Relatos del barro

By L-ZigZag

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1754. El mundo estaba dividido en Señoríos porque no podía ser de otra manera. Porque las tierras don... More

Aviso
Cartografía
Prólogo
Capítulo 1. Al-Ándalus
Capítulo 2. Sijilmassa
Capítulo 3. Veracruz
Capítulo 4. Rosales
Capítulo 5. Palestina
Capítulo 6. Madrid
Capítulo 7. Granada
Capítulo 8. Lisboa
Capítulo 9. París
Capítulo 11. La Costura
Capítulo 12. Cartago
Capítulo 13. La Costura
Capítulo 14. La Dragona
Capítulo 15. La Dragona II
Capítulo 16. La Dragona III
Capítulo 17. Merzouga
Capítulo 18. Berlín
Capítulo 19. Atenas
Capítulo 20. Estocolmo
Capítulo 21. La Tramontana
Capítulo 22. La Tramontana II
Capítulo 23. Kurdistán
Capítulo 24. Persia
Capítulo 25. La Toscana
Capítulo 26. La Dragona IV
Capítulo 27. Veracruz
Capítulo 28. La Tramontana
Capítulo 29. Toscana
Capítulo 30. Londres
Capítulo 31. La Dragona
Capítulo 32. Génova
Capítulo 33. Génova
Capítulo 34. Génova
Capítulo 35. Desierto del Sáhara
Nuevo libro de fanArts!

Capítulo 10. Bagdad

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By L-ZigZag

Buscador del Metal

Grillo había salido de Granada a lomos de su montura —un caballito pequeño y rápido decorado con borlas, que le había regalado el chambelán de la Alhambra— y había peinado la zona durante toda la mañana.

Granada se encontraba en el centro más absoluto del Señorío del Metal. Era la conexión ecológica entre el desierto árabe del norte y las llanuras Transhimalayas del sur, reuniendo jóvenes trabajadores de tez morena y la cabeza redonda como un garbanzo con aquella calima suave y agresiva que volaba dentro del aire.

Sentado a la sombra de un saúco, mientras almorzaba unas uvas que había cogido a unos vendimiadores granadinos, Grillo aprovechó para leer con calma la carta que le había enviado su joven compañero de la Corte:

«Estimado Grillo,

El retiro de Maalouf se ha hecho público. La investidura de Xantana tendrá lugar esta tarde en la mezquita principal de El Cairo. Tendrías que verle, entrando todo radiante por los pasillos de palacio encima de su caballo árabe blanco, llenito de orfebrería hasta las orejas. Creo que Xantana será un mejor Señor del Metal; corrían muchos rumores de que Maalouf llevaba a los infantes de la Corte a su alcoba por las noches. A él no le han visto en toda la semana, por cierto.

La fiesta de bienvenida que nos organizó el comandante de la Academia fue bien. Comimos cordero, bebimos vino y luego nos presentaron a una mujer a cada uno. La mía se llamaba Zaina y tenía unos ojos muy bonitos. Sabía hacer una cosa increíble con los pies, que parecía que tenía manos. No sabía yo que se podía hacer eso, así que terminé rápido y ella se rio muy fuerte. Creo que el sexo es un mundo fascinante, me impacienta mucho saber todo lo que me queda por conocer.

Por cierto, hoy nos han llevado a cazar patos con escopeta. Es la primera vez que disparábamos a un blanco vivo. He conseguido darle en el ala y ha caído del cielo haciendo una espiral, pero el que más puntería ha sido mi compañero, que le ha dado en el ojo y se le ha salido la sesera por el otro lado. Luego la ha cogido en la mano y me ha dicho que no era capaz de comérmela. Se equivocaban. Yo soy capaz de todo.

Ahora sí que me respetan, y no por mi apellido.

Atentamente,

D. Alphonse, marqués de Sade.

PD: ¿Y tu búsqueda cómo va?»

Grillo sonrió vanidosamente y levantó la vista.

Luego le dio la vuelta a la carta y sacó el bote de tinta y la pluma que llevaba en el garniel, apoyó el papel sobre el cuarto trasero de su montura y comenzó a escribir:

«Pequeño Marqués de Sade,

Yo ando buscando al hipocornio por Granada, pero el ejército tampoco lo ha visto. También me he pasado por las minas de al-Amand para ver si conseguía averiguar más información, pero solo han sabido decirme que el lugar se está infestando de cazarrecompensas intentando encontrarlo antes que los Buscadores. Incluso hay algún maniático que ha comprado carísima la sangre del hipocornio que cayó al suelo cuando fue herido de bala. La gente está mal de la cabeza. Yo ahora mismo me dirijo hacia el sur, porque he recibido un aviso de que han visto al hipocornio meterse en una mina a un par de días de viaje de mi posición. Reza todo lo que sepas.

En cuanto a lo que dices, no me sorprende. Ambos sabemos perfectamente que Maalouf ha desflorado decenas de hijos de vizcondes y archiduques en el silencio de la noche, después de cenar, pero también a críos provenientes de familia humilde. Si los primeros no han tenido el valor de encarar a un Señor para vengar la afrenta, los segundos ni siquiera tienen la oportunidad de hacerlo. Y a otros tantos que ha matado de una paliza también, que tenía el garrote muy largo, ese viejo. En cierto modo, me recuerda a mi propio padre y me dan ganas de vomitar hasta el páncreas. No me cabe duda de que Xantana sabrá disfrutar de la nueva posición que tiene, pero deberá moverse con el doble de cuidado si no quiere arrancar las costras de todas las heridas de la Corte. Me causa intriga saber qué pensarán de esto en el resto de Señoríos.

Sabía yo que te gustaría. La naturaleza le ha dado a la mujer esos benditos atributos para saber cómo hacer disfrutar a un hombre, y un cuerpo resistente para soportar las cosas que se nos pasen por la mente. Explórala a ella para poder explorarte a ti mismo. Un hombre no sabrá dominar la tierra sin antes dominar a la mujer, porque ambas son entes destructivos, salvajes y emocionales que necesitan ser sofocados, así que cuanto menos le guste, más se estremecerá su cuerpo entre tus brazos. Solo de pensarlo se me pone como un mapa de ríos.

También me alegro de tu determinación y tu coraje en el campo de tiro. Los hombres hechos y derechos no tienen miedo ni asco de nada.

Estoy orgulloso,

Grillo»

Cuando acabó miró al cielo. El pelempir que tenía asignado le seguía desde las alturas, esperando el mensaje de vuelta. Al sonido del silbido bajó al suelo a por la carta. Después se montó en el caballito granadino, colgó las uvas en la silla para ir comiendo de vez en cuando y reinició el trote.

Pasaban las horas.

El prado agradable en el que flotaba su montura no tardó en convertirse en un suelo pedregoso que anunciaba el territorio minero. Nadie en su sano juicio se atrevería a excavar una gruta en suelo arenoso y blando, así que las extracciones siempre se concentraban allá donde cambiaba el sustrato. Y como el Señorío del Metal solo vivía de las rocas y los minerales, tenía toda la nación agujereada bajo sus pies. Grillo tendría que vigilar dónde pisaba si no quería tener un accidente.

Las uvas golpeaban en el omóplato del caballito con su movimiento, perdiendo las más pochas en el camino. Grillo se quedaba mirando los orbes morados que parecían recoger todo el polvo del ambiente, translúcidas como si guardaran pequeños renacuajos de vida en su interior.

«—Salta, Saïd» —resonó la voz grave en su corteza cerebral.

«—Salta, y verás qué divertido.

El recuerdo le arrastró de golpe a su casa penumbrosa de Bagdad, a la sala con las paredes de adobe y el techo altísimo para disipar el calor, vacía de muebles porque eran más pobres que las ratas. A él con siete años, subiéndose a la tabla de madera con una risita.

Nunca había visto la mesa en la que comían utilizada de una manera tan inusual. En cuanto puso los pies encima la tabla se tambaleó, y aquello le pareció lo más emocionante del mundo.

El que había hablado era su padre, y jamás le había visto sonreírle de esa manera. Saïd, que solo había recibido su ceño fruncido y su mano en el aire durante toda su vida, podría haber desconfiado de aquella actitud, especialmente porque minutos antes había escuchado cómo le gritaba a su madre violentamente tras la cortina. Pero era algo que sucedía a menudo y no le dio más importancia. Estaba tan encantado con aquel ambiente cálido y risueño que le rodeaba, que enseguida dejó a un lado la timidez y empezó a saltar como una cabrita, dejando escapar la risa que había sido retenida durante siete años. Y por fin pudo avistar el borde de lo que podría ser una familia unida. Así, junto a papá y a mamá, que habían decidido jugar a aquel extraño juego todos juntos. Era demasiado anormal para ser real.

El pequeño Grillo no se dio cuenta. No se dio cuenta de que algo iba mal hasta que no se escapó un gemido debajo de sus pies. ¿Qué era? ¿Y por qué su madre tenía aquella expresión constreñida? Debajo de la tabla estaba ella, bocarriba, con cara de no querer jugar más. El vientre hinchado parecía una uva a punto de estallar de lo morado que estaba. Entre los muslos se adivinaba un reguero oscuro.

Miraba a su esposo con un signo de imploración en los ojos, pero el rostro del hombre estaba tallado en cuarzo. No le permitió quitarse la mesa de encima.

Saïd se bajó por instinto de ayuda hacia su progenitora, pero en el fondo no entendía qué había sucedido para que las cosas se torcieran de repente. Se quedó a su lado y quiso protegerla del animal que la había herido. No comprendía que aquel animal era él. Y cuando su mente fue concibiendo poco a poco la idea, como un hombre legañoso saliendo de la caverna, su rostro perdió color y su cuerpo se bloqueó.

Fue entonces cuando su padre le sacó a la puerta de casa sin decir nada. Su madre emitía alaridos en el interior y parecía una mula resollando tras quince horas de trabajo.

Poco después su padre salió de nuevo, le puso un revuelto de trapos en las manos y le mandó a tirarlo lejos. Le pidió que no lo abriera, así que no lo hizo. Tenía la curiosidad anulada por la expresión de su madre.

—Ha tenido un accidente —le dijo simplemente—. Jugaste demasiado fuerte.

Saïd se alejó a paso lento, y desde la distancia vio a su padre caminar hacia la parte posterior de casa con una pala en el hombro.

Turbado, miró al frente. Aquel bulto que sujetaba en la mano pesaba como un cuarto de cordero y estaba empezando a oler rancio, a saliva seca. Buscando un lugar donde arrojar el bulto, llegó al pozo artesiano donde cogían el agua en el pueblo. Era una oquedad de un metro de diámetro y rodeada de bloques medio derruidos. No había nadie a su alrededor por tratarse de las horas más cálidas de sol, que allí en Bagdad apretaba muy fuerte. Se asomó de puntillas, pero la penumbra lo consumía todo antes de ver el agua. Su madre o él iban allí a por agua unas dos veces al día.

Tenía la intuición de que cuando volviera al hogar, su madre ya no estaría allí, y la idea de quedarse a solas con su padre tallado en cuarzo le aterraba. Le deseó todos los sapos y culebras que se le ocurrieron en cinco segundos. Le deseó que se atragantase con esa agua y que luego esa agua estuviera podrida. Y casi sin darse cuenta, levantó el bulto de trapos y lo dejó caer por el agujero.

Tras cinco largos segundos, sonó el chof.

Muy enfadado, se dio la vuelta. Ni siquiera había pensado en que él o sus vecinos tenían que beber de esa agua también; lo único que quería era que el veneno le pusiera las venas azules a su padre.

Se dispuso a bajar la colina cuando vio un jinete en la lejanía hacer el camino opuesto que él. Vestía atuendo de noble y se divertía haciendo caminar a su corcel con un paso saltarín, que solo podía haberlo aprendido en clases de doma clásica. Solo había un motivo por el que podría estar acercándose al pozo.

—¡Noooooo! —chilló Saïd en su dirección, dándose a la carrera. Se torció el tobillo y se abrió la suela raída del zapato en su afán, pero no le importó. Llegó a duras penas hasta el pozo y se arrodilló frente al noble.

Al ver sus ropajes y su caballo de raza foránea, gritó en un esperanto chapucero:

¡Sayyid! No bebe vuestra merced de ahí, que... oí que cayó un cadáver de perro y el agua tiene enfermedad.

El noble le miró de arriba de abajo, como un cóndor miraría a un halconcillo. Pero no con desplante, sino con alguna especie de agradecimiento en la cara.

—¿Cuántos años tienes, chiquillo?

—Seis, sayyid.

—¿Has acabado la Academia Militar?

—No, sayyid. Empiezo este año.

—Termínala, y cuando lo hagas pregunta por Jean-Bastiste Joseph, Marqués de Sade. Para entonces mis soldados habrán llegado a la adultez, así que necesitaré guardias nuevos.

Y lo cumplió a rajatabla».

Grillo respiró hondo.

A veces la única compañía que tenía eran sus memorias, y rápidamente comprendió que aquello podía convertirse en la mayor maldición y bendición de un viajero. Cuando llegabas al final no solamente purgabas las ampollas de los dedos, sino también todas las que llevabas impresas en la mente.

Pasaban los días.

Dormía en hostales o en habitaciones que exigía a los paisanos, aunque a veces se volvía huraño y rabioso y prefería dormir al resguardo de un azufaifo.

El paisaje se había vuelto menos árido a medida que avanzaba hacia el sur, y eso suponía todavía más peligro para la minería. Significaba que el agua que brotaba del subsuelo estaba más cerca de la superficie y podían anegárseles las galerías si no había un aliviadero de drenaje. Pero siempre podían mantener el agua a raya vigilando la estación de lluvias y el tipo de suelo en el que excavaban. Para eso, los habitantes del Metal tenían el instinto de un topo.

La humedad era ya otro tema que les preocupaba todavía más a los jóvenes mineros, porque se les encharcaban los pulmones, se les ponían morados los pies y rezumaban un sudor gélido al que no estaban acostumbrados. Los médicos del Aire tenían que estar constantemente atendiéndolos de adultos y casi ninguno llegaba a la vejez.

Por fin llegó a la entrada de la mina donde lo habían citado. Salió a recibirle una chica de dieciocho años con el pelo lleno de suciedad y los codos más ásperos que una pared. Era la más mayor que se veía en el lugar.

—¡Ay, ya estáis aquí! ¡Que Saica nos ampare!

El Buscador miró a su alrededor.

—¿Eres tú la que está a cargo de la mina?

—Oh, no. La mina es propiedad de un adulto, Ryad, el mariscal de campo, pero yo soy quien sigue sus órdenes directas.

Grillo asintió y observó a los niños flaquitos y pequeños asomar por las galerías de las paredes, cubiertos de tierra hasta las pestañas mientras se encargaban de limpiar las chimeneas de ventilación que llegaban a la superficie.

—¿Qué se extrae aquí?

—Pirita de hierro. A veces algo de cobre —Se agitó, impaciente—. Seguidme por aquí, por favor. Lleva un día entero atrapao y si se enfada no podremos retenerle.

Cuando entraron en la cavidad, el frío comenzó a hacerse cada vez más potente y denso, aunque el turbante que Grillo tenía enroscado en el cuello hacía de barrera. Habían tenido el detalle de iluminar el pasillo con lamparitas de jade para que el Buscador pudiera ver, pero sospechaba que en su rutina diaria, los trabajadores estaban tan acostumbrados a no ver el sol que habían perdido todo el moreno sureño de su piel. La mina se había convertido en el entorno que guardaba sus respiraciones para toda la vida.

Lo supo cuando el suelo se inclinó ligeramente hacia las profundidades y el techo descendió hasta obligarle a caminar agachado. Los extranjeros habrían dicho —con toda su diarrea de ignorancia y paternalismo— que no hacían los techos más altos porque solo trabajaban menores de edad, pero en realidad los techos eran bajos porque a los burros que tiraban de las carretas les servían para guiarse por las galerías tocándolos con la punta de las orejas, después de haberse quedado ciegos tras años de trabajo en las entrañas de la tierra. Eran secretos de faena.

—¿Cómo es? —quiso saber Grillo.

—Es blanco y gris. Grande. ¡Mu grande! Las patas parecen troncos de árboles y tiene un cuerno en el hocico. ¡Aviso que tiene mu mal genio!

El Buscador asintió.

—¡Y está gordo!

—¿Gordo?

La luz que emitía la lámpara de jade lamió las paredes de la galería hasta que se hizo inmensa en la entrada de la cámara. Ante ellos, un rinoceronte blanco olisqueaba la alfalfa preparada para los burros y batía las orejas cuando las gotas de agua del techo le caían encima.

Grillo bajó las cejas, decepcionado.

—Eso no es un hipocornio. —Se giró hacia la niña que le acompañaba y le atizó un manotazo en la nuca—. ¿Queréis leer un libro alguna vez?

La niña le miró con cara rara. ¿Leer un libro?

El rinoceronte expulsó el aire por sus ollares inclementes y les miró con sus ojillos diminutos. Su piel parecía hecha de roca y se plegaba en los muslos de las extremidades formando rayas; era tan grande que apenas necesitaba levantar la cabeza para tocar el techo con el cuerno y desprender la arenilla.

Los mineros le vigilaban a prudente distancia, pero la mayor parte de su ira se la estaba llevando la carreta de madera que tenía al lado: la había deformado por las embestidas y había desparramado toda la pirita por el suelo. El burro que tiraba de ella era sacudido con cada bamboleo, todavía enganchado a un amarre que quedaba ileso. Aunque intentaba prestar atención a los ruidos, estaba demasiado ciego para tener miedo del nuevo inquilino.

—¿Por qué se ha metido aquí?

—Los rinocerontes son muy territoriales —explicó el Buscador de mala gana—. Probablemente habrá confundido la carreta con otro de los suyos y habrá entrado a disputarse con ella.

El bicharraco parecía buscar la salida de aquella cueva oscura y fría. Los mineros se pegaron a la pared hasta casi fusionarse con ella cuando pasó por su lado.

Grillo jamás había visto un rinoceronte en persona, pero había oído hablar mucho de ellos. Eran animales solitarios que vivían en las llanuras que precedían al Himalaya, donde la sabana era árida como una alpargata pero la estación seca duraba mucho menos tiempo que en el desierto hermano que tenían al norte. En la estación húmeda los pastos se volvían verdes, los grandes felinos criaban, los flamencos regresaban y los lagos efímeros aparecían en las depresiones, pero cuando apretaba el calor de nuevo, todo se volatilizaba como un espejismo.

Le pareció un animal tonto. Ni siendo así de grande y de fiero podría salvarse de morir de hambre en las entrañas de la tierra, a solas con su tamaño y su cólera.

Una piel durísima no puede protegerte de todo, especialmente cuando lo más peligroso ataca desde dentro. Y aunque la piel te hace parecer invencible, esa barrera capaz de separarte de un ambiente agresivo y guardar en tu interior a aquel ser minúsculo y vulnerable que responde por ti, resulta que a veces la piel no es suficiente.

A veces los golpes pueden traspasar la barrera, y a veces un golpe en el vientre puede llevarte a la tumba.

—¿Cómo le sacamos? —susurró la niña.

El rinoceronte se asomó a la entrada de la cámara y dudó. Retrocedió de nuevo buscando otro camino que le transmitiera más confianza.

Grillo tenía el estómago revuelto; por su cabeza corrían recuerdos de uvas, sangre y pozos.

—No es mi problema —acertó a decir, saliendo por la abertura sin mirar atrás—. Yo solo busco hipocornios.


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