Esa mañana desperté sabiendo que la noche anterior había hecho algo de lo que iba a arrepentirme por siempre. Era ese tipo de sensaciones que quieres ignorar, pero te atormentan sin descanso.
Eso, sumado a mi enorme dolor de cabeza, molestias en mi estómago, las náuseas y una sed insoportable, que hicieron de mi mañana una tortura. Aunque, en realidad ya eran más de las doce.
No había despertado a tiempo para mis clases de la mañana, pero aún podía ir en la tarde.
Caminé hasta la cocina y me preparé el almuerzo. Jane no estaba, así que deduje que probablemente iba a comer en la universidad, lo que de cierta manera me alegraba, pues algo me decía que anoche había montado toda una escena al llegar a casa y no quería enfrentar a mi hermana aún.
Jane y yo habíamos nacido en un pequeño campo cerca de la ciudad, era un bello lugar en medio de la carretera, conocido como La Noguera. Nos habíamos mudado solo para poder continuar nuestros estudios.
El paisaje de Everlille era distinto al de mi hogar, las áreas verdes habían desaparecido debajo de gruesas capas de cemento, los únicos animales con los que podía encontrarme eran perros y gatos, muchas veces callejeros, o palomas enfermas. Eran las consecuencias de la urbanización, pero lamentablemente no habían universidades en el campo.
Mientras la carne se cocía, preparé una taza con hierbas para afirmar mi estómago antes de la comida.
Me senté en el sofá de la entrada, con el agua entre las manos. Cerré los ojos e incliné mi cabeza hacia atrás, sintiendo el aroma de las hojas llenar mis pulmones. Mi cabeza daba tumbos, mis sienes palpitaban, y mi estómago amenaza con salirse por mi boca.
Entonces algunos recuerdos aparecieron en mi cabeza. Primero, yo y Fran en un bar, llorando, porque mi hermana estaba saliendo con el chico que amaba. Luego, mi mejor amiga arrastrando lo poco que quedó de mí hasta el departamento. Y finalmente...
—Oh no —suspiré.
Abrí los ojos y me quedé mirando el vacío, hundiéndome en el sofá, sabiendo que ayer me había pasado de la raya.
Lo peor es que ni siquiera podía recordar lo que le había dicho a Jane. Solo veía su rostro decepcionado, herido por mis palabras.
La olla comenzó a requerir de mi atención, dejé mi taza a un lado y corrí a la cocina, mientras la imagen de Jane se repetía en mi mente. Serví la mesa y mientras comía intenté llamarla, aunque no hubo respuesta. Podía entenderla, en su lugar habría hecho lo mismo, sin embargo necesitaba hablar con ella.
Luego de llamar incansablemente me di cuenta que no tenia sentido, su falta de respuesta era porque, en definitiva, no quería hablarme.
Dejé mi plato sin terminar y salí del departamento, ni siquiera me preocupé de pasar un cepillo por mi cabello, el cual era un caos. Necesitaba encontrarla, hablarle, y pedir disculpas, sin importar si las aceptaba o no.
El autobús se tardó unos insoportables quince minutos en llegar al paradero, subí y pagué el boleto a toda prisa, consciente de que solo había un lugar donde Jane iba a encontrarse a estas horas.
Maldije en mi interior a cada persona que hizo parar al conductor en el camino, y salí disparada en cuanto vi el edificio principal. Normalmente prefería caminar hasta la universidad, salir con tiempo y disfrutar del paseo urbano, pero en consideración de las circunstancias, no me quedó otra alternativa más que tomar la locomoción colectiva.
Jane estudiaba ingeniería, su facultad quedaba casi a la entrada, por lo que no demoré en llegar. Subí las escaleras a toda velocidad, y luego seguí por el pasillo, hasta alcanzar la sala de estudio que se encontraba en el tercer piso.
Ahí estaba Jane.
Sus cabellos dorados caían a un costado de su cuerpo, mientras sus irises cristalinos se concentraban en sus textos de estudio, ella era delgada por naturaleza y alta, como una modelo. Era hermosa, y no lo digo por tratarse de mi hermana, sino porque de verdad lo era, es decir, cualquier persona podía reconocerlo con solo echarle un vistazo.
Entré en silencio y me acerqué con cautela, presintiendo de antemano que no sería bien recibida.
Jane ni siquiera se volteó a verme cuando la saludé, simplemente me hizo un gesto, indicándome que debía guardar silencio.
—Jane, por favor —supliqué.
Entonces me topé con el frío hielo de su mirada. No solo estaba enojada, estaba furiosa, y simplemente no podía recordar qué dije para hacerla sentir así.
Se puso de pie para dirigirse a la salida, yo la seguí de cerca, sintiéndome pequeña y estúpida. Sin embargo no se detuvo en la puerta, sino que continuó caminando, hasta llegar a los baños del cuarto piso. Eran los más sucios y pequeños de la facultad, por lo demás, quedaban bastante lejos, por lo que pocas personas solían venir. Me di cuenta que nuestra conversación iba a ser seria.
—Jane —Comencé a decir, pero ella me interrumpió.
—Elizabeth —Utilizó mi nombre, no mi apodo—. ¿Qué pretendes? ¿Salir todas las noches? ¿Llegar enferma de borracha al departamento? ¡No puedo soportarlo! Pediré a mamá otro departamento. ¡Estás actuando igual que papá!
Fue ahí cuando toda posible disculpa que pude haber formulado, se esfumó.
—¿En serio crees que es así de fácil? Solo vas a llamar y pedirás otro departamento. La mayoría de las personas no pueden darse esos lujos, ¿sabes?
—¿Y por qué la mayoría de las personas no pueden yo estoy obligada a soportar un alcohólica?
—Sí... Es decir, no. ¡Arg! No importa —Pelear no nos iba a llevar a ningún lado—. Jane, ayer no estuvo bien lo que hice, lo lamento, ¿si?
Mi hermana me miró, aún le dolía, estaba lastimada, y era mi culpa, por lo tanto debía controlarme e intentar arreglar el daño que había provocado.
—Bien —resolvió al cabo de unos minutos—. Me cuesta demasiado enojarme contigo, pero Lizzie, debes controlarte, tú bien sabes los problemas que causa el alcohol.
Levanté mi brazo y me rasqué la cabeza, era una manía, cada vez que me ponía nerviosa o quería evitar un tema acababa desordenado mi cabello.
—Sí, lo sé —respondí, desviando la mirada al espejo.
Me encontré con la imagen de una joven delgada, con ojeras bajo los ojos y un peinado caótico, podían verse mis raíces rubias debajo de la coloración roja. Mi ropa estaba arrugada y mi rostro se veía más pálido de lo usual, sin considerar que había omitido el maquillaje esta mañana.
De pronto una figura envolvió la mía, y me encontré entre los brazos de Jane.
—Eres mi hermana menor y me preocupas —dijo—. Si tienes algún problema, puedes decírmelo.
Apreté mi mandíbula y correspondí el abrazo, ocultando mi rostro, para evitar dejarme en evidencia.
¿Cómo decirle que la amaba pero a la vez no podía evitar odiarla por estar con el chico que desataba un terremoto en mi interior cada vez que lo veía?
No, no podía. Aunque la verdad me estaba matando.
—No, todo está bien —contesté, sabiendo que la coma en esa frase estaba demás.
Jane me tomó por los hombros y analizó mi rostro. Sabía lo que estaba viendo, una pobre chica de veinte años, cuyos ojos azules estaban al borde de las lágrimas.
—Te ves fatal —afirmó con fingida lástima.
Una sonrisa se me escapó.
—Gracias, siempre es bueno saberlo —bromeé.
—Espérame aquí, traeré el kit de emergencia.
Asentí antes de verla irse, dejándome sola, con un espejo que me recordaba a cada segundo lo miserable que me lucía.
A veces parece ser más fácil odiarse a uno mismo que amarse.
Pero en este caso, el problema tenía nombre y apellido, Victor Mange, un chico de mi carrera, con el cual compartía un par de clases ya que se había atrasado en algunas asignaturas y las estaba cursando nuevamente. Así lo conocí.
Él es de esas personas relajadas, es raro verlo tomarse algo con prisa o preocupación, suele tener una mirada positiva de todo lo que sucede, su optimismo es inalterable. Así me enamoré.
Fuimos buenos amigos hasta que me contó que estaba interesado en mi hermana. Así, me destruí.
Pero no podía decirle eso a Jane. Es decir, este era el típico drama de la vida real, no sólo pasaba entre hermanas, sino también entre amigas, por lo que lo mejor era simplemente olvidar, dejarlo pasar, volverme fuerte y verlos ser felices juntos. Era lo correcto.
¡Pero qué difícil era actuar correctamente en estos casos!
Jane volvió al cabo de unos minutos, traía un cepillo, un estuche de maquillaje, y una gran sonrisa, que demostraba que ya había olvidado la discordia anterior.
Comenzó por desenredar mi espantoso cabello. Era más alta que yo por unos centímetros y los tacones le entregaban una ventaja extra por sobre mis converse.
El tono natural de mi cabello era un rubio muy similar al que ella con orgullo lucía, mientras yo solía ocultarlo detrás de un fuerte rojo.
Cuando acabó, sacó su base de maquillaje y su corrector de ojeras. Ambas teníamos el mismo tono de piel, por lo que usualmente nos quedaban bien los mismos colores. Para finalizar, aplicó un labial bermellón en mis labios, el cual cuando presté atención descubrí que me pertenecía.
—¡Esto es mío! —exclamé.
Jane mostró una sonrisa culpable en su rostro.
—¡Pero es tan lindo! —respondió.
Entre hermanas el límite de la propiedad privada era difuso y se traspasaba con demasiada facilidad.