Profesor Grullón (Editando)

By LyluRys

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Bienvenidos al salón de clases del profesor Grullón. Él te recibirá con su habitual mal humor, actitud arroga... More

Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Epílogo
Capítulo Extra
♪PLAYLIST♪
Book Trailer
Agradecimientos

Capítulo Seis

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By LyluRys

—¿Qué te dijo el sexy profesor Grullón el viernes después de clases? —me pregunta una compañera.

—¿Fue muy severo contigo, Evenin? —me pregunta otra y suspiro con paciencia.

—¿Tuvieron sexo en su escritorio? —Esa es Frida, la autodenominada zorra de la escuela y se enorgullece de ello.

Por Dios santo.

—No —les informo a todas, ellas me rodean como lobas hambrientas de información frente al aula del profesor Gruñón que aún no ha llegado—. No fue nada del otro mundo. Me amonestó por haberlo desafiado. Eso fue todo —ruedo mis ojos.

—Anda dinos. Tiene que haber algo más —exige Frida.

—No hay nada más —respondo con simpleza. Ni loca les diré lo que realmente sucedió.

—Ojalá me diga a mí que me quede después de clases —ronronea ella.

Resoplo. —¿No escuchaste su advertencia? —le recuerdo—. Él no se relaciona con estudiantes.

—Ay, por favor —Frida bufa—. ¿Un hombre experimentado como él rechazando sexo seguro? No lo creo. Solo lo hace para hacerse el irresistible y que suframos de amor por él.

—Yo no sufro de amor por él —aclaro secamente.

—¡Entonces eres la única en toda la jodida escuela! —ríe ella y las demás le siguen—. ¿No te gustan los chicos? No te juzgaremos si ese fuera el caso —expresa honesta, su mano en mi hombro.

Suspiro cansada y respondo: —Me gustan, pero no es eso. Sencillamente tengo otros intereses que ocupan todo mi tiempo.

Ella asiente comprendiendo y dice: —De todas formas, tal vez lo desafíe hoy, y entonces si él me ordena que me quede después de clases, le pediré disculpas...de rodillas —ella ríe con picardía y nos hace reír con su ocurrencia.

—Estás loca, chica —sonrío—. Y buena suerte con eso.

Ella suspira con dramatismo. —La necesitaré porque Grullón es un hueso duro e imposible de roer. A propósito, dame tu número para llamarte. Necesitaré que me peines el miércoles y que me digas que ropa ponerme para impresionar a mi nuevo, musculoso y caliente vecino. Le pediré azúcar, ya saben, el viejo truco para tocar a su puerta y presentarme. —Ella se jacta de ser la más perra y admiro mucho su personalidad intrépida.

Niego riendo y le doy mi número. Ya se corrió la voz entre las chicas de que estoy disponible para brindarles mis conocimientos en belleza. Espero tener más clientas, y con eso, más dinero.

De repente se hace el silencio y no tengo que girar mi cabeza para saber a qué se debe y quién es. Un estremecimiento me recorre, mi aliento se traba, mi corazón palpita más rápido...y eso me pone de mal humor. No quiero reaccionar así por un profesor. Y por ese menos. No quiero reaccionar. Punto. Por eso, me lleno de total indiferencia. De reojo veo como él entra a su aula como si fuera el amo y señor del universo, y todos lo seguimos porque no hay más remedio que hacerlo. Tomo asiento y saco mi lápiz antes de él lo ordene.

No lo miro.

No quiero.

Porque entonces voy a recordar cosas que no deseo.

—Su atención, por favor —pide con voz exigente y mis oídos le dan toda su atención. Y luego hay silencio—. No estoy jugando aquí. Cuando pido atención, por cortesía, todos ustedes tienen que brindármela. —Ahora suena molesto—. Y dije todos. Quiero ver sus ojos cuando hablo. —Oh. Él se refiere a mí. Contengo un gruñido y mis ojos grises le prestan la tan desesperada atención—. Bien. Gracias. ¿No fue tan difícil, cierto? —pronuncia con ironía, dándome una rápida y dura mirada.

Lo miro con indiferencia. Miro su fuerte torso cubierto por una blanca camisa cara, corbata carmesí y pantalones azul oscuro, con indiferencia. Miro el desafío en sus ojos cobalto, con indiferencia. Y observo como mi indiferencia le molesta. No entiendo por qué. Solo le estoy pagando con la misma moneda cuando él fue al supermercado Edmon y me trató como si no me conociera. Ni siquiera intercedió por mí cuando su amiguita-lapa-rubia, me insultó diciéndome tonta. Pff.

—El examen final fue suspendido —anuncia. ¿Cómo? Todos susurramos y nos miramos con extrañeza. Tanto repaso, regaños, exigencias, ¿y todo para nada? Él explica—: En la reunión de esta mañana con el director Roldán se me comunicó que en vez de presentar el examen, haremos un trabajo especial de álgebra que contará para su nota final. Así que —él hace una mueca de disgusto—, seguiré viendo sus caras y ustedes la mía —se regodea—, hasta el viernes que es cuando entregarán dicho trabajo especial. Harán grupos de cuatro y hoy les entregaré el material que resolverán. Pueden ir a la biblioteca o a donde quieran. No me interesa en lo absoluto el lugar que escojan para reunirse. Solo me interesa que el trabajo esté encima de mi escritorio el viernes a las dos en punto cuando al fin termine el semestre escolar. Mientras tanto, seguiremos repasando ecuaciones algebraicas aquí en el salón porque sé que las aman tanto como yo —termina con un sarcasmo y que me hace bufar en silencio.

Alguien alza su mano, y el profesor, con su ceño fruncido, asiente para que hable.

—¿Podemos escoger a los miembros de cada grupo? —David pregunta un poco ansioso.

El profe niega: —No. Yo mismo escogí a los estudiantes que formarán cada grupo para que haya igualdad. —Él se pasea por el aula con sus manos entrelazadas en su espalda—. Me explico, tú de seguro que escogerías para tu grupo a los chicos más inteligentes de la clase. Entonces ellos harían todo el trabajo y tú solo te recostarías a mirar o a jugar con tu IPhone —lo mira y alza una ceja en interrogación—. ¿Me equivoco?

David se pone rojo mientras lo mira con enojo y desafío, pero no se defiende porque el profesor tiene razón. Él es de esos estudiantes que sacan buenas calificaciones a costa del esfuerzo de otros.

El profe va hacia su caro maletín y de allí saca unos papeles, luego se sienta en una esquina del escritorio. —Leeré la lista una sola vez, así que anote los nombres de los compañeros que le tocó porque no voy a repetirlo. Son veintitrés estudiantes, así que habrá un grupo de tres solamente. Comenzaré por ese. Evenin Roa, Anthony Meléndez y Juan Carlos Cruz. Uno de ustedes tres, pase al frente para buscar el material. El próximo grupo de cuatro lo formarán...

Anthony se levanta mientras el profesor continúa hablando. Al menos, me tocó un buen grupo, y sé que todos trabajaremos de igual manera. Miro a mis dos compañeros y les sonrío. Ellos alzan sus pulgares para demostrar que también están de acuerdo con la decisión de Grullón.

Cuando él termina de mencionar cada grupo, se levanta del escritorio. —Y ahora —él va hacia el pizarrón—, saquen su libreta y un lápiz para que resuelvan estas cinco ecuaciones. —Mientras sigue escribiendo números y símbolos, saco mi libreta y luego masajeo mis sienes. Anoche no dormí muy bien y me está empezando a doler la cabeza.

Grullón mira su reloj de plata. —Tienen diez minutos y cuando terminen, pasen por mi escritorio porque voy a corregirlos uno por uno. No me defrauden porque a estas alturas ya deberían resolver ecuaciones con rapidez, con facilidad y con un resultado perfecto. —Él nos mira a todos y luego vuelve a su escritorio.

Copio todos los ejercicios en mi libreta y luego comienzo a resolver el primero, después el segundo y así sucesivamente hasta que lo termino todos. Suelto mi lápiz y apoyo mi cabeza sobre mi mano derecha. El dolor de cabeza empeoró y tengo náuseas. Creo que es migraña. Cierro mis ojos y me concentro en relajarme a ver si pasa porque no puedo llegar así a mi trabajo. No puedo enfermarme. Inhalo y exhalo pausadamente por no sé cuánto tiempo...

—¿Ya terminó?

Doy un respingo porque esa voz de barítono me sobresalta y casi me hace caer de mi asiento. El profesor Grullón está parado a mi lado mirándome con severidad.

Froto mis ojos cansados y alzo mi cabeza. —Sí, terminé.

—¿Y por qué razón no ha ido usted a mi escritorio como dije antes y como los demás alumnos?

Oh, ¿qué puedo decir? ¿Y ya fueron todos? —Iba a revisarlos antes de ir.

¡Ups!

—¿E iba a revisarlos dormida o despierta? —Este hombre no tiene ni un ápice de piedad. Es implacable.

—Despierta por supuesto —digo en voz baja porque hasta mi propia voz me molesta.

—¿Sí? Eso no fue lo que me pareció, señorita Roa —camina hacia su escritorio. Mis compañeros me miran con lástima, y aprieto mis dientes, pero hasta eso me duele—. Traiga su libreta ahora, los demás pueden salir a la biblioteca para comenzar con el trabajo especial —ordena, y todos van saliendo del salón de clases.

Yo arrastro mis pies hasta el escritorio de Grullón y allí coloco mi libreta abierta. Él toma su bolígrafo rojo y comienza a corregir las ecuaciones. Veo que hasta ahora todas las he hecho bien, pero luego esas manos grandes y bien cuidadas me distraen. Él tiene una bonita y elegante letra. Como se nota que es un hombre culto. Aspiro, y esa colonia tan masculina le causa cosquillas a mi vientre. Bostezo sin aviso y tapo mi boca, pero aun así, él lo escucha. Y me mira. Mi estómago da un loco vuelco y mis pulmones se niegan a cooperar porque esa mirada azul...me acaricia toda.

—¿Qué tienes? —pregunta en un susurro y en un tono...¿preocupado?

Oh. —Migraña —respondo con voz queda.

—Eso veo —cierra mi libreta y me la entrega—. Ve a la enfermería y luego te vas a casa.

Ojalá pudiera. Asiento. —Lo haré —tomo mi libreta, pero él no la suelta. Lo miro. Y algo pasa. Algo sin nombre, pero tan intenso que me descoloca entera.

Sin dejar de mirarme, él suelta la libreta lentamente, la tomo al fin, y todo acaba. Me giro y camino hasta mi asiento sintiendo sus ojos clavados en mi espalda hasta que salgo de su aula y después puedo volver a respirar. Que extraño fue eso. Extraño e inquietante. Pensaba que me iba a echar otro de sus regaños por no atender a su clase y admito que también esperaba... La verdad no sé qué esperaba. ¿Una disculpa de su parte por cómo me trató su amiga con derechos? ¿U otra confesión sobre cómo lo hago sentir? No, no. Nada de eso. Sacudo mi cabeza con lentitud. Lo que no esperaba era que fuese tan amable y comprensivo. Sí, eso sí que fue toda una revelación y me hizo sentir cálida, segura y sorprendida de que alguien como él se preocupe por mi bienestar.

Sentada en la enfermería con fuerte olor a alcohol y a desinfectante, la enfermera Ramos comprueba mi temperatura y presión arterial. —Vete a casa, Evenin, hidrátate y descansa —me aconseja en tono maternal y dándome una excusa escrita, pero no puedo ir a casa.

Espero que las píldoras que tenía guardadas en mi bolso y que tomé en el baño hagan efecto rápido y reduzcan el dolor de cabeza. Salgo al estacionamiento de la escuela y dentro del auto le envío un mensaje a Anthony y otro a Juanca explicándole mi situación y cuando voy a encender el auto, mi teléfono suena y miro un número conocido.

—Hola, Isabel —la saludo.

—Evenin, ¿cómo estás?

—Dentro de todo, estoy bien. De camino para el trabajo en el supermercado.

—¿Y no estás cansada? —pregunta extrañada—. Lo digo porque con todo el trabajo que hiciste el fin de semana debes estarlo.

Si ella supiera. —Estoy acostumbrada al trabajo duro —Soy honesta.

—¿Pero cómo es eso? Eres tan joven... —Ella calla abruptamente como si hubiese dado voz a sus pensamientos—. En fin —vuelve su eficiente tono—, te llamaba para felicitarte y decirte que estoy muy complacida con el trabajo que hiciste en la casa. Con toda honestidad, lo hiciste hasta mejor que yo y esa comida que dejaste preparada le encantó al señor Avilés y a mí también. ¿Dónde aprendiste a cocinar así?

¿A la fuerza cuenta? —Es solo que tengo un don para las artes culinarias —bromeo, pero ella no ríe y se queda en silencio.

—¿Comiste tú también?

—Sí, lo hice. Gracias por la lasaña, estuvo en verdad deliciosa.

—Espero que te haya aprovechado. Ya sabes que puedes comer todo lo que quieras —me recuerda—. Pasa el viernes por la casa cuando salgas de tu trabajo para que recojas tu paga.

—Lo haré.

—Bueno, cuídate mucho. Nos vemos el viernes.

—Hasta entonces, Isabel —guardo mi teléfono y exhalo suavemente.

Sintiéndome complacida con las palabras del ama de llaves del señor Avilés, conduzco hasta llegar al supermercado. Miro la hora en mi teléfono y veo que aún faltan diez minutos para entrar. Así que me recuesto en el asiento y cierro mis ojos. Cuando me despierto, veo que son las cuatro de la tarde. Oh, mierda. ¡Van a despedirme! Tomo mi bolso y salgo pitada del auto y entro al supermercado. El señor Edmon me ve llegar y me mira de manera reprobatoria y brazos cruzados.

—Lo siento mucho, señor Edmon —suplico y busco en mi bolso—. Tengo una excusa firmada. Aquí está. —Se la entrego.

Mi jefe la lee y luego dice: —¿Te sientes mejor? —pregunta, y lo miro pasmada porque por lo regular, él no se interesa por nada que no sea su querido negocio.

—Sí, estoy mejor —le miento. Como me gustaría acostarme otro rato...

—Me alegra saberlo porque Tamara tuvo una emergencia y no puedo reemplazarla. Si pudieras quedarte hasta las once, te pagaría muy bien las horas extra.

Eso es música para mis oídos. —Cuente conmigo —le sonrío.

—Bien, ve a prepararte para que ocupes tu caja.

—Claro —afirmo, y me muevo al cuarto de empleadas para cambiarme la camisa por una negra con las letras del supermercado Edmon.

Cuando ocupo mi lugar de trabajo, enseguida llegan clientes y hacen fila para pagar sus compras. Suspiro y esbozo mi amable sonrisa. Será una dura noche.

***

A eso de las diez, estoy en modo zombi después de estar horas apretando teclas, deslizando tarjetas de crédito, devolviendo el cambio, escaneando compras grandes que parece que no tienen fin, y sonriendo aun tratando con algunos clientes difíciles. Siento que no puedo más. A las siete me tomé otro analgésico para poder continuar, pero hasta que no me acueste la migraña no remitirá por completo. Hace años que no me daba y ha de ser por el estrés, y me digo a mí misma que no puedo seguir por ese camino o acabaré muy mal, pero todo es tan difícil.

Otro cliente se acerca, una mujer embarazada, y sonrío. —Buenas noches —la saludo—. ¿Encontró todo lo que buscaba?

—Sí, cariño. Tenía antojos de palomitas de maíz y tuve que salir a complacerme porque mi esposo sigue en el trabajo. —En efecto, ella pone cinco cajas del producto mencionado para hacer en el microondas.

—¿De cuánto tiempo estás? —le pregunto mientras escaneo su compra.

—De seis meses —ella acaricia su abdomen abultado—. Será una hermosa niña y la hemos esperado por mucho tiempo. —La mujer de cabello negro habla con tanto amor y felicidad sobre su bebé que mi garganta se anuda porque es obvio que será una buena madre. Al contrario de la mía.

Carraspeo antes de decirle: —Que todo salga bien. Son once con noventa y cinco.

—Gracias, cariño —Ella paga en efectivo—. Estamos ansiosos por tenerla en nuestros brazos.

—Imagino que sí —sonrío—. Un bebé es una bendición —empaco su compra y se la entrego—. Que tengas una bonita noche y que esas palomitas de maíz calmen ese antojo.

Ella ríe. —¡Sí! Mi boca se hace agua solo de pensar en ellas. Buenas noches, linda.

Asiento sonriendo y la veo irse. Suspiro y froto mis sienes. No sé nada sobre bebés, si son o no una bendición, pero el señor Edmon siempre nos dice que interactuemos con los clientes para que se vayan felices y regresen pronto.

—¿Qué demonios haces aquí? —Me giro rápidamente y veo al profesor Grullón, su rostro molesto. Muy molesto. Oh, oh—. ¿No te dije que te fueras a casa?

Abro mi boca, pero vuelvo a cerrarla porque no esperaba verlo, hoy, de nuevo. Luce su ropa casual con elegancia. Y vino solo. No hay señales de su sexy amiga. Verlo frente a mí, tan cerca, oliendo esa esencia varonil, hace que mi corazón lata a toda prisa.

—Te hice una pregunta, Evenin. Por favor, respóndela —pide menos enojado.

Y oír mi nombre de esa boca sensual torcida en una mueca, me hace estremecer. —No puedo...

—¿Algún problema, Sebastián? —cuestiona mi jefe y me quedo quieta mirándolos a ambos—. Hace mucho que no te veo por aquí.

—Sí, Edmon, tu empleada tiene migraña y no debería estar trabajando, debería estar descansando —Él desprende tanta autoridad que lo miro entre indignada e impotente.

—¿Cómo lo sabes? —El señor Edmon lo mira extrañado.

—Porque yo mismo le dije que se fuera a casa. Soy su profesor.

Exacto, mi profesor, no mi padre...

—Ella me aseguró que se encontraba bien después de llegar media hora tarde. Por eso está trabajando horas extras —explica Edmon.

Grullón me mira furibundo. —Pues no, ella no lo está —le espeta—. ¿Es que no ves que está a punto de desmayarse?

Mi jefe me mira, y nerviosa, uno mis labios. Si me despide por culpa de Grullón...

—Cierto. Vete a casa, Evenin —conviene mi jefe—. Y si te sientes igual de mal mañana, tómate el día libre.

¿Cómo? ¿Estará de broma? ¡Él no toma concesiones con nadie!

Con temor, pregunto: —¿Me despedirá?

—No, hija. Eres de mis mejores empleadas y no voy a despedirte.

Asiento aliviada y me giro para tomar los productos del profesor.

—Deja eso —dice amable Edmon—. Yo procesaré los víveres de Sebastián. Tú vete a casa.

—Está bien. Buenas noches —les deseo a ambos, y le doy una última mirada a Grullón.

Error.

Él me mira y hay algo extraño en esa intensa y oscura mirada que no puedo descifrar. Y vuelvo a estremecerme. Salgo de mi estación, recojo mi bolso en el cuarto para empleados y salgo del supermercado. Solo cuando llego a casa y me acuesto en mi cama, casi a punto de quedarme dormida, sé el significado. Mi profesor de álgebra me miraba con feroz anhelo. Él quiere poseerme.

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