Latido del corazón © [Complet...

By KralovnaSurovost

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Sebastián Videla poseía los ojos de un demonio melancólico, tan frágil y dañado que Ángela nunca recuperó lo... More

Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Anexo, Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
II Parte
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Anexo, Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Anexo, Capítulo 40
Capítulo 41
III Parte
Capítulo 42
Primera carta
Capítulo 43
Segunda carta
El Malo
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Anexo, Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Epílogo
Agradecimientos
Capítulo extra
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Fotografías del libro en papel

Tercera carta

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By KralovnaSurovost

Ubicación desconocida.

Hay algo maravilloso en la esencia humana que nos incita a pecar. No es la falta de discernimiento entre el bien y el mal, sino la necesidad de probar aquello sobre lo que la gente pregona tanto. ¿Por qué hablarían de la maldad si no hubiera algo que deleitar en ella? Tentarse es inherente a nuestra naturaleza y la necesidad puede devorar la conciencia de cualquier ser racional. Pude comprobarlo con mis propios ojos el día de hoy, un milagro aconteciendo como regalo de misericordia divina, o un genuino acto malvado.

Hablo de ti a tal punto que todos te conocen. Grito tu nombre tan a menudo que aquellos quienes me rodean han comenzado a implorarte también, como una oración durante años extraída desde lo más oscuro del corazón que al fin fue escuchada. Uno de mis enfermeros de cincuenta años, cuyo nombre he olvidado, conoce nuestra relación. Me inyecta mi medicina, me droga hasta callarme. Por años le hablé de ti mientras él ni siquiera me miraba, como si fueras solo un delirio de mi desesperación; pero le conté cada detalle, cada mirada y cada cruel giro de la designación. Le conté cuánto solía amarte, cuanto te sigo adorando.

Al principio escuchaba mis historias con irritación y oscuridad en sus ojos. Pasaron tantos años que perdí la cuenta, y mi enfermedad fue empeorando así que pasó más tiempo en mi habitación. Con cada día que transcurrió lo noté más demacrado; ojeras oscuras bajo los ojos, cabello caído y temblor en sus manos. Sin embargo, ni siquiera podía luchar conmigo mismo como para ayudar a alguien más. El enfermero mantenía sus ojos bajos, ya no con molestia sino con desesperanza. Aún ahogándome en mis demonios pude vislumbrar que los suyos propios lo estaban martirizando.

Entonces, sorpresivamente, comenzó a hablar. Dijo tantas cosas entre mis gritos que creí haberlas imaginado, pero su rostro se arrugó con furia mientras narraba cómo su esposa lo había abandonado y su hija se había suicidado. Me reclamó como si fuera mi culpa la manera en que su mundo se había arruinado. Incapaz de hablar, navegué entre la consciencia y el delirio por mucho tiempo; él se despedazaba frente a mí por momentos.

Fue ahí cuando entendí que el amor puede acabar con un ser humano, ya no podía culparte solamente a ti; estábamos predispuestos a hacernos daño. Aquel hombre podría ser mi padre pero compartíamos el mismo sufrimiento fresco, la desesperanza por una vida que parece una tortura constante. Mi enfermedad me sofocaba e incapacitaba la mayor parte del tiempo; él me hablaba mientras yo desvariaba. Nuestros papeles se habían invertido y aquel enfermero volcaba toda su pena sobre mí, pues sabía que yo podía entenderlo.

Creo que trabajar por más de treinta años en un hospital psiquiátrico hace mella en ti y, cuando tu vida se desmorona bajo tus pies, empiezas un descenso vertiginoso hacia la locura. Mi nuevo amigo y yo enloquecimos juntos, lo pude percibir aún en mi silencio y en las escasas veces cuando estuve cuerdo antes de recibir medicamento. No me hizo falta hablarle para notar que balbuceaba tantas incoherencias como yo; no entendía cómo le permitían a un enfermo mental trabajar cuidando a otros de su misma especie. Quizá pasó desapercibido hasta este momento.

Sentado sobre la cama y abrazando mis piernas, permanecí quieto y en silencio durante todo el día de hoy pensando en lo que fue de mi vida. Extrañando a mi madre, recordando la última sonrisa que me regaló antes de que su mano cayera fría por el cáncer; en tu madre, cómo siempre declaró que me amaba porque yo también era su hijo; y en ti, lo que no es una novedad. Pensé tanto que luego no encontré nada más en lo que pensar.

Hoy despidieron a mi enfermero del hospital, la última catástrofe para impulsarlo hacia el abismo. Llegó a mi habitación temprana la noche y creí que sería la misma rutina de siempre, pero entró a mi habitación con ojos rojos y temblor corporal. Iba a comentarle que me encontré sano durante todo el día y que podríamos hablar, pero escupió con sarna que su vida se había acabado. Que el infierno volvería a la tierra aquella noche y yo podría arder o irme con él. Me estaba ofreciendo una vía de escape, lo que tanto estuve esperando. Creí que estaba fantaseando otra vez con algo imposible, pero aquel hombre arrugado, sin carne en sus huesos y ojos vacíos fue la manera en la que mi propia locura se encarnizó para darme vía libre.

Llevé conmigo nuestra foto, Ángela, y nada más; dejé las cartas y los recuerdos de mis bramidos haciendo eco en las paredes. Atravesé la puerta de mi cuarto y escuché los gritos desesperados, aspiré el humo tóxico que venía desde el piso superior. Vislumbré las sombras creadas por las llamas en las paredes; su movimiento oscilante se atrevía a consumirlo todo. Miré en los ojos desorbitados de mi amigo y entendí a qué clase de infierno cruel se estaba refiriendo; los aullidos de la gente cocinándose viva en la planta de arriba fueron tan desesperantes que comencé a correr al igual que los demás.

Aquellos pacientes encerrados en sus habitaciones no pudieron escapar del fuego, nadie se tomó el tiempo de liberarlos. El viejo enfermero me llevó hasta una escalera de incendios y descendimos sin parar hasta llegar a la salida trasera del hospital. El humo era tanto que la tos amenazaba con expulsar los pulmones de mi pecho; mis ojos ardían a causa de los químicos y ni siquiera podía encontrar la manilla de la puerta. Tuvimos que empujar con fuerza para derribarla y así poder escapar. Caí sobre el césped plagado de cenizas y hierba ardiendo, me arrastré con los codos hasta llegar lejos y seguí tosiendo bajo el cielo nocturno, intentando desesperadamente que el aire fresco penetrara mi cuerpo.

«¡Levántate y corre!», gritó mi amigo enfermo, bañado por la luz dorada de las llamas, «¡Lárgate de aquí antes de que la policía llegue! Y borra de tu memoria todo lo que sucedió esta noche, incluido mi nombre».  Asentí. Lo vi correr colina abajo hasta que desapareció dentro del bosque que se encontraba al final de la calle. Me encontraba tan desorientado que apenas podía creer lo que estaba pasando; apenas diez minutos antes me encontraba sentado en mi habitación sintiendo mi vida pasar y ahora escuchaba cómo acababa la de los demás.

Me levanté a pesar del mareo y de lo inestable que se encontraba mi cuerpo. Vestía una bata azul pero no sentía frío; el sudor perlaba mi frente debido a la ráfaga de calor ardiente emanando del edificio a menos de diez metros. No podía creer lo que mis ojos veían, cómo la infraestructura se iba consumiendo lentamente por el fuego; los pilares de madera rompiéndose y el suelo de los pisos partiéndose por la mitad. El Hospital era tan grande que comenzó a desplomarse por sectores, y estuve convencido de que alguien además de nosotros tuvo que haber podido escapar. Era imposible que los enfermeros y doctores que allí se encontraban no pudieran huir a tiempo.

El fuego crepitó y escuché cómo todo un sector entero se derrumbó. Los gritos aumentaron a tal punto que tuve que cubrirme los oídos con las manos e inclinarme suplicando que se callaran. Pedían auxilio pero yo no podía salvarlos; tampoco era culpable de su muerte, me repetí sin cesar. Yo no los había sentenciado, fue aquel hombre que en su enfermedad, tan parecida a la mía, decidió vengarse del mundo que todo se lo había arrebatado.

Necesitaba moverme, el hospital se hallaba diez kilómetros fuera de la ciudad. Había pasado años de mi vida allí encerrado; no sabía qué fecha era, tan solo recordaba el año y mi pasado. Respirar el aire del bosque era extraño, y mirar al cielo y deleitarme con la luna debió haber sido mi primer deseo pero me encontraba paralizado. Sentía una opresión en el pecho al escuchar el llanto de las vidas perdiéndose unas tras otras, cientos de personas ahora calcinadas. Me mareé, caí sobre la tierra y observé la brillante masa de fuego despedir un humo que contaminaba las estrellas. El calor se volvía más sofocante y llegó un punto donde volví a tener problemas para respirar. El fuego se estaba expandiendo como si hubiese pasado tanto tiempo como yo deseando su libertad.

Me cubrí la boca con las manos y empecé a descender por la colina. No me dirigí hacia el bosque, donde el enfermero se camufló con las sombras y fundió su oscuridad con la de la noche; me encaminé calle arriba, buscando entre mis recuerdos cómo era la ciudad en la que crecí. Tenía que volver con cautela, no ser descubierto por los bomberos ni la policía. Caminé durante tanto tiempo que al caer al suelo creí que nunca volvería a levantarme, pero palpé mi fuerza interior y acepté la luz argentada de la luna. Llevaba tanto tiempo sin verla que fue una dulce compañera de viaje.

Caminé por diez kilómetros, cayendo y arrastrándome. Levantarme hacía temblar mis huesos y la tos ocasional me ayudaba a expulsar el humo de mis pulmones. Llegué a las afueras de la ciudad sorprendido al divisar, aún en la noche, cuánto se había transformado. El tiempo no pasa en vano, lo sé ahora, apreciando los nuevos carteles, edificios altos, los autos modernos y los flamantes vestuarios. La humanidad sigue cambiando y cada persona fuera de aquel hospital psiquiátrico me ha olvidado.

Pero estoy de vuelta, la vida dejará de abandonarme en sus anaqueles extraviados. Me concedieron la libertad y el momento por fin ha llegado. En mi puño aprisiono nuestra foto juntos, lo único que ha escapado conmigo de aquel infierno. Te la devolveré personalmente, me encargaré de traer nuestro pasado de vuelta a tus manos. Vas a pensar que he muerto como todos los demás, te alegrarás creyendo que desaparecí de tu vida para siempre... pero estás equivocada.

No me encuentro cuerdo en este momento, preciosa mía, pero tú tampoco lo estás si crees que me has olvidado.

Pregunta: Si pudieran cambiar un momento de la novela, solo uno, ¿cuál sería? ¡Piénsenlo bien! Como si ustedes fueran las autoras. Muero de ansias por leer sus respuestas.

¡Besos!



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