Jandy, una promesa al atardec...

By RamonLMorales

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Siendo niños, Bastian y Jandy se prometieron ser amigos para siempre. Sus palabras eran casi como un juego en... More

Capítulo 1.- Los ángeles de luz

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By RamonLMorales

Desde que recuerdo siempre me ha gustado la lluvia, la magia que parece evocar el sonido de sus gotas al tocar la tierra, su olor y frescor inigualables. Jugar entre los charcos, sentir el agua en mi piel me hacía sentir feliz.

—¡Alejandra, no se te vaya a ocurrir salirte del tejaban!, ¡está comenzando a llover! —ordenó mi madre.

Era cierto, estaba comenzando a llover y todo el bosque olía aún más a madera y tierra mojada, y me encantaba. Aunque la llovizna duraría muy poco lograba matizar el ambiente de aromas y colores extraordinarios. Aquella tarde de domingo en que salimos de día de campo mi abuelito, mis papás y mi perrito Barry, me sentía muy contenta.

—No, mamá... —dije mientras que con una expresión de maravilla, saqué mi mano pequeña para sentir las caricias del cielo en formas de perlas de agua, y fue entonces que me hice aquella pregunta por vez primera: ¿cuántas gotas se necesitarán para empapar mi mano? La mano de una pequeña de seis años. Cayó la primera en mi palma; fresca vibrante. Luego la segunda, la tercera... y sin esperar más, y con una sonrisa sincera, corrí para internarme entre los árboles y su frescura.

—¡Alejandra! —gritó mi mamá—, ¡vuelve acá!

—Déjala —sugirió papá—, no pasa nada. Dale chance de que se divierta un poco.

Mientras tanto, yo corría y lanzaba gritos de júbilo.

—¡Está lloviendo, está lloviendo! ¡Yaaaaaajjjú! ¡Barry, ven, corre conmigo!

Pero al pobre Barry, un perro french poodle de color miel, no corrió, sólo se limitaba a verme con sus ojos cansados.

—¡Ven , Barry! —insistí, pero sin obtener respuesta, así que regresé al tejaban—. Papá, ¿por qué Barry ya no quiere jugar conmigo? —pregunté con los ojitos llenos de tristeza.

—Sólo está cansado —respondió mi abuelito—. Seguramente pronto tendrá ganas de correr y te va a alcanzar.

Su respuesta fue suficiente para mí. Sin más volví a correr entre la llovizna y las hojas de verano. Corrí para todas partes, no había arbusto que detuviera mi mundo. Me abrazaba a un árbol y aspiraba su aroma a corteza, corría a otro y trataba de encaramarme en sus ramas, pero éstas quedaban muy altas y no lograba alcanzarlas.

—¡Algún día lo lograré! —me decía con entusiasmo sin que mi ánimo decayera.

Mucho rato estuve así, corriendo y jugando entre el lodo y las hojas caídas, entre los troncos de inmensos árboles que parecían hombres de madera cuyos brazos rozaban el cielo. La ligera lluvia había terminado y yo nunca me había sentido tan feliz.

La tarde poco a poco se asentaba en el horizonte, el mundo parecía bostezar preparándose para dormir sobre un mullido universo y cubrirse con una manta de estrellas y un cielo de profundo azul.

"Qué hermosas son las estrellas".

No hay en mis recuerdos otro momento tan encantador como ése, donde la lejanía de la ciudad me permitía observar las estrellas más brillantes que en otros cielos. Ellas parecían sonreír y temblar con un delicado brillo.

"¿Serán ángeles?" —pensé.

—¡Son ángeles de Dios que nos observan desde el cielo!

Contenta con mi descubrimiento quise ir a contarles a todos, mas de repente una luz tenue detuvo mi carrera.

Maravillada por ese tintineo me agaché para tratar de verlo mejor, pero de pronto aquella luz se apagó.

—¿Qué pasó? —me pregunté con un gran desconcierto—. ¿Serán angelitos también?

Mientras, otra lucecita se encendió a unos pasos de mí.

—¡Allá estás! —grité jubilosa, pero como si mi emoción la hubiera asustado, aquella también desapareció—. Ouuu —gimoteé con desconcierto.

Pero de pronto otra luz brilló lejos de mí y mi sonrisa volvió a aparecer, y después otra más alumbró la noche, y otra y otra y decenas más. Estaban por todas partes.

—¡Increíble! —grité pero rápido tapé mi boca temerosa de que con mis gritos volvieran a desaparecer, pero no lo hicieron, al contrario. Pronto el pequeño claro entre los arboles estaba lleno de aquellas motas de luz danzando entre la hierba y las ramas.

Mi corazón estaba por completo emocionado, latía contento mientras mis ojos se abrían lo más que me era posible para no perder detalle de aquel mágico cielo de estrellas entre la hierba. Aquellas estrellas de color amarillo verdoso, que jugueteaban traviesas, parecían hacer al fresco lugar un poco más cálido.

—¡Barry! —susurré entusiasmada pensando en que mi pequeño amigo debería acompañarme a ver el espectáculo de estrellas en la tierra.

Como pude, tratando de no molestar a los ángeles de luz, a ratos en puntitas, otras dando largas zancadas y a veces dando un paso y esperando unos segundos, fui al lugar donde estaban mis padres y mi peludo amigo.

—¡Papá, mamá, abuelito! —exclamé jubilosa señalando el lugar del que provenía—. ¡Allá hay ángeles de luz!

Callé maravillada al ver aquellas chispas rondando nuestro improvisado campamento.

—¡Aquí también hay! —dije haciendo una mueca de incredulidad.

Aunque había unos pocos no podían compararse con todos los que volaban en el lugar donde los encontré.

—Se llaman luciérnagas —dijo mi papá—. Son insectos que son bioluminiscentes, es decir que pueden fabricar su propia luz y que la proyectan a través de sus cuerpos. En el caso de las luciérnagas lo hacen por su abdomen o por la parte trasera de su cuerpo...

—¡Son angelitos de luz! —rebatí contrariada por la explicación tan técnica que él me daba.

—No, Alejandra, son insectos coleópteros... —de pronto mi mamá le dio un simulado pellizco en la rabadilla—. B-bueno, son ángeles de luz que visitan a los niños que son buenos. Y viven en el bosque.

Mi mamá sonrió satisfecha y yo también.

—¡Allá hay más —señalé el claro donde estaban—, vamos a que los vean!

—No podemos, hija —habló mamá—, necesitamos recoger todo para irnos, ya se está haciendo tarde y está muy fresco. Pronto va a hacer demasiado frío.

Mi rostro y mi ser completo se compungieron.

—Pero, mamá, los ángeles de luz...

—¿Qué te parece si te vas adelantando y cuando terminemos te encontramos allá? —sugirió mi abuelito.

—¡Sí! —volví a gritar mi alegría.

Di unos pasos enormes pero de inmediato regresé para sujetar a mi querida mascota de sus patas delanteras.

—¡Ven conmigo, Barry! —le animé con entusiasmo, pero apenas pareció notarme.

—Mejor déjalo descansar —sugirió papá—, ya es un perro viejito.

—¡Qué tienes contra los ancianos! —renegó mi abuelito a lo que papá se disculpó y terminaron riendo. Yo apenas pude percatarme de esto, ya que no cesaba en mis intentos de hacer que mi peludo amigo fuera al lugar que quería mostrarle.

—¡Ven, Barry! —insistí jalándolo con cuidado, instándolo a acompañarme, aunque el perezoso no parecía estar dispuesto a hacerlo. Pero yo tampoco estaba dispuesta a rendirme. Lo tomé de su cuerpo y con algo de trabajo logré que se levantara para comenzar a avanzar despacio.

—Te va a gustar mucho, Barry.

Ambos caminamos al lugar de los ángeles, pero mi amigo no parecía estar muy entusiasmado en seguirme. A unos pasos antes de llegar mi mascota se echo entre la hierba. Al verlo me enfadé un poco con él.

—¡Ay, Barry, no seas flojo! —lo volví a tomar de su cuerpo y cargándolo con mucho trabajo, sus patitas traseras se arrastraban entre la hierba, lo llevé hasta mi objetivo—. Vas a ver que te va a gustar mucho. Son muchos y están por todas partes, son pequeñitos y brillan muy bonito. Mi papá dijo que eran "helicópteros", pero yo sé que son ángeles que vienen a la tierra a jugar con nosotros. ¡Ya casi llegamos, Barry!

Mis tenis estaban llenos de barro y llevarlo en brazos me costaba mucho esfuerzo, pero estaba encantada con la idea de mostrarle a mi pequeño amigo lo hermoso del lugar, de las luces que se encendían y apagaban como estrellitas fugaces. Y ¿cómo no querer que Barry viera tan esplendido espectáculo? Era mi mejor amigo, el más tierno y fiel acompañante, el que, dicho por mis padres, fue el que me recibió en la casa después de regresar del hospital el día que nací, el que durmió junto a mi cuna en mi habitación, el que nunca me dejaba sola ningún instante, el que me despertaba por las mañanas con una lluvia de lengüetazos y al que alimentaba con trozos de mi propia comida cuando mamá no se daba cuenta. Siendo hija única, el pequeño Barry se había convertido en mi más grande confidente y amigo, y no iba a permitir que se perdiera aquellas luces, aquel espectáculo lleno de magia.

—Mira, Barry —le anuncié después de depositarlo en el suelo y de que el pobre se desperezara estirando sus patas, haciéndose de atrás para adelante—, ¡éste es el bosque de los ángeles!

Corrí entre aquellos bichos de luz tratando de alcanzarlos, de sujetar alguno en mis manos, pero no logré hacerlo; si buscaba coger a uno éste desaparecía repentinamente, entonces cambiaba mi dirección para atrapar a otro, el mismo que parecía evaporarse en la oscuridad. Pero eso ya no me importaba, lo único que quería era juguetear entre la hojarasca, entre la hierba húmeda, entre el aroma a madera y corteza mientras esa lluvia de luz me rodeaba y mi risa no cesaba de brotar como una cascada. Como dije: jamás me había sentido tan inmensamente feliz.

Me recosté sobre un tronco que parecía estar seco y vi las luces volando sobre mí, cubriéndome con sus chispas verdosas y amarillas. Respiré profundo y el aroma del bosque inundó mis pulmones.

De improviso fijé mi vista en una de ellas, y con toda la rapidez de la que fui capaz me levanté y lancé mis manos tratando de atraparla, y al fin creí que lo había logrado. Estaba muy emocionada, por fin tenía entre mis manos a una de esas lucecitas viajeras de la noche. Nada me importaba que mi ropa y cabello estuvieran manchados con el barro y la hojarasca. Acerqué mis manos cerradas a mí cara y las entreabrí. Grande fue mi desilusión al ver que sólo atrapé al aire del sereno bosque.

—Ay. No la pude atrapar, Barry...

Volteé a ver a mi amigo y lo que vi me robó el aliento: sobre él estaban muchísimas de esas lucecitas; decenas, no, cientos lo cubrían casi por completo. Detrás de él los árboles se iluminaban de verdes e intensos azules entre una ligera bruma que se levantaba del llano. Me sentía maravillada al verlo con esa manta de destellos. Él me veía quietecito con sus ojos cafés resplandeciendo en la noche. Me veía como siempre: con todo el amor del mundo. Pero de pronto, sus ojos se cerraron.

—¡Wow! ¡Barry, no te muevas, Barry! ¡Estás cubierto por los ángeles de luz! ¡Te ves hermoso!

Con todo el cuidado que pude me incorporé, pero entonces la prenda de luciérnagas que lo cubría alzó el vuelo. Se agitaban en perfecta armonía camino al esplendido manto nocturno, al cielo lleno de millones de estrellas que titilaban como una esperanza... y un adiós. Pero en el camino las luces se dispersaron y extrañamente se fueron apagando como el paso de una estela efímera volando al firmamento.

—¡Eso fue increíble! —exclamé—. ¡Viste eso, Barry!

Al voltear a verlo, la pequeña mascota parecía descansar entre la hierba.

Me acerqué hasta él y me hinqué para verlo mejor.

La noche de improviso había cambiado, ahora se sentía muy tranquila, serena. Las luciérnagas habían disminuido en cantidad, ahora apenas se veían volar algunas luces mientras que el sonido de varios grillos se escuchaba distante.

—¿Estás dormido, Barry? ¡Ay, te has vuelto muy flojito, eh!

La mascota no respondió ante mi tierno regaño.

—Barry, despiértate, ya mero vienen mis papás.

Lo palmeé en su lomo y no reaccionó.

—¿Barry? ¿Estás dormido? ¿Estás muy cansadito?

Pronto me arrepentí pensando que estaba durmiendo muy profundo por el ajetreo del día. Me acerqué a él y le susurré mientras le acariciaba la cabecita con mucho cariño.

—Duérmete pues, yo te voy a cuidar. Pero un ratito nada más, porque mis papás ya pronto van a venir.

Y como si los hubiera convocado, los tres pronto estaban llamándome desde el camino donde estaba el viejo tejaban.

—¡Alejandra, dónde estás! —se oía la voz de papá.

Con rapidez y cuidado de no molestar a Barry, fui a encontrarme con mis padres.

—¡Aquí estoy, papá! Pero no grites porque Barry está muy cansado y se durmió.

—Bueno, pues ya levántalo que debemos regresar a casa.

—Ya lo hice, pero tiene mucho sueño. ¡No se quiere levantar!

—A ver —dijo mi abuelito—, vamos a levantar al flojonazo del buen Barry.

Se encaminó a ver a Barry mientras yo les contaba a mis papás lo que vimos. Mamá de pronto se acercó a donde estaban mi mascota y mi abuelito y yo le seguí contando lo hermoso que se veía Barry cobijado con las luces. Papá pareció mirar a mi abuelito y luego volteó a sonreírme. Y no sé por qué, pero su sonrisa era la más triste que había visto en mi vida.

—¿Qué pasa, papi?

—Ven, tenemos que irnos.

Trató de sujetarme pero antes de que su mano me tocara di la media vuelta.

—¡Voy a ir por Barry!

Me abrí paso entre mamá y mi abuelito, cuyos semblantes estaban contrariados.

—Barry, ven. Dice mi papá que ya es hora de irnos —le dije mientras lo trataba de levantar.

—Alejandra... —susurró mamá.

—Ya ahorita se levanta, mamá. ¡Ándale, Barry, ya tenemos que irnos!

Mis brazos trataban de alzarlo pero no lograban su objetivo. Mientras tanto mi abuelito comenzó a acariciarme el cabello con suavidad.

—¡Ándale, Barry! —insistí.

Al ver que no desistiría, mi abuelito me sonrió muy gentil antes de decirme:

—Si quieres yo lo puedo cargar. No te preocupes por él.

Y así lo hizo. Con mucho cuidado lo alzó en sus brazos. Una de sus patitas delanteras colgaba al aire, liviana, sin movimiento alguno.

—Barry... —murmuré y, sin tener la certeza de lo que sucedía, de pronto mi corazón se inundó de una enorme tristeza, mi rostro se compungió y comencé a llorar. Mi llanto era suave, apenas se escuchaba. Las lágrimas mojaban mis mejillas rodando muy lento, casi como si temieran resbalar de mi cara para perderse en la humedad de la hojarasca.

—Calma, hija, no pasa nada —por primera vez en mi vida sentí que las palabras de mi papá no eran verdad.

En silencio se acercó a mí y limpió mis mejillas con el dorso de su mano, me alzó y me acunó en sus brazos mientras que me sujetaba de su espalda.

—Vamos a casa.

En sus brazos seguí llorando un poco, mientras él me hablaba camino a nuestro improvisado campamento.

—¿Sabes, hija? Yo alguna vez tuve una mascota, un perrito parecido a Barry. Se llamaba Mazinger. Le puse así porque en la tele pasaban una caricatura que me gustaba mucho. Creo que yo tenía tu edad en ese entonces. Mazinger me ayudó mucho mientras estuvo con nosotros. Yo siempre fui un niño solitario. No tenía amigos, sólo mi pequeño peludo. A él le contaba mis tristezas, mis miedos. Le confesé que antes de conocerlo le tenía pavor a una mancha de humedad que estaba en el techo, parecía el rostro de una persona barbada que quería salirse del cemento para atraparme y llevarme muy lejos. Cada noche, al ir a la cama, mis papás batallaban mucho porque yo quería dormir en su habitación, pero nunca les dije que era por aquella mancha. Pero después un tío nos presentó al pequeño peludo color miel. Era un cachorrito y también tenía miedo pero él estaba nervioso porque era la primera vez que estaba solo, por eso insistí mucho en que se quedara en mi habitación. Lo hubieras visto, ¡el pequeñito se hacía pipí en un rincón!, y yo me esforzaba para que mis papás no se dieran cuenta. Desde la noche en que él me acompañó ya no tuve miedo a la mancha, de hecho casi olvidé que existía. Fue como si su sola presencia me confortara. Por mucho tiempo fuimos los mejores amigos, pero nada puede durar por siempre.

Mientras escuchaba a mi padre miré al cielo. La noche seguía igual de estrellada, de imponente. Mi mamá y mi abuelito, con Barry en brazos, nos seguían unos pasos atrás. Sus pasos se escuchaban apenas en las hojas y el pasto. La luna parecía caminar con nosotros acompañándonos en nuestro cortejo, silente, guiándonos con su luminosa faz eterna.

—Mazinger un día se enfermó y tuvo que dormir —continuó mi papá con su relato—. A veces eso pasa, es decir, todo en el mundo... algún día dormirá... yo... —sentí el pecho de papá contraerse y su abrazo apretarme con un poco más de fuerza. Aspiró hondo antes de hablar—. Barry estuvo con nosotros en el momento exacto de nuestras vidas, él vino a hacernos muy felices con su presencia, pero ya cumplió con nosotros, con darnos esa felicidad. Ahora tiene que descansar. Lo vamos a extrañar... mucho...

Todo el regreso a casa lo pasé entre sollozos y palabras de consuelo de mis padres y abuelito, este último sugirió murmurando que se haría cargo de Barry, que era lo mejor. Al llegar a nuestro hogar, papá me volvió a levantar entre sus brazos y me llevó directamente a mi habitación para depositarme en mi cama. Me descalzó y me ayudó a ponerme mi pijama, me besó en la frente y me deseó buenas noches. Se dio media vuelta y se agachó para tomar la camita de mi mascota, tal vez para sacarla de mi cuarto.

—No —susurré.

Papá volteó a verme y asintió. Salió cerrando la puerta tras él.

Giré mi cuerpo para quedar del lado donde Barry solía dormir, ya que en las noches era común que se escurriera entre mis cobijas, pero ahora sólo vi su lugar vacío, su camita y su edredón en aquel rincón que ahora parecía tan distante y desamparado. De pronto mi habitación tan llena de calidez, risas y complicidades, ahora se sentía como un cubo inmenso lleno de silencio y temores, envuelto en una soledad perturbadora.

Justo antes de dormir, entre mis sollozos y dolor y la incomprensión de lo que le sucedió a Barry, recuerdo haber deseado jamás tener que experimentar aquel sentimiento de inmensa soledad otra vez.

En aquel instante, en la duermevela, pude observar una luz pequeña que se posaba lánguida en el marco de mi ventana, titilando suavemente como el paso efímero y maravilloso de una estrella fugaz, como si aquella mota ambarina se hubiera convertido, a la vez, en la guardiana de mis sueños y en una promesa por venir.

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