Relatos de amores y amores

By Seiren

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Ganador Wattys 2018 en la categoría The heartbreakers. _ Ofelia no sabía que podía sentirse cómoda en una re... More

ÍNDICE
Una noche en cama
No es la edad
Mi lugar en este mundo
La chica de la música
El perfume
No hay manchas en el techo

Sólo otra cita

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By Seiren

Mario reconoció que la voz de su hermano provenía de la cocina, y de no haber tenido tanta sed, lo habría evitado. Al encontrarlo, desarreglado, malhumorado y bullicioso como siempre, sólo lo saludó con un leve asentimiento. Su madre y su hermano siguieron discutiendo. De la nada ya no le resultó tan agradable estar en casa. Mario decidió comenzar a prepararse para su cita con Lucy.

     Salió dos horas antes del tiempo pactado. No pudo evitarlo. La voz de su hermano lo irritaba, la complicidad de su madre lo confundía, las palabras que entre ambos compartían lo ponían de mal humor. Cuando quería comprender por qué era así, detenía sus pensamientos y buscaba distraerse. Muchas veces se preguntó si este mecanismo obedecía a temores más profundos que todavía no alcanzaban a tomar forma dentro de su cabeza. Era una pregunta que tampoco se atrevía a responder.

     Nunca había imaginado siquiera que un divorcio podría llegar a ser tan complicado. No había pensado en ello quizás porque su padre no los abandonó, sólo murió, o quizás porque su hermana, la mayor, parecía llevar una vida tranquila en el extranjero junto a su esposo y dos hijos. Él, que todavía vivía en casa de su madre y no había pensado gran cosa sobre tener familia, a veces se preguntaba por qué a cierta altura de la vida la gente tendía a obsesionarse con ello. A Roger, su hermano, no le había ido muy bien, y Mario temía —y temía aún más ser el único de la familia en pensar así—, que todo era culpa de Roger.

     Mario se acercó al parque en que había quedado de verse con Lucy; no harían gran cosa, una película, un helado y a caminar. A Lucy le gustaba caminar, platicar, tomarle fotos a cosas cualquiera que se encontraba por el camino. Con treinta años, le parecía un tanto infantil, él que era seis años menor, pensaba que era infantil, lo que hacía que se incomodara un poco. Tampoco sabía por qué. Ese era el gran problema de Mario, nunca se detenía a pensar en las cosas.

     Mientras esperaba se dedicó a observar. No entendía esa manía de las adolescentes a tomarse tantas fotografías. Era lo que estaba haciendo un grupo de amigas que divisó no muy lejos de él, debajo de un árbol de copa enorme. Una de ellas se levantó. Mario le dedicó una mirada más prolongada porque le llamó la atención lo largo de su cabello, en comparación con su falda, mucho más corta. Esto, sin embargo, no justificó el que se le quedara viendo más tiempo de lo planeado. La muchacha, de piernas bonitas, se agachó ligeramente, y Mario sintió vergüenza de sí mismo al notar cómo esperaba que la muchacha terminara de agacharse para ver un poco más. En ese instante, la muchacha perdió el equilibrio y terminó de revelar lo que él había esperado, pero entonces Mario cerró los ojos con fuerza y contó hasta diez. Cuando los abrió, las amigas reían a carcajada suelta. La muchacha de antes ahora estaba sentada.

     Mario se volteó y buscó donde apoyarse, confundido cómo se sentía, creyó que se había mareado sin razón. Le pareció escuchar la voz de su hermano en la distancia: «así sólo se visten las putas». Mario se estremeció. No había nada en el otro extremo del sendero. Las muchachas ya se habían marchado de su sitio.

     —¿Llevas mucho tiempo esperando? —preguntó Lucy, haciendo que Mario se sobresaltara. La creyó salida de la nada.

     —Vine temprano —respondió Mario, sobándose la nuca.

     Sin pretenderlo revisó el atuendo de Lucy: pantalones pirata holgados, zapatos deportivos, una camiseta con estampado de superhéroes. Llevaba el cabello amarrado en una coleta alta y cero maquillaje. Se preguntó si era el atuendo normal para una mujer de su edad, pero como muchas otras de sus interrogantes, la dejó pasar.

     —¿Te sucede algo? —preguntó Lucy ahora un tanto preocupada—. Estás pálido.

     —Creo que es el calor.

     —Mmm —murmuró Lucy. Revisó algo en su teléfono celular y luego tomó la mano de Mario.

     A Mario no le gustaba visitar heladerías porque se sentía fuera de lugar. Lo que solían hacer era comprar el helado y, con la manía de Lucy por caminar, irse por ahí hasta que se derretía o ella se lo quitaba para terminar de comerlo. Esta ocasión a Lucy le pareció mejor idea quedarse ahí para que Mario descansara y pasara un poco del calor disfrutando el aire acondicionado del lugar. En el área de juegos varios niños se divertían. Apenas había otra pareja en el local.

     —Ha estado haciendo demasiado calor, ¿no te parece? —observó Lucy. Mario comprendió que su estado de ánimo había conseguido descolocarla. Lucy jamás hablaba del clima.

     —No es nada. Creo que dormí mal.

     —¿Seguro? Ni siquiera tenemos planeado gran cosa para hoy, no me molestaría si decides irte a casa a descansar. O podemos ir a mi apartamento. Hoy mi compañera no está.

     Mario se lo pensó. Eso significaba que podrían hacer el amor, y con lo atareados que habían estado ambos últimamente, se dio cuenta de que ya había pasado demasiado desde la última vez. Se quedó ido en los labios de Lucy, a los que el helado nunca parecía afectarles. El placer que notaba en ella cuando degustaba los helados hacía que se preguntara si las mujeres tenían el poder para hacer que todo gesto resultara sugerente. A veces se lo parecía así. ¿Debía parecérselo así?

     —No te preocupes, come con calma —respondió él al fin. El aire comenzaba a refrescarlo. Tal vez su mareo sí se había debido al calor.

     Lucy terminó de comer pero se levantó por otro helado, esta vez más sencillo. Mientras pagaba, Mario se fijó en lo bonita que se miraba aun con un atuendo tan ordinario. En esa oportunidad él iba más arreglado que ella. De hecho, esto era lo común. Cuando Lucy estaba con él prefería atuendo cómodos, rara vez usaba algo coqueto para llamar su atención. Ahora que le dedicaba más de un pensamiento a este asunto, no supo cómo sentirse consigo mismo por experimentar cierto alivio.

     —Si había comenzado a arreglarse y maquillarse más, esas cosas se notan —dijo alguien en la distancia, y Mario se sobresaltó al creer que se trataba de su hermano. No fue así. Una mujer platicaba con otra mientras ambas le prestaban atención a sus hijos en el área de juego. Una de ellas tenía un carro de juguete en las manos; la otra, una muñeca.

     —¿Quieres irte? Hoy está más bullicioso de lo normal —dijo Lucy al retomar su asiento.

     —Sí, lo mejor es que nos vayamos.

     —¿A tu casa o a la mía?

      —A la tuya.

     De camino a casa de Lucy, Mario hizo algo que pocas veces hacía: fijarse en la atención que Lucy despertaba en otros hombres. Se convenció de que, si ella fuera vestida de otra forma, la mirarían incluso más. A pesar de tener treinta, lucía todavía muy joven, e incluso siendo tan desarreglada, era muy bonita. Mario apretó la mano de Lucy. Le gustaba caminar a su lado, pero detestaba cuando se soltaba para tomar alguna fotografía con su celular. En esta oportunidad, sin embargo, no lo soltó ninguna tan sola vez.

     Cuando llegaron, Lucy lo llevó directo a su habitación, pero si Mario esperaba algo, no fue lo que recibió. Lucy le ayudó a quitarse los zapatos y la camisa. En el apartamento no tenía aire acondicionado, así que encendió el ventilador, abrió la ventana, y salió de la habitación sólo para regresar con un enorme vaso de agua con mucho hielo. Mario bebió más sediento de lo que se había imaginado. Lucy, mientras tanto, hizo varios de los cojines al lado, sólo dejó los suficientes para que ambos estuvieran cómodos. Una vez acomodada, le dijo:

     —A ti te pasa algo.

     —Puede, no sé —murmuró Mario, incómodo—, desde que mi hermano pasa más tiempo en casa, estoy como que más irritable.

     —¿Tu hermano el que se está divorciando?

     Mario asintió. Terminó de beber el agua y dejó el vaso a un lado, al pie de la cama.

     —Ha de estar muy frustrado —dijo Lucy, en situaciones así de serias se le dificultaba hacer comentarios oportunos.

     —Es más que eso —dijo Mario. Intentó decir más, pero no pudo. Para qué. Era asunto de su hermano, no de él, menos de Lucy.

     Mario se reacomodó en la cama. El techo del apartamento de Lucy era bonito, aunque el resto de la habitación le parecía infantil. No debía importarle, ella se lo costeaba todo solita, y si esos eran sus gustos y no le hacían daño a nadie, no entendía por qué tenía que importarle a él. Se volteó para buscarla; allí estaba ella, con los labios algo maltratados pero sonrientes. Mario se acercó y la besó. Le gustaba Lucy, no entendía qué sucedía con él ese día.

     —Ni siquiera le pegué tan fuerte —le pareció escuchar a Mario.

      —¿Qué dijiste? —preguntó, perplejo.

     —Que me beses más fuerte, con ganas —aclaró ella. Pero al notarlo pálido otra vez, dijo—: ¿No será que te vas a enfermar?

     —No creo.

      —Mmm...

     Lucy lo abrazó. Estaba convencida de que a Mario le pasaba algo, aunque ni él mismo lo supiera.

     —¿No quieres hacerlo? —preguntó Mario, algo incómodo.

     —¿Es lo que en verdad quieres ahorita? —preguntó ella a su vez.

     —La verdad es que no lo sé.

     —Ya veo —susurró—. Entonces dejémoslo para más tarde.

     Sin saber por qué, Mario se sintió aliviado. No entendía. Entre sus manos tenía a una mujer hermosa cuya belleza descubría como nueva cada vez que la miraba desnuda, una preciosidad indiscriptible, un cuerpo de mujer que no podía ser como el de ninguna otra.

     —¿Y si yo no quisiera, pero tú sí, me convencerías de hacerlo?

     —Mmm... —meditó Lucy unos momentos, para luego contestar—: por supuesto, es tu obligación como mi novio siempre atenderme. Luego no vayas a sorprenderte si comienzo a buscar a otros.

     —¿Cómo dices?

     —Que el que seas mi novio no significa que tenemos que hacerlo todo el tiempo. Si no quieres, no quieres. Yo entiendo eso.

      Mario estaba pálido otra vez. Esta vez la voz no le sonó como la de su hermano, sino como la de su madre. La imaginó en la cocina, consolando a Roger. Tampoco entendía por qué era él y no la pronto a ser su exexposa la que recibía consuelos. Desde lo acontecido, todos los halagos se habían convertido en maldiciones. A Mario todavía le agradaba ella. Las cosas no tendrían que haber terminado así.

     —Mario, en serio me estás preocupando —dijo Lucy, sacándolo de su ensimismamiento.

     —Ni yo mismo sé qué me pasa.

     —¿Quieres que te deje solo para que puedas pensarlo, o me prefieres contigo?

     Mario abrazó a Lucy y la besó. En verdad le gustaba. Lo sentía así cada vez que ella, aun en su torpeza, respetaba su espacio. ¿Lo había notado antes? Probablemente no, por eso lo conmovió tanto en esa ocasión.

     —Sí, me gustaría estar un momento a solas —dijo.

     Lucy le devolvió el beso, tomó su teléfono celular, y dejó la habitación. Mario cerró los ojos, pensó que lo mejor sería dormir un poco...

     Pero no pudo.

      A su madre y hermano no les gustaba Lucy. Tal vez su hermana habría congeniado con ella de no vivir tan lejos. Por eso Lucy rara vez lo visitaba. ¿Qué veían ellos que él no?, se preguntó. Fue otra de las tantas preguntas que decidió dejar sin respuesta. De todas formas, no necesitaba una respuesta, se dijo; era él quien estaba con Lucy, no ellos. A Mario se le ocurrió que, así como hablaban de la esposa de Roger, podrían hablar de su novia. No le gustó la idea y no quiso seguir pensando en ello.

     En su lugar, Mario procuró convencerse de que necesitaba dormir. Antes, prestó un poco de atención, intentó captar cualquier sonido detrás de la puerta; no había escuchado a Lucy marcharse, por lo que debía seguir en el apartamento. ¿Pero qué podía hacer que resultara tan poco bullicioso en un espacio así de pequeño? Volvió a fijar su mirada en el techo y, luego, en el escritorio de Lucy. Su laptop estaba a reventar de calcomanías de superhéroes, su lapicero estaba decorado con moños y purpurina y guardaba puros lápices de colores, la silla era negra, ancha y mullida, una manta arcoíris reposaba encima de ella. Imaginó a Lucy con las piernas encogidas y las manos sobre el teclado de la laptop. No, no teńia que imaginarla. En una ocasión había despertado a medianoche y la había encontrado así. «Vuelve a dormir, amor, no es nada».

     —Amor —susurró Mario.

     Lucy tenía algo de eso que a él nunca le había terminado de gustar como sonaba. Lo miraba en sus gustos, en su actitud, en sus libertades, seguridad e independencia.

     —Pero ¿por qué? ¿Por qué, Mario? ¿Por qué?

     ¿Cuánto podría vivir sin jamás responderse nada?

     No iba a reponderse esto tampoco, pero se sintió interrumpido cuando Lucy, desnuda y con el pelo mojado, ingresó en la habitación.

     —Disculpa, pensé que estabas dormido, sólo venía por algo de ropa.

     Lucy pasó al otro extremo de la habitación, se sentó cruzada de piernas sobre al alfombra, y comenzó a buscar en las gavetas. A Mario le pareció algo desordanada. Además, ¿qué podría buscar, si sólo tenía camisetas viejas? Cuando volvió a verla ya llevaba puesto unos pantalones cortos. Sus pechos resaltaban, blancos, al ser bañados por la claridad que entraba por la ventana abierta. Los senos de Lucy le parecían preciosos, eran grandes y generosos. Le gustaba acariciarlos con las manos pero más con la boca. En ese momento, en lugar de estar mortificándose con ideas ridículas, debería estarle haciendo el amor. Eso pensó Mario, aunque no estaba muy seguro de si eso era lo que en verdad quería en ese momento.

     —Si te digo que te pongas otra camiseta, ¿me escucharías?

     —¿Por qué? ¿Qué tiene? ¿Está rota? —preguntó Lucy, al tiempo que se dedicaba a inspeccionar la prenda. Al notar que no tenía nada malo, se la puso—. ¿O es que no te gusta? Porque a mí me gusta. Es una de mis favoritas. Súper cómoda.

     Mario se preguntó si era que Lucy sólo pretendía llevarle la contraria haciéndose la desentendida, cuando debió preguntarse por qué se le había ocurrido decirle algo así.

     —No, no es nada, si te queda muy linda —dijo él—. Ven acá.

     —¿Ya te sientes mejor? Nunca te había visto así, tan perdido. Entiendo si no quieres hablarlo, pero ya sabes que aquí estoy, que cuentas conmigo.

     ¿Lucy sería como su madre?, ¿también lo apoyaría incluso cuando no tuviera la razón o hubiera obrado mal? Algo en el interior le respondió levemente, le dijo que no, a secas; no, sin más; la primera respuesta en mucho tiempo, y no venía de él, sino una voz demasiado parecida a la de Lucy que por alguna razón comenzaba a asentarse en su interior.

     —Mejor me regreso a casa. Mañana hay trabajo, no quiero acostarme tarde.

     —De acuerdo. ¿Me hablas cuando llegues?

     —No soy una mujer, no me va a... —se detuvo. Lucy estaba verdaderamente preocupada por él—. Sí, lo intentaré.

     —Mmm... —murmuró Lucy—. De acuerdo. Y si te sientes mal en el camino, no dudes en llamarme.

     —No estoy enfermo.

     —No, pero puedes enfermar. Tú cuídate, ¿sí?

     De regreso a casa comenzó a llover. En pleno verano a veces caían tormentas como esa. Pensó en resguardarse, pero estaba más interesado en llegar a casa. Un potente trueno, sin embargo, lo detuvo. Pensó que la respuesta de maś temprano y el trueno de ahora eran similares, potentes, secos, ambos le habían erizado la piel. No quiso pensar más en ello, mientras esperaba a que amainara debajo de la carpa de una tienda de crepas, se dijo que no era nada. Dentro de la tienda, los comensales veían el agua que se escurría en los cristales, como lágrimas. Le pareció que una de las mujeres adentro se daba cierto aire con su cuñada, pero debió tratarse de su imaginación, porque esa mujer estaba con un niño, y su hermano, hasta donde sabía, todavía no le daba sobrinos. Además, su cuñada debía seguir hospitalizada, e incluso de haber sido dada de alta, a Mario se le ocurrió que no estaría en ese momento viendo la lluvia con tanta felicidad. Mario se agitó. No le gustaba el curso de sus pensamientos. Desvió la mirada sólo para toparse con una pareja joven que corría debajo de la lluvia. Los dos muchachos sonreían. En realidad no corrían, sólo caminaban algo apresurados, tomados de las manos y empapados hasta los huesos. Parecía como si no les molestara en lo más mínimo haberse mojado tanto o que, una vez mojados, lo único que les había quedado era disfrutar el resto de la lluvia. A Mario la lluvia le daba bastante igual, pero pensó que, si él no hubiera estropeado la cita de ese día, esos muchachos bien podrían ser él y Lucy. Tal vez otro día lo fueran.

     Decidió entonces avanzar debajo de la carpa, cuando esta desapareció, se echó a correr, sin más. El agua había bajado, pero todavía empapaba. El cielo se iluminaba de tanto en tanto, y Mario, en sus huesos, no sentía el peso de la lluvia, sino el de todas esas preguntas que a lo largo del día no se animó a responder.

     La respuesta debe estar en algún lugar, se dijo. El cielo le parecía más enorme cuando estaba nublado, y él, debajo de la lluvia, comenzó a sentirse demasiado pequeño. Lucy, en su apartamento, debía estar bebiendo chocolate caliente en su taza rosa, junto a la ventana, con algo de música lenta para relajarse. ¿Estaría pensando en él? Pues al menos él estaba pensando en ella.

     Cuando llegó a casa, encontró a su hermano en el comedor. Su madre preparaba ya la cena. Ni siquiera le dijo que se apresurara a secarse. En esos momentos su madre lo era sólo para su hermano. ¿Eran todas las madres así incluso cuando sus hijos ya eran adultos?

     Cerca de su hermano descansaban tres botellas de cerveza. Todas vacías. Mario rogó porque en el refrigerador no quedaran más. Sintió que debía decir algo, pero no supo qué. Seguía sin entender muy bien qué era lo que sentía cuando veía a su hermano, o si algún día cambiaría.

     —¿Saliste con tu novia? —preguntó Roger. Mario confirmó entonces que su hermano no estaba borracho, igual no le gustó el tono de su voz, nunca le gustaba.

     —Lucy envía saludos —dijo. No quería responder nada más.

     —Ya.

     —Me pareció ver a Lucila en una tienda —dijo esta vez Mario, no supo por qué. O quizá sí, al notar el semblante de su hermano.

     —Lo que se inventan estas mujeres de ahora —dijo su madre—. Con tal de llamar la atención y arruinarle la vida a los hombres.

      —Pero no era ella —continuó Mario—. No podría serlo, Roger la mandó al hospital.

     Se hizo silencio en la cocina, sólo se escuchaba el silbido de la olla de frijoles y el chasquido del aceite hirviendo. Su madre, con un cucharón en la mano, parecía una estatua, y su hermano, con la mirada fija en el pico de una de las botellas vacías, parecía estar a punto de levantarse para golpearlo.

     No pasó nada.

      —No voy a cenar hoy —dijo Mario, y sin más, se retiró.

     Mario subió a su habitación, se desnudó, se metió bajo las sábanas, y pensó en la pareja que había visto bajo la lluvia.

     Antes de dormir, se recordó que, aunque no se lo había prometido, tenía que llamar a Lucy.

      Entonces, la llamó. 


___

Otro más. Espero haya gustado. 

Un saludo enorme. 

Gracias por leer :) 

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