Esteban

By Virginiasinfin

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Epílogo de la saga Dulce. Esteban, hermano de Diana Alcázar (Dulce Destino), obtiene una segunda oportunidad. More

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By Virginiasinfin


En la mañana, Esteban volvió a ser el mismo hombre anodino de siempre, que barría en silencio y obedecía las órdenes y cumplía las peticiones. Era el chico de la limpieza, los recados y el café, todo al mismo tiempo. Pero ahora ella no dejó de mirar sus manos, unas manos bonitas y grandes.

Él ahora le parecía estar en el sitio equivocado.

Bostezó un poco ruidosamente. Anoche se había acostado tarde con Dylan haciendo la dichosa tarea, pero al menos su hijo no sacaría una mala nota por su culpa.

Una taza de café se puso sola en su escritorio, y sus ojos se iluminaron.

Pero no se puso sola. Esteban la había puesto allí.

—Oh, gracias.

—Parecías cenicienta al día siguiente de la fiesta –dijo él con una sonrisa de medio lado, y algo se agitó en Paige. ¡Era guapo! Sus ojos claros parecían más luminosos esta mañana.

—Sí... anoche... me acosté un poco tarde. Gracias otra vez.

—De nada—. Él volvió a alejarse, pero ella lo detuvo a tiempo tomándolo por el uniforme de aseo, que no era más que un mono azul oscuro, que le quitaba toda forma y le robaba estatura. Anoche, de pie al lado de él, había notado que era mucho más alto de lo que había pensado en un principio.

—Anoche no te agradecí adecuadamente.

—No importa.

—Te invito a cenar –dijo. Él se quedó en silencio mirándola fijamente—. En mi casa... No puedo llevarte a un sitio—. Ella sonreía pidiendo perdón, pero Esteban tragó saliva.

—¿Estás... segura?

—¿Por qué no?

—Bueno... soy yo.

—Eres tú. El que se metió anoche entre Bryan y yo y se llevó un par de golpes. Quiero agradecerte—. Vio que él bajaba la mirada.

—Está... está bien—. En el momento escuchó una discusión en la oficina de Tracy Smith, la gerente de esta oficina. Un hombre la insultaba con palabras no muy bonitas.

Las mujeres se pusieron en pie, y se preguntaron qué pasaba.

—Pasa que es un malnacido –dijo Esteban, y caminó a la oficina de Tracy por si necesitaba ayuda.

Tracy, de piel oscura y con un poco de sobrepeso, lo miraba estoica. A pesar de que el hombre la trataba como la peor basura. ¿Por qué no decía nada?

Porque no entendía, comprendió Esteban. El hombre la estaba insultando en Francés.

—Si no quiere que llame a la policía por agresión –le dijo Esteban en el mismo idioma—, más le vale que se disculpe con ella ahora mismo, y en un idioma que ella pueda entender—. El hombre lo miró furioso.

—¿Quién eres tú?

—El chico del aseo –contestó Esteban.

—¡Esta bruja intenta robarme! ¡Intenta venderme una casa en mal estado como si debajo hubiese oro!

—Estoy seguro de que hay una confusión.

—¡No hay confusión! ¡Mire los papeles usted mismo! –Esteban recibió los papeles. Éstos estaban en inglés, como era lo normal.

Era un contrato de compraventa. Comprendió los términos, y encontró que, efectivamente, había un error aquí. La dirección indicaba que la casa vendida quedaba en una mala zona de la ciudad, no una que valdría el precio que él estaba pagando. Miró a Tracy, y en inglés le habló del error. Ella palideció.

—¡Oh, dile que por favor nos disculpe! ¡Tradúcele!

—¿Qué es lo que está mal? –le preguntó Esteban señalándole el papel— ¿La dirección o el valor?

—El valor. Ya él fue a ver la casa y la aceptó con todos sus problemas.

—Está bien—. Esteban se volvió a dirigir al hombre y le explicó en su idioma lo sucedido. El hombre se fue calmando, y aceptó la disculpa, y luego incluso llegó a sonreír y aceptar la bebida que le ofrecían.

—No debió venir solo si no habla bien el inglés –lo reprendió Esteban—. Búsquese un traductor.

—No tengo traductor –dijo el hombre—. Pero usted podría ayudarme. Habla muy bien el idioma, casi como un nativo.

—No exagere.

—Vale, exagero, pero lo necesito.

—Tiene para pagar un traductor, pero compra una casa barata.

—Ah, eso es para otra cosa. ¿Qué dices, aceptas? –Cuando vio que él vacilaba, le extendió una tarjeta donde estaba su nombre y su teléfono—. Te doblaré el sueldo. Sea lo que sea que ganes aquí, lo doblaré. Necesito a alguien como tú.

—Déjeme pensarlo.

—Me llamarás, lo sé—. El hombre se fue en su auto, y en seguida Tracy lo llamó a su oficina.

—¡Hablas Francés! –fue lo primero que ella dijo.

—Sí.

—¿Qué otros idiomas conoces?

—Español, italiano, y portugués.

—¿Cómo sabes tantos idiomas? –porque su padre era un obseso, quiso contestar, y todas las vacaciones los mandaba a Europa a aprender dichos idiomas, a él, a Diana, y luego, a Daniel—. Además... comprendiste el lenguaje del contrato de compraventa.

—No es tan difícil.

—¡Pero eres el chico del aseo!

—Eso debería impedirme que hable cuatro idiomas y que sepa leer un papel?

—¿Te parece poco?

—Soy estúpido, no te dejes engañar por las apariencias. Por algo soy el del aseo.

—¡No! No eres estúpido. Seguro que eres más listo de lo que aparentas. ¿Quién eres tú? ¿Por qué ayer Daniel Santos quiso hablar a solas contigo? ¿Lo conoces de algo?

—Eso es personal –dijo Esteban poniéndose en pie y dispuesto a salir.

—Espera ahí –le ordenó ella, y Esteban apretó la mandíbula. No podía desobedecer o perdería el empleo.

Se giró de nuevo a ella.

—Vi... que te pasaba su tarjeta. Te ofrecía empleo, ¿verdad?

—Sí.

—No quiero que te vayas... Es decir... Eres más útil... de lo que pensé.

—No me puedes ascender.

—¿Por qué no?

—No tengo títulos universitarios.

—Pero tal vez sí tengas instinto para los negocios.

—Soy malísimo en los negocios—. Sonrió Esteban.

—No estés tan seguro. Antes de decidirte a irte con ese francés... déjame ofrecerte un mejor lugar de trabajo.

—Te quedarás sin chico del aseo –Tracy sonrió.

—Hay miles afuera que podrían remplazarte en ese puesto, pero que hablen cuatro idiomas y sepan de negocios... pocos.

—Está bien –dijo él encogiéndose de hombros—. Lo que tú digas.

—¿Quién te ha dicho que eres estúpido? –volvió a detenerlo Tracy cuando él daba la espalda para irse—. No eres estúpido. Yo creo que por el contrario, eres muy listo.

Esteban la miró fijamente a los ojos, como contradiciéndola en su mente. Agitó su cabeza sin responder y al fin salió de su oficina.

Al poner un pie afuera, sintió la mirada de Paige. Otra vez algo se agitó en él, pero lo ignoró y se fue de allí a la habitación de los elementos de limpieza, su lugar en el mundo.


A la hora de la salida, el viejo auto de Paige se detuvo a su lado e hizo sonar el claxon.

—Espero que no hayas olvidado mi invitación de cenar esta noche –él sonrió.

—Esperaba que tú sí –dijo, y la sonrisa de ella se borró.

—Si es demasiada imposición...

—¡No! No lo decía por ti... Quiero decir...

—Vale, vale. Sube.

—Preferiría ser yo quien conduce—. Ella lo miró fijamente por un par de segundos, pero luego de pensarlo, salió, dio la vuelta y se sentó en el asiento del copiloto. Él se puso frente al volante mirando el tablero del auto. Hacía años no conducía un auto. El tablero de este no se parecía en nada a los últimos modelos de los Ferrari, o el de las Hummer, pero era un auto, al fin y al cabo, y sonrió poniéndolo en marcha. Ella le pidió detenerse cuando pasaron por el autoservicio que quedaba cerca al bar y compró las cosas de la cena. Él la ayudó a meter todo en el baúl y volvieron a entrar.

—¿Dylan se queda solo toda la tarde? –le preguntó él, deseando conocer un poco de su rutina.

—Regresa de la escuela a media tarde –contestó mirando por la ventanilla—. No puedo pagar una niñera, y él odia que le ponga una, dice que ya está muy grande.

—¿Pero no es peligroso para él estar solo?

—Las vecinas me ayudan vigilándolo un poco.

—Ya.

—Sé que es un poco irresponsable de mi parte... pero no gano mucho.

—No te estoy criticando, Paige –dijo él mirándola. Ella sonrió, pero su sonrisa no iluminó sus ojos. La vio cruzarse de brazos y respirar profundo.

Llegaron a casa y allí estaba otra vez Dylan, solo en casa y esperando por su madre. Esteban la ayudó con los paquetes de las compras. Al verlo, el niño lo miró cruzándose de brazos.

—¿Ya son novios? –preguntó.

—¡Dylan! Discúlpate con Esteban.

—¿Por qué? –preguntó Esteban mirándola—. ¿Ser tu novio es un insulto?

—No quise decir eso –contestó ella, sonrojada, y Esteban sonrió lleno de placer al verla así. Seguro que haciendo el amor se sonrojaba también.

Debía dejar de pensar en eso.

Ella se internó en la pequeña cocina y él, sin saber cómo ayudarla aquí, se quedó allí de pie mirándola cortar y picar cosas.

Si él fuera otra persona, si él fuera el tal Bryan, no la habría dejado ir, y ahora podría ponerse a su espalda y abrazarla desde atrás, besar su cuello y decirle cosas, como que era bonita, como que su dulzura lo tenía cautivado...

Pero no era nadie, sólo Esteban Alcázar, el hombre que no tenía ningún derecho a estar aquí, ni mucho menos decirle esas cosas.

—Estaré... en la sala –dijo.

—Oh, perdona –sonrió ella—. Una vez empiezo con algo, parece que olvido todo lo demás. No tardaré aquí.

—Quisiera ayudarte, pero no sé nada de cocina.

—¿Nada?

—Bueno, puedo untar la mantequilla en el pan.

—Típico –rio ella—. No te preocupes, estoy acostumbrada—. Él se quedó allí de pie, mirándola.

—¿Por qué te casaste con él? –preguntó, y al instante se arrepintió de haber hecho esa pregunta. Ella encogió un hombro.

—Mis padres no pudieron enviarme a la universidad, así que hice un curso para ser secretaria, y... conocí a Bryan. Él... era encantador, y me ofreció una vida diferente, una vida sin... necesidades. Le creí, y... bueno, me quedé embarazada, y él me pidió matrimonio. Creí que todo estaba siendo perfecto. Mis padres no lo aprobaron, nos hemos distanciado muchísimo.

—¿Ellos... están vivos?

—Sí –sonrió ella—. Pero no me hablan. Ni siquiera conocen a Dylan.

—Qué mal—. Ella lo miró un momento.

—Pero las cosas se pusieron muy mal luego. Él perdió un empleo que tenía, y tardó un poco en conseguir el siguiente, así que... empezó a ponerse violento, a beber... También empezó a consumir, sus costumbres cambiaron completamente. Él ya no era el mismo. Cuando empezó a maltratar también a Dylan, decidí divorciarme.

—¿Es decir que estaba bien para ti ser golpeada y sólo reaccionaste cuando se metió con tu hijo? –ella bajó la mirada.

—Tienes una manera muy singular de interpretar las cosas.

—Lo siento.

—No, pero tienes razón. Una se vuelve... tonta, creo. Pierde el concepto de su valor, pierde... la valentía y la dignidad. Pero al ser madre, eso te hace sacar fuerza de donde no tienes. Creo que uno es capaz de todo por sus hijos –Se detuvo cuando lo vio recostarse en la encimera con un lado de su cadera y cruzarse de brazos—. ¿Y tú? –preguntó ella—. Háblame de ti.

—No hay nada interesante que saber de mí.

—Yo creo que sí –sonrió Paige—. Hoy te oí hablar en francés. Y parece que sacaste de un apuro a Tracy.

—No fue nada.

—Evitas hablar de ti.

—No hay nada interesante que saber.

—Eso ya lo dijiste, pero creo que...

—Qué.

—Que guardas muchos misterios –dijo ella mirándolo a los ojos—. No sólo hablas francés, eres amigo de Daniel Santos—. Esteban se echó a reír, pero era una risa desagradable.

—No soy amigo de él.

—¿Enemigo, entonces? –él apretó los dientes, dio media vuelta y salió de la pequeña cocina. Paige fue detrás—. Lo siento –le dijo—. No quería incomodarte. Por favor no te vayas –él se detuvo bruscamente, y Paige tropezó con él. Esteban la retuvo con su brazo evitando que cayera, y allí se quedaron por unos momentos.

Bésala, se dijo él. Bésala, bésala, bésala.

Se inclinó un poco y la besó.

Hacía milenios no besaba a una mujer, y ella era tan suave, sus labios tan dulces... tal como lo imaginó.

Ella no respondió al beso, sólo lo miró sorprendida, y eso lo hizo reaccionar.

—Lo siento –dijo ahora él, y tomó camino hacia la puerta. Pasó por el lado de Dylan, que lo miraba curioso, y cuando estuvo afuera, escuchó de nuevo la voz de Paige llamándolo.

—No te vayas –exclamó ella—. Prometo no hacer... más preguntas. ¡Lo siento de verdad! –se detuvo. Ella se estaba disculpando por las preguntas hechas, no parecía molesta por el beso.

Con el corazón vibrando en su pecho, se giró.

—Te... te acabo de besar –dijo. Ella lo miró en silencio un par de segundos, luego frunció delicadamente el ceño.

—Sí –dijo.

—No debí hacerlo.

—¿Por eso te vas? ¿Por el beso?

—Me gustas, Paige—. Ella tragó saliva. Esteban se pasó las manos por el cabello mirando a otro lado—. Me gustas –dijo otra vez cerrando sus ojos—. Me gustas desde hace tiempo, quisiera... poder... Pero no puedo—. Se detuvo cuando la vio muy cerca.

—¿No puedo gustarte?

—¡No! No puedo... no puedo siquiera pretender estar contigo. Estar en tu casa, en tu cocina, me hacen desear cosas. Y no puedo.

—¿Estas casado?

—¡No!

—¿Tienes alguna enfermedad infecto—contagiosa?

—¡Claro que no! Pero...

—¿Pero qué?

—Estoy sucio por dentro, Paige –dijo él, y en efecto, su alma sonó tan rota que Paige no pudo evitar sentir dolor en su pecho, dolor por él—. No puedo estar con nadie, te pasaría toda esa suciedad a ti—. Ella dio otro par de pasos a él, acercándose lentamente—. Si me quedo –siguió Esteban— desearé volver a besarte.

Ella sonrió bajando un poco la cabeza, como sintiéndose tímida.

—Tú también me gustas –dijo—. Eres... Realmente no sé quién eres –rió—. Tal vez sólo tengo ojo para hombres extraños y misteriosos, pero lo cierto es... que también has empezado a gustarme.

—No, no digas eso. Eres la mujer más hermosa que jamás vi.

—Eso es una mentira muy grande.

—¡Es verdad! –insistió él, y elevó la mano a ella retirando un mechón de su cabello—. Eres dulce, eres buena, y eres... una guerrera. Todo lo que no soy yo.

—¿Por qué hablas tan mal de ti mismo?

—Porque si te contara todo lo que he sido, todo lo que he hecho, las cosas que han sucedido por mi culpa, me aborrecerías.

—¡Yo no haría tal cosa!

—Me aborrecerías –reafirmó él—. Yo... —se acercó de nuevo a sus labios, y estando a sólo unos milímetros, volvió a alejarse. Él caminó por el jardín dando vueltas y vueltas, la noche estaba oscura y tranquila, un grillo cantaba a la distancia celebrando el verano. Paige se abrazó a sí misma mirándolo. Era como si quisiera irse, pero esos mismos pies que lo alejaban, lo volvían a acercar.

—Pruébame –le pidió ella—. Dime lo que eres, y si te aborrezco...

—No lo soportaré –dijo él con sus ojos cerrados—. Mucha gente me aborrece ya. Que tú me odies... no quiero que me odies. Estará bien para mí seguir siendo nadie...

—Eso ya es imposible.

—Además... no puedes fijarte en el chico del aseo. Ganas más dinero que yo, y eres más...

—¡Eso es muy machista!

—Prefiero que me ignores a que me odies. Oh, Dios, no. Tampoco quiero que me sigas ignorando. ¡Dios, Dios, Dios!

—Pero, ¿qué fue eso tan grave que hiciste? –sonrió ella—. ¿Mataste a alguien, acaso? –cuando él no se defendió de inmediato, sino que guardó silencio quedándose muy quieto en su antejardín, Paige borró su sonrisa—. ¿Mataste a alguien? –él, desde la oscuridad, la miró. Sus ojos se veían brillantes de lágrimas, sus cejas estaban unidas en un arco de odio hacia sí mismo.

No, se dijo. Él no podía ser un asesino. Anoche le había dicho a su hijo que los padres se preocupaban por los hijos, lo que lo hacía a él un buen hijo, luego la había reprendido a ella por no enseñarle a Dylan que debía protegerla a ella, no sólo ella a él. Y anoche se había metido entre Bryan, un hombre que le triplicaba el peso, y ella, una simple compañera de trabajo.

Esteban no podía ser alguien malo. Había bondad en él, ella estaba segura.

—Sea lo que sea –dijo ella acercándose otra vez a él—, todos merecemos una segunda oportunidad—. Paige acercó una mano a él y la puso sobre la áspera mejilla. Él, como si le hubiese acercado agua a un sediento, la besó con ternura. No podía un hombre así hacer algo malo en la vida, se dijo.

—Paige... —susurró él, y ella respiró profundo, se acercó a él y lo besó.

Esteban le devolvió el beso, suavemente. Lamió sus labios, y atrapó el inferior entre los suyos para succionarlo con delicadeza. Ah, qué dulces labios, qué delicia de besos. Luego tomó ambos y metió entre ellos su lengua, un poco tímido al principio, pero ella asomó también la suya y no pudo evitar lanzar un gemido, gemido que quedó ahogado en el beso. La rodeó con sus brazos por su espalda, acercándola, sintiendo sus curvas pegadas a su cuerpo, sintiendo la gloria después de haber vivido una eternidad en el infierno. El olor de ella, la suavidad de ella, la voz de ella... metió de lleno su lengua y Paige le correspondió. Danzó con ella por dentro, la llevó a rutas desconocidas para ambos, desconocidas también para él, él, que estaba tan sucio por dentro.

Cuando vaciló e intentó alejarse, ella lo apresó con sus labios impidiéndole alejarse. ¿Cómo había hecho eso? Se preguntó él, y no pudo evitar sonreír.

—He ahí una sonrisa –dijo ella, y Esteban se acercó para volver a besarla—. Quédate a cenar –le pidió ella—. No te vayas.

—Pero...

—Por favor... —ella paseó sus manos por su pecho y su cintura, y Esteban tuvo que tomarlas en las suyas para que las tuviera quietas. Las besó con delicadeza y la miró a los ojos.

—Está bien –dijo—. Me quedaré a cenar en tu casa—. Ella sonrió.

—Qué bien.

Se encaminaron de nuevo a la casa, ella lo llevaba de la mano y Esteban no pudo dejar de mirar su trasero balancearse. Seguía siendo el mismo de antes en esto, pensó, el mismo libidinoso amante de las mujeres, aunque con ella, además del deseo, había otras sensaciones y sentimientos a los que no podía dar nombre.

No era su culpa, no del todo, ella era preciosa, y él llevaba una eternidad pensando en ella... sacudió su cabeza tratando de espantar ciertas ideas que se venían a su mente.



N/A: Gracias por leerme, déjame tu voto y tu comentario también aquí, no pido nada más :D

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