ALAS DE ASTRONAUTA

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ALAS DE ASTRONAUTA tiene dos protagonistas: Juancho y Pirín. Son dos niños que viven en la calle, sin familia... More

ALAS DE ASTRONAUTA

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Capítulo UNO: ¿Astro... qué?

Juancho y Pirín, sentados en la cima de un montón de escombros, contemplaban la ciudad. Quedaba lejos, allá al fondo. Los edificios eran altos como gigantes. Un nube negra parecía envolverlos.

—Es la contaminación —dijo Juancho.

—Pues tenemos suerte, porque aquí no hay de eso.

"Aquí" era el barrio en el que estaban. Una zona de chabolas y casitas que parecían de juguete.

Debía de ser en torno al mediodía. Tenían los pies cansados. Y se habían sentado a charlar con la inmensa ciudad como horizonte. De lo que más hablaron fue de si mismos, de sus sueños.

-¿Tu qué serás de mayor? -preguntó Juancho.

-Astronauta -respondió Pirín.

-¿Astro... qué?

-Astronauta.

-¿Para qué sirve eso?

-Para volar.

-¿Quieres decir que serás piloto de avión?

-No. Un piloto, no. Un astronauta.

-¿Y cuál es la diferencia?

-Los pilotos son como chóferes. Sólo que en lugar de conducir un coche, conducen un avión. Los astronautas en cambio vuelan porque sí. Y más alto.

-¿Cómo de alto?

-Tan alto como quieren.

-¿Y cómo hacen para volar "porque sí"?

-Tienen alas.

Juancho miró a Pirín, sorprendido:

-¿De veras?

-Sí. Los astronautas tienen alas enormes. Como de águila, pero más grandes. Y pueden ir adonde se les antoje. Ni las azafatas ni los pasajeros pueden lla­marles la atención, como pasa con los pilotos.

-¿Y eso?

-Hombre, pareces bobo. Los astronautas no llevan azafatas ni pasajeros. Por eso.

-¡Qué maravilla! ¡Yo también quiero ser astronauta!

-¿Sí? ¿Lo dices en serio?

-Claro.

-Pues, si quieres, vamos ahora mismo a comprar­nos unas alas.

Juancho miró a Pirín.

-¿Dónde se compran alas?

Pirín sonrió.

-En el Rastro, hombre. Allí tiene que haber, aunque sean de segunda mano. En el Rastro hay de todo.              

-¿Y cuestan mucho?

-No sé. ¿Tú cuanto tienes?

Juancho metió la mano en un bolsillo y en vez de encontrar dinero se tocó una pierna: aquel era el bolsillo roto. Metió la mano en el otro. Sacó un puñado de monedas. Empezó a contarlas. Pero en cuanto llegaba a veinte se equivocaba y tenía que empezar de nuevo. Al final, tuvo que rendirse:

-Bueno, más de veinte.

-Estupendo -respondió Pirín-. Yo también tengo más de veinte. Seguro que nos llega. Vámonos.

Pero Juancho se quedó quieto.

-No podemos gastar todo el dinero. Felipón nos pegará.

-Imposible. Cuando quiera enterarse, ya tendremos alas. Echaremos a volar y no podrá cogernos. Nunca más trabajaremos para él. Vámonos, corre.

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Capítulo DOS: Ojos brillantes

Era domingo. En el mercadillo que llamaban Rastro, todos los domingos había un montón de gente vendiendo cosas. Otro montón aún mayor se entretenía mirando, revolviendo y a veces comprando algo. Allí, por las callejuelas estrechas donde se instalaban los ven­dedores, podía uno encontrarse cualquier cosa. De todo, según los vendedores que no paraban de vocear su mercancía.

Sin embargo, alas de volar no se veían.

-Buenos días, señor. ¿Usted qué vende?

-Depende. ¿Qué queréis comprar?

-Dos pares de alas.

-¿Dos qué?

-Dos pares de alas. Pero que sean buenas, de astronauta.

-¿Alas, eh? ¿De astronauta, no?

-Eso mismo.

El de aquel puesto se rascó la barba sucia y se quedó pensativo.

-¿Tenéis dinero?

-Sí, señor. Mire.

Al del puesto le brillaron los ojos cuando vio el puñado de monedas que Juancho sacó del bolsillo.

Al del puesto le brillaron los ojos AUN MAS cuando vio el puñado de monedas que Pirín sacó del bolsillo.

-¿Y cómo queréis las alas?

Juancho y Pirín se miraron sin saber muy bien qué responder.

El vendedor del rastro, con los ojos cada vez más brillantes, sonrió más que nunca y empezó a dar saltos y cantar:

¿Y cómo os gustan las alas?

¿Negras o claras?

¿Las queréis grandes o chicas?

¿Quizá bajitas?

¿Os las pongo del color

de alguna flor?

¿O queréis que tengan plumas

y una aceituna?

Si os gustan desplegadas

tampoco pasa nada.

Y si han de ser como algodón

pido perdón

por no decirlo antes. ¿Vale?

Quien pide, que hable.

-Sólo queremos que sean de astronauta y que se pueda volar con ellas. ¿Tiene usted?

-Seguro, chavales, seguro. Lo único que pasa es que las alas son un poco caras y no sé yo...

-¿No nos llega?

-Bueno, quizá pueda encontrar algo a vuestro alcance. Vamos a ver, dadme el dinero. Ahora tendré que acercarme al almacén, pero no puedo dejar mi valioso puesto solo. ¿Os importa quedaros aquí un momento, mientras vuelvo?

-No se preocupe. Le estaremos esperando.

El vendedor se alejó con paso saltarín, sonrien­do por lo bajo. Juancho y Pirín ocuparon su lugar junto a la mercancía.

-Qué cosas más raras vende este hombre -dijo Pirín-. No sé como puede haber quien se las compre.

Había allí, sobre una mesa medio rota, sonajeros que no sonaban, candados oxidados, chupetes sin tetilla, cuerdas rotas, plumas blancas de algún pájaro grande, camiones de juguete sin ruedas...

Pasaron cinco minutos.

Pasó media hora.

Pasó una hora.

El vendedor no regresaba. Nadie se había acer­cado a comprar nada en el puesto que vigilaban Juancho y Pirín. Los otros vendedores iban recogiendo. Pronto sólo ellos quedarían en el rastro.

Pasó otra hora.

Juancho y Pirín se echaron a llorar.

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Capítulo TRES: Ciento cuarenta y cuatro gatos

-¿Qué vendéis vosotros?

-Nada.

-¿Y entonces por qué estáis aún aquí?

-Por nada.

-¿También lloráis por nada?

Juancho y Pirín levantaron la cabeza. Una mujer que podía ser muy vieja y podía no serlo esperaba su respuesta. Se veía que era pobre. Sin embargo la desgastada ropa que vestía, la llevaba de tal forma que parecía una elegante y extraña señora.

-¿Por qué no me contáis lo que os pasa? ¿Ha ido mal la venta?

-Esto no es nuestro -dijo Pirín señalando el puesto-. Es de un señor que nos ha robado. Se ha llevado nuestro dinero. Ahora no tenemos nada. Tampoco tenemos las alas de astronauta que nos prometió. ¡Y como nos pille Felipón...!

-¿Qué es eso de las alas? ¿Quién es Felipón?

La señora escuchó atentamente a Juancho y a Pirín. Después miró un reloj enorme que llevaba en la muñeca.

-Vaya, vaya. Ya son las cuatro de la tarde. ¿No tenéis hambre?

Juancho y Pirín se miraron.

-Sí señora, mucha.

-Bueno, ¿y qué pasa si os invito a comer?

-¡Sería estupendo!

-Pues, hala, recoged el puesto y vámonos.

-¿Recogerlo? Pero si todo lo que hay aquí no vale ni dos euros...

-Nunca se sabe. Metedlo todo en esta bolsa de plástico.

La señora se llamaba Blema. Hicieron con ella una larga caminata. Vivía en un suburbio que ni Juancho ni Pirín habían visitado nunca. Su casa estaba aislada y era rara. Abajo estrecha, ancha arriba. Y en la parte superior, que era donde dormía, todo eran ventanas.

-¿Vive sola? -le preguntó Juancho.

-¡Oh, no! Vivo con mis gatos.

-¿Y tiene muchos?

-Depende. Recojo todos los que no tienen dueño o los que ha sido expulsados de sus casas o los que se han perdido en la ciudad. Ahora, si no ha venido nin­guno nuevo, debo tener...

Se quedó en silencio calculándolo.

-¿Más de veinte? -se impacientó Pirín.

-¡Oh, sí! Muchos más. Para que no se me olvide ninguno, lo mejor será que os los presente por sus nombres. Así podéis irlos contando y conociendo.

Entraron en la planta baja de la casa y allí vieron más gatos que en toda su vida. Blema les dijo entonces:

Os diré los nombres

de todos mis gatos.

Aquí, este es Samuel,

aquel es Boniato

y Fusi y Pelines,

Roquero y Barato.

Ahí está Lomín,

Baruco y Zapato.

Este, Velloso

aquel, Carapato

y Osiris y Orégano

y Juan y Pazguato

y Orestes y Tuno,

Jolines, Malato,

Zarpitas el fuerte

y el débil Golazo.

Aquel es Llorón

este es Buenazo.

Josechu, Barrigas

Corbata y Enano.

Y aún hay más nombres

porque aún hay más gatos.

Resonso y Petete

Boliche y Alzado,

Pedazo de Cielo

y Muñeco de Trapo.

Sonrisa y Gurupi,

Moreno y Delgado

y Rubio y Felisa

y el liso Pescado.

Aquel es Panchito

y este Escalfado,

Serapio, Caruso

Yusuf, Yosikado

y Pepe y Pepito

y el sin pelo Erizado.

Sansón y Dalila,

Eusebio el más largo,

aquel es Jacinto

y este es el Raro.

Pero aún hay más nombres

pues quedan más gatos...

Estuvieron a punto de desmayarse de hambre antes de que Blema terminase con la presentación de sus ciento cuarenta y cuatro gatos. Por fortuna, la comida se preparó en mucho menos tiempo. Y fue tan sabrosa y abundante que Juancho y Pirín se la comieron rápidamente, temiendo que fuese un sueño, se despertasen y ¡adiós comida!

-Y ahora -dijo Blema cuando acabaron- contadme exactamente quiénes sois. Me gusta conocer bien a mis invitados.

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