La vuelta al mundo en ochenta...

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Este clásico de Julio Verne versa sobre las aventuras del caballero británico Phileas Fogg, tras aceptar una... More

Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37

Capítulo 27

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Durante la noche del 5 al 6 de diciembre, el tren corrió al sudeste sobre un espacio de unas cincuenta millas, y luego subió otro tanto hacia el nordeste, acercándose al gran lago Salado. Serían las nueve de la mañana cuando Picaporte salió a tomar el aire a la plataforma. El tiempo estaba frío y el cielo cubierto, pero no nevaba. El disco del sol, abultado por las brumas, parecía como una enorme pieza de oro, y Picaporte se ocupaba en calcular su valor en libras esterlinas, cuando le distrajo de tan útil trabajo la aparición de un personaje bastante extraño.

Este personaje, que había tomado el tren en la estación de Elko, era hombre de elevada estatura, muy moreno y con bigote negro; vestía pantalón negro, corbata blanca y guantes de piel de perro. Parecía un reverendo. Iba de un extremo a otro del tren, y en la portezuela de cada vagón pegaba con obleas una nota manuscrita.

Picaporte se acercó y leyó en una de esas notas que el honorable anciano William Hitch, misionero mormón, aprovechando su presencia en el tren número 48, daría de once a doce, en el coche número 117, una conferencia sobre el mormonismo, invitando a oírla a todos los caballeros deseosos de instruirse en los misterios de la religión de los "santos de los últimos días".

Picaporte, que sólo sabía del mormonismo sus costumbres polígamas, base de la sociedad mormónica, se propuso asistir a ella.

La noticia se esparció rápidamente por el tren, que llevaba un centenar de viajeros. Entre ellos, treinta a lo más, atraídos por el cebo de la conferencia, ocupaban a las once los asientos del coche número 117, figurando Picaporte en la primera fila de los fieles. Ni su amo ni Fix habían creído oportuno molestarse.

A la hora fijada, el anciano William Hitch, se levantó, y con voz bastante irritada, como si de antemano le hubiesen contradicho, exclamó:

—¡Les digo yo que Joe Smith es un mártir, que su hermano Hyram es un mártir, y que las persecuciones del gobierno de la Unión contra los profetas van a hacer también un mártir de Brigham Young! ¿Quién se atreverá a sostener lo contrario?

Nadie se aventuró a contradecir al misionero, cuya exaltación era un contraste con su fisionomía, naturalmente serena. Pero su cólera se explicaba indudablemente, por estar entonces sometido al mormonismo a trances muy duros. El gobierno de los Estados Unidos acababa de reducir, no sin trabajo, a estos fanáticos independientes. Se había hecho dueño de Utah, sometiéndolo a las leyes de la Unión, después de haber encarcelado a Brigham Young, acusado de rebelión y de poligamia. Desde aquella época los discípulos del profeta redoblaban sus esfuerzos, y aguardando los hechos, resistían con la palabra a las pretensiones del Congreso.

Como se ve, el anciano William Hitch hacía proselitismo hasta en el ferrocarril.

Y entonces refirió apasionando su relación con los raudales de su voz, la violencia de sus ademanes, la historia del mormonismo desde los tiempos bíblicos: "Cómo en Israel un profeta mormón de la tribu de José publicó los anales de la nueva religión y los legó a su hijo Mormón; cómo muchos siglos más tarde una traducción de ese precioso libro, escrito en caracteres egipcios, fue hecha por José Smith, hijo, colono del estado de Vermont, quien se reveló como profeta místico en 1825; cómo, por último, le apareció un mensajero celeste en una selva luminosa y le entregó los anales del Señor".

En aquel momento, algunos oyentes, poco interesados por la relación retrospectiva del misionero, abandonaron el vagón; pero William Hitch, prosiguiendo, refirió "cómo Smith hijo, reuniendo a su padre, a sus dos hermanos y algunos discípulos, fundó la religión de los "santos de los últimos días", religión que, adoptada, no tan sólo en América, sino en Inglaterra, Escandinavia y Alemania, cuenta entre sus fieles, no sólo artesanos, sino muchas personas que ejercen profesiones liberales; cómo una colonia fue fundada en Ohio; cómo se edificó un templo gastando doscientos mil dólares, y cómo se construyó una ciudad en Kirkand; cómo Smith llegó a ser un audaz banquero y recibió de un simple exhibidor de momias un papiro que contenía la narración escrita de mano de Abraham y otros célebres egipcios".

Como esta historia se iba haciendo un poco larga, las filas de los oyentes se fueron aclarando, y el público quedó reducido a unas veinte personas.

Pero el anciano, sin importarle esta deserción, refirió los detalles "cómo José Smith quebró en 1837; cómo los accionistas le embrearon y emplumaron; cómo se le volvió a ver más honorable y más honrado que nunca, algunos años después, en Independence, en el Missouri, y jefe de una comunidad floreciente que no contaba menos de tres mil discípulos. Y entonces, perseguido por el odio de los gentiles, se vio obligado a huir al lejano oeste americano".

Aún quedaban diez oyentes, y entre ellos el buen Picaporte, que era todo oídos. Así supo "cómo después de muchas persecuciones, Smith apareció en Illinois y fundó, en 1839, a orillas del Mississippi, Nauvoo-la-Bella, cuya población se elevó hasta veinticinco mil almas; cómo Smith fue su alcalde, juez supremo y general en jefe; cómo en 1843 se presentó candidato a la presidencia de los Estados Unidos, y cómo, por último, atraído a una asechanza a Cartago, fue encarcelado y asesinado por una banda de hombres enmascarados".

Al llegar a este punto, sólo quedaba Picaporte en el vagón, y el anciano, mirándole de hito en hito, fascinándolo con sus palabras, le recordó que dos años después del asesinato de Smith, su sucesor el profeta inspirado, Brigham Young, abandonando Nauvoo, fue a establecerse a orillas del lago Salado, y allí, en aquel admirable territorio, en medio de una región fértil, en el camino que los emigrantes atraviesan para ir a California, la nueva colonia, gracias a los principios de la poligamia del mormonismo, tomó enorme extensión.

—¡Y por eso —añadió William Hitch—, por eso la envidia del Congreso se ha ejercitado contra nosotros! ¡Por eso los soldados de la Unión han pisoteado el suelo de Utah! ¡Por eso nuestro jefe, el profeta Brigham Young, ha sido arrestado con menosprecio de toda justicia! ¿Cederemos a la fuerza? ¡Jamás! Arrojados de Vermont, arrojados de Illinois, arrojados de Ohio, arrojados de Missouri, arrojados de Utah, ya encontraremos algún territorio independiente donde plantar nuestra tienda... y usted, adicto mío —añadió el anciano, fijando sobre su único oyente su enojada mirada—, ¿plantará la suya a la sombra de nuestra bandera?

—¡No! —respondió con valentía Picaporte, que huyó a su vez dejando al energúmeno predicar en desierto.

Durante esta conferencia, el tren había marchado con rapidez, y hacia el mediodía tocaba en la punta noroeste del gran lago Salado. De aquí podía abrazarse, en un vasto perímetro el aspecto de ese mar interior que lleva también el nombre de Mar Muerto, y en el cual desagua un Jordán de América. Lago admirable, rodeado de bellas peñas agrestes, con anchas capas incrustadas de sal blanca, soberbia sábana de agua, que en la antigüedad cubría un espacio más considerable; pero con el tiempo, sus orillas, elevándose poco a poco, han reducido su superficie, aumentando su profundidad.

El lago Salado mide unas setenta millas de longitud y treinta y cinco de anchura y está situado a tres mil ochocientos pies sobre el nivel del mar. Muy diferente del lago Asfaltites, cuya depresión acusa mil doscientos pies menos, su intensidad salobre es considerable, y sus aguas tienen en disolución la cuarta parte de materia sólida. Su peso específico es de 1,17, siendo 1,00 el del agua destilada. Por eso allí no pueden existir peces. Los que vienen del Jordán, del Weber y de otros ríos, perecen enseguida; pero no es cierto que la densidad de las aguas sea tal que un hombre no pueda sumergirse.

Alrededor del lago la campiña estaba cultivada admirablemente, porque los mormones entienden bien los trabajos de la tierra; ranchos y corrales para los animales domésticos; campos de trigo, maíz, sorgo; praderas de exuberante vegetación; en todas partes setos de rosales silvestres, matorrales de acacias y de euforbios; tal hubiera sido el aspecto de esa comarca seis meses más tarde; pero entonces el suelo estaba cubierto por una delgada capa de nieve que se endurecía ligeramente.

A las dos, los viajeros se apeaban en la estación de Ogden. El tren no debía marchar hasta las seis. Míster Fogg, mistress Auda y sus dos compañeros tenían, por lo tanto, tiempo de ir a la Ciudad de los Santos por el pequeño ramal que se destaca de la estación de Ogden. Dos horas bastaban apenas para visitar esa ciudad absolutamente americana, y como tal, construida por el estilo de todas las ciudades de la Unión; varios tableros de largas líneas monótonas, con la lúgubre tristeza de los ángulos rectos, según la expresión de Víctor Hugo. El fundador de la Ciudad de los Santos no podía librarse de esa necesidad de simetría que distingue a los anglosajones. En este singular país, donde los hombres no están, ciertamente, a la altura de las instituciones, todo se hace cuadrándose; las ciudades, las casas y los campamentos.

A las tres, los viajeros se paseaban, pues, por las calles de la ciudad, construida entre la orilla del Jordán y las primeras ondulaciones de los montes Wahsatch. Advirtieron pocas iglesias, y como monumentos, la casa del profeta, la corte judicial y el arsenal; también unas casas de ladrillos azulados, con cancelas y galerías, rodeadas de jardines, adornadas con acacias, palmeras y algarrobos. Un muro de arcilla y piedras, hecho en 1853, ceñía la ciudad; en la calle principal, donde estaba el mercado, se elevaban algunos palacios adornados con banderas, entre otros, "Salt Lake House".

Míster Fogg y sus compañeros no encontraron la ciudad muy poblada. Las calles estaban casi desiertas, salvo la parte del templo, adonde llegaron después de atravesar algunos barrios cercados por empalizadas. Las mujeres eran bastante numerosas, lo que se explica por la composición singular de las familias mormonas. No debe creerse, sin embargo, que todos los mormones son polígamos. Cada cual es libre de hacer sobre este particular lo que guste, pero conviene observar que son las ciudadanas de Utah las que tienen especial empeño en ser casadas, porque, según la religión del país, el cielo mormón no hace participar de sus delicias a las solteras. Estas pobres criaturas no parecen tener existencia holgada ni feliz. Algunas, las más ricas sin duda, llevaban un jubón de seda negro, abierto en la cintura, ocultando la cabeza bajo una capucha o chal muy molesto. Las otras vestían sólo de indiana.

Picaporte, en su cualidad de soltero por convicción, no miraba sin cierto espanto a aquellas mormonas encargadas de hacer entre muchas la felicidad de un solo mormón. En su buen sentido, de quien se compadecía más era del marido. Le parecía terrible tener que guiar tantas damas a la vez por entre las vicisitudes de la vida, conduciéndolas así en tropel hasta el paraíso mormónico, con la perspectiva de encontrarlas allí para la eternidad en compañía del glorioso Smith, que debía ser ornamento de aquel lugar de delicias. Decididamente, no tenía vocación para eso, y le parecía, quizá equivocándose, que las ciudadanas de Salt Lake City dirigían a su persona miradas algo inquietantes.

Por fortuna, su estancia en la Ciudad de los Santos no debía prolongarse. Alrededor de las cuatro los viajeros estaban de nuevo en la estación y volvían a ocupar sus asientos en los vagones.

S dio el silbido; pero cuando las ruedas de la locomotora, patinando sobre los raíles, comenzaban a imprimir al tren alguna velocidad, resonaron estos gritos:

—¡Alto! ¡Alto!

No se detiene un tren en marcha, y el que profería esos gritos era sin duda, algún mormón rezagado. Corría desalentado, y por fortuna para él no había en la estación puertas ni barreras. Se lanzó a la vía, saltó al estribo del último coche, y cayó sin aliento sobre una de las banquetas del vagón.

Picaporte, que había seguido con emoción los incidentes de aquella carrera atlética, fue a contemplar al rezagado, por quien cobró vivo interés al saber que se escapaba a consecuencia de una reyerta de familia.

Cuando el mormón recobró aliento, Picaporte se aventuró a preguntarle cortésmente cuántas mujeres tenía para él solo, pues por el modo como venía escapado le suponía una veintena al menos.

—¡Una, señor! —respondió el mormón, elevando los brazos al cielo—.¡Una, y era bastante!


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