Nada especial

By ingridvherrera

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Ser la oveja negra de la familia definitivamente tiene que ser más divertido que ser la oveja pelirroja. More

Antes de leer
PARTE I
Capítulo 1: ¿Cómo bañar a tu retoño y no morir en el intento?
Capítulo 2: Papá, quiero ser como tú.
Capítulo 3: Nada especial.
Capítulo 4: Vida y muerte
PARTE II
Capítulo 5: Los primeros días de clase son ¿épicos? (Parte I)
Capítulo 6: Los primeros días de clase son ¿épicos? (Parte II)
Capítulo 7: Día de gatos
Capítulo 8: Cosas del destino
Capítulo 9: Sangre por sangre
Capítulo 10: Mr. Problemas
Capítulo 11: Noche de terror
Capítulo 12: Perdida y encontrada
Capítulo 13: El buzón de las sonrisas
Capítulo 14: Encerrada
Capítulo 15: El principio del fin
Capítulo 16: Incendio
Capítulo 17: Hasta las piedras se quiebran
Capítulo 18: Misterio
Capítulo 19: Un "no debería" llamado Kian
Capítulo 20: La otra cara de la moneda
Capítulo 21: En mi mente
Capítulo 22: Encuentro
Capítulo 23: Un nuevo juego
Capítulo 24: Cumpleaños
Capítulo 25: Por ti
Capítulo 26: También te extraño
Capítulo 27: Cita
Capítulo 28: Arcoíris
Capítulo 29: Reunidos
Capítulo 30: Familia
Capítulo 31: Vacío
Capítulo 32: Escala de grises
Capítulo 33: Noche y arcoíris
Capítulo 34: Todo
Epílogo
Especial fanservice: Preguntas y respuestas a los personajes

Prólogo

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By ingridvherrera


—¡Conduce más rápido, carajo!

Gritó histérica Ginger a su esposo con todas sus fuerzas, logrando alterarlo aún más.

—¡Cielo, voy lo más rápido que puedo, tranquilízate! —respondió gritando también, esquivando un auto de manera tan veloz y temeraria que se alzaron un sinfín de protestas con cláxones.

— ¡¿Que me tranquilice?! ¿Que me...? ¡Aaah! —una fuerte contracción la azotó como un ramalazo de intenso dolor y echó la cabeza atrás, crispando su rostro en una mueca mientras se apretaba su redondo abdomen, tan grande que sentía que en cualquier momento iba a explotar— ¡Tu engendro va a matarme! ¡Tú me hiciste esto!

Sebastian estaba increíblemente tenso, los nervios se lo devoraban vivo y lo tenían con el pecho casi encima del volante y los dedos crispados mientras golpeaba el claxon a diestra y siniestra cada vez que se topaba con conductores que según él iban demasiado lentos.

Había apagado la radio para poder pensar mejor mientras daba vueltas cerradas o tomaba atajos hacia el hospital, y quería hacer lo mismo con los gritos de su esposa, apagarlos, pero con ello no había nada que pudiera hacer. Casi era capaz de sentir su dolor como propio, así que se dijo que tenía que ser más empático y aceptar de buena manera sus alaridos histéricos.

—Gin, tendrás que llamar a tu madre y decirle que se nos adelantó y vamos en camino —dijo Sebastian con la voz contenida por la desesperación mientras levantaba una cadera para sacarse el móvil y conducía con la mano libre.

Ginger apenas podía pensar en otra cosa que no fuera su dolor y el miedo que este le provocaba, mucho menos podía manejar el aparato, pero Sebastian se había asegurado de que el contacto de su suegra fuera el primero en la agenda en caso de una emergencia como esa.

Ginger se pegó el teléfono a la oreja mientras hacía exageradas respiraciones con la boca que sonaban como «iiiih, oooh, iiih, oooh», tan fuertes que su vientre subía y bajaba descontrolado.

—¡Hola Sebastian! ¿Cómo estás? —respondió la voz animada de Loren Vanderbilt.

—Mamá... mamá voy a... ¡Aaay!

El teléfono cayó de las manos de Ginger hasta el suelo desde donde se podía escuchar la voz ahora alterada de su madre preguntando a gritos qué diablos estaba pasando.

Sebastian soltó una maldición y sostuvo la mano de Ginger, apretándola alentadoramente.

—Creo que no voy a lograrlo... —jadeó ella, agotada y con el sudor brotando en su frente. La piel de su pálido rostro se había puesto casi tan roja como su cabello y a Sebastian se le hizo un nudo en la garganta por verla sufrir de esa manera.

—Claro que lo lograrás, Gin, ya casi llegamos —le dijo él dulcemente, tratando de animarse también a sí mismo aunque estaba a nada de un colapso nervioso.

Soltó su mano para apretar el volante con las dos y se decidió a poner su máximo esfuerzo y concentración en el camino mientras los gritos de Ginger lo hacían jurarse que nunca en su vida volvería a dar nada por sentado.

Desde que se enteraron de que Ginger estaba embarazada, nada los había ilusionado tanto como la perspectiva de convertirse en padres y a pesar de que se pasaron semanas desbordando felicidad, también querían que las cosas salieran bien y sin contratiempos, pues eran conscientes de que ser padres primerizos era una nueva aventura que no debía ser fácil y deseaban estar preparados para enfrentar cualquier cosa.

Por esa razón, transcurrieron 8 meses dedicando su tiempo después del trabajo a organizarse e investigar todo lo que pudieran; pasaban horas dentro de tiendas para bebés mareando a las vendedoras para escoger entre las cientos de opciones de cunas, chupetes, carriolas, asientos para el auto, juguetes y ropita. Sin embargo, la mejor ayuda y consejos que pudieron recibir se las dio Roselyn Gellar, la cuñada de Sebastian quien tenía un niño de dos años con Gerald, su hermano mayor.

Poco a poco la casa de Ginger y Sebastian en el barrio de Chelsea se fue transformando; de ser moderna, minimalista y elegante pasó a convertirse en un búnker para bebés. Ginger era demasiado quisquillosa con la seguridad y había mandado a poner tapones anti-niños a todos los contactos eléctricos a nivel de piso; las puertas ahora tenían dispositivos para evitar que se azotaran y dejaran sin dedos a su bebé; los cajones de la alacena tenían seguros que ni Sebastian podía abrir, por lo cual los odiaba, y las esquinas de las mesas estaban enfundadas en protectores de goma redondeada para evitar que el bebé se pegara y se sacara un ojo. Las cosas de cristal y cualquier objeto peligroso estaban lejos del alcance infantil o bajo llave para los próximos 10 años por lo menos.

Sebastian era de la idea de que los niños debían tener uno que otro accidente o sacarse sangre y algún moretón para que se acostumbraran a los golpes de la vida y como consideraba que Ginger exageraba, se dedicó a comprar juguetes, sin embargo, meses después se dio cuenta de que la situación se le había salido de las manos pues cada noche llegaba con algún juguetito nuevo y ahora había animales de peluche, sonajas, pequeños instrumentos musicales y toda clase de objetos tiernos por cada rincón de la casa, la mayoría era de cualquier otro color que no fuera exclusivamente rosa o azul porque habían decidido que mantendrían el suspenso del sexo hasta que naciera, para lo cual tenían una fecha específica programada y la fantasía compartida de que cuando el día llegara, se darían una ducha, desayunarían, se alistarían y saldrían tranquilamente rumbo al hospital para tener un parto rápido y sin dolor que les permitiera recibir a su bebé con una sonrisa, como en los comerciales.

Los aullidos de Ginger lo devolvieron de golpe a la realidad, y la realidad era que el bebé se estaba adelantando tres días antes de lo programado y por las prisas no se habían bañado, ni desayunado, ni salido tranquilamente y habían dejado la casa echa un desastre sin pies ni cabeza.

El teléfono de Sebastian no dejaba de vibrar y sonar a los pies de Ginger y la mezcla de sonidos estaba desafiando poderosamente su cordura mientras conducía.

Cuando llegaron al hospital, Sebastian se estacionó mal, muy mal, pero le importó lo mismo que una hectárea de cacahuates, su esposa estaba a punto de parir en el auto y no había tiempo que perder. Se apeó rápidamente y ayudó a Ginger a bajar pues apenas era capaz de abrir su propia puerta y no podía parar de sostener su vientre con las manos como si se le fuera a caer.

—Espera aquí, mi amor —le dijo Sebastian mientras la recargaba a un costado del cofre del auto y recuperaba a toda prisa su celular y sacaba una enorme maleta llena de cosas que el hospital les había pedido y que él solo había arrojado cual costal de papas en la parte trasera cuando salieron corriendo de casa.

Se colgó al hombro la correa de la pesada maleta mientras que en una mano vibraba su teléfono y con la otra ayudaba a Ginger a caminar.

—Ya... no... puedo... sigue sin mí, voy a parir aquí mismo —gimió Ginger, soltándose de Sebastian a mitad del estacionamiento.

Sebastian dejó escapar un resoplido y regresó sobre sus pasos apresurados, envolviendo la espalda de Ginger con el brazo libre para apurarla a la entrada.

—Vamos, Gin, ¿cómo voy a seguir sin ti? Tú eres la que necesita entrar a pujar—le dijo, temiendo que ella estuviera teniendo alucinaciones por el dolor.

Ella no dejaba de quejarse a cada paso, Sebastian estaba cada vez más aterrado y a nada de que también le diera algo hasta que vio que en la entrada había sillas de ruedas. Le pidió a Ginger que esperara, quien a esas alturas probablemente ya no resistiera mucho más y salió corriendo como un demonio desesperado hacia las sillas, llevando una hasta Ginger tan rápido como pudo. La ayudó a sentarse y se colocó detrás, empujándola tan fuerte y rápido que la cabeza de ella se meneaba de un lado a otro mientras gemía.

—Dios mío, ¡Ginger! —gritó Loren Vanderbilt, vestida con su bata de médico y saliendo aterrada al encuentro de los futuros padres— ¿Ya rompiste fuente? —le preguntó a su hija, corriendo a un lado de la silla.

—Sí —contestó Sebastian, pues lo único que Ginger podía hacer con la boca en ese momento era respirar y gemir.

—¿A qué hora? —siguió preguntando Loren sin dejar de mirar con angustia a su hija.

—Hace media hora —repuso Sebastian.

—¿Con qué frecuencia estás teniendo contracciones?

—Cinco minutos, más o menos, no lo sé...

Loren Vanderbilt miró a su yerno como si apenas se hubiera percatado de que estaba ahí y lo guio a través del pasillo de urgencias hasta un ascensor que estaba lleno de otras personas y doctores que se apretujaron de mala gana cuando entró la silla de ruedas. Todos se quedaron tiesos y en silencio mientras subían, a excepción de Ginger, que llenaba el habitáculo de sus quejidos y respiraciones agitadas.

Cuando el ascensor se detuvo, salieron disparados hasta una habitación de parto privada y bien equipada con una camilla, sillones mullidos, un moderno frigobar, televisión plana, un montón de aparatos y moderno instrumental médico.

Sebastian se mareó tan pronto como pisó esa habitación al oler el aroma a antiséptico. Tan normal como cualquiera, no le gustaban los hospitales y sabía que si no se calmaba le daría un ataque de pánico. No podía evitar sentirse también como un parturiento.

Loren le ordenó que ayudara a Ginger a desnudarse para que se pusiera la bata que estaba dispuesta en la cama mientras ella salía corriendo a llamar a las enfermeras. Entonces, cuando los dejó solos, Sebastian de verdad pensó que iba a desmayarse.

No supo cómo se las arregló para desvestir a Ginger, y ni todo el tiempo de práctica pudo hacerle la tarea más fácil en esa situación.

—Tranquila, eres muy fuerte y esto pasará rápido —le dijo él, tratando de que no le temblara la voz mientras la ayudaba a pasar los brazos por las mangas de la bata y luego la ayudaba a sentarse en la camilla— ¿Necesitas algo? ¿Estás sedienta? ¿Quieres que saque el agua embotellada? —le preguntó dulcemente y Ginger negó con la cabeza, haciendo un esfuerzo por dedicarle una sonrisa. A pesar de que estaba dolorida, pálida y despeinada, Sebastian la miraba con un brillo especial, como si nunca en su vida la hubiera visto más hermosa que en ese momento.

Ella se concentró en respirar y Sebastian le sobaba la espalda a través de la abertura de la bata, susurrándole al oído palabras de cariño y ánimo. El dolor iba y venía, pero él consiguió que ella se serenara, logrando una atmósfera de conexión y calma entre los dos, hasta que la puerta se abrió de golpe y entró una horda de energía.

—¡Diablos, sí! ¿Ves? Estamos a tiempo, te dije que llegaríamos antes de que la desfogaran.

Sebastian y Ginger miraron hacia la puerta donde una joven bajita, esbelta y de cabello azabache le hablaba a un hombre alto, castaño y con un ojo cubierto por un parche negro.

—Sí, tenías razón, pero harás que nos echen —dijo Michael, empujando suavemente por los hombros a Reby dentro de la habitación mientras cerraba la puerta tras su espalda.

—Oye Rebecca, ¿a quién van a desfogar? ¿Qué son esas palabras tan corrientes? —dijo Sebastian, haciéndose el ofendido hasta que su prima se lanzó a abrazarlo tan fuerte que él se quejó y luego le dio el más suave de los abrazos a Ginger, por miedo a hacerle daño.

—¡Voy a ser tía por segunda vez! Ni siquiera he podido dormir bien solo de pensarlo. Estoy más nerviosa que cuando nació Allen. Por cierto, Gerald y Roselyn dijeron que vendrían más tarde, todavía no tienen con quién dejar al niño y no pueden traerlo. La nana les renunció hace como tres minutos y no me sorprende, Allen es Chucky el muñeco diabólico— avisó Reby y Sebastian asintió distraídamente, sobando a Ginger con más ímpetu cuando la azotó otra contracción.

Michael se quedó boquiabierto al verla sufrir de esa manera y apenas habían llegado, pero ya necesitaba sentarse... lejos de ahí.

—¿Ya decidieron un nombre? —preguntó él, aliviado por encontrar con la mirada los sillones contra la pared, donde en dos pasos se fue a sentar— Si es niño podrían llamarlo Michael, o Arthur, o Phillip —propuso, dando los tres nombres que conformaban su largo y extraño nombre completo.

Sebastian soltó una risa.

—¿Por qué lo habríamos de llamar como tú? —le preguntó a Michael, divertido y sin dejar de sobar la espalda de Ginger.

Michael se encogió de hombros y extendió su brazo sobre el respaldo.

—Porque seré su tío favorito, por eso.

Justo cuando Ginger estaba teniendo otra fuerte contracción, la puerta volvió a abrirse y apareció Derek Vanderbilt, su padre, quien se acercó a ella apresuradamente y tomó su rostro entre las manos, examinándola.

—Cielo, vine tan pronto como me enteré que estabas aquí, tuve que atrasar un poco mis consultas... —se interrumpió para observar alrededor y mirar a los presentes— ¿Dónde está tu madre?

—Fue a traer a las enfermeras —respondió Ginger con voz débil.

Derek levantó los ojos hacia Sebastian y esbozó una sonrisa cómplice.

—Parece que este bebé creció muy rápido y ya tiene prisa por salir al mundo.

La puerta volvió a azotarse contra la pared (¡por Dios que si seguían haciendo eso se caería!) y una cabellera rubia y bien peinada en un elegante recogido entró como una ráfaga.

—¡Oh Dios mío, Ginger! Vi el mensaje de tu madre y vine tan rápido como pude. Lo bueno es que estaba por la zona, aunque hubiera tardado menos pero un imbécil dejó su auto muy mal estacionado y no podíamos entrar con la camioneta.

—Mamá, ese imbécil fui yo —le dijo Sebastian a Sarah, que de inmediato se llevó una mano al pecho, sorprendida.

—Ay Sebis, perdóname hijo, pero tienes que ir a arreglar esa espantosidad —lo reprendió y después miró a Ginger, hablándole con ternura— ¿Cómo te sientes?

Ginger no pudo responder porque gimió de dolor con una nueva contracción. Mientras ella gritaba, Sarah saludó efusivamente a todos, tan casual como si estuviera en una reunión social en el café y después sacó su teléfono de la bolsa para comenzar a hacer fotos grupales.

—Mamá, por favor —sentenció Sebastian, irritado.

Sarah, como siempre, estaba tan alegre y atolondrada que no miró el ceño fruncido de su hijo.

—Solo falta tu padre —suspiró, mirando las fotos recién tomadas en la galería—, espero que no tarde en subir.

—¿Qué? ¿Gregory está aquí? —inquirió Sebastian, sorprendido.

—Sí, pero está hablando por teléfono, ya sabes cómo es, no lo suelta.

Gracias a la energía que desprendía Sarah Gellar, la habitación se sentía atiborrada, y de hecho lo estaba, pero ahora todos estaban conversando y parecía el barullo de una fiesta.

Las contracciones de Ginger iban en aumento y eran cada vez más dolorosas. Sebastian ya no sabía qué hacer ni con el dolor de su esposa parturienta ni con su familia escandalosa.

En el momento en que ella estaba teniendo la peor contracción hasta ahora, Sebastian se desesperó y masculló:

—Maldita sea, ¿dónde están las enfermeras?

Como si las hubiera invocado, dos mujeres jóvenes vestidas de uniforme rosa entraron en la habitación y se sorprendieron cuando vieron la cantidad de gente dentro.

—A ver, ¿quién de ustedes caballeros es el padre del bebé? —preguntó una de las enfermeras y de inmediato todos señalaron simultáneamente a Sebastian mientras que él levantaba su mano con orgullo.

Ambas enfermeras tardaron en reaccionar y le sonrieron como embobadas al que todos señalaban, un hombre de pelo oscurísimo y magnéticos ojos azules tan apuesto y llamativo que una le tuvo que dar un ligero empujón a la otra para que hablara:

—Bien, papá y mamá se quedan, todos los demás esperen afuera por favor, ya somos demasiados cuerpos. Doctor Vanderbilt, ¿qué hace aquí, no tenía una cirugía programada?

Uno a uno los visitantes salieron, deseándole suerte a Ginger y apretando el hombro de Sebastian para felicitarlo y darle ánimos.

Cuando todos salieron, las enfermeras comenzaron a moverse eficientemente por la habitación, aunque algo nerviosas por la presencia de Sebastian, quien estaba tan absorto ayudando a Ginger a recostarse que no se dio cuenta de las miradas y sonrisas cómplices que intercambiaban las mujeres. Prepararon una mesita de latón con tijeras y fórceps que asustaron a Ginger en cuanto los vio. Ahora también era médico y sabía para qué servían, pero una de las enfermeras la tranquilizó diciendo que casi nunca los usaban y tenerlos a la mano solo era una medida de seguridad. Después se pusieron guantes de látex, batas desechables y unos gorros.

Ginger rogaba para comenzar a pujar, pero una de las enfermeras se lo negó con dulzura maternal, diciéndole que primero necesitaba abrir las piernas para examinarla y ver cuánto había dilatado.

Para Sebastian, aquellas mujeres se movían demasiado lento y era claro que Ginger ya no podía más. Estaba a punto de gritarles de desesperación cuando entró Loren y mientras mandaba a cada enfermera a sus puestos en la habitación, se puso los mismos aditamentos desechables y se sentó en un banco frente a las piernas abiertas de su hija. Sebastian no sabía qué andaba haciendo su suegra antes de llegar ahí, pero sospechaba que se había mentalizado para ese momento pues emanaba tranquilidad y profesionalidad. Si estaba nerviosa por recibir a su primer nieto, no se le notaba en absoluto.

—Muy bien cielo, estás en 10, tienes una contracción y ya podemos empezar —anunció Loren con voz cantarina, acariciando la pantorrilla de Ginger.

—Pero, mamá, necesito una epidural...

—Lo siento, querida, ya no tenemos tiempo para eso, ¿estás lista?

—¡NO!

Ginger no quería pasar por aquel dolor, pero la urgencia por pujar era más que insoportable, inconcebible y demoledora. Comenzó a hacerlo, cerró los ojos con fuerza y contuvo la respiración, buscando a tientas la mano de Sebastian para apretarla.

—¡Aaaaagggh!

Ginger gritó tan fuerte que ya ni siquiera ella podía escucharse por tan ensordecedora que fue hasta que la contracción terminó y pudo recuperar momentáneamente el aliento.

—Muy bien Gin, aquí viene otra, lo estás haciendo muy bien cielo, necesito que sigas justo así —

La animó su madre con la voz amortiguada por el cubre boca y luego miró de soslayo a Sebastian.

—¿Estás bien, papá?

No, Sebastian no estaba bien.

Estaba blanco como un muerto de tres días, la habitación se ponía negra a ratos y su corazón estaba por salírsele por los poros que sudaban frío.

—¿Trajiste la cámara? —le preguntó Loren a su yerno como si nada, levantando la cabeza sin dejar de mirar la cavidad de Ginger mientras pujaba nuevamente.

Sebastian apenas pudo menear la cabeza afirmativamente.

—¡Tráela querido, tu madre y yo queremos una copia de este momento!

Sebastian no podía hablar, pero consiguió moverse hasta la maleta que habían llevado y tratando de concentrarse sacó la cámara portátil y la encendió, colocándose donde una de las enfermeras le indicó, justo frente a la acción.

—Oh, Dios... —murmuró Sebastian. Sus piernas al igual que sus manos temblaban y el video estaba saliendo más movido que si lo estuviera grabado ebrio, de noche, lloviendo y a caballo.

Luego de cuatro contracciones Ginger ya estaba agotada. Una de las enfermeras secaba el sudor de su frente con una toalla mientras que la otra le colocaba una máscara de oxígeno que se empañaba con su trabajosa respiración.

Sebastian comenzaba a sentirse impotente. Quería ser fuerte y darle palabras de aliento a su esposa, pero nada lo había preparado para saber que a última hora iba a ser tan cobarde ante su dolor, los gritos y una cabeza ensangrentada que tenía a medio atravesar entre las piernas. Era lo más impresionante, violento y horrible que jamás había visto en su vida.

De hecho, entre más lo veía y lo pensaba, más mal se sentía y una de las enfermeras lo tomó del brazo y le quitó la cámara.

—Tranquilo, yo me encargo —le dijo, mientras lo llevaba al sillón— ¿Quiere que le traiga una mascarilla de oxígeno?

—No, creo que necesito una epidural...

La enfermera se rio de su ocurrencia, aunque él lo había dicho muy serio y luego ella se apartó para grabar el parto.

—Mamá... estoy muy cansada, ya no puedo... me voy a morir —lloriqueó Ginger, llevándose las manos a la cara bañada en lágrimas y sudor.

—No, nadie se va a morir aquí, sé que estás cansada, cielo, pero lo estás haciendo excelente, y si haces un último esfuerzo te prometo que todo terminará muy pronto, ¡vamos, puja!

Los alaridos se escuchaban hasta la sala de espera. Las enfermeras que estaban en la recepción y los médicos que pasaban por ahí parecían inmunes e indiferentes a cuán aterradores eran los gritos, pero la familia de Ginger y Sebastian estaba horrorizada.

Michael era el más horrorizado de todos y no dejaba de revolverse incómodo en su asiento.

—Dios, parece que estuvieran destazando una res —le dijo a Reby, inclinándose para susurrarle al oído.

Reby se apartó para mirarlo con una mezcla de diversión y reproche.

—No digas eso, algún día puedo ser yo la res a la que estén destazando.

Michael la miró sorprendido y ella desvió la vista, comenzando a sonrojarse. Él le tomó la mano, acercándola lentamente a sus labios.

—¿De verdad? —preguntó contra la piel de sus nudillos.

—Sí... eso creo... ¡No me mires así!

—¿Uno o dos? —preguntó Michael con tono sugerente.

—¿De verdad estamos hablando de tener hijos?

—¿Uno o dos? —insistió él.

—Tres —respondió Reby y Michael se paralizó.

—Bueno, si así lo pones habrá mucho trabajo por hacer...

Reby se sonrojó aún más ante el tono de voz de él y Michael soltó una risa ronca, envolviéndola con un brazo para atraerla hacia sí y darle un beso en la cabeza.

—Necesito descansar... —suspiró Ginger, tumbándose contra la camilla luego de la última contracción.

—¡No, no, no, cariño! Ya estamos en la recta final, puedes hacerlo —apremió Loren.

—Vamos, Gin, solo un poco más —Sebastian hizo acopio de toda su fuerza y reapareció a su lado, pegando los labios contra su frente mientras envolvía su mano con la de ella.

Ginger estaba hecha un mar de lágrimas, pero sentir a Sebastian cerca y oler su aroma la reconfortaba y se dijo que tenía que ser fuerte por tres, por él, por ella, por el bebé.

Se incorporó sobre los codos, pegó la barbilla contra el pecho y pujó una vez más.

—¡Eso es, puja! ¡Puja!

—¡Puja, Gin!

Ginger pujó como si la vida dependiera de ello y se mordió el labio tan fuerte que se hizo sangre, pero ya nada podía detenerla, su cuerpo estaba al límite pero sabía qué hacer y siguió pujando incluso poco después de que escuchó gritos de alegría y exclamaciones de sorpresa.

Entonces la habitación se llenó del lloriqueo de un bebé.

—¡Aquí está Gin, lo hiciste! ¡Es una niña! —anunció Loren eufórica, con una bebé pequeñita llenando sus manos mientras la levantaba rápidamente y la ponía sobre el abdomen de su madre.

Ginger abrió los ojos de golpe y lo primero que vio fue a Sebastian, mirando perdidamente a su hija antes de volcar la atención en ella e inclinarse para besarla con tanta profundidad que le quitó el poco aliento que le quedaba.

—Oh Dios... Ginger —murmuró Sebastian con voz temblorosa, llenándole el rostro de besos—, eres increíble... ella es... es tan hermosa, y nosotros la hicimos... ¡Te amo tanto!

Ginger esbozó una débil sonrisa y las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas.

Miró hacia abajo, hacia su hija y de inmediato supo que Sebastian tenía razón, no había nada más puro y hermoso en todo el mundo que ella, era el amor incondicional personificado y mientras las enfermeras la limpiaban rápidamente, Ginger estiró sus manos temblorosas y la tocó, tocó sus manitas con un dedo, asombrándose de cuán diminutas eran sus uñas y con la otra mano acarició su cabeza cubierta por una ligera y muy delicada capa de pelo pelirrojo.

De pronto se la quitaron de encima y Ginger reaccionó abruptamente, sintiéndose terriblemente desolada.

—¡No, mi bebé...!

—Tranquila cariño, recuerda que solo van a pesarla, medirla y ver que todo esté bien —la tranquilizó su madre, acercándose a su lado para consolarla mientras le apartaba los mechones sudados que tenía pegados contra las sienes. Después miró a Sebastian y sonrió— ¿Estás llorando, papá?

Él le devolvió la sonrisa y se pasó una mano por el rostro, barriéndose las lágrimas.

—¿Tú también, abuela?

Loren soltó una risilla y agitó una mano para quitarle importancia al tiempo que con la otra se enjugaba delicadamente una lágrima para evitar que se le corriera el delineador.

Una de las enfermeras se acercó con la bebé llorando a pleno pulmón, con los ojos fuertemente apretados y las manitas cerradas; envuelta en una manta y un gorro amarillo con orejas de oso que Sebastian le había comprado. Él fue el primero en cargarla y aunque había tenido un poco de práctica con el hijo de su hermano, tenía miedo con su propia hija y la acunó en sus fuertes brazos con extremo cuidado, viendo fascinado cuán adorable se veía con aquel gorro. Estaba derritiéndose por ella.

—Hola, Livy hermosa, bienvenida al mundo.

Sorpresivamente, la bebé dejó de llorar en cuanto escuchó la voz de su padre y la expresión en su pequeño rostro se fue suavizando hasta que abrió los ojos por primera vez y Sebastian le sonrió.

—Vaya, vaya, pero qué tenemos aquí, ¡los ojos de papá! —le dijo Sebastian, haciendo una voz aguda mientras daba toquecitos con el dedo en la mejilla sonrosada de Livy y esta le regaló algo muy parecido a una sonrisa, la primera.

—¿Me la prestas? —carraspeó Ginger a su espalda desde la camilla, un poco más recuperada.

Sebastian le dedicó una mirada de disculpa y se acercó con una sonrisa que sabía que le duraría semanas.

Depositó a Livy en los brazos de Ginger y le dio un beso en la frente antes de apoyar la mejilla sobre su sien para seguir observando a su hija.

Livy apresó el dedo de Ginger en su manita y movió sus increíbles ojos azules alrededor de todo lo que estaba al alcance de su vista.

—Son tus ojos —murmuró Ginger, embelesada con cada centímetro de Livy.

—Es tu cabello —rio Sebastian, pasando una mano por el escaso cabello rojizo.

—Una Gellar pelirroja. Eso no se ve todos los días, creí que tus genes le pateaban en trasero a todos los demás —acotó Ginger.

Sebastian se puso pensativo, recorriendo con la memoria los rasgos de su padre, su abuelo, su hermano y su prima. Todos muy parecidos entre sí.

—Tienes razón, mi madre es rubia, pero ni Gerald ni yo lo somos, y Roselyn es castaña, pero Allen es clavadito a Gerald —soltó un suspiro y encogió un hombro, inclinándose para volver a besar a Ginger—. Supongo que esto es un empate.

Loren y las enfermeras salieron para darle a la nueva familia la oportunidad de conocerse, sin embargo, Ginger y Sebastian ni siquiera se dieron cuenta en qué momento se habían quedado solos. Estaban envueltos en una burbuja, en un mundo donde solo existían ellos tres. 

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