CAPÍTULO 115
Entreabrí los ojos.
—Está despertando. ¡Agua! ¡Rápido!— escuché una voz.
Alguien me levantó la cabeza y me puso un vaso con agua en los labios. Bebí. Terminé de abrir los ojos y vi que era un soldado kildariano.
—¿Qué pasó?— hablé con dificultad.
—Pensamos que lo habíamos perdido. Estuvo inconsciente varias horas— dijo el soldado.
—Cariea...— dije cuando mi mente estuvo un poco más despejada.
El soldado torció el gesto y desvió la mirada sin contestar.
—¿El ala?— insistí.
—Lo que sea que hizo para curarla no funcionó: su ala sigue rota. Pero al menos está más confortable ahora que sus huesos están soldados.
—¿Dónde está?— pregunté, intentando levantarme. El mareo casi me hizo vomitar.
El soldado me apoyó una mano en el pecho y me empujó suavemente hacia abajo.
—Tranquilo. Está muy débil. Debe permanecer acostado.
Cuando el mareo cedió un poco, me di cuenta de que estaba recostado en la cama de Ailill.
—¿Por qué estoy en la cama? Cariea debería estar en esta cama, no yo— dije, enojado.
Sentí una mano pequeña que tomaba la mía delicadamente. Volví la cabeza hacia la izquierda y vi a Cariea echada en el piso junto a la cama.
—Después de tantos días en la jaula, esta alfombra es un lujo para mí— dijo, intentando una sonrisa.
Tenía los ojos húmedos, y podía ver que hacía un gran esfuerzo para tolerar el dolor.
—Lo siento— dije—, desearía haber podido...
Ella me apoyó un dedo en los labios.
—Descansad.
—Cariea tiene razón, debe descansar— dijo el soldado.
—¿Cuál es su nombre?
—Capitán Morrigan, señor.
—Gusto en conocerlo, capitán Morrigan.
—Para mí es un honor conocerlo a usted, señor. Quiero decirle en nombre de mis hombres y mío que le agradecemos que nos haya rescatado, y que estamos a su entera disposición. Solo esperamos sus órdenes para servirlo, señor.
—¿Qué pasó con los fomores, capitán?
—Cuando usted nos liberó, los aniquilamos a todos, señor, hasta el último. Estábamos débiles por la tortura y la falta de alimento, pero los superábamos ampliamente en número y en motivación.
—No lo dudo.
—Mientras usted estuvo inconsciente, envié a mis hombres a tratar de conseguir comida. Algunos pescaron algo en el arroyo y otros cazaron algunos pequeños animales, haré que le traigan algo enseguida, debe reponer fuerzas.
—Lug no come carne— le señaló Cariea.
Morrigan, inquieto, paseó la vista entre Cariea y yo. Le preocupaba no tener nada que ofrecerme para comer.
—Capitán, hacia el este, subiendo por la colina, hay una formación rocosa con tres rocas grandes que parecen dedos enterrados en la tierra. Mi mochila y mi espada están escondidas ahí. Tengo algo de fruta ahí. También hay hierbas medicinales para hacer un té sedante que le vendría muy bien a Cariea para disminuir el dolor.
—Enviaré a alguien a buscar sus cosas enseguida, señor.
—Mi caballo también debería estar pastando por las cercanías.
Morrigan asintió, y ordenó a uno de los soldados que estaba parado detrás de él que partiera de inmediato a buscar mis cosas y mi caballo. Noté que había cuatro soldados en la tienda además de Morrigan. Todos habían estado allí en silencio, pero con los rostros ansiosos al ver que yo había despertado. Incliné la cabeza como mejor pude en forma de saludo, ellos respondieron con una reverencia. Vi el cuerpo de Ailill aún tirado a un costado de la mesa con los mapas.
—¿Qué quiere que hagamos con él, señor?— me preguntó Morrigan al ver lo que yo estaba mirando.
—¿Qué hicieron con los fomores?
—Hicimos una pila con sus cuerpos y los quemamos.
—Hagan lo mismo con él— dije.
—Sáquenlo de aquí— ordenó Morrigan. Dos de los soldados que estaban allí arrastraron el cuerpo inerte fuera de la tienda.
Morrigan observó a sus hombres cumpliendo sus órdenes y luego se volvió hacia mí:
—Señor, si me permite, ¿cómo lo mató?
—No murió por mi mano, capitán, sino por la suya propia.
Morrigan me miró, incrédulo.
—Nunca me pareció un hombre propenso al suicidio...— dijo despacio.
—Creé un espejo usando mi habilidad, un espejo que reflejó el ataque hacia su origen. Todo lo que Ailill intentaba hacerme, se lo hacía a sí mismo. Cuando intentó matarme, solo se mató a sí mismo. Aún cuando le advertí que solo tenía que dejar de atacarme para detener el dolor, su odio avasalló a su capacidad para razonar— expliqué.
—Eso sí lo creo. Nunca había visto a un hombre tan obsesionado con hacer daño a otros— murmuró Morrigan, mirando a Cariea de soslayo.
—Lamento lo que te hizo ese maldito— le dije a Cariea—. Cuando me reponga, intentaré curar otra vez el ala.
Ella negó rotunda con la cabeza:
—Casi perdisteis la vida tratando de sanarme. No quiero que nadie más muera por mí.
—¿Nadie más?— inquirí.
—Algunos de mis hombres murieron tratando de rescatarla de la tortura— explicó Morrigan.
—Ochenta y tres— aclaró Cariea—. Y habrían sido más, si Ailill no los hubiera paralizado.
—Lo lamento. ¿Cuántos soldados sobrevivieron?
—En este momento somos cuatrocientos cincuenta, pero al principio éramos ochocientos.
—¡Ochocientos! ¿Qué pasó con los demás?
—Algunos murieron en el primer enfrentamiento, cuando Ailill nos capturó. Otros murieron por intentar salvar a la mitríade. Y otros más murieron torturados por Ailill.
—¿Qué información buscaba Ailill con la tortura?
—No buscaba información— dijo Morrigan, apretando los dientes—, solo entretenimiento. La matanza se detuvo un poco cuando Ailill nos paralizó y nos desplegó alrededor de su tienda, pero luego la comida comenzó a escasear y los fomores tenían que alimentarse...
El capitán kildariano apretó los puños y no pudo continuar.
—Entiendo— dije. Había sido testigo del horroroso espectáculo de los fomores devorando a uno de los soldados.
—¿Qué pasó con Ifraín? Ustedes eran parte de su ejército, ¿no?
—Sí. Estábamos en un terreno alto, cerca de la Cordillera del Norte, cuando divisamos a un grupo de fomores. No eran más de doscientos, pero si nos atacaban cuando estuviéramos cruzando las montañas, estaríamos en una posición demasiado vulnerable. Ifraín decidió que debíamos volver hacia el sur hasta ellos y eliminarlos, antes de que tuvieran oportunidad de acercarse más. El cruce por las montañas es lento en extremo, especialmente para una cantidad tan grande de soldados. No tenía sentido hacer regresar a todos para eliminar a un puñado de fomores.
—Dividieron fuerzas— dije, comprendiendo.
—Sí. Yo partí al mando de ochocientos hombres hacia el sur, mientras nuestro señor Ifraín continuaba hacia el norte con el resto del ejército. Iba a ser un trabajo rápido, y luego volveríamos al norte y los alcanzaríamos sin problemas. No sabíamos que Ailill estaba al mando de esas bestias...
—Entiendo. Y cuando Cariea los encontró, Ailill se hizo pasar por Ifraín.
—Sí. Estaba muy sorprendido de encontrar a una criatura de su especie. Al principio la trató bien para sonsacarle el paradero de las demás mitríades. Uno de mis hombres murió tratando de revelarle la verdadera identidad de Ailill.
—Entonces son ochenta y cuatro los que murieron por mi causa— murmuró Cariea.
—Por suerte todo terminó, gracias a usted, señor— dijo Morrigan.
—Con Ailill, tal vez, pero esta guerra recién empieza, capitán.
—Estamos aquí para cumplir sus órdenes, señor. Pelearemos por usted hasta la muerte.
—No deben pelear por mí, capitán, deben pelear por su propia libertad— le aclaré.
—Pelearemos por lo que usted diga, señor— dijo él, orgulloso.
Suspiré. Morrigan no entendía lo que yo le quería decir.
—¿Qué vamos a hacer ahora?— preguntó Cariea desde el suelo.
—No lo sé todavía, pero lo primero que quiero hacer es salir de inmediato de este campo de muerte. Nos pondremos en camino ni bien traigan mi caballo y mis cosas— respondí.
—Señor— comenzó Morrigan—, si me permite, seguiremos sus órdenes desde luego, pero...
—¿Pero qué, Morrigan?
—Señor, nadie está más ansioso que nosotros de abandonar cuanto antes este valle, pero como le dije antes, estuvo muchas horas inconsciente y tal vez por eso no se haya dado cuenta...
—Dígalo de una vez, Morrigan.
—Señor, se acerca la noche y usted no está en condiciones de viajar. Creo que sería mejor que pase la noche aquí y descanse, se reponga. Vigilaremos que nadie lo moleste. Si se siente bien por la mañana, partiremos sin demora.
Fruncí el ceño, desconforme con la propuesta. Lo último que quería era dormir en la tienda de Ailill, en la cama de Ailill, pero sabía que Morrigan tenía razón. No podía siquiera levantar la cabeza sin marearme, sería imposible que pudiera viajar en esas condiciones.
—De acuerdo, Morrigan. Pero mañana a la mañana partiremos— acepté, reticente.
Morrigan asintió, satisfecho.