Latido del corazón © [Complet...

By KralovnaSurovost

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Sebastián Videla poseía los ojos de un demonio melancólico, tan frágil y dañado que Ángela nunca recuperó lo... More

Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Anexo, Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
II Parte
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Anexo, Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Anexo, Capítulo 40
Capítulo 41
III Parte
Capítulo 42
Primera carta
Capítulo 43
Segunda carta
El Malo
Capítulo 44
Tercera carta
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Anexo, Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Epílogo
Agradecimientos
Capítulo extra
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Fotografías del libro en papel

Capítulo 45

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By KralovnaSurovost

Apoyada en la puerta del baño, mordía mi labio inferior para contener una enorme sonrisa. Traian se encontraba acuclillado junto a la pequeña bañera rosa de plástico que compramos especialmente para la bebé; el agua le llegaba a Perssia hasta la cintura mientras que su padre tenía la camisa empapada y adherida a su cuerpo. Perssia rió y golpeó el agua con sus manos, provocando que un nuevo chapuzón impactara a su padre.

—¿Quién está bañando a quién? —cuestioné.

Despegó la mirada de ella y se limpió el rostro con una mano. Por un segundo me distraje observando las gotas de agua que resbalaban por su mandíbula y trazaban ríos húmedos en su cuello.

—Tiene mucha energía esta noche —informó, su voz rasposa volviéndose más decadente gracias al eco de la habitación.

—Te dije que no le dieras ese puré de manzana en la tarde.

Ladeó la cabeza, sus palabras pretendían sonar frustradas pero una sonrisa divertida coronaba esos deliciosos labios:

—¿De verdad crees que soy capaz de decirle que no?

—Bueno, tenemos que aprender a resistir sus encantos o tendrá tatuajes y un auto antes de cumplir los dieciséis.

—Eso no va a pasar —espetó con dureza, transformándose en la representación gráfica de la furia apenas contenida.

Me sentí mal por haber arruinado aquel lindo momento trayendo pensamientos horribles a su cabeza, así que me enderecé y di un paso dentro de nuestro cuarto de baño. El suelo era de cerámica roja y las paredes blancas con incrustaciones decorativas de granito. No era pequeño en comparación a los que vimos en las casas que visitamos antes de comprar la nuestra, pero mi esposo hacía que cualquier lugar se asemejase a una casa de muñecas.

Sabía lo cansado que debía sentirse, tomando en cuenta lo pesado que era su cuerpo y aquella incómoda posición. Momentáneamente consideré que le vendría bien un masaje en la espalda y tomé nota mental para buscar el aceite de lavanda antes de irnos a dormir. Sería una sorpresa muy agradable y una excusa para que yo pudiese tocarlo, aunque no era como si la necesitara.

—¿Por qué no termino de bañarla? Ha sido un día agotador y tú hiciste el almuerzo hoy.

Frunció el ceño, mirando a la bebé. Tomó un vaso de plástico para echar agua tibia sobre su cabeza y lavar la espuma.

—Aún no consigo que lo diga.

Rodé los ojos. Traian estuvo todo el almuerzo presionando a Perssia para que dijera «papá». Ni siquiera tocó su comida porque la sostuvo en su regazo y la hizo reír con toda clase de gestos graciosos en su desesperación por que dicha palabra saliera de sus labios, pero lo único que conseguía era hacerla decir:

—Val.

Y yo reía con malicia, satisfecha de que, aunque no dijo «mamá», tampoco había dicho «papá». Nuestra hija no era un trofeo y adoraba a mi esposo con pasión, pero yo era la madre de Perssia y mi instinto me hacía amarla con mi vida entera; todo lo que me importaba en el mundo era ella y yo quería ser lo primero en su corazón. Por eso comprendía a Traian cuando la miraba como si quisiera poner el planeta bajo sus pies. No podía reprocharle lo flexible y consentidor que era cuando yo misma me volvía pura alegría y amor con solo mirarla abrir los ojos.

—Deja de presionarla, en algún momento lo dirá. Acaba de cumplir su primer año.

—Ya debería estar recitando epopeyas griegas para este momento.

Solté una carcajada y caminé hasta acuclillarme a su lado, apoyando mi cabeza en su brazo mientras lo observaba enjuagar la piel de Perssia con mucho cuidado. Si de él dependiera, se encargaría de la bebé solo y ni siquiera me permitiría mirarla. Era así de posesivo con ella, pero me identificaba con el sentimiento. Éramos papás osos, aunque yo era quien más se esforzaba por marcar los límites y criarla adecuadamente.

—A algunos bebés les toma más tiempo comenzar a hablar. Ni siquiera han terminado de salir todos sus dientes.

—Quiero escucharla llamarme. —Dejó caer la cabeza hacia delante, luciendo derrotado. Soltó un suspiro doloroso—. Que comience a necesitarme ahora y no me abandone por el resto de mi vida.

Envolví su brazo con los míos y apoyé con más fuerza mi mejilla contra su piel. Lo dijo con tanta desesperación que de pronto comprendí por qué su humor había estado algo oscuro el resto de la tarde, cuando Perssia se negaba a hacerle caso. No era por el hecho de que ella no dijera «papá», sino por un trauma mucho más profundo que la simple palabra; a causa de nuestro pasado, ambos temíamos que aquello tan hermoso fuera arrebatado lejos de nosotros. 

Lo entendí tanto que quise llorar por él y, aunque me contuve, no pude evitar que se quebrara mi voz.

—Ella no va a dejarnos, al menos por unos buenos años. Y con un padre tan maravilloso como tú, créeme que, aunque pueda, no va a querer alejarse de casa.

—La amo tanto —susurró, y su espalda se sacudió como si hubiera sollozado.

Lo escuché sorber por la nariz pero aún tenía la cabeza gacha. Ni siquiera recordaba la última vez que aquel hombre grande y fuerte como un roble había inclinado la cabeza para soltar una lágrima. Su voz sonaba varias octavas más bajas y titubeante, no repleta del optimismo y el control a los que estaba habituada. Pasaron varios segundos en los que no supe qué hacer.

Levanté la mirada y me encontré con los ojos de mi hija llenos de preocupación, sus pestañas caídas. Juntó las manos sobre su pecho y dejó de jugar con su patito amarillo. Permaneció en silencio y miró a su padre allí acuclillado, temblando por ella, por su miedo irracional a perderla. Sus labios rosados formaron un puchero y comenzó a soltar quejidos angustiados, incapaz de hablar para preguntar lo que pasaba pero sintiendo que algo iba mal con su papá.

—Traian Serbian —llamé suavemente. Al ver que no levantaba la cabeza, empujé su hombro hasta que se dejó caer sobre el suelo. Inmediatamente me escabullí entre sus piernas y me abracé a su pecho, enterrando mi cabeza en su cuello—. ¿Estás llorando?

Negó pero lo escuché sorber por la nariz, apoyando su barbilla sobre mi cabeza y encargándose de vigilar a Perssia mientras lo consolaba. Nos presioné juntos con más fuerza y me di un segundo parar respirar su aroma, el cual me recordaba al olor purificador de la tierra cercana a un río en medio del bosque. Llenaba mi espíritu con fortaleza, con una paz y una seguridad que necesité con desesperación en mi adolescencia. Mi vida como adulta era placentera y tan hermosa que daba gracias por ella cada mañana, aunque mi corazón se despedazara por la manifestación esporádica de ciertos fantasmas.

—No van a quitárnosla. La protegeré con mi vida si es necesario.

—No es solo Perssia. Eres tú, amor. ¿No te das cuenta? Eres mi pedazo de cielo en la tierra. No soy digno de ti ni de nuestra hija, y si quieres llevártela lejos, algún día...

—Eso no va a pasar —interrumpí tranquilamente, llena de certeza—. No hay un lugar en el que queramos estar si no es contigo. Te amo, Vasil Traian Martínez Serbian, aunque tu nombre completo mate mi deseo por ti.

Me alivié cuando lo escuché reír y sentí su pecho estremecerse bajo mi cuerpo. Me dio una palmada juguetona en el trasero y luego lo pellizcó como si tuviera todo el derecho de hacerlo.

—Mi nombre te encanta.

—No lo hace —bufé, echándome hacia atrás y observando el brillo juguetón volver a aquellos ojos de tormenta—. En serio, sabes que no lo hace.

—Estoy seguro, aunque lo niegues.

—Lo único que me agrada es que me recuerda tu ascendencia rumana y que mi hija tiene sangre europea también. Por lo demás, me alegra que todos te llamen Traian porque no puedo decir tu primer nombre sin echarme a reír.

—¡Deja de burlarte! Es un nombre tradicional. Y no es como que nuestra hija tenga un nombre común.

—Pero es un nombre precioso. —Me encogí de hombros, luego le saqué la lengua con inmadurez—. Y ella es hermosa. Puede llamarse como el imperio caído de Oriente Medio si así lo quiere.

Escuchamos que Perssia volvió a reír y chapotear en el agua, así que Traian ladeó la cabeza.

—Buen punto —aceptó finalmente—. Las mujeres como ustedes pueden tomar del mundo lo que quieran y nosotros solo podremos suplicar que se dignen a mirarnos.

Suspiré, exasperada.

—¡Estoy casada contigo! Tenemos una hija, un perro, una casa, un auto... No es como si necesitaras continuar seduciéndome. Ahórrate esa labia para las otras mujeres, yo no podría estar más capturada por tu red.

Solté un grito de sorpresa. Traian se lanzó hacia delante y me atrajo en sus brazos antes de colocarnos a ambos de pie. Me tambaleé y me aferré a sus bíceps. A punto estuve de echarme a reír pero me besó. Cerré los ojos y junté mis manos en la parte trasera de su cuello, colocándome en puntillas para poder rozarlo. Sonreía mientras me besaba, lo sentí contra mis labios, por lo que suspiré. No cabía la menor duda de que yo estaba hundida y sin retorno posible en las redes de seducción de aquel hombre.

Cuando nuestro beso finalizó, tan dulce y lento, me sentí flotar sobre nubes esponjosas de algodón de azúcar; y mis músculos cayeron, relajados. Era como si aquel beso fuera una dosis de droga que nublaba mi cerebro.

—A una mujer se la enamora todos los días —respondió por fin. Sus labios estaban rojos por nuestro beso, pero de igual manera mordisqueó el inferior antes de sonreír tímidamente—. Quiero que estés tan loca por mí que ni siquiera seas capaz de mirar a alguien más.

—Oh, créeme, ninguna mujer puede ver a otro hombre cuando tú estás cerca.

—Más te vale que así sea. —Me volvió a besar.

Escuchamos una risa infantil y nos separamos con dos enormes sonrisas que amenazaban con partir nuestros rostros a la mitad. Giramos y observamos la picardía que moraba en los ojos de Perssia a tan corta edad. Ella era muy inteligente con solo un año, aún no hablaba pero su empatía era impresionante cuando se trataba de mí y de su padre. Quizá no entendía lo que pasaba la mayoría del tiempo, pero ella sentía la angustia, el amor, la tristeza, la alegría o  cualquier otra emoción que impregnara el ambiente y reaccionaba en consecuencia.

Traian caminó hacia ella y la alejó del agua tibia, dejando olvidado su patito de goma. La envolvió con cuidado en su toalla y la cargó con una sonrisa, acercándola a mí. Entonces le preguntó al oído, como si fuera un secreto:

—Mamá es hermosa, ¿verdad? —Aceptó su aplauso y su risa como una afirmación. Le informó con seriedad—: Tú eres exactamente igual, su copia idéntica. Vas a causarme muchos dolores de cabeza cuando crezcas.

—¡Oye! —reproché, sonriendo tanto que mi rostro dolía.

—Y tienes prohibido tener novio.

—¿Hasta cuándo?

Frunció el ceño, mirándola un instante y luego indicándome:

—Está prohibido, punto. No va a pasar mientras yo viva.

—Me alegra tanto que me tenga a mí para ayudarla, sino se volvería loca con tu sobreprotección.

—Ustedes son demasiado dulces para su propio bien —dijo, como si fuera un gran problema—. Y ahora vamos a ponerte la pijama y te irás directo a la cama.

Perssia hizo un puchero de decepción. El divertido espectáculo que le estaban brindando sus padres había terminado.

Eran pasadas las diez de la noche y el cielo se estaba cayendo a pedazos. Una tormenta comenzó hacía más de una hora y con el paso del tiempo, aunque yo insistía en que iba a disminuir, solo aumentó su furia. Me encontraba acurrucada sobre el pecho desnudo de Traian, quien había caído dormido en cuanto terminé de hacerle el masaje. Por un momento me cuestioné si tendría frío pero parecía muy a gusto y no quise despertarlo. Difícilmente se le veía descansar como debía, trabajaba mucho en casa y el doble en la agencia de seguridad, así que odiaba interrumpir su sueño.

Giré con cuidado y miré la cuna de Perssia. Se encontraba justo debajo de la ventana, y el duro golpe de la lluvia, más que molestarla, parecía arrullarla. En eso también se parecía a su padre; ambos dormían sin molestarse por los truenos que estallaban en el cielo. Yo, en cambio, saltaba un poco con cada explosión de la tormenta y me acercaba más a mi esposo. Nuestro nicho era cálido y acogedor pero algo me inquietaba. No sabía si eran los ruidos que me destrozaban los nervios o la preocupación de que se viera afectada la infraestructura de la casa. 

Miraba los minutos pasar en el reloj, vestida con una vieja bata de maternidad y los enormes calcetines de Traian. Media hora después, aún sin poder conciliar el sueño, decidí bajar a la cocina y tomar un vaso de leche tibia, un truco que empleaba mamá cuando era niña. Me coloqué una sudadera del armario y me abracé a mí misma para darme algo de calor. Hacía tanto frío que me sorprendí al no congelarme cuando comencé a descender los primeros escalones.

Quince minutos después, cuando acabé de lavar mi vaso y apagué las luces de la cocina, estaba lista para volver a la cama junto a mi familia. Tomé la barandilla de la escalera y subí el primer escalón. 

Fue entonces cuando el timbre sonó.

Permanecí inmóvil. Pude haberme confundido con tanta lluvia, haberme imaginado aquel sonido. Los segundos pasaron y no se escuchó nada más que mi respiración acelerada. Entonces aplaqué mi miedo y me dije que era una fantasía nocturna. No había nadie en el umbral de la puerta a mis espaldas, menos en un momento tan grotesco como aquella noche oscura y solitaria. Todos los vecinos se habían refugiado en casa y la niñera de Perssia, una mujer de cincuenta años que era amiga de mi madre y que yo conocía desde mi infancia, llegaría hasta el lunes por la mañana. No había que temer, decidí volver a la cama.

Estaba subiendo el último escalón cuando el timbre volvió a sonar. Mi interior se llenó de un frío inusual. En la boca de mi estómago se alojó un mal presentimiento, revolviendo el líquido que acababa de tomar. No lo había imaginado aquella vez, fue claro para mí que alguien desconocido estaba allí afuera y quería entrar.

Presioné con fuerza la barandilla de la escalera, debatiéndome si despertar o no a Traian. Estaba asustada aunque nunca lo admitiría en voz alta; no esperaba a nadie y dudaba que una persona respetable apareciera a aquella hora sin avisar. El timbre no podía seguir sonando o eventualmente despertaría a Perssia. Y quizá fuera alguna persona que se había varado y necesitaba ayuda, pero mi temor no cedía, solo parecía aumentar con cada segundo que pasaba. Estaba paralizada y sabía que con solo un par de pasos me refugiaría en los brazos de mi esposo, pero eso era injusto, no tenía por qué despertarlo solo porque yo era una cobarde irracional. Ya era una adulta, una madre, no podía tenerle miedo a nada, y si lo hacía, pues era mi deber lugar contra el temor por mi hija.

Suspiré, en ese instante el timbre sonó una tercera vez. El visitante no se iría, lo cual me hizo sentir una frialdad mayor. Debía actuar aunque las sombras que lo cubrían todo presagiaran lo peor. Bajé la escalera con rapidez y, antes de llegar a la puerta, deseé con toda mi alma que Traian estuviese despierto. Me sentía tan vulnerable que me sorprendía que mis manos no comenzaran a temblar.

Nuestra puerta no tenía una mirilla para saber quién estaba afuera. Inhalé valor antes de digitar el código y desactivar la alarma del sistema de seguridad tan riguroso, que Traian se había encargado de instalar aunque afectara nuestro presupuesto. Tomé la perilla de la puerta y me dije que estaba siendo paranoica por la falta de sueño, no había nada terrorífico, los escalofríos eran completamente infundados.

Abrí la puerta e instantáneamente el ruido de la lluvia se volvió más fuerte, cosa que habría creído imposible. El vendaval sacudió mi pelo y me hizo tiritar de inmediato, cuestionándome otra vez quién creería que aquel clima cerca de la medianoche sería oportuno para salir a dar un paseo.

Sostuve la puerta abierta solo lo necesario para mirar hacia afuera, una rendija muy pequeña. Mis ojos se tomaron su tiempo antes de adaptarse a la oscuridad; entonces, mi corazón se lanzó hacia delante con horror y un vacío se abrió en mi estómago. Sentí que mis brazos perdían fuerza y la habitación comenzaba a dar vueltas. No sabía lo que estaba pasando con mi cuerpo, pues mi cerebro se concentraba en una única cosa que no lograba asimilar.

Una silueta alta y negra se encontraba de pie frente a mí. Llevaba puesta una capucha sobre su cabeza y podía escuchar el agua que escurría de cada parte de su cuerpo. La lluvia creaba un manto impenetrable a su espalda y la calle se mostraba tan desolada que me pregunté si alguien me escucharía gritar.

—Buenas noches, Ángela. —Dio un paso adelante, ahora visible bajo la luz que emitía el teclado del sistema de seguridad—. Perdona que viniera tan tarde. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que nos vimos, ¿no es verdad?

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