Cumbres borrascosas

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La poderosa y hosca figura de Heathcliff domina Cumbres Borrascosas, novela apasionada y tempestuosa cuya sen... More

CAPÍTULO PRIMERO
CAPÍTULO II
CAPÍTULO III
CAPÍTULO IV
CAPÍTULO V
CAPÍTULO VI
CAPÍTULO VII
CAPÍTULO VIII
CAPÍTULO IX
CAPÍTULO X
CAPÍTULO XI
CAPÍTULO XII
CAPÍTULO XIII
CAPÍTULO XV
CAPÍTULO XVI
CAPÍTULO XVII
CAPÍTULO XVIII
CAPÍTULO XIX
CAPÍTULO XX
CAPÍTULO XXI
CAPÍTULO XXII
CAPÍTULO XXIII
CAPÍTULO XXIV
CAPÍTULO XXV
CAPÍTULO XXVI
CAPÍTULO XXVII
CAPÍTULO XXVIII
CAPÍTULO XXIX
CAPÍTULO XXX
CAPÍTULO XXXI
CAPÍTULO XXXII
CAPÍTULO XXXIII
CAPÍTULO 34

CAPÍTULO XIV

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En cuanto leí esta epístola, fui al amo y le informé de que su hermana había llegado a las Cumbres, y que me había mandado una carta expresando su pesar por el estado de la señora Linton, y su ardiente deseo de verla, con la súplica de que le trasmitiera, lo antes posible, por mi intermedio, alguna muestra de perdón.

—¡Perdón! —dijo Linton—. No tengo nada que perdonarle, Elena. Puede usted ir a Cumbres Borrascosas esta tarde, si quiere, y le dice que no estoy enfadado, triste por haberla perdido, especialmente porque no puedo creer que llegue a ser feliz. No obstante, está fuera de toda consideración que yo vaya a verla; estamos separados para siempre y, si ella realmente me quiere complacer, tiene que convencer al villano con quien se ha casado de que deje el país.

—¿Y usted no le escribirá una breve nota, señor? —le pregunté en tono de súplica.

—No, es inútil. Mi comunicación con la familia de Heathcliff tiene que ser tan escasa como la de él con la mía: inexistente.

La frialdad de Edgar me deprimió mucho. Y todo el camino desde la Granja me devanaba los sesos de cómo podría yo poner más calor en lo que dijo, cuando se lo repitiera a Isabela, y cómo suavizar su negativa de escribir unas pocas líneas para consolarla.

Aseguraría que me había estado esperando desde la mañana. La vi mirando por la celosía cuando yo llegaba por el camino del jardín, le hice una seña, pero se retiró, como si temiera ser vista.

Entré sin llamar. Nunca se vio tan desoladora y triste escena como lo que presentaba aquella casa, en otro tiempo tan alegre. He de confesar que, si hubiera estado en el lugar de la señora, yo por lo menos hubiera barrido el hogar y limpiado el polvo de las mesas. Pero ella ya participaba del contagioso espíritu de abandono que la rodeaba. Su lindo rostro estaba pálido e indiferente, su cabello desrizado, algunos mechones lacios colgando, y otros mal trenzados, alrededor de la cabeza. Probablemente no se había cambiado de ropa desde la tarde anterior.

Hindley no estaba allí. El señor Heathcliff, sentado ante una mesa, andaba con unos papeles de su cartera. Se levantó cuando yo entré, me preguntó muy amable cómo estaba, y me ofreció una silla.

Era el único ser que allí había de buen aspecto, y creo que mejor que nunca.

Las circunstancias habían alterado tanto sus posiciones que él hubiera parecido a cualquier extraño un caballero bien nacido y bien criado, y su mujer una auténtica desaliñada.

Vino hacia mí ansiosa por saludarme y me tendió una mano como para coger la esperada carta. Moví la cabeza. No entendió mi seña, sino que me siguió a un aparador a donde iba a dejar mi capota, y me instó en un murmullo a que le diera lo que había traído. Heathcliff entendió el significado de su maniobra y dijo:

—Si tienes algo para Isabela, que sin duda lo tienes, Neli, dáselo. No has de hacer de eso un secreto; no tenemos secretos entre nosotros.

—No tengo nada —repliqué, pensando que era mejor decir desde el primer momento la verdad—. Mi amo me rogó que dijera a su hermana que no espere, de momento, ni carta ni visita suya. Él le envía su cariño, señora, y hace votos por su felicidad, y su perdón por el dolor que le ha ocasionado. Pero cree que a partir de ahora su casa y esta casa deben suprimir toda intercomunicación, porque nada bueno resultaría de mantenerla.

A la señora Heathcliff le temblaron ligeramente los labios y se volvió a su asiento junto a la ventana. Su marido se colocó cerca del hogar, a mi lado, y empezó a hacerme preguntas referentes a Catalina. Le conté todo lo que me pareció oportuno respecto a su enfermedad, pero él me sacó, como si fuera en careo, la mayoría de los hechos relacionados con el origen de aquélla.

Yo la culpé, como se merecía, de haberla provocado ella misma, y terminé diciendo que esperaba que él seguiría el ejemplo del señor Linton y evitaría futuras interferencias con su familia, para bien o para mal.

—La señora Linton está ahora convaleciente —dije—. No volverá a ser la que fue, pero su vida se ha salvado, y, si usted siente realmente algún afecto por ella, tiene que evitar volver a cruzarse en su camino. Aún más, debiera usted salir del país definitivamente, y para que usted no lo lamente le informaré de que su Catalina Linton es tan distinta de su antigua amiga Catalina Earnshaw, como esta señora de mí. Su aspecto ha cambiado mucho, pero su carácter mucho más; y la persona que está destinada, necesariamente, a ser su compañero, mantendrá su cariño de ahora en adelante, por el recuerdo de lo que una vez fue, por simple humanidad, o por sentido del deber.

—Es posible —observó Heathcliff, esforzándose por parecer tranquilo—; es muy posible que tu amo no tenga nada en qué apoyarse sino pura humanidad o sentido del deber. ¿Pero te imaginas que yo puedo abandonar a Catalina al deber o la humanidad de Linton? ¿Y puedes comparar mis sentimientos respecto a Catalina con los de él? Antes de que salgas de esta casa tengo que sacarte la promesa de que me procurarás una entrevista con ella: consientas o te niegues, yo la veré. ¿Qué dices?

—Digo, señor Heathcliff, que no debe, que nunca lo hará por mi mediación. Otro encuentro entre usted y el amo acabaría por matarla.

—Con tu ayuda esto se puede evitar, y si hubiera peligro de tal cosa, si fuera él la causa de añadir una pena más a su existencia... bien, creo que estaría justificado que yo llegara a un último extremo. Quisiera que fueras lo bastante sincera como para decirme si Catalina sufriría mucho si le perdiera; el temor de que así fuera es lo que me contiene: ya ves la diferencia entre nuestros sentimientos. Si él estuviera en mi lugar y yo en el suyo, aunque le odiara con un odio que convirtiera mi vida en hiel, nunca hubiera levantado la mano contra él. Puedes no creerme, si quieres, nunca le hubiera echado de su compañía, mientras ella la deseara. En el momento en que el afecto desapareciera, yo le hubiera arrancado el corazón y bebido su sangre. Pero hasta entonces —si no me crees es que no me conoces— me hubiera dejado morir a pedazos antes de tocar un solo pelo de su cabeza.

—Sin embargo —interrumpí—, no tiene usted escrúpulos de destruir toda esperanza de su completo restablecimiento, introduciéndose en su memoria, ahora que ya casi le había olvidado a usted, y envolverla en un nuevo tumulto de discordias y disgustos.

—¿Tú crees que casi me ha olvidado? Neli, tú sabes que no. Tú sabes tan bien como yo, que por cada pensamiento que le dedica a Linton, me dedica mil a mí. En la época más desgraciada de mi vida tuve una idea de este tipo; me asediaba el verano pasado cuando volví a esta tierra, pero sólo si ella me lo asegurara podría admitir de nuevo tan horrible idea. Entonces Linton no sería nada, ni Hindley, ni todos los sueños que alguna vez soñé. Dos palabras comprenderían mi futuro: muerte e infierno. La vida, después de haber perdido a Catalina, sería infierno. Fui un loco en imaginarme, ni por un momento, que ella valoraba el cariño de Edgar Linton más que el mío. Aunque él la amase con toda la fuerza de su mezquino ser, no la amaría tanto en ochenta años como yo en un día. Catalina tiene un corazón tan profundo como el mío: tan fácil sería meter el mar en aquella artesa como que todo el cariño de Catalina fuera acaparado por él. Apenas la quiere poco más que a su perro, o a su caballo. No está en su poder que le ame como a mí. ¿Cómo puede amar en él lo que no tiene?

—Catalina y Edgar se quieren como cualquier pareja se puede querer —gritó Isabela con repentina vivacidad—. Nadie tiene derecho a hablar de esta manera y no voy a escuchar en silencio que se desprecie a mi hermano.

—Tu hermano te quiere a ti muchísimo, ¿no es verdad? —observó Heathcliff con sorna—. Te echa al mundo a la deriva con sorprendente presteza.

—Él no sabe lo que sufro. No se lo he contado.

—Tú le has contado algo, tú le has escrito, ¿no?

—Para decirle que me había casado, le escribí, tú viste la nota.

—¿Y nada más, desde entonces?

—No.

—Mi señorita parece tristemente desmejorada con su cambio de estado. Necesita el amor de alguien, evidentemente, de quién, me lo imagino, pero mejor que no lo diga.

—Yo me imagino que el suyo propio. ¡Está degenerando en una puerca! Se ha cansado muy pronto de intentar complacerme. Tú no lo creerás, pero al día siguiente de nuestra boda ya estaba llorando por irse con su familia. Sin embargo, se acomodará mejor a esta casa al no ser demasiado limpia, cuidaré de que no me deshonre correteando por ahí fuera.

—Bien, señor —repliqué—, espero que usted comprenda que la señora Heathcliff está acostumbrada a que se la atienda y se la sirva, que ha sido educada como hija única a quien todos estaban dispuestos a servir. Debe usted permitir que tenga una criada para que ponga las cosas en orden a su alrededor, y debe usted tratarla con amabilidad. Cualquiera que sea la idea que usted tenga del señor Linton, no puede usted dudar de que ella tiene gran capacidad para querer, de lo contrario no hubiera dejado la elegancia, comodidades y amigos de su casa, para establecerse contenta en un desierto como este, con usted.

—Ella los abandonó bajo una ilusión, se imaginó en mí a un héroe de novela, y esperando ilimitadas concesiones de mi caballeresca devoción. Apenas puedo mirarla a la luz de una criatura racional, con tanta pertinacia ha insistido en formarse una fabulosa idea de mi carácter, y en obrar según las falsas ideas que acariciaba. Pero, al fin, creo que empieza a conocerme. Ya no observo aquellas estúpidas sonrisas y muecas que me irritaban al principio, y la increíble capacidad de discernir que yo hablaba en serio cuando le di mi opinión de su encaprichamiento, y de ella misma. Fue un magnífico esfuerzo de perspicacia el descubrir que no la amaba. Creí en algún momento que no habría lecciones que le pudieran enseñar esto, y aún están mal aprendidas, porque esta mañana anunció, como una pavorosa noticia, que yo había conseguido que ella me odiara. ¡Un verdadero trabajo de Hércules, te aseguro! Si eso se consigue tendré que darle las gracias. ¿Puedo confiar en tu afirmación, Isabela? Si te dejo sola medio día, ¿no vendrás a mí con suspiros y zalamerías? Estoy seguro de que preferirías que yo me hubiera mostrado todo ternura delante de ti. Hiere el orgullo exponer la verdad. Pero no me importa que se sepa que la pasión estaba sólo de una parte, y yo nunca le mentí en esto. No me puede acusar de haberle mostrado la más pequeña engañadora ternura. Lo primero que me vio hacer al salir de la Granja fue ahorcar el perrito, y cuando intercedió por él, mis primeras palabras fueron para expresar mi deseo de ahorcar a todo ser que perteneciera a los Linton, excepto uno: acaso ella creyó ser esta excepción. Ninguna brutalidad le repugnaba, supongo que tiene una innata admiración por ella, siempre que su preciosa persona quedara a salvo de daño alguno. ¿No es el colmo de lo absurdo, de genuina idiotez, en esa despreciable, servil y ruin criatura soñar que yo pudiera amarla? Dile a tu amo, Neli, que yo nunca, en toda mi vida, me he tropezado con un ser tan abyecto como ella; hasta deshonra el nombre de los Linton. Alguna vez me suavicé, por pura falta de inventiva, en mis experimentos sobre lo que ella podía soportar, y se arrastraba con vergonzoso servilismo. Pero dile también para tranquilizar su corazón de hermano y de magistrado, que yo me mantengo estrictamente dentro de los límites de la ley. He evitado, hasta ahora, darle el mínimo pretexto para pedir una separación, y lo que es más, ella no le agradecería a nadie que nos separara. Si se quiere ir que se vaya; la incomodidad de soportar su presencia sobrepasará la satisfacción que se deriva de atormentarla.

—Señor Heathcliff, habla usted como un demente, y lo más probable es que su esposa esté convencida de que está loco, y por esta razón le ha soportado hasta aquí, pero ahora que dice que se puede ir, sin duda aprovechará el permiso. Usted no está tan embrujada, señora, como para permanecer con él por su propio acuerdo.

—Cuidado, Elena —contestó Isabela, con los ojos brillantes de ira, no había duda, por su expresión, del total éxito de las palabras de su consorte intentando hacerse aborrecer—. No se crea ni una sola palabra de lo que dice. Es un diablo embustero, un monstruo, no un ser humano. Ya me dijo antes que me podía ir, y lo intenté, pero no me atreveré a repetirlo. Sólo, Elena, prométame que no mencionará ni una sola sílaba de esta infamante conversación a mi hermano o a Catalina. Lo que sea que Heathcliff aparente, lo que quiere es llevar a Edgar a la desesperación: dice que se ha casado conmigo con propósito de adquirir poder sobre él, y no lo conseguirá, ¡antes la muerte! Sólo espero, y ruego, que olvide su diabólica prudencia y me mate. El único goce que puedo imaginar es morirme, o verle muerto a él.

—Bien, ya basta por ahora —dijo Heathcliff—. Si te llaman en un juicio a declarar, recordarás su lenguaje, Neli. Mira bien su semblante, se acerca al punto que me conviene. No estás para cuidarte de ti misma, Isabela, y ahora, puesto que soy tu protector legal, te tengo que retener bajo mi custodia, por muy desagradable obligación que sea. Vete arriba, tengo que decirle algo en privado a Elena Dean. Por ahí no, ¡sube, te digo! sí, este es el camino hacia arriba, niña.

La cogió, la echó de la habitación y volvió murmurando:

—¡No tengo compasión! ¡No tengo compasión! Cuanto más se retuercen los gusanos más deseo sacarles las entrañas. Es como una dentición moral, trituro con mayor energía cuanto más aumenta el dolor.

—¿Usted entiende lo que significa la palabra compasión? —dije, apresurándome a coger mi capota—. ¿Sintió usted alguna vez un toque de compasión en la vida?

—¡Deja eso! —interrumpió, dándose cuenta de mi intención de marcharme—. No te vayas todavía. Ven aquí Neli: tengo que convencerte u obligarte a que me ayudes a cumplir mi decisión de ver a Catalina, y sin demora. Te juro que no intento ningún daño. No deseo causar perturbación, o exasperar, o insultar al señor Linton: sólo quiero saber por ella misma cómo está, y por qué ha estado enferma, y preguntarle si podría yo hacer algo que le fuera útil. La noche pasada estuve en el jardín de la Granja seis horas, y volveré esta noche, y rondaré el lugar cada noche, hasta que encuentre la oportunidad de entrar. Si Edgar Linton me encuentra, no dudaré en tirarle al suelo y pegarle lo bastante para asegurarme su aquiescencia mientras yo esté allí. Si sus criados se me oponen les amenazaré con estas pistolas. Pero será mejor no entrar en contacto con ellos ni con su amo. Y tú lo puedes hacer tan fácilmente: yo te aviso cuando llegue, entonces tú me dejas entrar sin ser visto, y vigilas hasta que yo me vaya. Tú con la conciencia tranquila, porque así evitarás una desgracia.

Me negué a desempeñar el papel de traidor en la casa de mi amo, además insistí en su crueldad y egoísmo al destruir la tranquilidad de la señora Linton por su satisfacción.

—El incidente más normal la trastorna penosamente; es toda nervios y no podría soportar la sorpresa, estoy segura. No insista, señor, de lo contrario tendré que informar a mi amo de sus planes, y tomará medidas para asegurar su casa y sus habitantes de tan injustificada intromisión.

—En ese caso, yo tomaré las medidas para asegurarme de ti, mujer: no saldrás de Cumbres Borrascosas hasta mañana por la mañana. Es un cuento necio el decir que Catalina no podría soportar el verme y, en cuanto a sorprenderla, yo no lo deseo, tienes que prepararla, preguntarle si puedo entrar. Tú dices que nunca menciona mi nombre, ni nadie le menciona el mío. ¿A quién me va a mencionar si estoy prohibido en la casa? Ella cree que todos sois espías de su marido; estoy seguro de que está en un infierno entre vosotros. Me imagino por su silencio, más que por nada, lo que ella siente. Tú dices que a menudo está inquieta y muestra ansiedad, ¿es esto prueba de sosiego? Tú hablas de que su mente está alterada, ¿cómo puede ser de otra manera en su espantoso aislamiento? Y esa insípida y mezquina criatura que la atiende por deber y humanidad... ¡Por compasión y caridad! Igual podría plantar un roble en un tiesto y esperar que medre, como imaginar que su mujer puede recobrar su vigor en la tierra de sus hueros cuidados. Vamos a arreglar esto ahora mismo: ¿tú te quedas aquí y yo me abro paso hasta Catalina luchando contra Linton y sus criados? ¿O quieres ser mi amiga, como has sido hasta ahora, y hacer lo que te pido? Decide, porque no hay motivo en demorarme ni un minuto más si persistes en tu terca malquerencia.

Bien, señor Lockwood. Discutí, protesté y me negué en redondo cincuenta veces. Al fin me obligó a llegar a un acuerdo. Me comprometí a llevar a mi señora una carta suya, y, si ella consentía, le prometí avisarle la próxima vez que Linton se ausentara de casa, cuándo podría venir y entrar como pudiera. Yo no estaría y mis compañeras de servicio también estarían ausentes.

¿Hice bien o mal? Me temo que mal, aunque con prudencia. Pensé que evitaba otro estallido con mi intervención, y pensé también que podría originar una crisis favorable en la enfermedad mental de Catalina. Entonces recordé los serios reproches del señor Linton por ir con cuentos, y traté de ahuyentar toda inquietud sobre el asunto, asegurándome reiteradamente que esa deslealtad, si merecía tan duro nombre, sería la última. No obstante, mi regreso a casa fue más triste que mi viaje de ida. Y muchos temores me asaltaron antes de convencerme a mí misma de poner la misiva en manos de la señora Linton.

Pero aquí está Kenneth, voy a bajar a decirle que está usted mucho mejor. Mi historia es triste, pero aún nos servirá para entretener otra mañana.

Triste y aburrida, pensé cuando la buena mujer bajó a recibir al doctor, y no precisamente del estilo que yo hubiera escogido para divertirme. Pero no importa. Sacaré saludables remedios de las hierbas amargas de la señora Dean, y sobre todo me guardaré de la fascinación que acecha en los brillantes ojos de Catalina Heathcliff. Sería un caso curioso si yo entregara mi corazón a esa joven y la hija resultara ser la segunda edición de la madre.

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