La nueva camarera de la cafeteria más literaria de mis calles está muy feliz. Va de un lado a otro, sirviendo cafés y bollería a los clientes. Poco a poco va dejando de ser torpe y eso le gusta mucho. En lo que lleva trabajando, solo ha derramado una taza de café.
Ya se ha aprendido quiénes son los clientes habituales y lo que toman:
La pareja de ancianos que siempre toman leche caliente con canela.
Las dos mejores amigas que comparten un croissant y beben chocolate caliente con nubes.
Los tres ejecutivos que siempre paran y piden cortados, embutidos en sus trajes, parando sus ajetreadas vidas durante unos segundos.
Pero había un muchacho, un chico al que todavía no le había visto los ojos, que siempre la sorprendía pidiendo algo distinto.
Igual que yo, piensa ella.