, mismo que, siendo humana, jamás habría entendido. Aun si permanecía embarrado de tierra y barro, la simetría y perfección de su rostro se me seguía antojando exquisita. Sus largos cabellos platinados le caían por la espalda como una cascada de plata, en tanto sus eléctricos ojos azules parecían brillar en medio de sus espesas pestañas. ¿Era una prueba del Mortusermo? ¿Quería saber si sería capaz de resistirme a su arrebatadora belleza y quedarme con él en lugar de ir tras el que buscaba? El espíritu parpadeó y sus ojos resplandecieron. Mi alma palpitó.

—Eres un ángel... —No pude evitar murmurar, deslumbrada ante su atrayente figura.

—¡No soy un ángel... tienes que irte, Excimiente! —me imploró. En la suavidad de su voz no podría haber cabida para la mentira: él era bueno, lo era—. Una horda de demonios satanizadores viene persiguiéndome, me he escapado del lugar de suplicio, debo de bajar al barranco, allá adentro hay más refugiados, solo que me duele todo mi ser y casi no me puedo mover. Ayúdame a empujarme, y cuando lo hagas procura marcharte ¡Ah! —gimoteó el ángel—. ¡Escucho sus trompetas, sus cánticos, ya vienen, de los demonios satanizadores vienen, debes de irte!

—¡Quiero que me selles! —exclamé de repente, arrodillándome junto a su desnudez.

—¡No... yo no soy un ángel! —repitió, quejándose por sus dolores.

—¡Séllame, por favor, para poder salvarte! —le insistí anegada en lágrimas. No soportaba verlo sufrir.

—Si estoy aquí es porque no soy bueno, es porque merezco estarlo... —lloró desconsolado—. Además, yo no tengo nada que ofrecerte como los otros.

—¡No te estoy pidiendo nada a cambio! —le dije.

—¿Quieres que te selle... de verdad? —me preguntó haciendo un enternecido gesto. Debía de tener la misma edad de Ric, salvo que éste ángel verdaderamente era celestial—. Te juro que si lo hicieres tendría mil motivos para agradecerte, para nunca desampararte, para volverme cobijo de tus desesperanzas, alimento de tu alma... esclavo de tu mi mirada.

"Sin embargo, sé que si te sello seré egoísta, muy egoísta; hay cientos de espíritus mejores que yo; pero, por otro lado, ya no aguanto más este sufrimiento, quiero tener la posibilidad de volver al mundo. ¡Quiero tener una oportunidad para redimirme! Estoy sufriendo tanto, pequeña... ¿Sabes cuánto estoy sufriendo? Me han sometido a todos los tormentos que alguien puede soportar: siempre que ellos nos encuentran nos llevan al lugar de las torturas y nos hacen doler, ¡por eso cuando logramos escapar de ellos huimos y nos escondemos! Es un tormento que nunca acaba, ¡mi único pecado fue... haber amado... haber amado... nunca ames... nunca ames...! Llevo más de doscientos años vagando en este lugar y no he logrado mi redención: tengo miedo de que nunca la tenga... o, peor aún, que el día de mi condena me envíen... al pozo, al que los vivos llaman infierno.

El sonido de caballos y vientos huracanados me advirtió que a lo lejos se aventuraban los demonios a los que mi ángel tanto les temía. Sus ojos azules se llenaron de lágrimas y comenzó a temblar de pavor. El resto de los espíritus sueltos trataron de escapar, y los que estaban encadenados comenzaron a cavar en la tierra para refugiarse.

—¡Séllame! —grité con los nervios de punta—. ¡Yo te elijo como mi Liberante!

Se suponía que era el espíritu el que debía de pronunciar mi nombre, se suponía que era el espíritu el que debía de elegirme, y no yo a él... ¿haría mal eligiendo a este espíritu? ¿Sería castigada si elegía yo en lugar de que me eligieran a mí?

—Me llamo Sofía —le dije temblando de miedo al oír que los demonios cada vez se aproximaban más—. ¿Tú quién eres?

—Briamzaius —dijo con voz trémula mirando horrorizado a la distancia.

—Muy bien, Briamzaius, ahora pronuncia mi nombre —le insté—. ¡Pronúncialo!

—Sofía —evocó con dulzura.

—Yo, Excimiente, te elijo a ti, Briamzaius, como mi Liberante, y acepto rescatarte de este horrible inframundo al final de las pruebas que el Mortusermo nos impondrá.

—Yo, acepto el inmerecido grado que la Excimiente me concede como su Liberante.

Y entonces sucedió: aquellos dos brillantes luceros, cuan lozanos y radiantes como un par de zafiros, se acercaron lentamente a mí: supe que el destino me había reservado a esa mirada porque en un ipso facto mi espíritu se sacudió, vibrando con vehemencia. Algo sumamente helado se adhirió a mis labios, sellándolos con la delicadeza con que las brisas del mar acarician la arena. Su beso me colmó de aliento, hundiéndose entre la frivolidad de mi placer, enredándose entre mis miedos y saciando con su misterio a mi sed. Cerré mis ojos y me entregué a aquella pletórica sensación.

El beso fue tan frío como el absurdo soplo que la misma muerte proveería. Aun si era helado, éste se esparció como fuego imperecedero desde mis labios hasta el resto de mi piel espiritual, lamiendo mi cuello y el total de mi cuero, con una frialdad exquisita que se propagó por todo mi ser hasta el fondo de mi espíritu.

—¡Soy tuyo! —vociferó entre dóciles y bondadosas entonaciones—. ¡Tómame como tuyo, soy tuyo, enteramente tuyo; para siempre, por los siglos de los siglos!

El embrujo de su beso produjo que todo mi universo se concentrara justo en sus labios. Lo último que recuerdo es una lluvia fresca que humedeció con frenesí todo mi cuerpo, de principio a fin. Si el beso duró un segundo, para mí fue una dulce eternidad. Por fin había sido sellada por un espíritu del inframundo, y él, a su vez, había quedado sellado a mí. Ahora tenía que liberarlo del expiatorio, ayudada por mi Guardián y mis dos Intercesores.

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