La Mirada del Dragón (COMPLET...

By JJCampagnuolo

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Siendo apenas un niño, la vida de Iván Sarmiento fue marcada con sangre. Para sobrevivir tuvo que afilar sus... More

Capítulo I. Penas revividas
Capítulo II. Primeras jugadas
Capítulo III. Un encuentro inesperado
Capítulo IV. Un motivo para luchar
Capítulo V. Paso firme
Capítulo VI. Atando cabos
Capítulo VII. Estrategias
Capítulo VIII. Sorpresas
Capítulo IX. Amargas verdades
Capítulo X. Destinos Cruzados
Capítulo XI. Al límite
Capítulo XII. Frío como tumba
Capítulo XIII. Fuego purificador
Gracias!!!
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Prólogo

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By JJCampagnuolo

Lo único que la intensa lluvia había dejado era lodo y desperdicios. Sin embargo, al observar el cielo, Esteban Sepúlveda pudo notar que nuevas nubes se posicionaban con amenaza y los rayos desgarraban el firmamento con renovada fuerza.

Suspiró ante aquella visión y depositó la bolsa negra, repleta de basura, dentro del contenedor ubicado en el borde de la calzada.

La noche del dos de noviembre no podía ser más sombría. La persistente tormenta había azotado a la ciudad durante doce horas, hasta inundar de melancolía lo que quedaba del día de los muertos. Su inclemencia la convertía en una de esas tempestades que no podrían ser olvidadas, que atacaban en un horario vulnerable y se ensañaban con las zonas más desprotegidas.

Después de dar un último vistazo a los alrededores, entró en su carnicería. Se aseguró que todo quedara en orden, recogió sus pertenencias y cerró la tienda para dirigirse a su vivienda. Faltaba una hora para la media noche, debía aprovechar que las calles aún estaban pobladas. Dentro de poco comenzarían a brotar de las grietas del suelo los delincuentes.

Se colgó el morral en un hombro y comenzó la caminata. Su cuerpo, desgastado por el trabajo diario, ya no le respondía como antes. Los cuarenta y ocho años de vida le pesaban en los hombros. Dirigir un negocio propio le exigía de mucha dedicación y el reducido tiempo libre lo invertía en horas de juego con sus muy activos hijos de once y diez años. Era un duro sacrificio, pero no tenía más opciones. Su pequeña empresa era la única fuente de ingreso de su familia.

Cruzó con paso acelerado la avenida principal, su esposa le había informado por vía telefónica, que el sector donde residían no contaba con energía eléctrica. Un poste de electricidad había sido derribado por un árbol, a causa del fuerte viento que acompañó la tormenta. Estaba seguro de que el problema no se resolvería en las próximas horas, ningún trabajador público se atrevería a entrar en un barrio inseguro de la capital de Venezuela mientras la soledad de la noche imperase en las calles. Los residentes tendrían que esperar. Como siempre.

En pocos minutos llegó a la esquina donde estaba ubicado el colegio San Juan, una institución educativa pública fundada hacía más de cincuenta años, que funcionaba, además, como albergue para jóvenes varones con problemas de conducta. Allí cruzó para adentrarse en una calle oscura y desierta. A partir de esa zona no había electricidad, aumentando el riesgo.

Los chicos que allí vivían eran huérfanos o pertenecían a familias humildes y poseían un carácter subversivo irrefrenable. Para encauzar sus temperamentos era necesario el aislamiento. Esa situación transformaba los alrededores del colegio en una zona peligrosa. Existía la posibilidad de toparse con alguno de los que salían a escondidas por la noche, para hacer de las suyas y descargar tensiones.

Esteban encomendó la protección de su alma a Dios y apresuró la caminata. Al final de la institución, cerca de las residencias de los vecinos, estaban ubicados dos contenedores de basura, que en esa oportunidad se hallaban repletos y con algunos desperdicios en las proximidades. Un gemido de dolor resonó en el interior de uno de ellos. Esteban intentó hacer caso omiso al lamento imaginando que podía ser una trampa para robarlo, pero el quejido se hacía cada vez más sonoro y evidenciaba verdadero sufrimiento.

Su corazón solidario le exigió actuar. Si pretendía descansar algunas horas antes de volver al trabajo a la mañana siguiente, debía socorrer al afligido; o su conciencia no lo dejaría en paz durante la noche.

Se acercó con sigilo mientras sacaba una navaja que guardaba en un bolsillo del abrigo. Se asomó en el interior del contenedor y apreció una forma humana que se revolvía entre la húmeda basura.

—Ayuda...

Se sobresaltó al escuchar la desesperada petición de un moribundo. Miró a su alrededor en busca de ayuda, pero la débil luz de la luna, semioculta entre rezagadas nubes de lluvia, solo le mostraba sombras.

Se debatió entre sacar al hombre o correr a su casa para llamar a la policía, que sería un apoyo más apropiado. En su caso, la emoción superaba a la conciencia, por eso, decidió ayudar al herido antes de que su condición empeorara o volviera a desatarse la tormenta.

Como una horrible predicción sendos rayos atravesaron el firmamento y emitieron un ruido atronador. Esteban se apuró y buscó entre los desperdicios esparcidos en el suelo algo que lo ayudara a entrar en el lugar, pero en medio de su solidaria empresa fue sorprendido.

—No lo haga.

Una voz infantil retumbó a su espalda. Se giró para encarar al joven, apreciando la silueta delgada y pequeña de alguien que no debía ser mayor que su hijo de once años.

—Muchacho, este hombre debe estar a punto de morir, déjame ayudarlo. Si fuiste tú quién lo hirió no diré nada, te lo juro.

Otras tres siluetas se detuvieron junto al niño. Todos eran jóvenes, unos más grandes que otros, pero ninguno más alto que Esteban. El que se había dirigido a él era el menor, por lo menos en estatura.

Internos del colegio, pensó.

—Aléjese o se arrepentirá —le advirtió el chico con firmeza.

Esteban se estremeció por la dureza de aquellas palabras. Se alejó del contenedor con lentitud mientras escondía su navaja.

—No... Iván...

Los chicos se inquietaron al escuchar el lamento del moribundo. El más alto se acercó a Esteban con intención de agredirlo por haber oído el nombre de uno de ellos, pero el niño más bajo lo detuvo.

—Carnicero, váyase, y olvídese lo que vio y escuchó, o sus hijos pagaran por su error.

La sangre de Esteban se congeló al escuchar la amenaza hacia sus hijos. Él no sabía quiénes eran esos chicos, pero ellos sabían quién era él y conocían también a su familia.

Su conciencia enseguida silenció a su corazón solidario. Le era difícil ser noble cuando las circunstancias amenazaban a los suyos.

No le costó trabajo decidir a quién ayudar: si al hombre atacado por esos niños o a sus hijos, que estudiaban en ese colegio, vivían en esa zona y con seguridad, se cruzaban a diario con alguno de ellos. Se alejó sin mirar atrás, con el rostro bajo y los ojos inundados de lágrimas, fruto de una creciente ira.

Su actitud debía ser de indiferencia, tenía que alejarse y olvidarlo todo. Cómo si allí no hubiera sucedido nada. Y esconder en lo más profundo de su corazón la verdad.

***

La luz natural hizo evidente la triste mañana, con el sol escondido tras una capa espesa de nubes de lluvia. Esteban había decidido no abrir su carnicería y quedarse en casa con su familia, aún no tenía energía eléctrica y la falta de algo con qué silenciar sus pensamientos le carcomía la paciencia. No había dormido ni un segundo desde su llegada y las incontables tazas de café que había consumido lo tenían cada vez más nervioso.

Afuera, dos calles más abajo, frente al colegio San Juan: cinco patrullas de policía, más de quince oficiales motorizados, inspectores, médicos forenses y otros efectivos públicos investigaban los dos homicidios ocurridos durante la noche. Las cintas amarillas que prohibían el paso de los curiosos bloqueaban la vía para que los funcionarios inspeccionaran los contenedores de basura, donde habían hallado los cadáveres desangrados de dos mafiosos. Uno de ellos fue identificado como un fuerte contrabandista y narcotraficante de la ciudad, el otro, su hermano de diecinueve años, solicitado por el asesinato de dos adolescentes. Los golpearon hasta la muerte, pero la intensa lluvia se encargó de borrar las pistas que hubieran permitido ubicar al culpable.

Esteban sabía que por el «prontuario de las víctimas» simplemente presentarían como causas de las muertes el ajuste de cuentas. ¿A quién le interesaría tener información sobre el asesinato de dos asesinos? Si encontraban al agresor, de seguro lo declararían héroe nacional. Si existía un dicho que rezaba: Ladrón que roba a ladrón tiene cien años de perdón, ¿cuántos años de perdón tendría el asesino de un asesino?

Para Esteban, ninguno. La muerte no podía ser justificada de ninguna manera. Si eliminabas a un asesino, otro te buscaría por ese crimen, y se crearía un círculo vicioso que crecería a cada momento. Para él, si castigabas de forma efectiva al homicida y recuperabas su moral se podía construir una nueva conciencia, de esa manera se cortaría la cabeza de la mortal serpiente.

Esteban miró desde el balcón de su casa a los vecinos curiosos que bajaban y subían por la calle. Era todo un espectáculo el desborde de efectivos policiales en el sector. Sin energía eléctrica los residentes no tenían otra cosa para distraerse que no fueran las investigaciones de los homicidios.

La pena y el miedo le aprisionaban el pecho.

Pena por esos jóvenes rebeldes, quería entender qué los había llevado a cometer los asesinatos. Y miedo por la amenaza que recaía sobre su familia. Si esos chicos fueron capaces de eliminar a golpes a dos mafiosos, podrían cobrarse en cualquier momento su imprudencia, y atacar a sus hijos, a su esposa o a él mismo.

Cristóbal, su hijo mayor, se acercó al balcón y se quedó a su lado. Esteban no les permitía salir a jugar a la calle. Existía el peligro de la llegada de mafiosos enfurecidos que buscarían venganza por la muerte de sus compañeros. Aunque, en realidad, su verdadero temor era que los chicos con los que se había topado aún deambularan por la zona y fueran capaces de hacerles daño por simple diversión.

No sabía cómo iba a retomar su vida después de ese suceso, cómo se arrancaría la angustia del alma.

—Cristóbal, ¿en la escuela conoces a algún niño que se llame Iván? —le preguntó.

El chico se quedó por unos segundos pensativo, con sus grandes ojos cafés fijos en el cielo.

—Conozco a uno. Es un interno. Estudia con Enrique.

Enrique, su segundo hijo, con solo diez años estudiaba un grado menor a Cristóbal. Confirmar que aquellos chicos podían tener contacto con sus hijos aumentaba su temor.

—¿Cómo se comporta ese niño? —preguntó con más interés en la conversación. Cristóbal alzó los hombros para restarle importancia a la pregunta de su padre.

—Como los demás: siempre están apartados y no les gusta participar en las actividades.

—Pero, ¿es violento?

—Cuando lo fastidian, sí. Una vez golpeó a un chico porque se burló de un dibujo que había hecho. Le dejó la cara llena de sangre —respondió el niño con una mueca de repulsión dibujada en el rostro.

—Ese Iván, ¿tiene algún amigo?

—Siempre anda con Alfredo, Antonio y Felipe. Ellos dicen que son hermanos.

Esteban guardó silencio mientras especulaba sobre la vida de los cuatro chicos que podrían ser los asesinos de los mafiosos. Memorizó sus nombres en caso de necesitarlos en un futuro.

—¿Por qué preguntas por él? —consultó el niño.

—Escuché ese nombre hace unos días en una revuelta cerca de la carnicería, simplemente, me dio curiosidad. —Esteban dio punto final a la conversación con esa excusa, pero la información que había recibido lo dejaba abrumado.

Cristóbal permaneció un rato con su padre, distraído con la algarabía de vecinos que transitaban por la vía, hasta que una fuerte lluvia dejó desierto el lugar.

Al quedar solo, Esteban se tumbó en una silla, angustiado. Aunque los hombres asesinados eran mafiosos, con seguridad tendrían familia. Alguien lloraría por ellos, quizás sus padres o alguna esposa, tal vez sus hijos o un buen amigo. La imprevista pérdida podía ser demoledora, pero lo era mucho más si se desconocía la verdad.

Una verdad que él tenía en sus manos y no sabía cómo usar.

Huir como lo hizo anoche no era la solución, debía colaborar para que el castigo llegara a los criminales y se cortara la cabeza de la serpiente.

Por ahora, solo podía pedir perdón por su obligada indiferencia y agradecer, que el hombre que pedía auxilio anoche no era él. Porque de haber sido así, ¿quién habría consolado el dolor y la rabia de su familia? ¿Quién les habría aclarado las dudas?

Si los muertos hubieran sido sus hijos, ¿quién doblegaría el rencor y las ansias de justicia que él mismo sentiría?

Quizás esos chicos actuaron de esa manera porque fueron víctimas de dolores semejantes. No podía dejar de sentir pena por ellos, pero igual, no justificaba el crimen que habían cometido.

La culpa amenazaba con dominarlo. Culpa por tener en sus manos la verdad que evitaría el dolor y sufrimiento de otro ser humano. No podía vivir con ese peso en el alma. Debía arrancarlo de su corazón y de su vida.

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