SKRAIN

By Angie_Eli_Carmona

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Skrain es el descendiente de un Dios olvidado por su mundo, un chico que se cree maldito por su ascendencia y... More

Prefacio.
P A R T E 1.
P A R T E 2.
Capítulo 2.
Epílogo.
NO TE DETENGAS DE LEER.

Capitulo 1.

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By Angie_Eli_Carmona

El mundo de Erydas cree en dos reyes máximos y divinos. Dos entes que los han bendecido por años, dos dioses que les han dado una parte de sí.

El Sol y la Luna.

Los «llamados», personas bendecidas por estos, se extendieron por el mundo, decidiendo el destino de este.

Eran poderosos, valientes, bellos. La Luna y el Sol les habían dado una vida asegurada, habilidades magníficas, poder en toda su gloria.

¿Pero qué sucedió con aquellos dioses que quedaron en el olvido?

Erydas, el Dios de la tierra, de la voz, de la cosecha, de los cánticos celestiales y mortales. Dios de la lava, de las fiestas y de la creatividad. La creación de la Luna y el Sol, el que les da un lugar donde vivir a todos, sin ver raza, sin separarlos por si son llamados o no. El benevolente.

¿Acaso todos se han olvidado de él?

O de Skrain, el Señor del Viento, Dios del aire, de los cielos, del tiempo, de la guerra, el deber, la valentía, la sabiduría, de la música. Ese gran coloso que en Erydas se puede ver cómo la estrella más brillante en el cielo, el mismísimo Dios de la muerte y también hijo de la Luna y el Sol.

¿Acaso a él también lo olvidaron?

Me temo que sí. Me temo que hay muchos dioses que quedaron en el olvido.

Pero esta historia no se trata sobre eso. Habla sobre alguien que, aun siendo bendecido por Skrain, vivió los primeros años de su vida ignorándole y tratando de huir de las habilidades divinas que había recibido.

Wilbur Skrain era su nombre.

Y no, no es coincidencia que el apellido de su famila coincidiera con el nombre del Dios al que seguían.

Hacía muchísimos años, antes de Wilbur naciera, de que los dioses prometieran no volver a pisar Erydas nunca más, Skrain caminó por este y se enamoró perdidamente de una mortal llamada Naori.

El fruto de ese amor fue un bello bebé semidiós llamado Ilianor.
Ilianor nació y murió mortal, pero sus habilidades, (heredadas de su padre, claro está) no murieron, sino que pasaron de generación en generación al primogénito de su primogénito.
Wilbur nació con esas habilidades, sabiendo lo que ser un Skrain conllevaba. Sabía todo lo que su madre había sacrificado por criarlo, su vida, su libertad.

Odiaba tener que llevar consigo todo aquel peso, haber sido considerado un paria en su aldea sólo por su apariencia.

Porque en Erydas tener características parecidas a las de la Luna y el Sol podía ser una bendición, pero tener características nunca vistas podía ser una maldición.

Todos notaban que había algo raro en él. Sino era por sus ojos grises, era por su raro andar y gran estatura, o por ese tatuaje permanente en su brazo que llevaba desde el nacimiento. Era el signo del aire, pero para los campesinos parecía la marca del demonio.

Para el colmo, con el tiempo su ascendencia se hizo aun más evidente. Los tatuajes aumentaron conforme nuevos poderes llegaban a él, su cabello crecía rápidamente a pesar de ser cortado.

Aquellas personas de las que había ganado su confianza volvieron a dudar de él, su vida se hizo aun más difícil.

Todo aquello era por Skrain. Aquél Dios que había decidido dejarlo marcado, esa entidad poderosa que siempre dejaba instrucciones específicas de como debían ser educados sus herederos con sus profetizas. En esa ocasión se trataba de su madre, quién se había esforzado por criar bien a su hijo, y la única seguidora de aquel Dios en Erydas.

Las instrucciones decían  que tenían que ser expertos lucha Jil, entrenados con conocimiento de la cosecha, (a pesar de que Skrain viviera en el medio del desierto), educados en la forma correcta de hablar y en todos los asuntos políticos del continente padre, aquél que no tenía ni un desierto, en el que la gente rica se deleitaba de la pobreza de los demás. Dónde aun no tenían el conocimiento de que cruzando el mar hacia el este había otro continente mucho más pobre que el de ellos. En donde princesas, príncipes, duques y reyes se deleitaban en las bendiciones que su Dios, ya sea la Luna o el Sol.

Skrain había seguido todas esas enseñanzas porque no quería decepcionar a su madre, pero si fuera por él, hubiera abandonado todo excepto aprender a luchar.

Él vivía en el tercer reino, llamado Uskus. Para su propia desgracia, todo aquel que pertenecía a la armada real se sentía como el rey del universo, así que si se encontraba con alguno de ellos seguramente intentaría acusarlo con motivos estúpidos por su apariencia.

Necesitaba defenderse, encontrar una forma de escapar si aquello sucedía.

Así fue como llegó a sus quince años. Trabajaba en una mina de sal cerca de su aldea, ayudaba a su madre en lo que necesitara y en su tiempo libre jugaba con su mejor amiga, Irina.

El día del que les hablaré parecía igual que todos los demás. Los niños corrían alrededor de las pequeñas casas de los aldeanos, (edificadas con puro granito), las jóvenes que buscaban una vida mejor bailaban alrededor de la fogata de la plaza, buscando encantar a los militares.

Skrain podía ver todo debido a que rebasaba el tamaño de las cabañas, hechas para las personas pequeñas de aquella aldea y a las que pasaba por mucha estatura.

Siguió su camino, llegando rápidamente a la frontera, ya cerca de su casa, que estaba en las afueras de la aldea.

Fue entonces cuando oyó aquellos gritos.

Había amaestrado su oído desde hacía mucho tiempo para no oír más que lo importante y no distraerse con los lamentos de los demás, pero el grito de esta persona era conocido.

Era Irina.

Skrain fue rápidamente hasta ella, que vivía al lado de su casa.
La encontró en el suelo, rogando por su vida a un militar que estaba subiendo la túnica debajo de su armadura y bajando sus pantalones sin mucho éxito, su cinturón estaba trabado.

«No querrás hacer esto, hijo —oyó Skrain como advertencia en su mente, no era necesario preguntar de quién se trataba—. Escúchame, al menos por una vez»

— ¡Alto ahí! —gritó, ignorando el llamado del Dios—. ¡Déjela!

El militar comenzó a reír desquiciadamente, no creyendo lo que veía.

— ¡¿No quieres que la haga mía?! —preguntó irónicamente—. ¿Es qué ya lo hiciste tú?

Mientras decía esto se acercaba más y más a él, irguiéndose en su poca altura con prepotencia, sabiendo que, a pesar de que Skrain era más grande y fuerte que él, este tenía el apoyo de todo su pueblo.

—Déjala en paz, es sólo una niña —respondió Skrain, no dejándose irritar, aunque su corazón latía rápidamente, el esfuerzo por contenerse era brutal.

Skrain siempre había sentido estás ganas de sacar su furia por medio de sus habilidades, pero nunca las había probado porque su madre decía que no era el tiempo aun y porque no quería aceptar que era diferente, aceptar de donde venía.

—Es bastante sorprendente que no lo entiendas aun, joven Skrain —dijo el hombre, divertido—. Los generales, los mandatarios de este reino, nosotros somos los que les damos todo lo que tienen. Sin nosotros no serían nada, no podrían defenderse de los peligros del desierto, de los bandidos del cuarto reino. Nos deben todo, así que lo pagarán.

Skrain no quiso oír más, simplemente alzó su puño y lo estampó con toda su fuerza en la mejilla de aquel hombre. Este calló al suelo, aparentemente inconsciente.

Irina fue hasta Skrain, lágrimas de felicidad cayendo por sus ojos, rápidamente rodeándolo con sus brazos. Este la correspondió, aunque sin dejar de mirar al cuerpo inerte debajo de ellos.

— ¡Tú! ¡¿Qué has hecho?! —el general de aquél grupo, un hombre casi del mismo tamaño que él, vino de la plaza para castigar a Skrain. Estaba furioso, sus ojos estaban llenos de ira.

Skrain hizo lo único que podía hacer en aquel momento, huir.

Entró al desierto, aquel lugar que nunca se había atrevido a explorar, ese paraje maldito que todos evitaban.

Pero los militares estaban detrás de él, siguiéndole el paso. Por más que Skrain corrió, ellos venían atrás con sus camellos a una velocidad magnífica. Lo rebasaron, mientras que aquel general del que había huido acercó su camello demasiado a él, haciéndole caer.

Skrain, incómodo por su derrota, se hincó en el suelo, la cabeza gacha mientras los militares y los camellos daban vueltas alrededor de él.

— ¿Cómo te atreves? —preguntó el general, furioso y a la vez prepotente—. ¡Alza tú rostro y mírame, maldito!

Eso era lo último que haría.

Skrain mantuvo su vista abajo, firme. Esto, por si fuera poco, enfureció mucho más a los militares. El general sacó un látigo de su cinturón, impactándolo en la espalda de Skrain. Este soltó un chillido al sentirlo por primera vez en su espalda, (sólo traía un pequeño chaleco de tela delgada que no hacía nada contra el dolor, aparte de que el látigo era largo e impactaba en la piel desnuda de sus hombros), sin embargo, cuando llegó a los cinco no soltó ni un sonido.

—Muy bien, jovencito —dijo el general después de llegar a los diez—. Tú edad te protege en el reino, pero es difícil que salgas libre después de asesinar a uno de los míos. Sube la vista y tal vez te perdone la vida.

¿Asesinar?

Era imposible, nunca haría eso, no de un sólo golpe.

O, tal vez, sí. Skrain no conocía la capacidad de su fuerza y habilidades, no sabía de lo que era capaz.

Debía pagar por lo que había hecho, un crimen era un crimen.
Skrain estuvo a punto de subir la mirada, pero unas palabras, provenientes de un militar con voz queda e insegura, lo distrajo.

— ¡Mire general! ¡Magia! —dijo el chico, señalando la espalda de este. Skrain no tenía que verse a sí mismo para saber lo que sucedía. El dolor había cedido, su espalda se sentía como nueva debido a que se había curado como por milagro.

—Así que realmente estás maldito, que coincidencia —dijo el general inmediatamente, con sarcasmo—. Eso extenderá tus penurias. ¿Cuánto podrá soportar tu preciada magia? ¿Tú madre también tendrá que pagar por usar la brujería?

—Mi madre no tiene que ver nada con esto —dijo Skrain, todavía sin subir la mirada—, esta es mi propia maldición.

—No creo que esto sea una maldición —dijo el hombre, volviendo a encestar un fuerte golpe en su espalda que, si bien no haría mucho daño, seguía doliendo igual que la primera vez—, pero es un gran delito. La magia está prohibida en estas tierras y siempre lo estará por lo peligrosa que es.

Mientras decía esto los nervios de Skrain comenzaron a desestabilizarse. Tanta presión estaba haciendo que perdiera el control de sus habilidades, en el cielo nubes de lluvia comenzaron a amontonarse, truenos resonando por todo el lugar.

— ¡General, use el arma contra la magia! —aconsejó el mismo militar de antes, nervioso.

Este pasó su mano por el costal lleno de armas que tenía en el costado de su camello. Era un collar inhibidor, creado por el grupo de brujas blancas, (Albas), más famoso de todo el continente, las Caloy.

Al ponerlo en el cuello de Skrain este se cerró automáticamente. Instantáneamente cayó al suelo, abrumado por la falta de energía que este proyectaba.

—Nunca había visto una reacción tan drástica, la magia en él es demasiada.

—Más merece su muerte sabiendo esto.

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