Tomb Raider: El Legado

By Meldelen

2.1K 124 63

Anna, hija de Lara Croft y Kurtis Trent, ha manifestado de forma inesperada el legado de los Lux Veritatis po... More

Capítulo 1: Lady Croft
Capítulo 2: Hogar
Capítulo 3: Fractura
Capítulo 4: Silencio
Capítulo 5: Don
Capítulo 6: Pulso
Capítulo 7: Asesino
Capítulo 8: Huesos
Capítulo 10: Promesa
Capítulo 11: Barbara
Capítulo 12: Elegida
Capítulo 13: Destino
Capítulo 14: Retorno
Capítulo 15: Vísperas
Capítulo 16: Estallido
Capítulo 17: Ratas
Capítulo 18: Dolor
Capítulo 19: Belladona
Capítulo 20: Dreamcatcher
Capítulo 21: Demonio
Capítulo 22: Annus Horribilis
Capítulo 23: Frágil
Capítulo 24: Verdad
Capítulo 25: Rabia
Capítulo 26: Monstruo
Capítulo 27: Votos
Capítulo 28: Otra vez
Capítulo 29: Foto

Capítulo 9: Juguemos

77 5 4
By Meldelen

Lara escuchó con atención todo el discurso de Zip, sin interrumpirle ni una sola vez.

El hacker se había instalado en su propio entorno, un pequeño barracón prefabricado al que había llenado, por supuesto, de ordenadores y portátiles, antenas y cables, de pantallas y monitores, de ventiladores que silbaban y rugían tratando de refrescar el asfixiante entorno saturado de máquinas, a cuyo ocupante no parecía molestarle lo más mínimo.

Cuando terminó, Lara observó de reojo a Kurtis, que se había apoyado en la puerta cerrada del barracón, los brazos cruzados sobre el pecho y un aire huraño y ausente. Tampoco había pronunciado ni una sola palabra.

- ¿Tú apoyas esto? – le preguntó, sorprendida. Era fácil dirigirse a él cuando el tema a debatir no versaba sobre ellos dos... sobre su problema.

- No.- masculló Kurtis – Pero tiene razón. Es nuestra mejor opción.

- Así que de eso se trata. - se volvió hacia Zip - ¿Selma lo sabe?

- Todavía no, pero se lo diré enseguida. - respondió el hacker – Antes necesitábamos contar contigo, nena. De lo contrario lo vamos a tener crudo.

Lara se mantuvo silenciosa durante un instante, estudiándolo atentamente.

- ¿Qué pasa? – farfulló el americano.

Me asusta verte tan serio, pensó Lara, pero en lugar de ello dijo:

- Si Anna resulta herida...

- ... lo sé, lo sé. Me matas. - Zip suspiró y lanzó una mirada de soslayo a Kurtis – Quiero al pequeño monstruo. Para mí esto es serio, tía.

Sí, definitivamente asustaba.

Lara cambió el peso de pierna y se cruzó de brazos.

- Yo no veo claro que quiera ir a por Selma, ni que ésos sean sus motivos. Hace tiempo que podría haberlo hecho. Selma es vulnerable, siempre ha estado indefensa, y basta con deslizarse en el Departamento de Arqueología y husmear entre sus papeles para ver lo que se trae entre manos. Nada de eso explica que un profesional como Schäffer haya esperado tanto tiempo para ponerle las manos encima. - Zip abrió la boca, pero Lara alzó la mano para detenerlo y continuó – Tampoco viene a por mí, pues ha rehusado atacar a Anna. Podría haberla secuestrado y reclamar un rescate por ella para atraernos a mí o a Kurtis. Pero no la ha tocado. No le interesa. Zip, ese hombre no viene a por nosotros.

- No importa. – dijo Kurtis de pronto. Lara se volvió hacia él. La expresión de su rostro era sombría. - Schäffer es un cabo suelto. Odio los cabos sueltos.

- No había terminado. - replicó Lara. Él permaneció en silencio. Ella se volvió de nuevo hacia Zip. – Desde luego que es un cabo suelto, y no me gusta tenerlo cerca. Ni lejos, realmente. Ese hombre trabajó para nuestros enemigos, servía a esa loca demente de Giselle, le puso una pistola a Marie en la cabeza, le entregó a Selma en bandeja de plata, asesinó a Ivanoff, y torturó a Kurtis durante meses. – Detrás de ella, Kurtis arqueó levemente las cejas al verse mencionado – Lo quiero muerto. Así que dime qué debo hacer.

Zip asintió, y empezó a exponerles su plan.

(...)

A Anna le encantaban las chimeneas de las hadas.

Por mágico que su nombre pareciera, en realidad poco de fantástico había en aquellas caprichosas formaciones de roca de Capadocia, nacidas de un proceso geológico de millones de años, la ceniza endurecida procedente de erupciones volcánicas y transformada en el tufo basáltico, para luego ser lentamente modeladas por la erosión. Durante la época de las persecuciones romanas, los cristianos habían huido desde Cesarea hasta la actual Göreme, donde construyeron sus casas e iglesias excavando en el tufo fácilmente maleable. Una inmensa red de complejos túneles y galerías las recorrían por dentro ahora, llegando a formar incluso auténticas ciudades subterráneas, como Derinkuyu, Kaymakli... o Edén, la antigua ciudad de los Nephili, también llamada Tenebra, la cual hasta ese momento había permanecido ignorada. Pero no por mucho tiempo ya.

La niña se hartó de corretear por las galerías, seguida de cerca por una atribulada Selma que tenía cierto terror de perderla de vista, aunque sabía, y no sólo por Lara, que era perfectamente capaz de cuidar de sí misma. La razón era evitar que se metiera dentro de una casa particular o de un hotel, cosa que, a pesar de su desvelo, hizo varias veces.

Sin embargo, la cosa no pasó a mayores y tras un largo paseo, Anna se sentó en el exterior, frente a las formaciones rocosas, sacó su cuaderno de dibujo, y empezó a ordenar sus lápices al lado. Selma, aliviada, aprovechó para ir a comprar unas bebidas.

Pensaba que dibujar rocas le iba a resultar más fácil, pero no. La niña mordisqueó el lápiz, frustrada, mientras observaba sus bocetos. Aquello, en lugar de las chimeneas de las hadas, parecían...

- Zurullos. – masculló – O pitos, para lo que valen.

Sintió el impulso de arrancar la hoja, hacer una bola de papel y tirarla lejos, como siempre hacía cuando algo no le salía como lo esperaba (es decir, el 99% de las veces), pero luego pensó que a lo mejor su padre se reiría de verlo y por qué no, el pobre necesitaba reírse un poco últimamente.

Alisó con los dedos el borde de la hoja que ya había empezado a retorcer, y de pronto una sombra le tapó el sol. Creía que sería Selma, pero al alzar la vista se encontró con un hombre de mediana edad, mucho mayor que su padre, en realidad, que la miraba fijamente.

- ¿Qué tal estás, bonita? – dijo en turco. Como la niña se quedara mirándolo, repitió – ¿No hablas mi idioma? Vaya, qué pena. Me hubiese gustado hablar contigo. Y decirte que tienes unos ojos muy bonitos. ¿Te han dicho alguna vez lo bonitos que tienes los ojos?

Anna cerró el cuaderno con un golpe seco y empezó a recoger sus lápices, pero la sombra no se movió.

- ¿Adónde vas, bonita? No te molestes por mí. Puedes seguir dibujando. ¿Qué estabas dibujando? - Se inclinó hacia ella, como para tocarla, pero entonces ella se plantó sobre sus pies y el hombre retrocedió, azorado. - Vaya. - dijo – Eres brava, ¿eh? Bonita y brava, sí señor. Como a mí me gusta. – y extendió la mano para cogerle el brazo, pero entonces, la voz de la niña le hizo pararse en seco.

- Tócame – le dijo en un perfecto turco – y te rompo los dientes, cerdo asqueroso.

El hombre se la quedó mirando boquiabierto. Anna tenía sus ojos azules clavados en él y una expresión, por lo demás, totalmente tranquila en el rostro. Tras recuperarse de la impresión, el hombre se echó a reír.

- ¡Bueno, bueno! Eres una pillina, ¿verd...?

- ¿Sabes? Mi madre me ha enseñado a manejar viejos verdes como tú. Normalmente, paso de vosotros. Pero hoy me apetece partirte la boca. - dio un paso hacia él – Anda, ven, acércate. - Extendió el brazo bruscamente hacia adelante. El hombre dio un respingo y dio un paso atrás. - ¡Vamos! ¿A qué esperas? Agárrame. - Anna arqueó las cejas – Querías hacerlo, ¿no?

El hombre vaciló. No estaba acostumbrado a que las niñas de esa edad reaccionaran así. Por detrás de Anna, distinguió a Selma, que venía rápido hacia ellos, con expresión preocupada.

Había perdido la ocasión. Y si no estaba para nada interesado en mujeres adultas, definitivamente la actitud de la niña lo había desalentado.

Dio media vuelta y se alejó rápidamente.

- ¡Eh! ¿Adónde vas? – oyó a aquella zorrita gritar a sus espaldas - ¡Pensaba que te gustaban mis ojos!

Selma se detuvo al lado de Anna y miró, preocupada, al hombre que se alejaba. Luego miró a Anna, que se había vuelto a sentar tranquilamente y abría otra vez su cuaderno de dibujo.

- ¡Anna! – exclamó la arqueóloga turca - ¿Qué ha pasado?

Ella se encogió de hombros, concentrada de nuevo en su dibujo.

- Nada, tía Selma. - dijo, y mordisqueó el lápiz con expresión ausente. - No ha pasado nada.

(...)  

Jean Yves estaba plantado frente a la entrada de la tumba de Loanna, sudando la gota gorda y mirando atemorizado el símbolo LV grabado en el arco de piedra. Durante un momento, dudó, entrecerrando los ojos bajo el sol abrasador. Finalmente, suspiró y se adentró – solo – en la oscuridad.

No era su estilo, maldita sea. Lo de meterse en camisa de once varas era cosa de Lara, y de Kurtis, y hasta de la pequeña cría que había salido totalmente a ellos. Él no. Él era un erudito, un estudioso. Nada bueno salía del hecho de que las ratas de biblioteca jugaran a las aventurillas. Para muestra, aquel pobre profesor rumano, Ivanoff, que había acabado con los sesos aplastados por meterse con cosas que le venían grandes.

Y a él le acabaría pasando lo mismo.

Suspirando de nuevo y vagamente controlando el temblor de sus piernas, Jean siguió avanzando vacilante mientras hurgaba en su bolsillo y sacaba su linterna.

Ya sabía que iban a estar, inmóviles, silenciosos, pero aun así dio un respingo cuando encendió la linterna y la corona de luz iluminó a los tres centinelas.

Allí estaban, plantados, los tres esqueletos con la armadura medieval de la Orden, firmes, erguidos, pacientemente esperando. Resultaba una visión aterradora, las calaveras sonrientes en la penumbra, las cuencas vacías, el leve chasquido de algún hueso al friccionar involuntariamente contra la armadura.

Muertos, y al mismo tiempo, vivos. Vigilando para siempre.

Menos mal que él era arqueólogo y estaba acostumbrado a esqueletos. Bueno, y a aquellas alturas, incluso a los andantes.

Jean se plantó frente a los Lux Veritatis y carraspeó.

No puedes pasar.

La voz sonó en su cabeza antes que él tuviese tiempo a pronunciar una sola palabra.

Sólo abriremos paso a...

- ... a Anna Heisstugm. – a Jean se le daba mal pronunciar el auténtico apellido de la niña. - Sí, lo sé. Lo habéis dicho muchas veces. Pego el caso es que...

Sólo abriremos paso a Anna Heissturm. Tráela.

- Estoy en ello. - Jean Yves carraspeó. – Laga va a venig pgonto y a tgaeg a la niña, ya veréis. Pero mientgas tanto...

Nadie entra en el santuario de la Amazona sin que la Hija de la Luz lo permita. Tráenos a Anna Heissturm.

- Pego vamos a veg, Laga es la Amazona también, pog qué no...

Honramos a la nueva Amazona, a su sacrificio y a su regalo al mundo, la Hija de la Luz, Anna Heissturm. Pero sólo ella abrirá el camino. Tráenos a la Hija de la Luz.

- Pego paga qué quegéis a la pobge cgiatuga, sólo es una niña...

Sólo a ella lo revelaremos. Tráenosla.

- Sois un montón de huesos estúpido y cabezota. - gruñó el francés, irritado. Dando media vuelta, se alejó en dirección contraria. - Volvegé. Con la niña. Y entonces ya vegemos.

No hubo respuesta. Inmóviles, los Lux Veritatis siguieron guardando celosamente su puesto.

Tenían todo el tiempo del mundo. El tiempo nada significaba para ellos.

(...)  

El plan estaba claro mucho antes de que Selma regresara de la larga excursión con Anna y se desplomara, hecha polvo, en una de las sillas de plástico del barracón de Zip, mientras la niña corría a enseñarle los dibujos a su abuela. Durante ese intervalo de tiempo, Lara, Kurtis y el hacker le pusieron al corriente, en voz baja, de todo lo ocurrido.

Ella los escuchó boquiabierta. Finalmente dijo:

- O sea, que voy a presentar mi tesis en medio de una trampa para cazar a ese... ese asesino. ¿Y quién es el cebo, yo? – se volvió hacia Kurtis – Así te vengas de todo este asunto, ¿verdad?

- Todos somos el cebo, Selma. – respondió él lacónicamente, ignorando su última afirmación. – Incluso Anna, que ni siquiera había nacido cuando esta mierda empezó.

La arqueóloga parpadeó durante unos momentos. Luego miró a Zip, que desvió la mirada, incómodo, y finalmente a Lara.

- No dices nada. - interpeló a la exploradora – Te debe parecer bien todo este circo.

- Es lo menos que puedes esperar por la que has liado, Selma. - Lara se encogió de hombros – Deberías habernos dicho mucho antes lo que te traías entre manos. Y sí, por mí funciona.

- Claro que por ti funciona, Lara. Tú estás como una cabra. - Selma se giró de nuevo hacia Kurtis – Pero tú, arriesgando la vida de la niña... eso no lo esperaba de ti.

- Eh, princesa, déjale. – masculló Zip – No le provoques. Me ha costado mucho convencerle de que te deje vía libre. Tú ahora haz tu trabajo, y del resto nos ocuparemos los pros, ¿vale?

La turca asintió lentamente, y entonces dijo:

- Quiero las cosas a mi manera. Quiero la lectura y defensa de la tesis tal cual la escribí. Quiero la presentación y la gala nocturna. Y quiero el acto de honor y el memorial a los Lux Veritatis. Expondremos los restos en una exposición y luego serán enterrados en un monumento en su honor, como ya he dispuesto con Patrimonio. – la mandíbula de Kurtis se tensó. Lara podía ver claramente que se estaba mordiendo la lengua. - Tan sólo podréis llevaros los restos de Konstantin, si es que así lo queréis.

- No, quédatelos. - masculló el ex legionario ácidamente. - Tu circo de esperpentos no será lo mismo sin el actor principal.

- Eres un cabrón. - soltó de repente la turca. Zip dio un respingo.

- Basta, Selma. - Lara la atravesó con la mirada. - Estás perdiendo tus modales.

- ¡Estoy haciendo esto por él y por su maldita gente! – estalló la arqueóloga, señalando a Kurtis - ¡Todo esto es por él, por hacerle justicia a él y a sus muertos!

- Mis muertos pueden irse al carajo. – respondió Kurtis. – Me preocupan los vivos. Lo último que necesito es gente removiendo la mierda del pasado. Haz lo que te dé la gana – dijo mirando a Selma – pero ni se te ocurra mencionarme a mí, a mi madre o a Anna. Los demás podéis hacer lo que os venga en gana también. – y separándose de la pared, salió del barracón y cerró de un portazo brutal.

Selma dio un respingo y cerró los ojos con fuerza. Luego respiró hondo y se encaró con Lara:

- ¿Qué diantres le has hecho a éste? ¡Está insoportable!

(...)  

Kurtis atravesó el patio polvoriento a zancadas, como una ola de furia, y descargó un puñetazo contra la puerta del barracón de los restos humanos, abriendo la puerta y haciéndola estrellarse contra la pared contraria.

Se arrepintió casi al instante de haber perdido el control de aquella manera, por haber perdido los estribos otra vez delante de Lara, por haber hablado de esa manera a Selma, y, sobre todo, porque a pocos pasos de él estaba Anna, junto a las mesas con los esqueletos, mirándolo boquiabierta y con el cuaderno apretado contra el pecho.

Su ira se derritió como el hielo en el verano. Abrió la boca para hablar, pero la niña soltó un largo silbido que lo interrumpió.

- Vaya, cómo está el patio. – bajó la mirada hacia el cuaderno y dijo – Iba a enseñarte unos zurullos que he hecho, pero ya veo que no está el horno para bollos. Más tarde. – Se escurrió a su lado, para pasar de largo, cuando notó la mano cálida de su padre en el hombro.

- Anna... - empezó, pero de pronto la niña frunció el ceño y se volvió bruscamente hacia las mesas llenas de esqueletos.

- ¿Qué ha sido eso? – murmuró.

- ¿El qué? – dijo Kurtis, mirando en dirección a los huesos.

Anna seguía inmóvil, con la vista clavada en las mesas. De pronto, abrió mucho los ojos y se puso pálida.

- Ay, mierda.

En otras circunstancias debería haberle reñido por soltar un taco, pero Kurtis intuyó lo que sucedía.

- ¿Qué pasa? Dime qué ves.

Anna parpadeó.

- No... no veo nada. Pero... - dio un respingo, soltó el cuaderno, que se estrelló a sus pies, y se tapó los oídos con las manos - ¡Ay!

Las manos de su padre la sujetaron por los hombros y le dieron la vuelta como si fuera una peonza. Se encontró mirándolo cara a cara, el ex legionario inclinado sobre ella.

- Anna, dime de una vez qué pasa. – alcanzó a ver moverse sus labios y a intuir su voz grave, aunque no le podía oír. No con aquel estruendo en la cabeza.

- ¡Ay! – gritó de nuevo Anna - ¡Diles que paren! ¡Diles que se callen! ¡No paran de hablar todos a la vez!

- ¿Quiénes?

Con un dedo tembloroso, Anna se giró y señaló hacia los esqueletos. Luego, en una reacción vulnerable e infantil, se abrazó a la cintura de su padre y hundió la cara en su pecho.

(...)  

- ¿Y qué decían? – preguntó Lara, acuclillada frente a su hija. La niña estaba sentada en su cama, con un plato de sopa caliente en las manos, porque no dejaba de titiritar. Se había quedado aferrada a la mano de Kurtis durante un buen rato, pero por fin lo había soltado.

Anna estudió a su madre durante unos instantes y entonces miró de reojo a su padre. Éste, sentado junto a ella, asintió.

- Decían Ve a Egipto, mamá.

Durante un momento, Lara ni siquiera prestó atención a lo que Anna había dicho. Se había quedado de piedra tras aquel intercambio de miradas. Una punzada de celos, absurda, irracional, se le formó en la boca del estómago y le retorció las entrañas.

Anna había consultado a Kurtis silenciosamente antes de hablar con ella. Había pedido permiso a su padre para hablarle a ella, ¡su madre!

Instintivamente, Lara se mordió el labio inferior e intentó controlar su ira. Tener celos a aquellas alturas era estúpido, lo sabía. Anna siempre había estado ligada a Kurtis, de un modo en que ella nunca había logrado estarlo con su propia hija. Había una conexión especial entre padre e hija, algo muy anterior a que ella manifestara el Don. Quizá fuera, precisamente, el Don, aquella magia latente, o los genes, o la sangre, o el amor. Lara había aprendido a amar a la carne de su carne y sangre de su sangre. Kurtis la había amado desde que era sólo una posibilidad.

Había aceptado con naturalidad que así tenía que ser, y en realidad, esa conexión tan especial entre Anna y Kurtis le hacía las cosas más fáciles. Una parte de ella nunca se acostumbraría a ser madre. Una parte de ella nunca lo conseguiría. Y lo tenía asumido.

Por eso, era rematadamente absurdo y rematadamente insensato sentir celos, en aquel instante, de aquel intercambio de miradas. Pero los sintió – y eso la enfurecía.

- Ve a Egipto. - repitió Lara lentamente, intentando centrarse en el mensaje.

- Sí. - murmuró la niña, y se metió una cucharada de sopa en la boca. - ¡Puaj! ¿Quién ha hecho esto? Seguro que ha sido la tía Selma.

- ¿Y qué más? – interrogó Lara.

- Decían muchas cosas. – a pesar de quejarse, Anna seguía tomándose la sopa. – Todos hablando a la vez, voces metidas en mi cabeza. – consultó de nuevo a su padre con la mirada - ¿Seguro que no estoy para el loquero?

Kurtis asintió lentamente. Una ligera sonrisa se insinuó en la comisura de sus labios, luego se desvaneció.

- Y eso, que quieren que vaya a Egipto. Que la Amazona me espera. La antigua, lady Loanna, no tú, mamá. Y me llaman Anna Heissturm. - sonrió retorcidamente entonces – Suena guay y todo.

Lara se incorporó lentamente.

- Jean Yves se pondrá loco de contento. Hoy ha vuelto a llamar pidiéndome que te lleve allí. – le dijo.

- Tío Jean lo quiere, los muertos lo quieren... ¿a qué esperamos? – Anna balanceó alegremente las piernas – Esas cosas no pueden hacerme daño, ¿verdad? Me dijiste que no atacaban a papá.

- A mí sí me atacaban. - gruñó Lara.

- Pero es que tú entrabas a robar cosas, mamá. Como siempre.

(...)    

Aquella noche y sin esperar a que nadie se lo propusiera, Kurtis se sentó solo junto a la fogata del campamento para hacer la guardia. Seguía dándole vueltas a todo: al temerario plan para atrapar a Schäffer, a los malditos muertos que Selma se empeñaba en desenterrar y que ahora hablaban a su hija, y la llamaban a la tumba de Loanna.

Y en Lara. Sobre todo, en Lara.

No podía hacer nada con eso, más que resignarse. Pero el futuro de su hija le llenaba de zozobra. Qué querían aquellos malditos muertos. Qué verdad horrible querían revelarle. Por qué la llamaban.

¿Es que nunca iban a tener paz?

Si al menos Lara estuviera con él... no tenerla de su parte lo desgarraba. La necesitaba. Necesitaba su fuerza, su convicción. Necesitaba su aire de reina y su absoluta autoconfianza, la seguridad de que sabrían manejar las cosas, la seguridad de que pondrían solución a todo. Su inquebrantable fe en sí misma.

Y también la quería de nuevo entre sus brazos, maldita fuera, y besarla en la boca, y hacerle el amor. Pero ella no lo quería.

No lo quería.

No lo soportaba.

Las llamas danzaron frente a él durante horas. Luego, exhausto, el sueño se apoderó de él sin que se diese cuenta.

(...)    

Creyó que lo tenía todo bajo control, que estaba preparado. Se equivocó.

Al fin y al cabo, tenía muchos años de experiencia a sus espaldas. Lo llamaban Cazador de Demonios, pero demonios no era lo único que cazaba. La sangre de los Navajo y un brutal entrenamiento le habían convertido en uno de los predadores más peligrosos del planeta – aunque ni él mismo lo sabía, y si alguien se lo hubiera dicho, se habría reído.

Kurtis sabía moverse en las sombras, el anonimato era su escudo. Se le daba bien borrar su rastro y eliminar pruebas, o testigos, para el caso. Aun así, no se confió. No era un estúpido. Aquella adorable criatura, la exploradora británica, Lara Croft, era también una predadora, y aunque ni de lejos una que fuese discreta, también era peligrosa. Y letal.

Un paso en falso, y estaría muerto. Y aunque morir a manos de semejante mujer sería un honor – considerando todas las cosas asquerosas que habían intentado matarlo durante años – Kurtis no tenía la intención de morir en sus manos. Sus planes eran distintos.

Por suerte para él, la mujer atravesaba una fase difícil. Debía estar cansada, o deprimida, o ambas cosas a la vez, porque fue fácil seguirla e incluso, anticiparse a ella. Extraño. Kurtis incluso se permitió que lo viera más de una vez, hasta el punto de que ella empezó a sospechar.

Temerario, lo sabía. Pero aún dentro de sus planes. Aún bajo su control.

Ni siquiera le sorprendió que ella fuese capaz de entrar en la fortaleza de su Orden bajo el Louvre, y de que regresara con la preciada Pintura Obscura. Kurtis podría haber intervenido, ofrecido su ayuda. Al fin y al cabo, para hacerse con la Pintura era necesario lidiar con su autor, el fallecido, pero todavía furioso Hermano Obscura. Cualquier iniciado en la Orden sabía eso. El espíritu del guardián lucharía enconadamente contra cualquiera que intentase tocar la Pintura – salvo un hermano, claro.

Podría haberla ayudado. En lugar de eso, la esperó en el Louvre.

No confiaba lo más mínimo en ella. Como debía ser.

En principio el plan era sencillo. Esperar a que saliera – no tenía la menor duda de que lo haría. No la conocía de nada, pero lo sabía. Lara Croft siempre salía. Incluso cuando una pirámide se le había caído encima en Egipto, ella se las había apañado para volver. Vendría.

Y luego, sorprenderla por detrás y, a punta de pistola, robarle la Pintura. Sin hacerle daño. Nada. Ni un rasguño. Ni siquiera un golpe para dejarla inconsciente y protegerse a sí mismo.

Sólo un bestia golpearía a semejante criatura, y aunque él básicamente lo era, tenía todavía ciertos estándares morales. Al menos con ella – con una mujer que, lo sabía perfectamente, no tendría reparos en romperle todos los dientes de la boca de un puñetazo.

No hacerle daño. No hacerle daño.

Su primer error fue estar tan seguro de sí mismo. El segundo, subestimar su naturaleza de hombre, ese impulso sexual, primario, que tan bien conocía, el pulso de la vida, de cualquier macho perteneciente a una especie mamífera.

Vamos, pensar con la polla, como decían en la Legión.

Durante años, Kurtis había aprendido a domar su cuerpo, a no dejarse llevar por sus impulsos sexuales. Autocontrol. Había sido fácil después del brutal entrenamiento de la Orden. Y, además, la imagen de su madre a punto de ser violada por los sicarios de La Cábala nunca le había abandonado del todo. Él mataba, él torturaba, él pegaba y hacía muchas otras cosas deleznables – las había hecho bajo órdenes y las había hecho por dinero. Pero él no abusaba de nadie.

No era un violador. Nunca lo había sido, y no lo sería jamás.

Además, no es que lo hubiese necesitado. No tenía que perseguir a las mujeres – ellas venían a él. Por eso, aunque su autocontrol voluntario había despertado alguna que otra burla entre sus compañeros de la Legión – siempre compitiendo entre sí por las hazañas sexuales, como era normal entre los hombres – semejantes burlas se acallaban al descubrir que, en efecto, las mujeres acudían a él voluntariamente, y más que decididas.

El guapo de Trent, cómo no.

En el Café Metro se había quedado mudo y con la boca seca al tenerla cerca, cosa que no le había pasado nunca con ninguna otra mujer – pero es que ella no era como ninguna otra mujer.

No había mujeres como ella. Sólo ella.

Por eso fue un tremendo error confiar tanto en su autocontrol. Porque ella no era como nadie que jamás hubiese tenido entre sus brazos, o bajo él, o sobre él.

Ella era única.

Creyó que lo tenía todo bajo control, que estaba preparado. Se equivocó.

Apenas la tocó, se dejó llevar por su instinto. El más primario.

(...)    

Una mano le tocó el hombro. Dio un respingo y se incorporó, la mano ya sobre la pistola y el seguro quitado.

Lara estaba frente a él. Lo observaba con el ceño fruncido.

- Te has dormido. - una delicada sonrisa asomó a sus labios – Te has dormido en medio de la guardia.

Con los ojos enrojecidos, Kurtis miró a su alrededor. Aún era negra noche. Soltó un gruñido y se pasó la mano por el rostro.

- Es la primera vez que te veo dormirte en una guardia. - dijo Lara, divertida. - Debes estar realmente cansado.

Él se estiró y se recolocó en su posición, murmurando:

- Bueno, ya estoy despierto.

- No, ve a dormir. He venido a reemplazarte.

Él se quedó mirándola, ante lo cual Lara enarcó las cejas.

- ¿Qué? Siempre nos hemos turnado para las guardias. ¿Qué te pasa ahora?

- Creía que no querías estar a mi lado.

Lara frunció el ceño.

- ¿A qué viene eso ahora? ¿Quieres o no que te reemplace?

Kurtis la observó en silencio unos instantes. Luego se levantó.

- De acuerdo. - murmuró. Gracias, pensó. Pero no lo dijo.

Anduvo hacia su barracón en medio de la oscuridad, sin volver la mirada hacia atrás.

(...)    

Apenas la tocó, se dejó llevar por su instinto. El más primario.

Era imposible que aquella mujer tan dura, con las manos encallecidas y estropeadas de tanto accionar gatillos, recargar armas de fuego y trepar por salientes y rocas tuviese la piel tan cálida, tan suave, tan amelocotonada como la piel de una reina.

Pero la tenía.

Sintió acrecentarse su deseo hacia ella tras apoyar el cañón de la Boran en la parte trasera de su cabeza y notar cómo se tensaba, cómo se daba cuenta, lenta, horriblemente, de que había caído en su trampa. Se acercó a ella por detrás, la tomó del brazo, desvió el cañón hacia su sien. Ella giró el rostro, intentó mirarlo. Él la obligó de nuevo a mirar hacia adelante, empujándola suavemente con el frío cañón.

No, dulzura. Todavía no.

Dios santo, qué piel tan suave tenía. Antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo, su mano grande, cálida, áspera también, se deslizaba por ese brazo sedoso en dirección a la pistola que ella sostenía en su mano izquierda, la despejó de ella y luego... la acarició.

Qué coño estás haciendo, Trent.

Al menos tuvo la decencia de alejar las caderas de sus nalgas. No había forma de controlar lo que le estaba ardiendo allí abajo, pero cuanto menos evitaría que ella lo notase. Al menos, conservaría ese espacio de respeto, de dignidad.

Él no era ningún cerdo. O al menos, no quería serlo. Pero era muy difícil resistirse a aquella tentación.

Notó la piel de ella erizarse cuando su mano se deslizó delicadamente por su vientre hasta su cadera contraria – la piel era todavía más suave allí, como el vientre de una diosa. Tomó la otra pistola, la sacó de la cartuchera y la dejó caer, siempre sin dejar de presionar el cañón contra ella, siempre sin dejar de observarla. Estaba tensa, palpitante, podía oír su respiración agitada.

Hubiera dado cualquier cosa por saber qué pensaba. Pero entre sus muchos poderes, el de leer la mente no estaba entre ellos. Y no es que se quejara. Aquel misterio, al fin y al cabo, era un tormento de lo más dulce.

Le sorprendió ver la mandíbula de la mujer tensarse con furia cuando le abrió la mochila y le sacó la Pintura del interior. Pero claro, hombre. No estaba ante una damisela en apuros, ni siquiera ante una niña mimada, como algunos decían. Podía soportar aquel roce indeseado, aquella proximidad indecente, aquel contacto erótico. Pero no podía soportar que le robasen el fruto de su esfuerzo.

Kurtis se recordó a sí mismo que estaba ante una experta asesina y que acababa de desatar su ira, si es que no lo había hecho antes.

Tenía que retroceder ahora, dejarla, irse. Ya tenía la Pintura. Ya estaba desarmada – al menos, de armas de fuego. Debía moverse, alejarse, dejarlo estar por el momento.

En lugar de ello, se encontró presionando el cañón de la Boran con más fuerza contra su mentón, obligándola a levantar levemente la cabeza, para poder observarla mejor, para oler mejor su aroma – sudor, cuero y pólvora, agua estancada y tierra, un olor nada femenino, pero su olor, después de todo – un olor que lo estaba volviendo loco.

Qué coño estás haciendo, Trent.

Dios, Dios, Dios. Qué mujer. Qué criatura tan única. La piel tirante de los pómulos, la fina línea de la mandíbula, tan femenina, el delicado cuello, y sobre todo, aquellos labios, aunque apretados en un gesto de furia, aquella boca que se moría por besar, por morder, hasta hacerla sangrar.

Y todas las cosas que le gustaría hacerle pasando por su mente en un único instante.

Nunca ha sido buena idea pensar con la polla. Él lo sabía.

A pesar de lo cual, ella logró cogerlo por sorpresa cuando giró sobre sí misma, como una peonza, con la elegancia de una bailarina, la larga trenza azotándole súbitamente el rostro, y se encaró desafiante con él.

(...)    

Oyó el crujido de la puerta del barracón mucho antes de estar totalmente despierto. No esperó a que la sombra se cerniera sobre él. Saltó inmediatamente de su camastro, agarró a la figura por los brazos y la derribó sobre el camastro, inmovilizándola con brazos y piernas.

- ¡AY! – chilló la figura con voz estridente - ¡Jo!

Kurtis soltó un gruñido de frustración y se apartó de un salto. Luego tanteó en la oscuridad y encendió la luz de la lamparilla.

Parpadeando con cara de sueño, Anna estaba sentándose en su camastro mientras se frotaba las muñecas.

- ¡Uau! – dijo - ¡Qué guay ha sido eso! ¡Tienes que enseñarme a hacerlo!

- Anna – interrumpió Kurtis, enfadado – no vuelvas a hacer eso nunca. Te he confundido con un atacante. Podría haberte roto algo.

- Ya, pero es que...

- ¿Me has oído?

- Sí. - suspiró. - Pero es que...

- No hay peros.

- Vale.

Kurtis tomó el brazo de la niña y observó la muñeca, por donde la había agarrado. Empezaba a hincharse.

- Va a salirte un cardenal. – masculló, furioso consigo mismo.

- No se lo enseñaré a la abuela Angeline. - rió Anna, y guiñó un ojo, divertida. Que lady Croft no se tragaba a Kurtis era una especie de chiste privado entre ellos dos, pero esta vez el ex-legionario no estaba de humor para bromas. Anna lo vio moverse hacia una esquina del barracón y abrir un botiquín - ¡Oh, venga, papá, si no ha sido nada!

- ¿Por qué has entrado así? – dijo él, ignorándola. Volvió con una pomada contra los golpes y empezó a extenderla por las muñecas enrojecidas de la niña.

- Mamá está haciendo guardia, así que he supuesto que estabas dormido. No quería asustarte.

Kurtis soltó un bufido.

- Tengo que decirte una cosa, papá.

- Dime.

- No he dicho toda la verdad.

Kurtis dejó de masajearle las muñecas y se quedó mirándola.

- ¿Sobre qué?

- S-sobre las calaveras que hablan.

- ¿Y por qué no lo has hecho?

La niña se mordió el labio inferior.

- N-no quería preocuparte.

- Anna.

- Sí, sí, ya lo sé. - la niña suspiró, bajó la cabeza y balanceó incómodamente las piernas – Tengo que ser cuidadosa. Tengo que ser discreta. Pero es que...

Se detuvo.

- Anna.

La niña inspiró un par de veces.

- No se lo digas a la abuela Marie.

- No lo haré. – Kurtis le apartó un mechón de pelo del rostro.

- El abuelo Konstantin me ha dicho una cosa.

La mano que le acariciaba el pelo se detuvo.

- ¿Cómo sabes que era él? – preguntó, sin mirarla al rostro.

- Su voz se parecía a la tuya, papá. Aunque él sonaba más viejo.

- ¿Y qué dijo?

Anna se inclinó hacia él, puso las manos ahuecadas alrededor de su oído y le susurró unas palabras. Kurtis permaneció inmóvil durante unos momentos. Luego se relajó.

- No le cuentes a nadie más eso.

- ¿Ni siquiera a mamá?

- A ella, menos que a nadie. – Anna levantó una ceja, pero Kurtis la agarró del brazo. – Promételo.

- Vale, vale, lo prometo. – la niña suspiró – Sigues enfadado con ella, ¿verdad?

Kurtis apartó la mirada.

- No estoy enfadado con ella. Y ahora vete a dormir.

- Papá...

- Vete a dormir, Anna. Hablaremos mañana.

Incluso ella sabía hasta qué punto se podía abusar de la paciencia de Kurtis. Dio un suspiro, se levantó y fue hacia la puerta. Pero antes de salir, se volvió hacia él.

- Quiero ir a Egipto, papá. Quiero saber lo que los centinelas quieren. – y alzó un dedo – Lo aviso ya para evitar que os peléis otra vez por mi culpa.

- Nadie se ha peleado por tu culpa, Anna.

La niña sonrió, descubriendo su hilera de dientes blancos. Estaba bonita cuando sonreía. Se parecía tanto a Lara.

- Mentiroso. - le dijo con cariño, y se perdió en la oscuridad.

(...)    

Cuando la tuvo frente a él, mirándolo directamente a los ojos, reconociéndolo de inmediato, se le secó la saliva en la boca de nuevo. Pero era rápido, e incluso en aquellas circunstancias no se dejó ganar el pulso. Apoyó rápidamente el cañón de la pistola en el hombro de la mujer, para recordarle quién seguía controlando la situación.

Sin embargo, en aquel momento ocurrió algo inesperado. Ella perdió todo interés en resistirse.

Ni en sus más alocadas fantasías, ni en sus más íntimos sueños, podría él haber imaginado algo así. Que aquella mujer de ensueño, la que había poblado sus pensamientos durante años, la que lo dejaba sin aliento, lo mirara de esa manera. Como si él fuera lo único que quedara en el mundo. Como si él fuera... todo.

Sus ojos eran de un color castaño avellana, sorprendentemente cálidos y expresivos en una mujer que tenía fama de fría e implacable. Aquella mirada lo acarició como unos dedos suaves, como un golpe de brisa fresca, como un beso fugaz. Los labios coralinos se entreabrieron, revelando la humedad interior, y oyó como la respiración de ella se aceleraba.

Y entonces ella se inclinó hacia él.

No podía ser. No podía ser.

Era una trampa. Un truco. Qué lista era. Qué rematadamente lista.

Se imaginó cediendo. Apartando la pistola. Tomándola en sus brazos. Y se imaginó besándola, entregándose a ella, devorando aquella boca cuyo aliento cálido ya casi podía respirar, mordiendo aquellos labios, deslizando la lengua en el interior de su boca.

Por qué no. Y si luego era una maldita trampa, que lo matara. Que lo ejecutara. No existía mejor forma de morir en el mundo. Joder, durante años había estado a punto de morir de mil formas lentas y horribles, a manos de seres nauseabundos.

Besarla en la boca y luego morir sería un maldito privilegio.

Claro que sería una pena, porque no tendría ocasión de hacerle el amor.

Otra vez pensando con la polla, Trent.

La cordura se impuso. No había sobrevivido tanto tiempo dejándose llevar por impulsos. Endureció el rostro y presionó con más fuerza el cañón de la Boran contra el hombro de la mujer, deteniéndola cuando ya su rostro se acercaba de forma peligrosa al suyo. Los ojos de ella, fijos en su boca, en sus labios, se alzaron de nuevo, confusos, hasta sus ojos. Él sintió que el corazón le iba a estallar.

Aquello no parecía una maldita trampa. Parecía real, jodidamente real. Estaba realmente confusa.

¿Había estado a punto de besarlo? ¿De verdad? ¿Voluntariamente?

Leyó la decepción en sus ojos y con ella, la verdad.

Dios. Dios. Dios.

En contra de su voluntad, en contra de su deseo, del ardor de su cuerpo y de su alma misma, Kurtis retrocedió lentamente, dejándola clavada en su sitio. Ella bajó la mirada, confusa, y se recolocó en su posición, todavía no librada del embrujo, del desencanto, del deseo frustrado.

No, así no, clamó él. Si de verdad no era una ilusión, si en verdad podía tener a esta mujer, no lo haría de esta manera. No un beso a punto de pistola, no entre dos absolutos desconocidos, no en medio de un museo lleno de mercenarios – recordó súbitamente – liderados por su condenado ex jefe.

Pocas cosas en el mundo había deseado él con tanta fuerza como ahora deseaba a esa mujer. Pero no la tendría de cualquier manera, ni a la fuerza.

Él no era un chapucero. Era un seductor. La quería, pero la tendría voluntariamente, como había tenido a las otras. Ella vendría a él voluntariamente, porque lo quisiera, porque lo deseara con todas sus fuerzas.

La tendría de esta manera, o no la tendría en absoluto.

Volveré, le dijo mentalmente. Volveré y retomaremos esto.

Convocó de nuevo junto a sí su fiel arma, ya liberado de la ola de fuego que le consumía el cuerpo. Sonrió confiado, se relajó.

Incluso se sentía con ganas de jugar.

Antes de que se diera la vuelta para huir, ya sabía que ella correría detrás de él, tratando de alcanzarle.

Ven, preciosa.

Juguemos.

Continue Reading

You'll Also Like

503K 36.2K 71
Historias del guapo piloto monegasco, Charles Leclerc.
965K 149K 53
Park Jimin, un padre soltero. Por culpa de una estafa termina viviendo con un completo extraño. Min Yoongi, un hombre solitario que guarda un triste...
65.1K 3.6K 41
Violeta Hódar 23 años (Granada, Motril), es una estudiante en último curso de periodismo en Barcelona. Esta se ve envuelta en una encrucijada cuando...
848K 45.6K 147
One shots de famosas Pueden pedir la famosa y la trama que quieran! ♡ Aquí hacemos realidad tus más oscuras fantasías ☻️