La ciudad era más bella de cómo la pintaban en las películas, no sólo por sus edificaciones sino por su historia. Podía palpar la angustia de personas que observaban, con la nariz pegada a la pantalla, la retransmisión en directo del atentado contra las Torres Gemelas, deseando entre llantos que sus familiares consiguiesen salvarse, que ya hubiesen salido del edificio para su descanso. Podía ver la desesperación, la desolación, la tristeza, lo hundidos que estaban aquellos que se habían suicidado tirándose desde los edificios de Wall Street durante la crisis bolsista del 29. Podía ver como señoras trajeadas con vestidos de flores, delicados zapatos de tacón, elegantes pamelas que tapaban su rostro y gigantes abrigos de visón, paseaban a lo largo de la ciudad con mayordomos que portaban todas sus compras a sus espaldas. Podía ver la esperanza de una nueva vida, las ganas renovadas de continuar viviendo, porque la vida valía la pena, de aquellos que llegaban en barco a Nueva York y veían la gigante Estatua de la Libertad enfrente a ellos, diciéndoles que no todo estaba perdido. Podía ver infinidad de cosas que a cientos de ojos ajenos se les escapaban.
Alrededor de las cuatro de la tarde, nuestra visita guiada finalizó, por tanto, todo lo que quedaba de semana era para nosotros. A partir de ese instante éramos oficialmente libres.
Lo primero que hicimos con nuestra recién adquirida libertar, fue dirigirnos a un supermercado a comprar provisiones para todo lo que quedaba de tarde y así pasar un buen rato en Central Park.
A las cinco, llegamos a Central Park, extendimos en el césped una manta que habíamos comprado en el supermercado y nos sentamos en ella, junto con toda la comida que habíamos comprado. Tras un buen rato comiendo de todo, Stella dijo:
—Vamos a jugar a la botella.
Más que decir o sugerir, nos obligó a jugar.
Asió una botella de cristal de un refresco de lima (que ya hacía tiempo que no estaba en su recipiente), poniéndola sobre una superficie lo suficientemente lisa para que pudiese girar sobre sí misma como una ruleta. Dio un impulso a la botella, la cual giró varias veces hasta detenerse.
—De acuerdo. Leo, es tu turno. ¿Verdad o atrevimiento? —preguntó sonriendo de manera enigmática.
—Me da igual, yo sólo quiero que mi dignidad siga de una pieza al acabar con este juego —explicó, dando un último mordisco a su trozo de pizza.
Su dignidad no duró mucho, tuvo que perseguir a un anciano imitando cada uno de sus gestos, sin que esta se percatase de ello, pero antes de lo que a él le hubiese gustado, el anciano se giró y le propinó un buen golpe en el medio de la frente con su bastón de madera. Todos estallamos en una gran carcajada a excepción de él, claro está, que volvió al lugar donde estaba sentado frotándose la frente con la mano y una terrible expresión de dolor en el rostro.
El siguiente fue John, el cual escogió verdad, por lo que confesó su amor incondicional hacia una de las secuaces de Katherine.
La próxima víctima fue Sarah, que eligió atrevimiento ante las pocas ganas de hablar de ella. Su prueba consistía hacerse pasar por una voluntaria de Cruz Roja y conseguir al menos cinco firmas para mostrar la preocupación del ciudadano de a pie, ante el calentamiento global. En menos de cinco minutos ya las había conseguido.
La siguiente fue Stella, la cual tuvo que darle un beso en la mejilla al primer extraño que encontró, el cual le respondió con palabras un tanto soeces.
James confesó su amor por la misma chica que John, lo que hizo que este se enzarzara en una pequeña pelea “cariñosa” de puñetazos.
Katherine le habló sobre las ventajas de usar cremas hidratantes a un niño de unos diez años que la observaba con las mejillas coloradas.
Devian lloriqueó delante de un músico, dando a entender que su música lo estaba emocionando.
Llegó mi turno. ¿Qué era lo que nunca le había dicho a nadie? Esa era mi pregunta.
—Nunca le he dicho te quiero a nadie. Nunca. —respondí, posando mi vista en el fondo de la botella del refresco que tenía en mis manos.
—¿Por qué? —preguntó Devian en un débil susurro, como si temiese escuchar la respuesta.
—Porque tengo miedo a mostrar mi debilidad. Odio parecer débil. No puedo permitirme mostrar mis puntos débiles. Decirle a alguien te quiero conllevaría a parecer débil, a mostrar mis flaquezas. Me podrían hundir. No quiero que me hundan —respondí, haciendo de mis manos dos puños.
—Pero a nosotros nos quieres, ¿no? —Leo se aproximó a mí, hasta rodearme con sus brazos, lo que hizo que me cayese hacia atrás y el cayese encima de mí —. ¿Nos lo vas a decir o te tenemos que obligar? —preguntó a apenas unos centímetros de mi rostro.
No serían capaces de hacerme soltar esas dos bobas palabras, aunque me sometieran a una tortura.
—Eh, mantén las distancias…
—Oh, perdona Dev. Había olvidado que te habías vuelto un bobalicón sentimental por Roxy y que ella esté cerca de otros tíos hace que la bestia celosa que llevas dentro salga a la luz —bromeó en un tono hiriente.
—Eres imbécil —insultó, dirigiendo su mirada hacia otro lado.
Este le respondió con una sonrisa, para luego volver a su sitio y dejarme respirar.
Antes de que fuese el turno de Lisa, Leo le susurró algo al oído a Stella. Mientras él le hablaba, ella asentía con una media sonrisa en los labios.
—¿Verdad o atrevimiento?
—Verdad —dijo, tras soltar un soplido.
Ella sabía lo que estaba a punto de pasar.
—¿Qué sientes por Leo?
Leo acercó su rostro hacia delante, disimuladamente.
—Atrevimiento.
—¡Eh! ¡No se vale cambiar! —protestó Leo como un niño pequeño lo haría al haber perdido en un juego.
Stella alzó la mano, para que este se calmase y cerrase el pico.
—Atrévete a responder.
Lisa gruñó algo similar a este juego es una mierda y luego se alejó de nosotros, sin dejar de farfullar por lo bajo. Se sentó en un banco que estaba a unos cuantos metros de donde estábamos, el cual estaba escondido prácticamente en su totalidad por unos arbustos. Leo se levantó a la vez que respiraba y expiraba repetidas veces. Cogió el estuche de su guitarra, que no me había dado cuenta hasta el momento de que la llevaba con él. Se encaminó hacia donde ella estaba sentada.
—Ahora es cuando él le canta, ella al fin cede y se besan —afirmó Devian que miraba la situación tan ensimismado como yo.
Ojalá tuviese razón de una vez por todas.
Leo se sentó junto a Lisa, con la guitarra ya desenfundada. Esta le dio la espalda, sin levantarse del banco. Él la agarró del brazo, pronunciando una súplica. Ella le dirigió una mirada cargada de tristeza. Él aprovechó para observar cada centímetro de su rostro: los ojos marrones, la marcada raya de lápiz de ojos, su minúscula nariz, sus labios… Después, le rogó que lo escuchase, aunque sólo fuese durante unos segundos.
En un movimiento preciso, separó sus dedos de las cuerdas de la guitarra, deshizo los acordes que estaba formando sobre el mástil y hundió sus labios sobre los de ella muy rápido, mostrando que temía que fuese demasiado fugaz, que no pudiese aprovechar lo suficiente la oportunidad que la música le había brindado.
—Os lo he dicho —susurró Devian a la vez que le di un codazo en las costillas para que se callase.
Miré hacia los lados. Todos estábamos mirando hacia ellos como si estuviésemos viendo la adaptación cinematográfica del último éxito en literatura juvenil.
—¿Me darás una oportunidad? —preguntó Leo, aunque más que una pregunta parecía un grito de desesperación con tintes de duda.
Ella tensó todos los músculos, adoptando una posición tan recta que no parecía humana.
—Tengo miedo —susurró.
Aquella era la primera vez que era capaz de observar la debilidad de Lisa. Aquella era la primera vez que parecía una muñeca de porcelana y no una chica de acero.
—¿Miedo de qué? —preguntó él.
—De herir a la gente que quiero o de que me hieran por querer.
—Eso no pasará, no lo permitiré —Hizo una pausa que aprovechó para recuperar la compostura —. Te lo prometo.
Ella asintió con los ojos cerrados.
El bando de los espectadores estallamos en gritos de júbilo, lo que hizo que Lisa se girase hacia nosotros y nos mostrase su dedo corazón, pero sin poder reprimir una sonrisa completa, no como las medias sonrisas que solía dedicar, mitad tristeza, mitad felicidad.