Infernum ©

By Arassha

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Gavriel Sagardy, escritor caído en desgracia, llevado por la frustración y la codicia, realiza un pacto con u... More

~◆~
Parte I
1. El declive de un escritor
2. El pacto
3. La visita
4. Ecos del pasado
5. El resurgimiento
6. El comienzo del fin
Parte II
7. Ángel negro
8. Sombras
9. El centinela del abismo
10. El canto de las ánimas
11. Muerte y destrucción
12. El camino del mal

Preludio

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By Arassha




La baja luminosidad se esparcía por el enorme salón, haciendo de este una trampa mortal al no saber qué se ocultaba entre las sombras. Sin embargo, lo realmente peligroso estaba afuera de esa fortaleza de piedra.

Él se movió por la habitación, sus ojos ambarinos eran como una luz mostrándole el camino. Se detuvo en una ventana, desprovista de vidrio y rejas. Contempló a lo lejos a esos desdichados. Los agudos lamentos que surgían desde las fosas abrasaban el lugar como un hierro candente. Sonrió siniestro. Cerró los ojos y estiró las manos, captando un poco de esa aflicción. Sintió su cuerpo nutrirse, el dolor impregnado de maldad, el elixir de su existencia.

Ningún mortal podría resistir aquel embate de gemidos sin perder la cordura. Él no lo era. Aunque podía adoptar dicha forma de ser necesario.

Y en los últimos meses había tenido que echar mano de su aspecto terrenal, no en demasía, pero sí lo indispensable. Y ahora estaba cerca de tener el control absoluto gracias a esos hombres. No, corrigió, esas criaturas ya no eran hombres.

—Adalid —interrumpió una mujer... o lo que quedaba de ella—. Aquí está mi esclavo. Lo he lastimado mucho, adorará ver su aspecto —compuso una sonrisa malévola—. ¡Arrodíllate, ante tu señor! —Tiró de la cadena que apresaba el cuello del infeliz, jalándolo igual que a un perro rebelde. De una patada lo obligó a postrarse.

—Levántate —exigió el hombre albo, satisfecho por la escena.

La orden fue acatada sin demora.

En cuanto lo tuvo enfrente lo examinó en detalle. La carne que cubría el cuerpo se caía en pedazos. Los espacios vacíos se volvían a regenerar y éstos de inmediato eran colonizados por los gusanos que devoraban el maltrecho organismo.

A la mujer le gustaba el sadismo, había hecho un gran trabajo. Soltó una risotada sin ninguna pena.

—Ya te puedes ir, Nínive —dijo minutos después.

Nínive lo miró con recelo.

—¿Está seguro, mi señor? Él es... —En la mano del caudillo una llama palpitó. Ella se dio cuenta de su error y se apresuró a corregirlo—: ¡Discúlpenme! No quise cuestionar su poder...

—¡Fuera! —demandó.

El desgraciado tendido en el suelo rio por el desatino de la mujer.

Ella alcanzó a ver el gesto y dijo enfurecida:

—Esa sonrisa ha hecho que te ganes un castigo doble, ese que tanto odias. Te estaré esperando cuando salgas. Voy a hacerte sufrir como el condenado que eres —aseguró, abandonando el recinto.

El aludido fingió un gesto de terror. Había aprendido a conocer a su verduga. Era una sádica que se complacía en su dolor y él no dudaba en proporcionárselo; porque a pesar de ser un demonio, ella también se cansaba. En cierta forma le gustaba la perversidad de la fémina.

Era sorprendente como la oscuridad corrompía a la luz y la mutaba en algo terrorífico. Si no fuera por el odio que le tenía a la maldita, hasta le ofrecería ser parte de sus futuras huestes. Mas ya tenía otros planes para ella. Unos planes que implicaban terribles sufrimientos.

—¿Ya terminaste de divagar?

El hombre alzó la vista.

—¿Fue necesario todo eso? ¿Te deleitó verme arrastrado a tus pies? —citó lo ocurrido hace unos instantes—. Pensé que éramos iguales.

El ente de traje blanco esbozó una sonrisa maligna bajo el sombrero de ala ancha, cuidando de no mostrar el rostro.

—¿Hablas en serio? ¿Te di una oportunidad de servirme y ya te sientes mi igual? Sé que tipo de basura eres. Más bien agradece que haya decidido reciclar algo de ti.

—Vamos, adalid —hizo una falsa reverencia—. Admite que soy más importante de lo que quieres reconocer, y que sin mi ayuda no podrás tomar el poder. Sin mi intervención es muy probable que todo salga mal —sentenció arrogante.

Las palabras arrojadas encendieron al otro. Se acercó despacio, amenazante.

—Si algo llega a salir mal es porque tú has traicionado el acuerdo. —Lo agarró del cuello, elevándolo en el aire—. No eres más que carne podrida, alimento para esas repulsivas larvas que cubren tu putrefacto cuerpo —soltó una carcajada—. Devorado día y noche por eso que siempre has despreciado: todo lo que crees inferior a ti —lo dejó caer sin delicadeza—. No te olvides con quién estás tratando, escoria. Los tormentos a los que te somete Nínive no serán nada comparado con lo que soy capaz de hacerte. Yo tendré nuevas oportunidades, en cambio tú, solo tienes una. Piénsalo bien. La nada es peor que la existencia.

La faz del hombre se descompuso y esa vez no estaba fingiendo.

—Disculpe mi atrevimiento, mi señor. —Adoptó una postura sumisa—. La preocupación de que el plan pueda verse afectado ha hecho que actúe impulsivamente.

—Ya te dije que nada va a salir mal, solo necesitamos... —se detuvo, alarmado. Su nariz empezó a captar aire con ímpetu.

—¿Qué sucede? —preguntó al ver cómo éste se tensó.

Con un gesto de la mano lo mandó a guardar silencio y así concentrarse en identificar el inusual aroma y al portador.

Inhaló con fuerza. Nada. No había rastro de la fragancia. Barajó la posibilidad de haberse equivocado y desechó la inspección.

—Estamos solos... o casi —rio.

—¿A qué te...? —La cuestión fue respondida antes de que terminara de formularla.

—Vengan —llamó, mirando a su siniestra.

Dos seres surgieron de entre las sombras, arrastrando una estela de oscuridad tras sí.

Uno de ellos llevaba prendida en la espalda una diabólica criatura, la cola del animal se enroscaba en el cuello igual que un mono pendiendo de un árbol.

El otro individuo reflejaba una inquietante vesania en los ojos.

—Háganse amigos, porque desde este instante van a trabajar juntos —anunció con una risa macabra.

—Soy Dionisio —se presentó el recién llegado, acatando la orden—. Y él es Esculapio —el aludido saludó, displicente—. Hemos oído hablar de ti, aunque el adalid omitió tu nombre. Dinos, ¿quién será nuestro compañero de innombrables horrores? —sonrió perverso.

—También he oído hablar de ustedes. Y no cosas buenas —se carcajeó—. Son unos tipos muy malos. Me agradan.

—A lo que íbamos —apremió el adalid.

El condenado asintió y pronunció con voz maligna:

—En vida me conocían como el coronel Naún Lamar. Mucho gusto.





El intruso, que espiaba la reunión escondido tras uno de los gruesos pilares, ahogó un gemido al escuchar esos nombres. Era peor de lo que había pensado.

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