Relatos de media noche

By StellaWhite

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En este apartado encontrarán varios relatos cortos de distintos géneros. La mayoría los escribo en mis noches... More

El último beso

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By StellaWhite

Por aquí les dejo este sencillo relato. Lo escribí ayer y lo edité hoy, por lo que puede que encuentren errores. Si consiguen alguno, agradecería que me lo dijeran. 

***************************************

El último beso

La deseaba. La deseaba tanto que cuando la ciudad cobraba vida y las luces se encendían soñaba con ella. Esa noche no fue la excepción. Al cerrar los ojos, la sintió tan cerca de sí que su corazón martilleó contra sus costillas y el aire escapó de sus pulmones.

Su ángel se había materializado al pie de la cama, hermosa y terriblemente radiante, nívea. Sus cabellos platinados poseían el brillo de la luna y sus labios eran el fruto que con tanta desesperación quería probar.

Se incorporó  lentamente, con la cautela de quien teme asustar a un ciervo que come hierba en el bosque. Se sintió ligero como la espuma, libre al fin.

—¿Por qué me has llamado? —preguntó la mujer.

Rubén trató de pasar saliva por su seca garganta y formular la respuesta correcta. No podía permitir que se fuera, esa era su oportunidad.

—Porque ya no puedo vivir así. Te necesito. Te necesito más de lo que he necesitado a nadie en mi vida.

Los ojos de su ángel brillaron llenos del anhelo crudo y doloroso que solo un alma como la de ella podía sentir, y él se ahogó en las ganas de unirse a aquella mujer vestida de blanco.

—Comprendo. Quisiera poder ayudarte, lo deseo con todo mi ser, pero no tengo voluntad propia.

—Tienes que ayudarme, debe de haber alguna forma. Ya te lo dije. No puedo vivir así.

Su ángel sonrió. Luego avanzó, posó la mano sobre su hombro y lo empujó con suavidad para que se acostara en el colchón. El escalofrío que lo recorrió le puso la piel de gallina. Levantó la vista, perdiéndose en aquella mirada cristalina como agua de manantial.

—Lo siento. Yo no escribí las leyes.

Rubén quiso apearse de la cama, correr y abrazarse a ella. Lamentablemente, él tampoco era dueño de su cuerpo. Sus piernas no reaccionaban, como si la comunicación entre sus extremidades y su cerebro hubiera sufrido un corto circuito.

—Por favor —gimió él—. Haré lo que sea.

Los ojos le ardían, sin embargo, los tenía secos.

Ella negó con la cabeza.

—Ya has hecho suficiente. No podemos unirnos ahora. No es el momento.

—¿Cuándo será el momento entonces?

—No lo sé.

—¿Quién más que tú podría saberlo?

La mujer se inclinó hasta posar la boca sobre su oído y Rubén se humedeció los labios cuarteados.

—Ahora me deseas, pero  cuando llegue la hora no querrás ver mi verdadero rostro —susurró ella con profunda melancolía—. Siempre es así, no quieren dejarse caer en mis brazos. Lamentan todo el tiempo que tuvieron y no aprovecharon, gimen desesperados y tratan de hacer tratos conmigo.

—Nunca dejaré de desearte. Te buscaré hasta debajo de las piedras.

La mujer no le respondió, sino que se alejó de él y giró la cabeza hacia la puerta.

  —No puedo quedarme más. —La tristeza vibraba en su voz.

—No te vayas —gritó él, intentando moverse por segunda vez.

«Si tan solo pudiera levantarme y tocarla…».

Su ángel se desvaneció. Otra vez se encontraba solo en la habitación, con una piedra atascada en la garganta.

 De pronto, notó que la temperatura había cambiado. Qué extraño. Corría el mes de junio, pero el cuarto se sentía helado; igual que su alma.

Su cuerpo fue despertando poco a poco y el estómago se le contrajo violentamente; ya no flotaba. Entonces escuchó ruidos tras la puerta. Trató de despegar los párpados sin tener éxito, no podía mover ni un centímetro. Su pulso se volvió lento, pausado, hasta que ni él mismo pudo percibir los latidos de su corazón. Yació allí en su lecho, y por un momento le pareció paladear el dulce sabor del beso que le había sido negado.

De repente, un grito tan agudo como desgarrador lo ensordeció. Su plan había fallado, sería devuelto a esa pesadilla a la que llamaban vida; pasaría las horas y los días en aquella cárcel consigo mismo, esperando a que fuera su hora.

**

Al fin había llegado el día en el que se uniría con su amado. Lo esperó en el cruce de cuatro calles, cerca de dónde él trabajaba, deseosa por recibirlo en su seno con los brazos abiertos. Según las leyes, no podía intervenir hasta que el reloj marcara las nueve y quince, así que se sentó sobre la rama de un árbol, desde donde observó las estrellas y disfrutó de la brisa fresca.

Los minutos pasaron con una lentitud desesperante, pero ella era paciente. Había esperado cuarenta largos años por él, una fracción de hora no hacía mucha diferencia. Después de todo, su nombre ya estaba escrito en la lista y nada ni nadie podría impedir lo inevitable.

Los ojos se le iluminaron en cuanto vislumbró el coche aproximándose por la carretera. Lo reconoció enseguida, a pesar de que su cabello hubiera cambiado a una tonalidad grisácea y de que su rostro mostrara las líneas de su paso por la vida. Le pareció hermoso en su fragilidad. Deseó abrazarlo, librarlo de las cadenas que ataban su espíritu a la tierra.

El sonido de la música a todo volumen,  proveniente de una camioneta que transitaba por la vía secundaria, llamó su atención. Dirigió la vista hacia allí, hacia el semáforo que acababa de cambiar a rojo. El conductor no detuvo la marcha, sino que hundió el pie en acelerador, tal como estaba previsto. Y ella sonrió complacida.

Lo había observado durante todo el día. Su amado apenas había dormido la noche anterior y llevaba trabajando doce horas corridas, sin siquiera tomarse un descanso, a fuerza de bebidas energéticas que ya no corrían por sus venas.

**

Ni bien la luz del semáforo cambió a verde, Rubén arrancó, y para cuando vio la camioneta, ya era demasiado tarde. Pisó el freno hasta el fondo, moviendo el volante hacia la derecha con violencia, tratando de evadir el destino que se cernía sobre él.

 El impacto fue lateral, muy aparatoso, sin embargo, él no perdió la consciencia en ningún momento.  Notó que las bolsas de aire se habían activado, y sintió el cinturón de seguridad enterrado en la carne de su cuello. Lo desabrochó con dedos temblorosos. Luego agarró la manija de la portezuela y la empujó con toda la fuerza que tenía. Nada. La lata estaba doblada de tal forma que no podía abrirla.

Tenía que salir de allí cuanto antes, así que se quitó el saco, envolvió en puño en la tela y rompió el cristal de la ventanilla. Se impulsó hacia afuera trabajosamente, hasta que al final cayó sobre el asfalto. Una punzada le atravesó el costado, pero aun así se obligó a arrastrarse lejos del coche, que olía a gasolina y aceite quemado.

 «Menos mal que venía solo —se dijo—. Habría sido una tragedia si hubiera venido con Norma y las niñas».

Una vez estuvo fuera de la vía de tránsito, miró hacia la camioneta con la que había chocado. Las luces delanteras lo cegaron y desvió la mirada. Entonces la vio, parada al borde del camino, camuflada por las sombras de los árboles, la misma mujer que lo había visitado en los años de su juventud.

**

La manecillas del reloj se movieron y la campana sonó, indicándole que era el momento de cobrar su recompensa. Se acercó lentamente, apenas haciendo contacto con la brea. Cuando lo tuvo de frente, le sonrió, esperando que él la recibiera de la misma forma que la había recibido la primera vez, pero no fue así; Rubén abrió los ojos y torció la boca en una mueca de intenso terror.

La mirada de la mujer se ensombreció. ¿Por qué había creído que esta vez sería diferente a las demás?

—N-no, por favor. No puedes llevarme ahora. Antes no tenía nada que perder, ahora tengo una familia —le rogó Rubén.

Ella se sentó junto él en el fango.

—No luches, será peor —le susurró al oído.

—¿Por qué? ¿Qué hice para merecer este castigo? —preguntó él entre ataques de tos.

—No es un castigo. Te llegó la hora, eso es todo. ¿Recuerdas lo que te dije la noche que me llamaste? Este es mi verdadero rostro. Terrorífico, ¿verdad?

Rubén boqueó con la mirada fija en ella, lo que hizo que un hilo se sangre oscura se deslizara por la comisura de su boca. La mujer lo miró con ternura, acariciándole el cabello.

—Shhh. Tranquilo, déjate llevar.

La garganta de Rubén se tensó, buscando el aire que no llegaría a sus pulmones.

—Así es, querido, entrégate —volvió a susurrar ella, antes de sellar el pacto con el roce de sus labios.

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