Querida Vecina

By DavidArperEscritor

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Relato corto. Una historia de amor y muerte. More

QUERIDA VECINA

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By DavidArperEscritor


Querida vecina:

Desconozco si acabará usted de leer esta carta que le escribo. Le aseguro que lo hago desde el más absoluto dolor. Desde lo más profundo de mi ser. Desde la pura indeterminación.

Lo hago. Lo hago por ser usted quien es.

Quizá usted nunca lea esta misiva, mejor para ti. Yo no pierdo nada intentándolo. Intentando hacerte entrar en razón, porque todo lo que me has hecho no puede quedar sobre papel mojado.

Hace tiempo que no quiero saber nada de nadie, que no soy feliz. Hace tiempo que no quiero saber nada de ti, ni recordar aquellos buenos momentos que pasamos juntos. Hace tiempo, querida vecina, que quiero olvidar lo que un día fuimos.

Hace tiempo que no me da la luz del sol intentando, armándome de valor para escribir esta carta, escuchando, de fondo, música melancólica. A prueba y error, como cantaron los Izal, acabé estas líneas.

No sé qué me depara el futuro y no sé qué te deparará el tuyo, pero seré muy feliz, y con alevosía, si es como espero.

Que Dios, si existe, me juzgue por ello. Yo en mi conciencia seré feliz.

Querida vecina, ¿sabes ya quién soy? No creo que te quede lugar a dudas. Has estado encima de mí, o creyéndote así, día tras día desde hace años. Yo solo agaché la cabeza y me fui, cual perro asustado.

Hubo una vez, allá por 2010 que tú me miraste a los ojos y me sonreíste. Te correspondí.

Era nuevo en la comunidad y tú me caíste en gracia. A nadie le dio tiempo de avisarme.

Avisarme de la clase de persona que eres.

Yo llegaba cargado de cajas, haciendo la mudanza como buenamente podía.

Apareciste de repente en el rellano de la escalera y me embaucaste con tu mirada de loba. Primer error, te miré a los ojos.

Me ayudaste con los bártulos y dejé que entraras en mí, segundo error. Subimos a mi piso y nos comimos una pizza a la luz de las velas, tenues y parpadeantes. Reímos a carcajadas con una botella de vino barato. Seguimos riendo y abrimos otra botella.

Aquella noche tus ojos brillaron de una forma que jamás volví a ver... Jamás te volveré a ver como aquel día. Hoy tengo dudas de que aquella mirada fuera como la recuerdo, pero quiero creer que así fue.

Aquella noche me embaucaste. Al fin confluimos en un vicio común, la lectura. Me preguntaste cual era mi libro preferido. Recuerdo que te invité a rebuscar en la caja marrón que estaba marcada a rotulador negro en la que ponía "LIBROS 3". Allí te viste con poco más de veinte ejemplares de títulos diferentes.

En realidad, no había tantos títulos. Aquella caja contenía tres ediciones de La Dama Azul, cuatro de la cena secreta, siete del Maestro del Prado, todos de Javier Sierra. La trilogía de Los Buscadores de Luis Montero. Dos Quijotes. Contrato con Dios y Espía de Dios de Juan Gómez-Jurado.

Recuerdo que me llamaste loco al ver el contenido de aquella cajita. Cogiste uno y no fue al azar. Cogiste el más llamativo. No por el tema sino por lo colorido. Elegiste una primera edición del Maestro del Prado, de tapa dura. Sobre las hojas, un sinfín de marcadores con unas letras, ya ilegible, escritas a lápiz.

─ Has dado en el clavo, dije. ─ Ese es mi libro de cabecera. Por lo menos estos dos años atrás. He leído y releído ese libro hasta la saciedad. En ese libro baso mi tesis.

Luego, te humedeciste las yemas de los dedos, con pose sensual, muy dulcemente y comenzaste a hojear el libro muy delicadamente intentando no hacer saltar los post it que en él había, intentando averiguar qué había escrito en ellos y en los márgenes de aquellas páginas.

Tú pusiste buena cara y me soltaste un ─ a mí me gustan los eróticos, como Cincuenta Sombras ─ sin embargo, la mía era de póker.

Después de aquella conversación decidiste que ya era tarde. Solo un adiós bastó para despedirte de mí en aquella tarde que ya jamás podré olvidar. Una mancha negra en mi calendario.

Querida vecina, después de aquello no he vuelto a ser el mismo. Caí en la desgana por intentar ganarme tu compañía, y fracasé. Nunca cejé en mi empeño, tanto que eso me costó una noche en el calabozo. Craso error, otro más a la lista de cosas a olvidar, porque ya jamás tendré posibilidades de enderezar mi vida.

Todos los días pienso en aquella tarde de octubre. No hay día en que me arrepienta de haber estado ciego. Cegarme, no por el vino, sino por el verde de tus ojos. ¡Ay, vecina mía, qué idiota fui, y qué fácil me lo pusiste!

No soy capaz de controlar mis lágrimas, aunque nunca las mereciste. Como aquel día en que, ingenuo de mí, quise invitarte a cenar.

Fue en diciembre, en el puente. Hacía un frío que pelaba y bajé al chino de la esquina, ese mismo que me dijiste que te encantaba. Un poco de pollo Kung pao y unos rollitos de primavera. Algo ligero. Subí por las escaleras hasta tu planta. Soñando, dejándome llevar.

Toqué el timbre, tardaste en abrir. Allí estabas tú, con tus ojos verdes. El mundo a nuestro alrededor dejó de existir en ese preciso instante. No sé si pasaron dos segundos o veinte minutos, te juro, querida vecina, que no soy capaz de dilucidar una respuesta coherente. Vestías casual. Unos pitillos ajustados y una sudadera de la universidad con las letras UMA, de color azul celeste. ─ ¡Qué casualidad! ─ Pensé, justo la uniformidad formal, como yo lo llamo. Me gusta. Las redes sociales hubieran echado humo si hubieras subido una foto aquel día. Cosa que me hubiera gustado hacerte, hacernos, aquella noche. Pero la realidad es más dura que la ficción y volví a la tierra. Justo cunado di un paso adelante e intentando pronunciar unas palabras me distes con la puerta en las narices. No grité, no sangré... solo lloré. Solté la comida en el suelo y bajé un par de plantas hasta mi apartamento.

No sé qué fue lo que más rabia me dio. Que me cerraras la puerta en las narices, literalmente; el daño que me hice en la nariz o el ver que al día siguiente tenías fotos en

Facebook. Fotos en las que estabas sola bajo el título "noche que nadie quiere salir, toca peli y comida china".

Caí en una profunda intranquilidad y en un llanto del que jamás he podido salir. Y lo he intentado, querida vecina, te juro que lo he intentado, y que lo sigo intentando. Te juro que algún día levantaré cabeza y te juro que ese día está más cerca de lo que te esperas.

Pero déjame que te siga contando lo que hiciste conmigo. Algunas de las cosas. Como aquella vez que compré unos dedales de lectura por internet. Aquellos dedales que nunca llegaron a esa casa. Aquellos que según la persona encargada de entregar el paquete, se lo dejó a mi "novia", una mujer atractiva, joven y de ojos verdes.

Ese fue el menor de mis problemas, solo perdí unos céntimos de euro. A partir de ese momento compro todo certificado con entrega en mano. Gracias a ti gasto unos seis euros por algo que cuesta uno. Y solo porque en la tierra de Lobato no hay ciertas tiendas y el envío sale más barato que el gasoil.

Quise seguir con mi vida y me puse la careta. La careta que oculta mi careto y que muestra una cara más mesurada y menos desenfocada. Una careta que es imprescindible para hacer el día a día, pero con la que es imposible cargar toda una vida.

Cada noche lloro de pensar todo aquello en lo que me has involucrado para lucrarte de tu agoniosa felicidad, o para echarte unas risitas, ¿Quién sabe? No es de extrañar que nadie quiera salir contigo y que te cebes a palomitas viendo películas por las noches.

Sin embargo, no soy capaz de llevar la careta puesta cuando nos cruzamos en el portal y empiezas a gritarme por nosequé. Gritos sin sentido, o al menos nos los tiene para mí, pero que de algún modo están dirigidos a mi persona. Nunca entendí esos insultos y cogí pánico al tener que salir. Siempre que bajaba a la calle lo hacía por la escalera incluso si era para salir a pasear con mi yorkshire, si te escuchaba en el portal, me daba la vuelta y no salía. ¡Pobre Toby!

Una vez estaba a punto de salir de casa y oí alguien tararear una odiosa canción. Me asomé con sigilo a la mirilla y te vi. Te vi con lo que parecía una caja de pastillas en la mano y tirándolas al suelo. Eran pastillas rojas. En la cajita parecía tener dibujada una rata. Obviamente, como recordarás salí a reprochártelo y te abalanzaste sobre mí. Acto seguido fui directo a la comisaría de policía más cercana y me dijeron que no podían hacer nada. En ese momento detesté la justicia española que no tenía soluciones para mí.

Sin embargo, cuando llegué a casa ya no había nada en el rellano, pero volví a hablar contigo. Subí esas dos trágicas plantas hasta tu apartamento, airado. Toqué tu puerta sin cesar hasta que abriste y seguí reprochándote aquella actuación. En ese momento abriste de par en par la puerta y vi a dos agentes de la policía nacional en tu salón. Los agentes se abalanzaron sobre mí al tu hacerles una señal y me llevaron al calabozo sin motivo alguno, por lo menos sin motivo real. Salí de allí a las setenta y dos horas con una orden de alejamiento bajo el brazo.

Desde ese día nunca volví a ser el mismo. Ya la careta no existía. No tenía ánimos y todo el vecindario me miraba con recelo. Y eso no fue todo. Una o dos veces por semana me encontraba una nota manuscrita en mi buzón en la que ponía mensajes difamatorios y de amenaza hacia mi persona. Las llevé todas y cada una a comisaría, pero no entendieron que existiera delito alguno en aquellas "notitas" ya que no había un claro y manifiesto deseo de agresión física, aunque desearas fervientemente que escupiera sangre.

Cada vez que salgo lo tengo que hacer con mucho tiento y esperar que no llueva saliva desde el cuarto, o cualquier otra sustancia líquida o sólida. Lo tengo que hacer con tiento de no cruzarnos demasiado cerca como para que me detengan por aquella orden.

Vivo con miedo todos los días de mi vida. Acabo de mudarme a este maldito apartamento y no tengo recursos para volver a mudarme, como me aconsejó aquel majo policía. El poco dinero que tenía de mi beca de doctorado me lo gasté en alquilar el piso en una zona tranquila donde poder llevar a cabo mis investigaciones, sin preocupación alguna. A penas tenía liquidez para gastar y casi todas mis comidas eran cocinadas por mi madre y precalentadas en el microondas.

No puedo, por más que lo intento, olvidar qué pasó el veintidós de abril de 2011. No puedo, ni podré jamás. Lo intento con todas mis fuerzas, pero esta tiene un tope. No, la familia no. Por ahí no paso. Todo lo que sea será entre tú y yo. Y no va a quedar en unas lágrimas. Te juro que pensé que fue un tropiezo hasta que oí una risita. Y apareciste sujetando una cuerda de nylon. Recuerdo que se te descompuso lo cara cuando viste que no era yo el que dejó un reguero de sangre escaleras abajo. Inconsciente de mí, te pedí ayuda y huiste.

Llamé aterrorizado a la ambulancia, marcando el 061 casi a ciegas. No era consciente de lo que estaba haciendo. Solo quería que estuviera bien. Solo deseaba que saliera de esta.

En el hospital, mientras unos cirujanos le estaban operando el cráneo para hacerle una reconstrucción y cortar las hemorragias otros dos doctores se acercaron a mí para preguntarme qué pasó. Les conté que mi madre se cayó por las escaleras. En ese momento no reparé en la risita ni en la cuerda. En ese momento tú no existías para mí. Como siempre debió de ser.

Mi madre falleció después de estar cinco días en coma. Yo caí en una profunda inconsciencia hasta que fui consciente. Ya no había lugar a dudas. Una cuerda de guitarra bastó para segar dos vidas. Jamás volví a ser el mismo. Jamás nadie volvió a saber de mí, excepto tú, querida vecina. Salgo del destierro, de mi tormento, de mi particular infierno por ti.

Esto fue la mecha que encendió el detonador. La bombilla en mi cabeza se encendió y el plan se empezó a llevar a cabo. Querida vecina, esto va por ti.

Ahora, vecina, por tu culpa me veo envuelto en una dicotomía social e intelectual. Gracias a ti, he perdido el interés por mi trabajo, por mi vida, por mis ilusiones. He perdido la fe en mí en la que tanto me escudaba para salir adelante en los malos tragos de la universidad. Aquella fe de hierro que me servía cuando no de bastón de cayado. Aquella que al ser rosicler el día me apoyaba para levantarme. Aquella fe de hierro que hoy en día está oxidada y en mil pedazos rompida por las lágrimas que derramo.

Una fe que hoy, en esta carta desde mi celda que te escribo, vuelve a sonreírme de cara. Y no sé cuándo volveré a ver la luz del sol. Como sabes, has logrado echarme del bloque y ahora vivo en una mini casa en el casco histórico. Reviviendo los días de recaudador de impuestos de Cervantes.

Han pasado ya unos años desde que conseguiste tu propósito de hacerme la vida imposible y arruinarme. Y si te soy sincero, casi lo consigues. Casi consigues hacer de mí solo alma. Pero si algo me enseñó mis padres es a ser fuerte en las adversidades. Y cual ave fénix de Salastano resurjo, no de mis cenizas, sino de mis hazañas, siendo únicos en ella.

No sé si sabes con quien te has metido, no sé si sabrás si será el último o no. Pero ojalá. No sé si te ha llegado esta carta y jamás sabré si la terminaste de leer.

No sé si yo sigo siendo yo o si solo soy de todo cuerpo despojado. He perdido años de mi vida pensando cómo hacerte pagar por todo aquello que me hiciste. Me he arruinado, pero estoy satisfecho con mi trabajo. He gastado mi dinero en viajes exprés a Japón y al Perú. Me he jugado la vida en cada viaje y en cada aeropuerto, pero he llegado al fin a mi Vélez.

He estudiado química en manuales descargados de la Deep Web. Me he esforzado ciegamente en un único objetivo, en una última hazaña.

Quizá, en este preciso momento estés sintiendo una quemazón en los dedos te tu mano y en tu lengua. Sé, por aquella primera noche que te humedecías los dedos para pasar de página. Por la boca muere el pez.

Los folios que sostienes entre los dedos están tratados con dos toxinas letales, incluso en dosis ínfimas, que me traje de mis viajes. Batracotoxina de ranas del Perú y tetrodotoxina de Japón. Estudié cómo extraerla, cómo disolverla y cómo esparcirla por cada uno de las hojas que sostienes en las manos en estos momentos.

Lo primero que hice, fui listo, es ponerme una mascarilla y unos buenos guantes. Traté las sustancias con productos como la acetona y agua. Las herví, las reduje a la mínima dosis y las dejé enfriar. Y después añadí algo tan sencillo como es el polvo de talco. La suficiente cantidad para todos estos folios.

Impregné los folios con un poco de agua, mejor dicho, con vapor de agua y después apliqué la solución tóxica para que se adhiriera bien y las agité delicadamente para que expulsaran el exceso.

No tenía lugar a dudas de que todo saldría bien. Por eso, querida vecina, serás ahora solo alma de toda carne despojada. Y quizá alguien llore por ti, o como yo, disfrutemos de ese momento toda nuestra vida.

Mis mejores deseos:

Tu vecino

─Eso es todo señoría ─ dijo el fiscal. Y bien, acusado, ¿cómo diría usted que se declara?

─ Sus señorías, a las pruebas me remito. Soy el único culpable de que esa ─ hice una larga pausa para tragar saliva y templar mi sangre ─ esa... esa vecina esté masticando tierra. Señorías, no lo he pasado bien, he sufrido mucho y hay escritos de ello en comisaría, acato todo lo que usted mande como buen ciudadano que soy. Creo que no he hecho más que un bien a la comunidad de vecinos, que no han hecho más que sufrir desde que llegó esta señorita al edificio.

FIN 

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