Esteban

Por Virginiasinfin

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Epílogo de la saga Dulce. Esteban, hermano de Diana Alcázar (Dulce Destino), obtiene una segunda oportunidad. Más

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Por Virginiasinfin


N/A: Y este es el premio por cumplir el reto de llegar a los 1500 votos y comentarios en cada capítulo de Ámame tú. Me habían estado insistiendo en subir el epílogo de Esteban a Wattpad y yo sinceramente no quería, pero bueno, he cedido a cambio de algo. 

Aquí está. Espero que lo disfruten mucho las que no lo habían leído, y las que sí, a releerlo.

Amo a mis lectoras, mucho, mucho. Gracias por seguirme!!!


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Esteban Alcázar entró a un bar cercano a su lugar de trabajo. Miró en derredor las personas conversado, unos cuantos bailaban en la pista, las luces tenues sólo dejaban ver los brillos de las copas o los vasos de cristal que se alzaban para un brindis entre amigos, o para ser vaciadas en las gargantas de jóvenes ávidos de licor.

Él caminó solo hasta la barra y pidió una cerveza. Sólo le alcanzaba para unas tres, y de las no tan caras, así que pidió una y se quedó allí mirando nada. Tenía su sueldo milimétricamente estudiado; cada semana sólo podría beber en promedio tres cervezas, o en su defecto, unas doce en una sola noche, pero sin derecho a nada más. Desayunaba cereales de los más baratos, almorzaba un sándwich o un perro caliente callejero, y cenaba cualquier cosa con pan en la noche y se acostaba a dormir. Podía comprarse una camisa nueva cada dos meses, o ropa interior, una pieza mensual. El resto del sueldo se le iba en el alquiler de la diminuta habitación, la alimentación, y los billetes del metro para ir a su lugar de trabajo, etc.

Había perdido peso, se sentía en los huesos, y tampoco hallaba paz. La mitad del día, se odiaba a sí mismo, y la otra mitad, se atiborraba de trabajo para no pensar.

El barman le puso la cerveza delante y él bebió haciendo un gesto de desagrado. Inevitablemente, era incapaz de acostumbrarse a las cosas baratas. Toda su vida había disfrutado de lo mejor, y ahora esto. ¿Pero qué podía hacer? ¿A quién le podía reclamar?

Reclamar tampoco le reportaría un cambio.

Respiró profundo mirando la cerveza, y empezó a quitarle el papel de la marquilla.

Hoy había visto a Daniel Santos, y le había hecho la promesa de ayudarlo. Seguía sin querer su ayuda, pero conociéndolo, lo haría se lo agradeciera o no. Había pensado que ya no le quedaba orgullo, pero estaba equivocado, todavía le quedaba un poco de ese orgullo Alcázar, el que había llevado a su padre a ser el exitoso hombre de negocios que fue.

Pensar en su padre le hacía daño, así que le dio la espalda a la barra para mirar a los jóvenes relacionarse entre sí.

Había salido de la cárcel y el mundo había cambiado en estos cinco años. Las mujeres se relacionaban de manera diferente, las adolescentes eran más descaradas, y todos vivían pegados a sus teléfonos inteligentes. Parecía que sin ellos no pudiesen vivir.

Él no tenía uno, ni siquiera uno de los antiguos.

Hizo una mueca. Al cabo que no lo necesitaba; nadie lo llamaba. Qué patética era su vida, ¿verdad?

De pronto, algo llamó su atención. Vio a una mujer entrar, una mujer que él reconoció de inmediato. Era Paige, la secretaria bonita.

No sabía exactamente por qué la encontraba bonita. Tenía el cabello castaño claro, rizado y corto a los hombros, y unos ojos café preciosos, labios muy besables, con una sonrisa que siempre conseguía que se le acelerara el corazón. Él, a sus treinta y cinco, con el corazón acelerado por una mujer.

Paige lo había conseguido, y eso la hacía especial.

Un hombre la seguía, pero parecía que se conocían, ella discutía adentrándose en el bar, como huyendo de él, y él movía la boca como quien dice cosas desagradables.

Tiene marido, pensó. Ese debe ser el marido. Se dio la vuelta lentamente sintiendo el pecho oprimido. Se puso una mano en el centro, preguntándose por qué ese dolor. Sólo lo había sentido una vez, y fue cuando leyó la carta de su padre. ¿Qué tenía que ver Paige con esto?

—¡Cállate! –gritó alguien, y él miró hacia el sonido de la voz. El hombre que había entrado con Paige la gritaba. Cuando el levantó la mano como para pegarle, no pudo evitarlo y saltó de su butaca y en un instante estuvo frente a ellos, le tomó la mano al hombretón, que parecía amagar con pegarle, y la retuvo con fuerza.

—No se le pega a las mujeres –dijo con voz grave.

—¿Y tú quién eres, imbécil? –gritó él hombre. Era bastante grande, musculoso, rubio, y muy estúpido.

—No soy nadie, sólo déjala en paz.

—¿Es tu amante? –gritó el hombre mirando a Paige—. Por eso no quieres nada conmigo, ¿verdad? ¡Es tu amante, maldita puta! –Él levantó la otra mano, y Esteban tuvo que retenérsela también.

—¡No te metas en esto, Alcázar! –gritó Paige tratando de moverlo—. No es tu problema.

—Entonces –contestó él, moviendo su cabeza para mirarla—, ¿dejo que te pegue? –los ojos de Paige le dijeron que esto ya él lo había hecho antes, pegarle, y un odio y una rabia se encendieron en él. Pero diablos, no era tan fuerte como este grandulón de aquí, y se zafó de él con violencia, luego le propinó un golpe en el abdomen que lo dejó sin aire y otro en la mandíbula.

Cayó en el suelo inconsciente, y no escuchó los gritos de Paige, al grupo de hombres que se metió para controlar al grandulón, ni cómo lo echaban del sitio. Cuando el aire volvió a entrar a sus pulmones, sólo logró emitir un quejido nada masculino, pero allí estaba Paige, de rodillas a su lado, con una de sus pequeñas manos en su pecho intentando sacudirlo.

—No debiste meterte –dijo ella, entre preocupada y severa—. ¡No lo conoces!

—Tú sí, parece –dijo él moviéndose, pero sintió el ardor en la mandíbula y se tocó. Tenía el labio roto.

—Ven –dijo ella poniéndose en pie –salgamos de aquí –Esteban se puso en pie con un poco de esfuerzo y la siguió. Se acercó a la barra sacando su billetera con intención de pagar.

—No, la casa invita –dijo el hombre, y Esteban se tocó la frente con dos dedos en un saludo, y salió con paso vacilante del lugar.

Siguió a Paige hasta llegar afuera, ella era pequeña, pero caminaba rápido, y en unos minutos estuvo frente a un Ford con modelo de hace cien años, y le desactivó la alarma. Conocía el auto, ella se desplazaba en él y permanecía estacionado frente a la oficina inmobiliaria donde trabajaba.

Pero entonces no comprendió por qué lo traía hasta su viejo auto.

—Sube –le pidió ella—. Mi casa está cerca, te curaré esa herida, se ve muy mal—. Él se alzó de hombros.

—No importa.

—Alcázar... te ganaste ese golpe intentando defenderme...

—Y si voy a la casa de la mujer de ese hombre... tal vez me gane otro par de golpes más—. Paige miró a otro lado.

—No soy su mujer.

—¿Entonces por qué me pegó?

—Lo... lo fui. Tenemos un hijo, por el que no ve, por el que no se preocupa. Aparece cada cien años en mi vida sólo para arruinarla, así como hoy. No soy su mujer.

—Ya—. Dijo Esteban. No sabía si sentirse aliviado. No tenía derecho a sentirse aliviado porque ella no fuera la mujer de ese malnacido.

—Gracias por... intentar ayudarme.

—Creí que te pegaría –ella no dijo nada, y él se giró de nuevo a mirarla—. ¿Te pegaba?

—Ya estamos divorciados –dijo ella—. No me puede hacer nada. Lo denuncié por... violencia doméstica—. El pecho de Esteban volvió a arder. Simplemente no podía imaginarse a una mujer tan pequeña como ella bajo los puños de ese maldito.

¿Pero quién era él, de todos modos, para dar sermones al respecto? Una vez le había dado una bofetada a su propia hermana, y le había dejado un morado. Claro, ella se había defendido rompiéndole la cabeza, pero eso lo rebajaba prácticamente al mismo nivel que este troglodita.

No, él nunca le pegaría a Paige. Ni a Diana, otra vez. Se había arrepentido mucho de aquello, y había aprendido también esa lección.

—Déjame cuidar... de ese golpe –insistió ella—. Prometo no agravar las cosas, si eso es lo que temes. Tengo un hijo de diez años que a toda hora se mete en problemas y llega con moretones o rasponazos—. Esteban elevó sus cejas, y aceptó entrar en el viejo auto de Paige. De todos modos, nunca había pasado tanto tiempo con ella, ni habían tenido una conversación tan larga, además, quería saber más de su vida.

En el camino, permaneció en silencio, y ella sólo miraba por la carretera.

Se detuvieron en una vieja casa, había una reja metálica delante, y la maleza le estaba ganando la pelea en el antejardín. Había juguetes viejos tirados afuera, y botas de lluvia abandonadas en la entrada.

—Este es mi hogar –sonrió ella metiendo la llave en la cerradura.

Sin embargo, todo dentro era muy diferente, limpio, acogedor. Muebles viejos, sofás raídos por el uso, un televisor antiguo y barrigón encendido y un niño sentado delante mirando todo con aburrimiento. El niño era rubio, pero tenía los rasgos delicados y armoniosos de Paige. Afortunadamente, porque el otro era bruto y feo.

Al ver a su madre, el chico levantó la mirada. Iba a sonreír, pero entonces lo vio a él.

—Hola, hijo –saludó ella.

—Pensé que llegarías más tarde –dijo el niño poniéndose en pie. Esteban se preguntó si el chico permanecía solo aquí hasta que llegara su madre del trabajo. Pero ella hoy había ido a un bar, no directo a casa. ¿Teniendo un hijo que la esperaba en casa, Paige se iba de farra por allí?

¿Y qué le importaba a él?

—Tal vez deba irme.

—No seas tonto –dijo Paige—. Este es Dylan, mi hijo. Dylan, Esteban es un compañero de trabajo.

—¿Eres latino? –preguntó Dylan, y Esteban se alzó de hombros.

—Hablo español.

—¿De dónde eres? ¿De Venezuela? ¿Eres de la guerrilla? ¿Has visto a un guerrillero?

—No preguntes tonterías –lo reprendió Paige, pero se encaminó a un pequeño baño.

—No soy de Venezuela, y allí no hay guerrillas—. Como el niño no dejó de mirarlo curioso, Esteban respiró profundo. No se llevaba bien con los niños, nunca había tratado con uno. Sólo había espantado a los que se le acercaban en la calle a pedirle dinero mientras él iba en sus lujosos autos...

Volvió a mirar a Dylan. Era un poco flacucho, y la ropa ya le quedaba un poco pequeña, pero estaba limpio como si se hubiese dado un baño recientemente, y lo miraba con sus ojos oscuros esperando respuesta.

—Mi papá era español, por eso tengo ese nombre, pero nací en Jersey.

—Ah, eres de New Jersey –dijo el niño, perdiendo todo el interés en él. Esteban no pudo más que sonreír.

Paige salió del baño con varios frascos entre los brazos, lo puso todo en la mesa del café y lo convidó a sentarse en el sofá.

—No es necesario –dijo él, pero ella insistió, y él no tuvo más remedio que caer sentado en el duro sofá. Ella se sentó a su lado y hasta él llegó un leve halo de su fragancia. La miró mientras ella se concentraba en poner alcohol en un algodón, y no pudo evitar mirar su escote. Un botón estaba desabrochado, y pudo ver el canalillo de sus senos.

Mierda, iba a tener una erección aquí, frente a ella y el niño.

Intentó levantarse. Debía irse, pero Paige levantó el alcohol hacia él y lo puso sobre la herida del labio. El ardor consiguió que se enfriara un poco su sangre.

—Qué llorón eres –sonrió ella, y Esteban le echó malos ojos. Pero ella le estaba sonriendo con picardía, y sus malos pensamientos volvieron. Diablos, qué bonita era, qué buena estaba...

Miró a Dylan. Si miraba al niño, se enfriaría su cabeza.

—No trajiste lo que te pedí –dijo el niño esculcando entre las cosas de su mamá. Vio a Paige hacer una mueca.

—Ahora saldré y te lo traeré.

—Pero ya es tarde.

—Dylan...

—¿Qué necesita? –preguntó Esteban.

—Unas cosas para la escuela.

—Es para una tarea, necesito el material.

—Ya iré por él.

—¿A dónde irás? No vi papelerías cerca –dijo Esteban, y Paige lo miró sólo por un segundo guardando silencio. Recordó entonces que cerca del bar había un autoservicio. Tal vez ella, saliendo del trabajo, había entrado allí para conseguirle las cosas al niño, y al verse acosada por el ex marido, había entrado al bar esperando ayuda allí. Y sólo había llegado él, que más bien salió golpeado.

Y ahora estaba aquí, en su casa, en su desvaído sofá, pero con ella... y su hijo.

Ella aplicó otro algodón a su golpe en el labio, esta vez con una sustancia oscura, y él se preparó para el ardor, pero ya no ardió tanto, y finalizando, ella volvió a recoger todo volviendo al baño.

Miró a Dylan, que parecía un poco molesto mirando la televisión.

—¿Es muy importante la tarea?

—Era una exposición para la escuela. Le dije a mamá esta mañana que necesitaba las cosas. Ayer se le olvidó, antier no tuvo tiempo, y antes no tuvo dinero... Siempre es lo mismo. No tengo buenas notas, soy el tonto de la clase ¡y es su culpa!

—No hables así de tu madre –lo reprendió Esteban, y el chico lo miró con el ceño fruncido—. Ella quiere lo mejor para ti. Los padres siempre quieren lo mejor para sus hijos, no importa cómo se vea.

—No la conoces.

—Tampoco te conozco a ti. Tienes cinco años, ¿no?

—¡No! ¡Diez!

—Entonces, de vuelta de la escuela, tú mismo pudiste comprar tus materiales porque ya no eres un niño de cinco años, pero no, le recuestas todo el trabajo a ella, que seguro viene cansada ya.

—¿Estás aquí para sermonearme como una abuelita? –al oír eso, Esteban frenó en seco. Se escuchó a sí mismo decir una y otra vez esa frase. No pudo sino sonreír.

—No. ¿Qué me importa a mí tu vida? –dijo y se puso en pie—. Dile a tu madre que gracias.

—¿No eres su novio?

—No. Tu padre me mataría.

—¿Lo conoces?

—¿Acaso quién crees tú que me hizo esto? –ahora Dylan tenía terror en los ojos, y de inmediato apareció Paige, que al parecer, había estado escuchando todo desde el baño y lo miraba pidiendo que guardara silencio.

—¿Te encontraste a papá en la calle? –preguntó Dylan mirando a Paige.

—Sí, pero... no pasó nada.

—¿No te hizo nada?

—No—. Esteban comprendió entonces que tal vez el mismo Dylan había sido víctima de la violencia de ese gigantón. Apretó sus labios, pero eso hizo que le escociera.

—Me voy –dijo.

—Yo... saldré un momento.

—No, no salgas –le pidió Dylan—. ¿Y si te encuentra de nuevo?

—Estaba muy lejos.

—No importa. No quiero que... ¿y si te hace algo?

—No le hará nada –prometió Esteban, y salió con Paige.

Salieron de la casa. Paige le recomendó al niño cerrar todo con llave, y otra vez subieron al auto.

—No quería que lo supiera –dijo ella, y no pareció que se lo recriminara—. Ya tuvo bastante—. Esteban alzó sus cejas.

—Lo proteges mucho. Si están sólo tú y él, lo justo es que se protejan el uno al otro—. Ella lo miró analítica.

—No pensé que fueras... así.

—¿Así cómo?

—No lo sé. Acabas de aconsejar a mi hijo como ninguna otra persona lo hizo antes. En el trabajo... pareces un fantasma. Limpias, limpias, limpias... no levantas los ojos del piso... Y hoy me defendiste frente a Bryan, y ahora delante de mi hijo. Gracias por esas cosas que dijiste.

—¿Cuántos años tienes, Paige? –ella abrió un poco sus ojos.

—Qué pregunta tan poco cortés.

—¿Más de treinta? –ella lo miró molesta.

—¿Por qué quieres saber?

—Tienes un hijo de diez... no puedes ser menor. Amenos que lo hayas parido siendo adolescente—. Ella hizo una mueca mirando la carretera.

—Tengo treinta—. Esteban asintió mirando por la ventanilla—. Treinta y uno –corrigió ella—. Tuve a Dylan a los veintiuno. Estaba recién casada y feliz creyendo que había conquistado el cielo... pero fue un infierno. De principio a fin. ¿Tú... has estado casado antes?

—No creo.

—¿Qué?

—Quiero decir... no.

—¿Por qué dijiste "no creo"? –Esteban sonrió. Recordó que en el pasado se había embriagado varias veces en los casinos de Las Vegas. Una vez había amanecido con un anillo de plástico puesto, pero hasta ahora, ninguna esposa había venido a reclamarle nada.

—Nunca me he casado –aseguró él.

—¿Tampoco tienes hijos?

—No creo.

—Qué clase de respuestas son esas?

—No tengo hijos –volvió a asegurar él, sonriendo. Y Paige se lo quedó mirando fijamente.

Él tenía la barba oscura, el cabello corto sin mucho esmero, cejas negras y pobladas, y ojos claros, como un café verdoso. Era guapo. Sentía que apenas lo estaba mirando de verdad. Su nariz recta y el hoyuelo en su barbilla le daban un aire aristocrático, como el de un chico criado en la alta sociedad.

Pero él no podía ser sino de los mismos sitios que ella, ¿no?

Se detuvieron en un autoservicio y Paige bajó a hacer la compra que necesitaba. Esteban esperó afuera, y cuando ella volvió, sacudió su mano despidiéndose.

—¿Ya te vas?

—Estoy lejos de mi casa.

—Ah... es cierto.

—Nos vemos mañana en la oficina—. Ella asintió.

Lo observó caminar mientras se alejaba. Había algo en él, algo que parecía fuera de lugar. Algo en su forma de andar, de mirar todo. Antes no lo había notado.

Se llevó la mano a la frente al recordar que no le había preguntado por qué se había encerrado a hablar con Daniel Santos, el jefe supremo, y por qué lo había llamado por su nombre de pila cuando se vieron el uno al otro.

¿Sería que Esteban era un amigo de él?

No, imposible. Esa gente rica no se relacionaba con la gente de abajo.

Pero se habían hablado como quien se tiene confianza. ¿Quién era Esteban Alcázar?



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