Poesía Villana

By Lau_Antigona

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"GANADORA DE LOS WATTYS 2018" ¿Saldrías con un hombre por culpa de un chantaje? Puesto #28 en Paranormal 28/0... More

*Epígrafe:
*Sinopsis:
*Prefacio:
*Primera Parte: "Ilusiones"
*Capítulo Uno: "Un hombre"
"Una poesía para ti"
*Capítulo Dos: "Sí, te amo"
*Capítulo Tres: "Eric"
*Capítulo Cuatro: "Hola"
*Capítulo Cinco: "Hola... otra vez"
*Capítulo Seis: "Fuera"
"Un comentario para Ifigenia"
*Capítulo Siete: "Te odio, en verdad" (Primera Parte)
"Una rima para Polifemo"
*Nota de la autora:
*Capítulo Ocho: "Perdí"
*Capítulo Nueve: "Vencedor"
*Capítulo Diez: "No"
*Capítulo Once: "No tiene sentido"
"Un adiós para él"
*Nota de la autora:
*Capítulo Doce: "Tal vez"
*Capítulo Trece: "Terciario"
*Capítulo Catorce: "Desaparición"
*Segunda Parte: "Revelaciones"
*Capítulo Quince: "Portadora"
*Capítulo Dieciséis "Dispersión"
*Capítulo Diecisiete: "Mentira"
*Capítulo Dieciocho: "No te vayas"
*Capítulo Diecinueve: "Polvo y partículas"
*Nota de la autora:
*Capítulo Veinte: "En sus sueños"

*Capítulo Siete: "Te odio, en verdad" (Segunda Parte)

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By Lau_Antigona

"Amor, en el mundo tú eres un pecado. Mi beso en la punta chispeante del cuerno del diablo; mi beso que es credo sagrado".

—César Vallejo

Sonrió dejando que los hoyuelos de sus mejillas se admiraran, demostrando al mundo que la felicidad estaba al alcance de sus manos, y en su interior, suplicó que aquel día jamás concluyera.

Era mágico el blanquecino sentimiento que brotó de lo más hondo de su alma, serpenteando en cada espacio vacío de su ser, hasta dejarla perpleja de alegría... Sí, ella confirmaba que podía quedar extasiada con solo tener su presencia.

—Y no querías salir temprano de tu casa —la burla de Edvino se presentó al verla contenta, absorbiendo de dos cañitas la gaseosa que él le compró con el afán de que despabilara del cansancio cuanto antes.

Necesitaba que su amiga estuviera activa para visitar uno de los parques que más frecuentaban en su época universitaria: un bonito lugar que les sirvió de guarida en los días grises de sus vidas, porque no todo fue color de rosa mientras cultivaban su amistad.

—Tengo sueño, así que no estoy del todo contenta —mintió en cuanto dejó de beber su gaseosa—, aunque estarás perdonado si me ganas jugando a las escondidas —Madeleine cerró la botella vacía y en un santiamén corrió a dejarla en un bote verde de basura.

Al regresar, intentó hacer que su amigo se levantara del gras; sin embargo, Edvino le respondió con un refunfuño.

—Por ahora quedémonos aquí, estoy cansado de caminar... —no era sencillo repetir las actividades de la juventud con treinta años. Comprendiendo que no conseguiría hacer que se levantara, Madeleine se acomodó a su lado.

El sol no brillaba con tanta crueldad, así que sentados en el pasto, pasaron lo que quedaba del día charlando de algo más que sus vidas. Incluso, mirarse un momento podía significar transmitir algo más fuerte que un sentimiento hablado.

Ellos lograron crear una comunicación que solo los dos conocían e interpretaban, ya que les resultaba común en su amistad hablar entre cada parpadeo, desplazando la importancia de las palabras.

—Mad, ¿nunca te has enamorado? —preguntó Edvino, sabiendo que la respuesta podría desagradarle al punto de inducirlo al vómito.

—Sí —una lacerante sensación se apoderó de sus ojos, clavando en su alma unos celos que él no reconocería como tales—, me he enamorado.

—¿Por qué nunca conocí al afortunado de llevarse el corazón de mi hermanita? —nombrarla de aquel modo le causó un daño que nunca creyó sentir.

¿Cómo adorar algo que jamás se ha besado? Pero en ellos existía una diferencia, porque sí disfrutaron de un roce de sus pieles. Sus labios se unieron en un delicado movimiento en el que también compartieron emociones.

Años atrás, Edvino y Madeleine protagonizaron la tragedia del príncipe Hamlet. Ella había sido su Ofelia, con unos cuantos kilos de más, y él se convirtió en su amado noble enloquecido por la sed de venganza.

—Es mejor que no hablemos de ese tema —instó para no proseguir en un maleficio contra sí misma.

—¿Te hizo daño? —ser asesinado sería la alternativa más correcta para el hombre que hubiese tenido el atrevimiento de destruir el corazón de Mad.

—No tienes ni idea de cuánto... —musitó antes de ponerse de pie. Sin darle tiempo a que prosiguiera con tan incómodas preguntas, Madeleine sacudió su trasero con ambas manos y con un matiz diferente en rostro, habló—: atrápame si puedes, idiota.

Sin que Edvino tuviese tiempo de reaccionar a las claras intenciones que se elucubraban con malicia, Madeleine corrió hacia él y de un empujón, lo dejó tendido en el suelo. Al verlo desplomado, la chica comenzó a correr por todo el parque, riendo de modo descomunal y gritando con diversión, al ver como su juego era seguido. No le fue complicado atraparla detrás de un árbol y tampoco le fue difícil tirarla al suelo y comenzar a martirizarla con cosquillas.

—Déjame —gimoteó entre carcajadas. Edvino se hallaba de rodillas al lado del torso Madeleine, dándole pequeños toquecitos por todo el cuerpo, haciendo que la joven le mostrara todo lo que otros hombres desconocían.

El tiempo se detuvo para ellos, rodeándolos con un aura que ningún enemigo podría romper para dañarlos.

Edvino dejó sus manos reposar a cada lado de su cuerpo y dirigió la curiosidad de sus ojos directo a los labios de Madeleine. Ella reía sin comprender que el peligroso acercamiento de sus cuerpos estaba despertando los sentimientos que por mucho anheló. El deseo comenzaba a desbordarse de sus poros y eclipsó cuando las puntas de sus narices se rozaron.

En un acto instintivo, Madeleine le dio un derechazo en el estómago. El dolor se extendió por todo su cuerpo, y él terminó desplomándose al lado de su amiga, retorciéndose sobre la grama a causa del golpe certero, que tuvo la difícil labor de recordar que ellos debían mantener una bella amistad.

—Lo siento mucho —avergonzada y con pequeña gotas de sudor bañando su rostro, ella se sentó para comprobar que él estuviera en óptimas condiciones—, ya sabes que yo odio...

—Sí, lo sé, odias que te toquen —con dificultad, Edvino también se sentó y la miró arrepentido de sus acciones ¿Qué había estado a punto de hacer? Arruinar su amistad por una confusión no estaba en su lista de cosas por hacer. No sentía pasión, no; era el calor de volver a verla o al menos, eso se repetía para no cometer ninguna estupidez.

—Perdón —Madeleine se notaba arrepentida.

—No tiene por qué pedir perdón, yo tuve la culpa por acercarme demasiado —a veces se olvidaba del episodio traumático que la joven tuvo durante su niñez y eso lo hacía sentirse más desgraciado—. Es mejor que vayamos a comer, ¿te parece? —preguntó cambiando la tonada de su voz—. Ya deben ser las dos de la tarde —al comprobar su hora en el reloj de muñeca, Edvino se dio cuenta que había fallado en sus cálculos por quince minutos.

La joven aceptó la proposición de muy buena gana. Ella se levantó primero y le tendió una mano para ayudarlo, ya que él aún seguía adolorido por el golpe que sin querer, le propinaron. Chocando sus manos de vez en cuando, salieron del pequeño parque.

Abrumados por sus caminatas, llamaron un taxi para que los llevara al restaurante donde ellos dos solían comer luego de acabar algún trabajo importante de la universidad. Aunque el trayecto fue silencioso, lo rescatable de su confusa comunicación, fueron las sonrisas tímidas que se daban cada vez que se miraban.

—¡Qué hermoso! —exclamó Madeleine luego de bajar del vehículo. El cambio radical de su restaurante favorito era espectacular—. ¿Las mesas en el exterior son recientes? —Inquirió a su acompañante.

—Llevan un año —respondió poniendo una mano en la espalda de Madeleine—. ¿Quieres que comamos en esa parte? —el entusiasmo en ella era tan visible, que era lógico deducir que eso era lo que quería.

—Será un honor —respondió levantando la mirada hacia el rostro de su querido amigo.

Y sin importarles el movimiento del mundo, que no se detenía a su alrededor, ambos ingresaron al restaurante.

A pesar de tener muchos clientes en espera, les fue fácil conseguir una mesa al exterior, ya que Edvino era un cliente regular en aquel sitio. Un camarero los condujo hasta allí y les dijo que volvería a tomar sus pedidos.

Como todo un caballero, Edvino retiró la silla para Madeleine, aunque ella devolvió su gesto de amabilidad con una patada que le hizo arrugar el rostro. Al verlo casi retorciéndose del dolor, Madeleine ocupó el asiento.

—Deje de tratarme como una señorita romántica —fue lo primero que le dijo cuando él se sentó al lado suyo. Al ser una pequeña mesa cuadrada, de solo cuatro asientos, le era más fácil seguir teniendo una amable conversación.

—Lo siento, pero como estás vestida casi decente, me olvidé que en realidad eres una harapienta —Madeleine se cubrió la boca con una mano, ocultando las risas que se escapaban de su garganta.

—Eres un imbécil —lo insultó cuando se recuperó de las carcajadas.

—Y tú un duende —contestó moviendo la cabeza de derecha a izquierda en señal de incitación.

—Tú eres un corto de pen...

Madeleine se sintió avergonzada cuando vio a un mesero llegar a tomarles la orden. El serio sujeto les entregó las cartas negras con los platillos del lugar y en silencio absoluto, esperó que dijeran sus peticiones. Madeleine pidió lo primero que vio en la carta, mientras que Edvino ordenó su comida favorita: filete de pescado con ensalada de verduras.

Tras apuntar todo lo que los dos querían, el camarero desapareció de la misma forma en la que apareció, la diferencia es que se fue bastante extrañado por el trato que se daba ese par de clientes.

Al concluir su recuperación de la pequeña vergüenza, los dos prosiguieron la animosa conversación, cuidando no mostrarse agresivos en los apelativos que se daban.

—¿Ya conseguiste empleo? —si ella firmaba un contrato de trabajo con algún instituto o editorial, Edvino tendría la certeza de que no regresaría a Alemania.

—Aún no, es bastante pronto —ni siquiera había pasado un fin de semana completo en Nayerú y ya querían ponerla a trabajar—. Además no estoy segura de quedarme.

—Mad, maldita indecisa —la señaló con la punta del dedo, le importaba poco que fuera un gesto de mala educación hacer tal cosa—, te quedarás en Nayerú, te guste o no.

—¿Crees que te haré caso? —y en cada palabra de provocación, una gota de las más bellas bendiciones caían a sus oídos.

Edvino no quería perderla... No nuevamente.

—Es una broma —Madeleine movió sus labios para devolverle el sosiego cuando vio su rostro ensombrecerse—, no llores por mí, porque he decidido que ya no tengo nada más que hacer en Alemania —extrañaría a sus estudiantes alemanes. Los llevaría en su corazón por el resto de su vida.

—Lo prometes —Edvino le extendió la mano, únicamente con el meñique levantado—, júralo por la garrita —sin titubear, Madeleine enlazó su dedo con el suyo y juntos volvieron a hacer una dulce promesa de permanencia y protección.

—Solo espero encontrar un trabajo —añadió al romper la unión de sus dedos.

—Estuviste en Alemania tres años, trabajando en un buen colegio, es obvio que lograrás una vacante antes de que comience el semestre —Madeleine no desconfiaba de sus habilidades, desde luego, ella sabía que estaba capacitada para dictar clases en cualquier grado, pero no evitaba sentir cierto nerviosismo al enseñar otra vez en Nayerú. Era el mismo pavor que había tenido en Alemania—. Si deseas puedo recomendarte en el instituto, como voy a regresar... —Edvino se mordió los labios, acababa de decir una estupidez.

—¿Dejaste el instituto?—él llevó una mano al cuello y comenzó a rascar su piel, hasta dejar una marca roja que con el paso de los minutos se iría. Un gesto muy común que hacía cuando estaba nervioso.

—No —no del todo, al menos ese era el salvavidas del que pretendía agarrarse con la fuerza de un titán—. Podría decirse que no estuve haciendo mi labor de profesor y todavía no lo hago —le avergonzaba demostrarle debilidad.

—No comprendo —las explicaciones no salían sobrando y ella las esperaría con el mismo furor que sentía al ver las figuras de acción pertenecientes a sus animes predilectos—, ¿puedes ser más claro? —exhortó.

—Seguía laborando en la editorial junto con Isabel —explicó—, las correcciones de estilo de los libros de trabajo, ya sabes —el silencio de Madeleine le indicó que prosiguiera—, pero el instituto lo dejé, no me sentía capaz de enseñarles a muchachos. No cuando me encontraba a kilómetros de mis cabales —llegar con los ojos enrojecidos a las clases de la mañana no era nada alentador para encender los procesos mentales de sus estudiantes—. Por eso el día que fuimos a visitarte, me retiré rápido, te dije que debía hacer llamadas —relató—. Quería disculparme con el rector y volver a mi puesto de trabajo.

—No debiste caer tan bajo, imbécil —aprovechando que sus sillas permanecían cercanas, Madeleine le dio otra patada—. Enseñar es tu vida, por qué tuviste que irte —le recriminó para que entrara en razón—. Si te quedabas, eso te habría ayudado a superar más rápido la pérdida, baboso.

—Es probable que sí —cuadró los hombros—. Lo que importa es que en ese momento no tenía ganas de levantarme de la cama. Me sentía una completa basura.

—¿Por qué no me llamaste?

—Nunca me contestabas cuando estaba bien, supuse que no querrías oírme deprimido. Sé que me odiabas en los momentos que me veías llorar.

—No puedo evitarlo, me molestan las lágrimas..

—Espero que cuando muera, al menos tengas la dignidad de llorar —él pagaría cualquier precio con tal de verla rojiza por el llanto, respirando con dificultad.

—Yo no lloro por débiles —confesó con sinceridad.

—Tu actitud me hace recordar mucho a cuando hablábamos por teléfono en la universidad —su risa incomparable cuando él le contaba las penurias que pasaba junto a la que creyó era la mujer de su vida. Madeleine nunca le dio consejos compadeciendo su tristeza, al contrario, encendía una mecha más dolorosa en su corazón. Era una burla que terminaba por darle la fuerza que lo haría concluir con los sollozos de niño desamparado que se adueñaban de sus ojos—. Luego de que Cristina me dejaba, siempre me tratabas como débil por sufrir... repetías: ¿por qué lloras si ya sabes que van a regresar? —Y el retorno a los brazos de su amante mártir se daba en el siguiente ocaso—. Hace dos días recordé que una vez me dijiste que debía hacerle ver a Cristina que yo la amaba, pero eso no significaba que iba a soportar sus tonterías —la nostalgia empañó su mirada—. No lo hice, fue un error garrafal —se recriminaría aquello el resto de su vida—. Durante todos los años de matrimonio dejé mis sueños por apoyarla en los suyos —ya que su ilusión más desesperada era quedarse a su lado—. Fui estúpido —sentenció tras razonar acerca de sus errores.

—Estabas y estás enamorado de ella —Edvino quiso corregir su terrible equivocación, dicha con la inocencia de sus pensamientos. En su corazón ella ya no reinaba con la misma soberbia—, y estar bajo el embrujo del amor, es tan grave como ser estúpido.

—Gracias por el enorme consuelo que me das, amiga —replicó frunciendo el entrecejo.

—Para servirte, amigo —conminó recostando el peso de su cuerpo contra el respaldar de la silla.

Los platos arribaron a su mesa al mismo tiempo que la pronunciación de su última sílaba se deshizo en el aire, desgraciadamente, llegaron junto con una persona que hizo que las revoluciones del corazón de Madeleine iniciaran un ritmo desenfrenado, que incluso podía llegar a ser dañino.

—Hermano —dijo aquella voz que electrizaba la razón resquebrajada de Madeleine—, saliste muy temprano hoy —acotó a su fingido saludo de bondad—, cuando fui a verte a tu cuarto, ya no estabas.

—¿Qué haces aquí, Eric? —las contables oportunidades que la providencia le otorgó a Madeleine de ver a Edvino perder el control, se daban cuando su hermano menor se encontraba en el mismo lugar que ellos dos.

—Voy a comer, genio —se oyó descortés—. ¿Qué más puedo hacer en un restaurante? —Eric se veía más tenebroso usando aquellos vaqueros entallados y esa casaca de cuero negro que permitía ver el polo blanco que cubría su pecho. Era la personificación de la maldad.

Él, haciendo gala de sus malas costumbres, no pidió permiso, sencillamente, se sentó en la misma mesa y con el ánimo alto, llamó al mesero que de inmediato fue a atenderlo.

Al ser una mesa cuadrada, Eric se sentó al frente de su hermano, y así, Madeleine quedó entre los dos, con Edvino a la derecha y Eric a la izquierda, tal como la mano pecadora de Dios.

—Quiero todo lo que haya pedido la señorita —le dijo al camarero cuando este llegó a la mesa por segunda vez, el muchacho asintió y de inmediato fue a conseguir lo que el cliente ordenaba con esa voz atrayente, capaz de confundir hasta al más heterosexual de los hombres.

—La señorita tiene nombre, es Madeleine, no sé si la recuerdes. Es una gran amiga de la universidad —clarificó para que tuviera el más mínimo respeto por esa mujer.

—Claro que la recuerdo, pero ya no está vistiendo como una andrajosa —señaló la principal diferencia entre la Madeleine de aquellos años.

La joven tomó una profunda respiración y adoptó la actitud actoral que le valió ser la protagonista de varias obras teatrales.

—Hola, después de tanto tiempo —tras un saludo tan fresco, Eric pensó que seguía siendo tan buena actriz como aquella Ofelia que caracterizó. Se notaba tan natural saludándolo, como si no tuvieran ningún asunto que arreglar.

—¿Puedes irte a otra mesa? —más que una pregunta, era una orden que se rectificaba con la mirada de rencor que su hermano le daba.

—¿Por qué? No es tan malo comer con tu hermanito de vez en cuando —se sintió ofendido por la actitud poco cortés del hombre que compartió sus juguetes en la dulce infancia, en la época de candor en la que ninguno conocía la maldad de su descendencia.

—No te preocupes, yo no tengo ningún inconveniente de que comamos con él —si no puedes contra el enemigo, únete a él, y eso haría, era preferible tenerlo de cerca. Madeleine quería vigilarlo para tener control sobre sus acciones.

—Ves hermanito, tu amiguita es muy dulce y buena —se volvió tan exasperante usando diminutivos—. Y qué te trae de vuelta a Nayerú —Madeleine que había comenzado a comer, dejó el cubierto sobre la servilleta, para prestarle más atención—. Supe que te fuiste muchos años a Alemania, es muy raro que vuelvas de la nada.

—Me trajo lo mismo que a ti, supongo —contestó.

—A mí me trajo el amor por mi hermano ¿a ti también?

—No es eso a lo que me refería —la máscara de hielo, construida con la frustración de no conseguir apartar el mal que la acechaba, iba cayéndose ante cada provocación del hombre que se había ganado un pase en su lista negra de enemigos.

—¿No? —Eric sonrió con la armonía de sus ojos y sus deliciosos labios rojos, dispuestos a peregrinar por cualquier cuerpo femenino que se prestara a obtener su detallada atención de amante—, pensé que amabas a mi hermano —Madeleine se sonrojó al punto de querer huir del restaurante—, como amigo, claro está.

—Yo vine porque extrañaba a todos —respondió casi en un grito.

—Sobre todo a mi hermano —Edvino intercaló miradas entres sus dos acompañantes de comida cuando la situación se tornó insoportable—. Por cierto, Edvino, hace días quiero mostrarte un vídeo que tengo en el celular, es muy bonito.

—Eric, puedes ser honesto y decirme que pretendes con todo este teatro —Madeleine comenzaba a perder el color el rojizo, hasta convertirse en un espectro sin ápice de salud—. ¡Habla! —exigió al notar que las cosas se salían de control.

—Está bien —alzó las manos en señal de rendición—, solo quiero que veas este video y me iré.

Terror, un insondable terror corroía la parte inteligente de sus pensamientos, y la desolación acaparaba el restante de su locura, desencadenándola del encierro en el que se mantenía presa para que no fuera hacer ningún tontería. Esos fueron los miedos que Madeleine denotó escabullirse entre las paredes de su consciencia al ver a Eric sacar su celular del bolsillo delantero de sus vaqueros. El celular fue manipulado por su dueño unos segundos antes de quedar elevado a la mirada de Edvino. En un acto involuntario, las manos de Madeleine golpearon un vaso lleno de agua que estaba cerca de Edvino, empapando todos sus pantalones. Edvino se puso de pie al sentir todo el líquido cayendo en su pierna, mientras Eric le daba una mirada de aprobación a su pequeña víctima.

—Disculpa, no me di cuenta de lo que hacía —ella también iba a levantarse, pero Edvino la detuvo.

—No tienes por qué disculparte, fue un accidente —en cierto modo, él sabía que todo era culpa de Eric. Él averiguaría que tramaba, así tuviera que tomarlo del cuello y ahorcarlo para sacarle la verdad—. Ahora vuelvo, iré a los lavabos para secarme y le diré a un camarero que venga a ayudarnos con este problema.

—Está bien.

Edvino le sonrió para tranquilizarla y caminó al interior del restaurante, pensando la manera que usaría para descubrir los planes de su hermano. Él odiaba Nayerú... ¿Por qué había regresado? Esa era una incógnita que destaparía así tuviese que recurrir a su padre.

—Buena jugada —la felicitó por tener una idea tan infalible, ni siquiera mirando en el abismo de su mente, él pudo descubrir que planeaba esa mujer. Madeleine siempre tiraba sus objetivos al suelo y los pisoteaba con la fuerza de su orgullo.

Sin embargo, un hombre capaz de arrebatarle la inocencia a la más beata de las mujeres, no le dejaría ganarle la guerra con una jugarreta infantil.

Eric elevó la mano hasta la altura del rostro de Madeleine y le mostró la pantalla de su celular de última generación. El video estaba pausado, pero en el claramente se veía a Madeleine junto a la cama de su hermano, contemplándolo con el amor que un alma abnegada tiene hacia un amante que no albergaba la misma pasión.

—Estuvo a punto de ver tu video ¿Qué se siente estar al borde del peligro?

—Eres hijo de perra —Madeleine apretó los puños contra sus piernas para no arrebatarle el móvil y tirarlo al suelo.

—Ni te molestes en quitarme el celular, porque para tu desgracia tengo este video guardado en muchos lugares —le advirtió con tal de que ella no hiciera alguna acción que pudiera aumentar la rabia abrasadora que recorría su sangre infectada de maldad.

—Maldita basura, malnacido —proseguiría insultándolo hasta que su vasto idioma se agotara de apelativos que se merecía.

—Sí, lo soy, aunque la mayor basura de mi existencia no fue nacer, sino seguir viviendo —Eric recordó a su padre repitiéndole ese parlamento de destrucción anímica cada minuto de su infancia.

La repulsión explotó en el aleteo de sus largas pestañas negras y tupidas, que ocultaban la verdad escondida tras esos ojos bañados en diversión.

—Aunque —él puso una mano su barbilla y cuestionó—: ¿Cómo puedes decir todo eso de mí, si no sabes de lo que soy capaz? Puedo ser terrorífico, Mad. No pienses que solo puedo chantajearte.

—No me interesan tus maldades —ahogada en el misterio de su pasado, rectificó que no saldría con él—, tú no vas a conseguir ponerme a tus pies, desgraciado. Conmigo no te vas a divertir —mantendría su temple de acero así se desmayara en el intento.

—Es un reto que voy a lograr superar —Madeleine se sintió desnuda frente a sus ojos. Por un momento imaginó que las manos de Eric deambulaban por sus caderas, provocando que sus cuerpos se juntaran hasta parecer uno. Ese pensamiento desencadenó en un sonrojo prolongado—. Por cierto, tus poesías me encantan, Ifigenia... —las ideas de cercanía entre los dos se desvanecieron ante ese comentario.

Ambos muchachos desviaron su atención cuando observaron a una de las meseras llegar a limpiar el pequeño desastre del agua. Madeleine contuvo las ganas de responderle hasta que la joven saliera de la escena, no quería ser tachada de loca solo por una actitud dada en el enojo del momento.

Las delgadas manos de la joven limpiaron el vidrio de la mesa con un paño azul que Madeleine miró con cierto gusto, le encantaba el azul y ese color era el tranquilizante que surtía efecto en su corazón. La joven mesera terminó de hacer su trabajo y recibió a cambio las gracias de Madeleine, que se veía igual que una furia. No podía controlar su excesiva expresión facial, era el precio que debía pagar en consecuencia de haber sido actriz.

—Malnacido —murmuró lo más bajo que pudo, solo con la intención de que él la escuchara.

—No me defenderé de todos los insultos que gustes decirme, dilos, pero eso no te salvará de que mi hermano te mire con cierta desconfianza —un escalofrío recorrió toda su espina dorsal al verse menospreciada—. Imagínalo —Eric miró hacia el cielo, buscando las palabras exactas con las que darle la estocada final. Un golpe certero en la amistad que profesaba tener y que la arrojara de la nube blanca donde solía pernoctar, directo a sus garras ensangrentadas—, que se entere del amor enfermizo que sientes por él desde hace una década —un escenario traumático que marcaría su piel pálida para siempre, una cicatriz imborrable—. Se dará cuenta que tu ayuda monetaria y anímica nunca fue meramente amistosa, lo querías como algo más y Edvino lo sabrá —regresó la mirada potente hacia el rostro de la mujer que se encogía en su asiento—. ¡Qué gran decepción! ¿No crees?

—¿Por qué me haces esto? No pudiste buscar otra persona interesada en participar en tus malditas tonterías.

—Al menos ya cambiaste de pregunta —¿Qué quieres de mí? Madeleine inquirió aquello con anterioridad, mas la respuesta era clara—. Lo hago porque me gusta ver a las mujeres de tu clase suplicando —una mentira más no equivaldría en el peso de sus pecado—. Eres demasiado interesante, me gusta tu forma de ser —el modo huraño en el que se defendía de los demás le encantó desde su adolescencia—, quisiera saber cómo podrías ser en el otro extremo de la personalidad.

—Eres un desquiciado —hasta un enfermo mental tendría más raciocinio.

—Y tú no tienes dignidad —la hirió con una palabra igual de villana que su personalidad.

Madeleine palideció más de lo normal. Sintió su cabeza pasar del calor al frío, provocándole mareos que desestabilizaron sus intenciones de pelear con aquel bastardo, al ver a Edvino caminando en dirección a su mesa. Sus pantalones seguían mojados; no obstante, al menos el agua ya no goteaba de la tela.

—Te dije que aceptaras salir conmigo —la joven quiso que Eric cerrara la boca, mas no contó con la fuerza suficiente para articular una frase que la sacara del martirio—. Te negaste y te advertí que sería cada vez peor —Edvino miraba a su hermano con cierta desconfianza, así que aceleró el paso. Desde su juventud aborreció el modo en el que Eric se acercaba a Mad—. No digas que fui malo.

—Está bien... —tartamudeó denotándose golpeada por la humillación de tener que acceder a las peticiones de aquel desalmado sujeto—. Saldré contigo —reafirmó poniendo su nombre en un contrato que acabaría con lo bueno de su vida, sustituyéndolo por lo profano y demencial—, pero promete que borrarás el video —esperó ver una sarcástica sonrisa triunfante en el rostro de aquel mocoso engreído; al contrario de ello, contempló una serenidad parecida a la que se obtiene tras alcanzar el paraíso.

—Solo lo haré cuando tú me ames hasta el punto de perderte en mis manos y en mi sucio mundo interior —pensó Eric—, mi Donna Angelicata... 

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