CAPÍTULO 121
—Está muerto— me dijo Morrigan acuclillado en el suelo, examinando el cuerpo.
Suspiré. Era el quinto soldado que moría por la deshidratación. Los otros no estaban muy lejos de seguir por el mismo camino. En los cuatro días que habíamos avanzado hacia el norte, habíamos estado los últimos dos sin agua y sin comida, caminando bajo el sol abrasante.
Me pasé la mano por la frente. El dolor de cabeza provocado por la sed me hacía sentir mareado y me dificultaba pensar.
—Tenemos que seguir— murmuré casi sin voz. Tenía la lengua pastosa y casi no podía hablar.
—Mis hombres no pueden casi caminar— me retrucó Morrigan.
—Si nos quedamos aquí, moriremos de seguro— dije—. Si seguimos, tal vez encontremos algo...
—Solo hay desierto en todas direcciones— dijo Morrigan enojado, haciendo un gesto con el brazo para abarcar el desolado paisaje.
Me hice traer el catalejo. No iba a darme por vencido. Estuve un rato mirando con atención por la lente. Nada. Morrigan tenía razón: solo había desierto en todas direcciones. Miré al cielo, rogando por una nube, una sola. El cielo me contestó con un límpido celeste de horizonte a horizonte. Mis manos resecas y agrietadas guardaron el catalejo en su caja.
Miré los rostros fatigados y apenas conscientes de los soldados. Una punzada de culpa me atravesó el corazón. Los había rescatado de Ailill, solo para traerlos a morir una muerte lenta y horrible en aquel maldito desierto. Morrigan me miraba en silencio, pero podía imaginar los reproches en su mente. Si hubiéramos pasado por Estia... Mis conflictos emocionales iban a provocar la muerte de más de cuatrocientas personas. La culpa me oprimía el pecho y no podía respirar. Caí de rodillas, la mirada clavada en el suelo. Lo que había hecho era imperdonable.
Morrigan se arrodilló frente a mí y me tomó por los hombros:
—Lug, no puede darse por vencido. Debe luchar, debe hacerlo— me rogó.
—¿Cómo?— pregunté, desesperado, levantando la vista hacia él—. ¿Qué puedo hacer? ¿De dónde voy a sacar agua y comida para toda esta gente, Morrigan? Usted tenía razón, solo hay desierto en todas direcciones. Tanto si nos quedamos aquí como si seguimos, terminaremos muertos.
—Mis hombres y yo pensamos lo mismo cuando estuvimos prisioneros bajo el control de Ailill. Pensamos que nuestro destino era irremediable, que moriríamos indefectiblemente. Y luego apareció usted, e hizo lo imposible: derrotó a Ailill y nos liberó. Mire a estos hombres, Lug, aún están vivos. Se aferran a la vida porque creen en usted. Ya hizo lo imposible una vez, y lo hará de nuevo.
Negué con la cabeza, desconsolado.
—Morrigan, no sé qué hacer— murmuré.
—Usted es Lug— dijo Morrigan—. Algo se le ocurrirá.
Volví a negar con la cabeza.
—Lug— me llamó una voz femenina. Era Delina que se acercaba volando. Su especie podía procesar energía del ambiente a través de sus alas, por lo que la deshidratación no la había afectado tanto como al resto de nosotros.
—¿Qué pasa?— pregunté.
—Es Cariea, su respiración... creo que no le queda mucho tiempo... Me pidió que os buscara.
Asentí, poniéndome de pie y siguiendo a Delina hasta donde yacía Cariea, sobre una manta extendida en el suelo polvoriento. Tenía los ojos cerrados y respiraba con gran dificultad. Me arrodillé junto a ella.
—Cariea— dije suavemente—, aquí estoy.
Ella abrió los ojos. Su mirada estaba fuera de foco, como si no pudiera distinguirme.
—Lug... toma mi mano— me pidió, hablando con dificultad. Era la primera vez que me tuteaba.
Tomé una de sus frágiles manitos en las dos mías.
—Tengo miedo— articuló con la voz apenas audible.
—Tranquila, aquí estoy, no me muevo de tu lado. Compañeros en el dolor— la conforté.
Solté una de mis manos de la suya, y le acaricié el pelo y el rostro. Su respiración pareció calmarse. Lloré sin lágrimas, en silencio.
De pronto, sentí un zumbido en los oídos, y luego una vibración grave que movía mis entrañas. Levanté la vista hacia Delina que estaba parada a unos metros. Por la expresión de su rostro, pude ver que ella también lo había percibido. Solté la mano de Cariea y me puse de pie, mirando en todas direcciones. La vibración comenzó a hacerse más intensa.
—Quédate con ella— le dije a Delina, señalando a Cariea a mis pies. Ella asintió, arrodillándose al lado de su compañera.
Volví a mirar en derredor, desconcertado. Venía desde el sureste. La gran polvareda que lo envolvía no dejaba ver qué era. Morrigan vino corriendo hasta ponerse a mi lado.
—¿Qué...?
—No tengo idea— murmuré, desenvainando mi espada por precaución. La vista clavada en la polvareda.
Morrigan se volvió a sus hombres:
—¡Posiciones defensivas, ya!— gritó con todas sus fuerzas.
Los soldados se pusieron de pie con dificultad y formaron un semicírculo de protección a mi alrededor, las espadas apretadas con fuerza en sus manos. Las miradas duras. Listos para la batalla.
El objeto se seguía acercando a una velocidad vertiginosa. Cerré los ojos un momento, concentrándome, tratando de percibir de qué se trataba. Aquella cosa no era natural. Temí que fuera una ramificación de Wonur. Pero no podía percibir nada oscuro, nada perturbador. Todo lo que sentía era el ruido atronador que cada vez se acercaba más y los patrones de... no, no era posible... la deshidratación me había llevado finalmente al delirio. Me concentré más, debía haber más de lo que había detectado. No. Solo veía claramente en mi mente los patrones de una sola individualidad. Eran patrones humanos. Uno solo. ¿Cómo era posible que un humano se moviera a esa velocidad? ¿Que causara el estruendo y la polvareda del avance de miles? Uno solo.
El objeto comenzó a bajar la velocidad. Más y más lento, hasta que se detuvo frente a nosotros. La vibración y el estruendo fueron disminuyendo hasta que el desierto quedó en silencio una vez más. Cuando la polvareda comenzó a disiparse, reveló un objeto cilíndrico plateado de unos tres metros de alto. Era como una especie de gusano gigante que se extendía por más de cien metros. Parecía estar hecho de algún metal plateado que reflejaba la brillante luz del sol casi cegándonos. Debía estar alucinando. Miré de soslayo a Morrigan y a los demás soldados. Por sus bocas abiertas y sus ojos llenos de asombro, pude comprobar que yo no era el único que estaba viendo aquel prodigio. Si era una alucinación, el delirio era colectivo.
Era obvio que era un engaño. Y si era un engaño, solo un Antiguo podía estar tras aquella monstruosa visión. Apreté con fuerza la empuñadura de la espada hasta que los nudillos quedaron blancos. Casi podía escuchar los corazones acelerados de los soldados que latían al ritmo del mío. Pestañeé varias veces a causa del brillo del sol reflejado en mis ojos y avancé un paso. La espada en alto. Mi imagen distorsionada se reflejaba en la pulida superficie plateada junto con la de los soldados. Tragué saliva.
Un panel del tamaño de una puerta se desprendió del cuerpo del gusano y se deslizó hacia un costado con un sonido sibilante. Escuché la inhalación de aire colectiva de los soldados detrás de mí. Levanté más la espada, sosteniéndola con las dos manos. Una escalerilla de metal se desplegó desde la boca oscura de la abertura hasta tocar el piso. Un hombrecillo flaco y pálido asomó la cabeza por la abertura. Paseó la mirada por todos los soldados y luego miró el cielo. Vestía un mono marrón de una tela extraña. Había visto antes esa tela. Estuvo allí, quieto por un instante, como tomando coraje. Volvió a mirar el cielo. Se asió firmemente de la baranda de la escalera como si de ello dependiera su vida y comenzó a bajar los escalones lentamente. Al llegar al piso seco y polvoriento, volvió a mirar la inmensidad del cielo. Su mano derecha sostenía la baranda, como si no quisiera perder la conexión con el cilindro metálico.
Los soldados avanzaron unos pasos con las miradas amenazantes, pero el extraño parecía estar más preocupado por el cielo que por las más de cuatrocientas espadas que le apuntaban.
—¿Quién de ustedes es Eselgar o Zenir?— preguntó el hombre.
Morrigan y yo cruzamos una mirada de desconcierto.
—¿Quién eres?— inquirí.
—Soy Amín. Eltsen me envió con provisiones para el ejército de Eselgar. Se suponía que los encontraría en la Península Everea, pero cuando los vi a ustedes, pensé que tal vez serían ellos, que estaban retrasados.
Bajé la espada pero no la envainé.
—Soy Lug— me presenté.
—¡Lug!— exclamó el hombre sorprendido, e inmediatamente hizo una reverencia—. Es un honor, señor. Nuestro Guardián Eltsen le envía saludos.
—¿Tú solo manejas este... este...?
—Transporte. Sí, señor. Solo se necesita un operario para conducirlo.
—¿Cómo sé que realmente eres quien dices ser?
—Nuestro Guardián Eltsen me dijo que podía haber confusión con las identidades de las personas. Me dijo que si me encontraba con Zenir, debía mencionarle a Kelor y Luar. Me dijo que si me encontraba con Lug, debía decirle que Pol le enviaba saludos y que estaba listo para guiarlo por la ciudad cuando usted dispusiera.
Envainé la espada con una sonrisa e hice seña a los demás para que bajaran sus armas. Me acerqué a Amín y le estreché la mano izquierda (su mano derecha todavía estaba agarrada de la baranda).
—No pudiste llegar en mejor momento, Amín— le dije—. Estos hombres que están conmigo no han comido ni tomado agua en días. Algunos ya han muerto de deshidratación.
—Lamento no haberlos encontrado antes— dijo el faberlandiano.
Hurgó en un bolsillo de su mono y sacó una cajita rectangular. Apretó un botón plateado que sobresalía de la cajita, y ante nuestros asombrados ojos, se abrieron decenas de paneles en el cuerpo del gusano plateado, que revelaron desde comida y bebida, hasta armas y medicinas.
Escuché murmullos sorprendidos, risas y luego vítores de la boca de los soldados.
—Se lo dije— me murmuró Morrigan al oído—. Esta es la segunda vez que logra lo imposible— agregó, palmeándome la espalda.
Mientras todos descansaban después de haber comido y bebido hasta saciarse, me acerqué a Amín que estaba sentado en la escalerilla por donde había bajado del transporte. Durante todo el tiempo que había estado con nosotros, nunca había abandonado el contacto con el transporte. Se aferraba a él como un ancla de salvación.
—Eres un hombre valiente— le dije—. No puedo imaginar el esfuerzo que has debido hacer para salir de la Cúpula y venir a ayudarnos.
Amín negó con la cabeza.
—No, Eltsen es el valiente. Yo entiendo y adhiero a su causa, sé que es lógica, sé que debemos salir a la intemperie, pero aún así, no logro alejarme ni tres pasos del transporte.
—Debes darte tiempo. El que estés aquí ya representa un gran paso. Dime, ¿cómo está Eltsen?
—Dolido por la muerte de su padre.
—¿Qué pasó con Guilder?
—Eltsen logró desplazarlo del poder y asumir como Guardián, pero su posición en el poder es precaria. La gente no está contenta con sus ideas de cambio. Tampoco ayuda que haya despedido a la Guardia de Seguridad Personal y la haya reemplazado con extranjeros salvajes.
—Tarma y su gente— murmuré asintiendo—. Esa es una decisión inteligente.
—A los faberlandianos no les parece inteligente, les parece un insulto que el Guardián confíe más en extranjeros que en su propia gente.
—Bueno, su propia gente asesinó a su padre y trató de usurpar el poder, así que yo diría que Eltsen tiene buenas razones para desconfiar de ellos.
—Yo lo entiendo, pero no muchos piensan como yo.
—Amín, hay algo importante que quiero pedirte.
—Estoy a sus órdenes.
—¿Cuánta gente puedes transportar en tu vehículo?
—No hay espacio para transportar más que al conductor. No puedo llevar a su ejército...
—No te estoy pidiendo eso— lo interrumpí—. Pero tu transporte llegará hasta Zenir mucho más rápido que nosotros, y necesito que transportes a una persona herida hasta él. Su nombre es Cariea y está muy mal herida, le queda muy poco tiempo de vida y Zenir es el único que puede ayudarla.
—Creo que puedo hacer espacio para transportar a una persona— asintió.
—Excelente— dije, palmeando su hombro—. Gracias.