Latido del corazón © [Complet...

By KralovnaSurovost

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Sebastián Videla poseía los ojos de un demonio melancólico, tan frágil y dañado que Ángela nunca recuperó lo... More

Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Anexo, Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
II Parte
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Anexo, Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Anexo, Capítulo 40
Capítulo 41
III Parte
Capítulo 42
Primera carta
Segunda carta
El Malo
Capítulo 44
Capítulo 45
Tercera carta
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Anexo, Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Epílogo
Agradecimientos
Capítulo extra
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Fotografías del libro en papel

Capítulo 43

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By KralovnaSurovost

—¿Con quién intercambias tantos mensajes?

Valerie se hallaba sentada en la cama matrimonial que Traian y yo compartíamos, su teléfono a la altura del rostro mientras tecleaba. No había pronunciado palabra desde que me acompañó dentro de la habitación para cambiarle el pañal a Perssia, cerca del final de la fiesta.

A pesar de que insistí en arreglar para la bebé una de las cuatro recámaras de la casa, decorando con tonos pastel y pegando siluetas de tiernos animales como jirafas y elefantes en las paredes, después de haber invertido horas en hallar el tipo adecuado de pintura para la habitación y en asegurar la estancia para que Perssia no corriera ningún riesgo de aquí a veinte años en el futuro, en el momento en el que la decoradora de interiores recibió su pago y cerró la puerta de nuestra casa, Traian giró hacia mí y manifestó:

—Quiero que duerma con nosotros.

—No puedes estar hablando en serio.

—Es un bebé, no puede estar solo en ningún momento. ¿Cómo pretendes que duerma aquí?

—Cariño —me encontraba sin palabras, contrita ante la severidad de su semblante y la rudeza con la que hablaba—, nuestra habitación está justo al lado. Tenemos tres monitores para bebé y dijiste que ibas a instalar cámaras de seguridad. ¿No te parece suficiente?

—No —respondió, cruzándose de brazos y distrayéndome con el camino de venas que se remarcaba sobre su piel. El día de aquella discusión llevaba puesta una camiseta gris que hacía maravillas con sus ojos y mantenía los brazos al descubierto.

—Traian, sé razonable. —Me llevé la mano a la espalda, sintiendo el dolor después de haber permanecido de pie mientras inspeccionaba el resultado final de la habitación junto a la decoradora—. Soy enfermera y soy su madre, ¿crees que no me preocupa su bienestar? Me encantaría pasar las veinticuatro horas del día junto a ella, pero los bebés crecen muy rápido y llegará un punto donde tendrá problemas por no haber aprendido a ser independiente.

Suspiró, pasando los dedos a través de su cabello y tirando de él con fuerza. Su barba casi rozaba la cima del pecho, el largo máximo que le había visto hasta ese momento, pero prometió cortársela pronto. Consiguió trabajo en una agencia de seguridad gracias a su tío y un par de días a la semana llegaba a casa tan tarde que se lanzaba derrotado sobre la cama sin pronunciar palabra, dejándome acariciar su piel hasta que se quedaba dormido. Se aseguraba de que su vestimenta fuera impecable, con camisa, corbata y pantalones formales antes de marcharse al trabajo, pero insistía tanto en complacer mis caprichos, como hacerme el desayuno cada mañana a pesar de tener que madrugar el doble, que no tenía tiempo para cuidar demasiado de los detalles de su apariencia personal, como la barba.

Trabajaba incluso los sábados, haciéndome sentir culpable por encontrarme todo el día en casa viendo televisión y llevándome a la boca cualquier cosa que se me antojara. Sabía que necesitábamos su salario con la bebé a punto de llegar al mundo y la hipoteca de la casa sobre nuestros hombros; asimismo era consciente de que con ocho meses de embarazo yo no podía ir a trabajar al hospital, pero seguí sintiéndome inservible y las hormonas se mostraban encantadas de hacerme llorar por ello regularmente. Mi pobre esposo tenía que lidiar con eso también.

Traian terminó el último año de preparatoria en un instituto especializado en cuanto tuvo la oportunidad, pero no le concedieron una beca para la universidad, quizá debido a su historial delictivo manchado. Entonces consiguió empleo en talleres de mecánica y estuvo trabajando en dos de ellos hasta que logré graduarme de la universidad. Un mes después recibí una llamada del hospital donde hice mis prácticas profesionales y fui contratada de forma permanente. Con mi salario y yo aun compartiendo departamento con Val, Traian y yo obtuvimos una vida muchísimo más estable. Manteníamos un noviazgo saludable, saliendo al menos tres veces a la semana, almorzando y cenando juntos. Fueron los mejores tiempos de mi juventud.

Cuando me enteré de que estaba embarazada entendimos que algo tendría que cambiar. El dinero ya no sería suficiente, y concordamos en que aquel bebé tendría todo lo que alguna vez llegara a desear. Nuestras plegarias fueron respondidas cuando Antonio llamó a Traian y le comentó que uno de sus amigos era dueño de una agencia de seguridad y que estaría encantado de contratarlo, pues hombres con la contextura física y la altura de mi marido eran lo que más estaban necesitando.

El dinero ya no era un factor que nos estresara; rápidamente nos adaptamos a la nueva rutina, todo por Perssia. Cuando nos sentíamos flaquear, recordábamos que nos esforzábamos por el bebé, para poder ofrecerle una calidad de vida digna. Lo cual no explicaba por qué mi esposo me estaba diciendo que echaríamos a la basura todo el dinero que invertimos remodelando y adaptando aquella habitación. Él estuvo presente en la elección de los tonos lila y celeste, también compró la cuna y ayudó a pintar las paredes.

—Solo quiero mover su cuna a nuestra habitación y poder vigilarla adecuadamente —insistió, suspirando con frustración—. Cuando llegue el momento la trasladaremos aquí. Ella podrá soportarlo.

—El bebé lo soportará, créeme. Me preocupas tú, papá pollito. Ni siquiera ha nacido y ya te estás volviendo un maníaco sobreprotector con ella. ¿Por qué tengo la sensación de que no planeas que duerma en este cuarto ni siquiera cuando crezca?

—Somos sus padres. —Se encogió de hombros, fingiendo inocencia—. Puede estar con nosotros todo el tiempo que quiera.

—Creo que aprender a ser independiente será sano para ti también. Iremos estableciendo límites desde ya. ¿No has leído todos los libros sobre padres primerizos que has comprado? ¡Tienes repleta mi mesita de noche!

—Los leí —se defendió de inmediato—. Y ninguno dice que deberíamos dejar a nuestra hija a su suerte para que un oso o un coyote vengan y se la lleven.

Lo miré, arqueando las cejas. Su entrecejo estaba arrugado y su boca tensa con disgusto. Me miraba con el enojo que caracterizaba nuestras peleas; suficiente carácter como para hacer respetar su punto pero nunca llegando a flagelarme de ninguna manera. Aquel hombre realmente había sugerido que un oso o un coyote entrarían a la habitación para lastimar a nuestra hija recién nacida. 

Aguardé por unos segundos más, intentando darle tiempo para que se retractara de sus palabras, pero volvió a cruzar los brazos sobre el pecho y me miró con rigor desde su posición. No pude contenerme por más tiempo. Me llevé una mano al abultado vientre, otra a la espalda baja, lancé la cabeza hacia atrás y comencé a reír. Mi esposo me observaba con frustración en sus ojos grises pero aguardó a que mis carcajadas se detuviesen. 

—Me alegra que la idea de que animales rapten a nuestra hija te cause tanta risa.

Sequé las lágrimas bajo mis ojos y lo miré con una sonrisa llena de amor. Quería tomarlo de las mejillas y besar ese ligero puchero hasta hacerlo desaparecer. En su lugar, dije:

—Compórtate como un hombre. Esta es la vida real, no el bosque de Winnie the Pooh. Sé más serio.

—Quiero a mi hija a mi lado todo el tiempo.

—No vas a convencerme.

Ladeó la cabeza y sus ojos brillaron. Dio un paso adelante, yo retrocedí con cautela. Su sonrisa maliciosa aumentó y me dio un repaso descarado desde la punta de los pies descalzos, como acostumbraba andar en casa, hasta los labios; una caricia tan intensa que sentí fuego sobre la piel. Clavó la mirada en mis pechos, cuyo tamaño había aumentado gracias al embarazo, y mordió su labio inferior. Pegué mi espalda contra la pared, necesitando algún apoyo ahora que mis rodillas temblaban con anticipación.

—No —soné más deseosa que a la defensiva—, no te atrevas.

—Amor —gruñó en respuesta, dando otro paso al frente. Se inclinó hasta que su frente rozaba la mía y ambos cerramos los ojos—. No entiendo por qué me excita tanto tu ropa de maternidad. —Llevó sus manos hacia mis caderas, colocando los pulgares en la curva de mi vientre hinchado—. Hace mucho tiempo no te hago mía.

—Dos días —susurré, echando la cabeza hacia atrás cuando comenzó a enrollar la tela de mi vestido.

Pude escuchar el sonido complacido que vino de su pecho.

—¿Así que los cuentas?

—No —jadeé.

—Mentirosa. Lo necesitabas, Ángela. ¿Por qué no me lo has pedido?

Traian y yo llevamos una vida sexual muy activa durante nuestro noviazgo. Me introdujo en los placeres del sexo y yo me aferré con una necesidad que recién había descubierto. No sabía si era así de apasionante para todo el mundo, pero después de la primera vez no pudimos mantener lejos nuestras manos. Iniciábamos con roces inocentes en los muslos y el pecho, y besos suaves en el cuello mientras observábamos televisión o solo nos hallábamos recostados. Entonces las caricias se volvían más atrevidas, las respiraciones se aceleraban, yo echaba la cabeza hacia atrás y gemía cuando su mano grande y rasposa se volvía más atrevida. Traian estaría sobre mí dos segundos después y perderíamos cualquier intento de aprender a pasar tiempo juntos sin hacer el amor frenéticamente.

Yo lo culpaba, sin embargo. Tenía más experiencia y me guiaba por el sendero, mostrándome cosas que me gustaban más de lo que llegaría a admitir, y otras que llegué a prohibir en nuestra relación, lo cual aceptó. Reía cuando, al encontrarnos acurrucados juntos acariciando con serenidad la piel del otro, yo le reprochaba que hubiéramos cedido a nuestro deseo. Él respondería que la próxima vez seríamos más fuertes y pasaríamos una hora sin sentir la piel del otro, pero a ambos nos complacía secretamente saber que era una mentira.

Me conocía tan íntimamente que llegué a observarlo como otra extensión de mí misma, una con la que discutía la mayor parte del tiempo, pues nuestros caracteres y convicciones morales colisionaban juntas al menos una vez a la semana; sin embargo, siempre terminábamos con el cuerpo enredado entre las sábanas, solucionando nuestros problemas sin palabras.

Al embarazarme, nuestra atracción sexual disminuyó. Al principio no entendía cómo podía desearme con aquel vientre sobresaliente y los tobillos inflamados, quejándome constantemente del dolor de espalda y las náuseas. A pesar de su trabajo, aún cuando se encontraba tan exhausto, en sus horas libres él me buscaba y yo lo rechazaba. Durante el primer trimestre fui una arpía malhumorada que solo quería estar sola, ni siquiera confraternizaba bien con las personas del trabajo.

Pero Traian, aumentando mi culpa, fue dulce y detallista, enviándome flores con tarjetas llenas de frases románticas, divertidas, y cada vez más frecuentemente, sugerentes. Con cada día que pasaba y yo iba sacando la cabeza de los meses más incómodos de mi vida, sus mensajes aceleraban aún más mi corazón, estuviera en casa o en el trabajo, recibir flores, chocolates e incluso una pizza con una nota escrita a mano hacía que mi corazón se derritiera secretamente. Guardé cada papel, donde sonaba cada vez más desesperado por obtener atención de mi parte, pues con su nuevo trabajo y mi humor cambiante habíamos perdido la magia que tuvo nuestra relación al principio.

Tuve que abofetearme a mí misma. Amaba con locura a aquel hombre, estaba enamorada del bebé que cargaba en mi vientre y me sentía absoluta e irremediablemente feliz con la vida que llevaba. Mis sueños se habían vuelto realidad, no podía desear nada más aunque lo intentara. Lo tenía todo en la palma de mi mano y lo estaba desaprovechando. Un esposo trabajador, romántico y maravilloso que rogaba atención, pues yo me concentraba tanto en mí misma que la mayoría del tiempo lo dejaba de lado.

Recuerdo el día en que llegué a casa antes que él y lo abordé en cuanto cruzó la puerta. Mi cuerpo volvió a la vida y nuestras bocas se estrellaron juntas con tanta fuerza que la casa tembló. Caímos sobre la cama y rodamos en una batalla por desnudar al otro, tan desesperados por aquellos meses de agonía que la mirada de Traian pudo haberme fundido. Supe que estaba siendo cuidadoso en algunas cosas por el bebé, y saber lo mucho que se contenía, lo salvaje que era mi hombre en sus adentros, me hizo suspirar de placer. Clavé mis uñas en su cuerpo, lo marqué con rudeza mientras él hacía lo posible por amarme con cuidado, no con la misma desesperación ciega que nos caracterizaba la mayoría del tiempo, pero como siempre, dándome justo lo que necesitaba.

Sin embargo, estos últimos días Traian había estado trabajando hasta tarde. El embarazo en aquellos meses volvía mis hormonas algo vergonzoso, necesitándolo con cada pálpito de mi ser. Mirar su pecho desnudo al cambiarse u observar sus músculos tensarse mientras se desplazaba por nuestra casa eran los principales causantes de mi deseo, haciéndome dejar el pudor y abordarlo en cualquier parte; en la cocina, el baño, el comedor y varias veces en la sala. Solo mirarlo se volvía para mí un espectáculo erótico, y sabía que una mujer de ocho meses de embarazo nunca sería nada estimulante para él, pero yo lo ansiaba y no me importaba rogarle o parecer desesperada.

Traian me complacía varias veces al día incluso a expensas de su propio descanso. Debido a esto habían pasado dos días desde la última vez que me tocó, pues yo me negaba a desvelarlo más de lo que ya lo hacía el trabajo. Evitaba mirarlo directamente cuando estábamos juntos, saliendo de la habitación si él entraba, pues incluso su olor revolucionaba mis hormonas. Estuve esquivándolo a toda costa hasta ese día, donde tuvimos que interactuar ante la visita final de la decoradora. Creí que no había notado mi cambio de asaltante sexual a reservada ama de casa, pero al parecer fue lo contrario.

—El trabajo te tiene agotado —respondí finalmente, encontrando las palabras—. No quiero cansarte más.

Escuché una aspiración brusca de aire y mi curiosidad me hizo abrir los ojos. Me miraba con un deseo explícito, pero los músculos tensos en sus brazos y la mandíbula contraída manifestaron que mi respuesta lo había cabreado. Más que atemorizarme, me fascinaba cada expresión en el rostro de aquel hombre. 

—Eres mi esposa, joder. Decidí compartir el resto de mi vida contigo desde el momento en el que te vi, hace más de catorce años, y ni siquiera lo sabía entonces, simplemente lo sentí. No voy a cansarme de ti, y si llego a hacerlo, entonces nunca seré yo mismo otra vez. ¿Está claro?

Simplemente asentí, confundida. Había dicho que nos conocimos catorce años atrás cuando en realidad fue hace nueve, cuando yo tenía diecisiete y a él le faltaba un año para cumplir los veinte. No podía creer que un hombre tan detallista como Traian se equivocara de una manera semejante, así que estuve decidida a preguntarle, pero en sus ojos divisé un brillo extraño, como si acabara de percatarse de lo que había pronunciado, y cuando logré separar los labios, me besó con demasiado encanto.

Solté un suspiro y me coloqué de puntillas con mi enorme estómago rozando su pecho, mientras enredaba mis dedos en sus largos mechones de cabello oscuro. Las dudas se disiparon de mi mente y cualquier sospecha que mantuviera desapareció de la faz de la tierra. Éramos él y yo, como habíamos sido desde hacía mucho, enfrentándonos contra el mundo. Quizá no lo supe antes pero este hombre estuvo destinado desde siempre a convertirse en mi guerrero salvador. Y aún cuando nos conocimos nueve años atrás, parecía que nuestra conexión venía latiendo desde hacía más tiempo. Probablemente a eso se refiriera, por lo que deseché la pregunta de mi mente y dejé de pensar.

Separamos nuestros labios y nos miramos fijamente. Sonrió de una manera tan seductora que mi cerebro quedó en blanco; luego alzó en brazos a su esposa embarazada. Lucía fuerte y poderoso, como un animal intocable que conocía su lugar en la tierra. Me aferré a su cuello con fuerza y me dejé guiar. En aquel momento de introspección personal, observándolo, creo que volví a enamorarme de Traian.

—Pienso retomar mis deberes como esposo devoto —pronunció con voz ronca, la única evidencia de su excitación—. ¿Te parece bien?

—Sí —suspiré, anticipando lo que me esperaba.

—Verás cómo logro convencerte de todo lo que me propongo.

Y la puerta de la habitación principal se cerró detrás de nosotros.

—¡Ángela María de los Santos de los Últimos Días! —chilló Val, trayendo nuevamente mi cabeza a la realidad—. ¿En qué nube estás flotando ahora mismo? Por Dios, llevo diez minutos hablándote y estás hipnotizada mirando a la bebé.

Enfoque la mirada y me encontré con la sonrisa de Perssia, quien estiraba los brazos y movía sus deditos hacia mí, pidiéndome que la alzara y desesperándose más con cada segundo que pasaba. Valerie se negó a hacer esperar a mi hija por más tiempo y me empujó a un lado, inclinándose dentro de la cuna y tomándola en sus brazos. Besó su frente y comenzó a mecerla de un lado al otro para que se relajase.

—Lo siento, Perss, ya sabes que tu madre vive en Plutón.

—Solo estaba recordando —le expliqué mientras volvía a acomodar los pañales y los talcos para bebé en el armario que Traian había empotrado junto a la cuna de Perssia el día después de que me hizo gemir una respuesta afirmativa a su petición de cambiar el cuarto del bebé.

—¿En qué tanto pensabas?

Me aseguré de que mi mejor amiga no notara la sonrisa ávida que coronaba mis labios.

—Recordaba las tácticas de Traian para acabar con nuestras discusiones.

—¿Mis bellas damas me han llamado?

Perssia se agitó en los brazos de Val y buscó inmediatamente el lugar del que provenía la voz de su padre, estirando los brazos hacia él. Mi esposo se encontraba en el umbral de la puerta, haciéndolo lucir diminuto y agachando la cabeza, como era usual, antes de entrar en la habitación y tomar a la niña en sus brazos. Se había quitado el maquillaje rojo y blanco del rostro pero seguía vestido con la camisa de puntos, los pantalones floreados y los enormes zapatos de payaso. Gracias al cielo se deshizo de la peluca en un intento de evitar que Valerie le siguiera tomando más fotos vergonzosas que terminarían siendo nuestra postal navideña.

—¿Dónde está la muñeca de papá? —Sonrió, como era usual, con solo mirarla. Perssia imitó su gesto, aplaudiendo y admirándolo. Mi dulce bebé amaba a los payasos, para disgusto de su papi, pero era lo suficientemente irresistible como para hacerlo disfrazarse.

Valerie se acercó a mí y juntas los vimos interactuar por unos preciosos instantes, entonces susurró:

—¿Te das cuenta de que este hombre sigue siendo atractivo aún vestido de payaso?

—Lo sé.

—Es injusto. Quería una foto humillante para postearla en Facebook, pero juro que se ve como un modelo de Armani.

—Es como el vino —respondí sencillamente—. Por cierto, te he visto centrada en tu móvil durante toda la fiesta. ¿Con quién hablas?

—Camila. Me pidió que le enviara unas cuantas fotos de Perssia... Sigue deseando conocerla.

Me alegraba que a Valerie no le afectara escuchar el nombre de su antigua novia, aunque de todos modos me desconcertaba. Ellas intercambiaban mensajes cortos algunos días al mes, pero quien mantenía el contacto era yo desde que ambas acabaron con su relación dos años atrás.

—¿Están arreglando las cosas?

Suspiró.

—No te hagas ilusiones. Camila y yo nunca volveremos a estar juntas. Regresemos a la fiesta, Traian y Perssia ya se marcharon.

Mi interior se retorció con fuerza pero hice lo posible para que mi molestia no fuera visible. Recuerdo el día en el que las tres nos sentamos en la sala y ambas me informaron de su decisión de acabar con aquella larga relación. Necesité tres tazas de té y dos calmantes después de eso. Al principio creí que solo fue una pelea de pareja y que volverían pronto, pero los días se convirtieron en semanas y me di cuenta de que estaba perdiendo a Camila, pues ella no intentaba mantenerse en contacto conmigo a pesar de que se suponía que éramos íntimas amigas. 

Comencé a buscarla, deseosa de extraer información, pero nunca logré enterarme del motivo de su ruptura. Ellas eran felices, lo veía en sus rostros y en la manera cariñosa de tratarse; habían superado momentos muy difíciles juntas, así que no comprendía por qué de un día al otro todo había acabado. Creo que quien más sufrió en aquel momento de separación fui yo.

—Val, espera. Necesitamos hablar. Este último mes has tenido al menos siete citas con chicas diferentes. No estás bien.

Miré cómo se armaba de paciencia para contestarme, luego cruzó los brazos sobre su pecho en una postura defensiva que conocía perfectamente.

—No sigo enamorada de Camila, lo creas o no. Somos adultas maduras, ¿sabes? Terminamos por lo sano y nos mantenemos en contacto por respeto y aprecio a lo que tuvimos en el pasado.

—Lo entiendo, es solo...

—Camila es una gran mujer, fue una gran chica, pasamos momentos únicos... —su voz cayó y clavó la mirada en el suelo—. Pero me quería más de lo que yo a ella y eso no era nada justo, Angie. Tú debes entenderlo más que nadie.

—¡No lo entiendo! Ambas se querían, lo has dicho.

—No de la misma manera, y me di cuenta de ello durante nuestro último año juntas. La llama se apagó, nos fuimos alejando lentamente, como dos islas que se van a la deriva en un gigantesco océano.

—Es por el trabajo, Val. Ambas tenían horarios muy ajustados y ya no tenían tanto tiempo para estar juntas como cuando éramos universitarias.

—Quizá fue una de las razones —admitió—, pero no la principal. No pude guardármelo por más tiempo y una noche me emborraché lo suficiente para contárselo. —Me sorprendí al percatarme de lo vulnerable que lucía, con su voz quebradiza y la mirada avergonzada—. Le confié mi más antiguo secreto y aquello fue la gota que derramó el vaso. Supimos que no había marcha atrás después de eso.

—¿Secreto? —susurré, dando un paso adelante—. ¿Qué secreto? Yo los sé todos, ¿no es así?

Negó con la cabeza, incapaz de mirarme. Se abrazaba a sí misma para darse consuelo, como si fuera a derrumbarse con el más delicado soplo de viento. Mi estómago se contrajo con preocupación, mirando a mi mejor amiga con recelo y un dolor agudo en el pecho al percatarme de que había una o quizá varias cosas que no sabía.

—Val —mascullé con las palabras atorándose en el nudo de mi garganta—, ¿qué secreto? ¿Hiciste algo malo?

—No malo, solo estúpido e ingenuo, propio de una adolescente.

—Cuéntame. —Coloqué mis manos en sus hombros y se encogió como si la hubiera quemado, así que retrocedí. Me miró brevemente con horror, luego dio un paso atrás y volvió a clavar la mirada en el suelo—. ¡Me estás preocupando! ¿Te metiste en un lío legal? ¿Es algo peligroso?

—¡No! —estalló, lanzando los brazos en el aire—. ¡No, nada de eso, maldición! Solo le confié a ella el secreto de quién fue mi primer amor. Eso es todo, ¿contenta?

Mi cuerpo se hundió en alivio. La sangre pudo seguir circulando con normalidad y ya no sentía que la habitación daba vueltas con un mar sin fin de horribles posibilidades. Aguardé hasta que los latidos de mi corazón se serenaran y a que ella luciera menos nerviosa antes de recuperar el habla y hacerla mirarme.

—Me asustaste, ¡no vuelvas a hacer eso! Creí que estabas metida en problemas serios. —Aspiré aire lentamente y exhalé mi preocupación, optando por un tono más amigable—: ¿Entonces esa fue la causa de su ruptura? ¿Le hablaste sobre tu primer amor?

—Sí —susurró, mirándome a los ojos—. Mi amor de colegio.

—No sabía que habías tenido uno. —Al abandonar mi cuerpo la tensión, decidí seguir acomodando el pequeño desastre de ropa que dejó Traian cuando vino a cambiarse a la habitación.

—Todos tenemos un primer amor que marca una pauta en nuestras vidas.

Me prohibí seguir aquel hilo de pensamientos. En lo que a mí respectaba, no había tenido ningún primer amor desde que lo vi ser esposado y encerrado tras las rejas. Lo había obligado a desaparecer de mi memoria, evitando recordar hasta su nombre, como si aquel período de mi vida hubiera sido solo un sueño muy malo. Si algún desconocido preguntaba, yo siempre me había encontrado locamente enamorada de Traian, y aquella sería la historia que Perssia escucharía si se lo cuestionaba.

—Recuerdo que salías con casi todo el liceo en ese entonces. ¿Quién de ellas fue tan importante para ti?

—Nunca salí con ella.

—Oh —me detuve—, ¿era hetero?

—Sí.

—Lo lamento mucho, Val. —Giré y dejé las mantas sobre la cama para darle un abrazo, el cual tomó un tiempo para que se animara a corresponder—. Lo siento tanto, no imagino lo difícil que debe ser enamorarse de alguien que es así de inalcanzable.

Un quejido tormentoso salió de su pecho y me abrazó con más fuerza, sin embargo, no logró responder. Me sentí dolida y triste por ella, y contrariada por aquella historia de desamor que muy tarde tuve el privilegio de conocer.

—Debió ser una chica maravillosa.

—Lo era —susurró con voz ronca, como si estuviera intentando fuertemente contener las lágrimas.

—¿Estabas enamorada?

—Aún sigo enamorada de ella.

—¿Es por eso que Camila terminó contigo? ¿Se lo dijiste?

—Sí. No debí hacerlo, pero luego fue muy tarde para retirar mis palabras. Camila dijo que nunca podría competir con lo que yo sentía por esa chica y simplemente se fue.

—¿Crees eso realmente? ¿Nunca habrías podido amar a Cam como a tu primer amor?

—Lo intenté con fuerza durante mucho tiempo pero nunca funcionó, aunque con Camila realmente creí que lo había logrado... la emoción inicial eventualmente murió. No estaba tan enamorada como...

—...como lo estás de esa chica. Que ahora debe ser una mujer. ¿Por qué no la buscamos? —Deshice nuestro abrazo y posé las manos en sus hombros, sintiendo mi corazón romperse al ver la diminuta lágrima que descendió por su mejilla—. Podemos contactarla y averiguar qué ha sido de su vida. ¿Quién sabe? Con el tiempo puede que su orientación sexual haya cambiado —bromeé, pero lucía realmente devastada.

Secó sus lágrimas, sorbiendo por la nariz. Entonces me regaló la sonrisa más pequeña y dolorosa que alguna vez llegó a posarse en sus labios. Mi mundo volvió a caer.

—Sé de ella, sé cada maldita cosa sobre su vida. Sé cuán feliz es con su esposo y su familia, y prefiero observarla de lejos que arruinar su alegría.

—La esperanza es lo último que se pierde.

—Ella nunca me amó, Ángela, pero yo la quise en secreto desde que la vi en el patio del liceo. Y la voy a amar siempre, aunque no me pertenezca.

Salió de la habitación dando un portazo tras de sí. Permanecí estática durante lo que parecieron minutos, luego caminé lentamente hacia la ventana, mirando las luces de su auto desaparecer. Apoyé la espalda contra la pared y me deslicé hacia abajo, abrazando con fuerza mis rodillas y teniendo la familiar sensación de volver a ser una chica de diecisiete años. Por más que le di vueltas al asunto no lograba identificar qué era lo que me sonaba tan mal de la confesión de Valerie, así que cerré los ojos y dormité en aquella posición con la esperanza de que el verdadero amor de mi mejor amiga, donde quiera que se encontrara, se diera cuenta de lo mucho que ella la amaba.

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